lunes, 22 de julio de 2013

Sí. Y lo demás sobra.

La primera hora de guardia es terrible, una especie de pérfida alianza entre el calor - pero, un momento, tiene que haber otra palabra más dramática para designar esta inflamación aguda del aire -, el sopor de después de la comida y la trampa textil en que se convierte un uniforme en los días álgidos del verano. Para combartirla, buscamos cualquier simulacro de oasis, alguna madriguera en la que nuestras células puedan adquirir un perezoso metabolismo de osito. A veces es una maternal encina, o un pino no demasiado desastrado. Otras, un puente de la autovía. Cuando podemos plantar el coche un ratito a la orilla de un río, nos sentimos afortunados. Más tarde continuaremos la ruta, con la ayuda de esa respiración asistida que es el aire acondicionado; le haremos un chequeo a las áreas recreativas en pos de hipotéticos síntomas de incendio; veremos y, sobre todo, procuraremos ser vistos. Pero eso será después de pasar por esa prueba de adaptación casi darwiniana que es cada uno de los minutos comprendidos entre las dos y media y las cuatro de la tarde.

Entonces uno sale del coche, y si sus tejidos son capaces de tolerar el choque de temperatura, se dedica a estirar un poco las piernas, sin asomar, por supuesto, un solo centímetro de anatomía fuera del recinto de la sombra. O sigue el vuelo de las mariposas como si fuera un hipnótico chismorreo sobre las costumbres sexuales de sus vecinos. O sintoniza el dial de la radio. O se pregunta por qué las hojas de los fresnos son tan diferentes de las de los álamos blancos, y cómo es maravillosamente posible que seres que comparten un mismo espacio tengan estrategias vitales distintas. O somete su organismo a una dudosa terapia de bostezos, mientras trata de ponerse al día con la normativa. O contempla, con una expresión que podría ser de arrobo, o la manifestación facial de una micro- siesta mal disimulada, las láminas de una guía de aves. O se empeña en borrar las huellas que los caminos de toda una provincia han ido posando en el salpicadero del coche, con un trapo vetusto que deja más mierda que la que quita. O hace una lista mental de los temas sobre los que podría escribir por la noche, luego de recuperar la bendita semidesnudez hogareña y de llenar el buche.

Así que aquí me tienen, superviviente una vez más de otra primera hora de guardia, y de unas cuantas más, bien cenada y con las uñas turquesas de los pies a salvo por fin de las botas de montaña. Ahora me doy cuenta de que, en contra de lo que pueda parecer, esa hora peliaguda se pasa con un talante bastante optimista, porque me temo que todos esos temas de escritura que entonces recopilé alegremente en la libretita de mi cabeza van a tener que seguir haciendo cola en la puerta por la que se sale del limbo. Allí esperan ya su turno, pacientemente, los embriones de al menos tres relatos; un nuevo episodio de la serie Peregrinos - próximamente en sus pantallas -; una última fotografía para insertar en el álbum gaditano; una nueva serie, bastante vergonzosa, que titularé Diarios de la Hipocondría, y que alguna mente enferma del mundo editorial terminará queriendo convertir en novela; el menú completo de una semana en la Tasca de Sila; y unos cientos de chorradas más.

Pero todo eso tendrá que seguir esperando. Porque si me decidiera por cualquiera de esas opciones, acabaría con la sensación de estar cumplimentando una simple actividad de divertimento. Que me parece una motivación perfectamente respetable. La que más, incluso: uno sólo debería escribir porque se divierte. Pero cuando se están viviendo días de reprogramación básica, hacerlo, y dejar el núcleo despellejado de la existencia en estado latente, no te acerca demasiado a la honestidad.

Mientras escribo esto, el huevo de codorniz que se hospeda bajo mi mandíbula sigue pulsando, calentito como un hamster. Lo bueno de la hipocondría es que, si te atreves a manejarla con atención y cierto desapego, se convierte en una herramienta útil para orientar tu mapa personal. El cuerpo normalmente inadvertido emite mensajes en su propio idioma extranjero, y te obliga a establecer dialogos, majaderos o sosegados, con esa cosa abstracta que es tu propia mortalidad. En esa conversación, la hipocondría es el matón de un mafioso chungo que te recuerda que, más tarde o más temprano, tendrás que pagar tu deuda. No muy diferente de la verdadera enfermedad.

Sólo que, justo un paso por detrás del miedo, camina a menudo el gozo de estar viviendo todavía. Y en esta noche de luna llena entre algodones, y aire por fin fresco ungiendo la piel limpia, cualquier cosa que no sea una simple palabra de afirmación suena a pura cháchara, y debe seguir esperando hasta ser dicha.

6 comentarios:

  1. Hay mi pequeña aprensiva... eres sumamente tierna, siempre.

    Aix...

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    1. No, soy una absurda autoprogramable.

      Un beso, bonita.

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  2. Anónimo entre comillas22 julio, 2013 23:48

    Esta noche nos quedamos con la luna. Sí. Y lo demás sobra.

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  3. ¡Ay hija mia -ponle el acento mancheguzo-almodovariano-, se te van a aguar los sesos de tanto pensar!
    Anda relájate un poquito y disfruta.
    Vida mia.

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    1. Si me relajo más, madre, descontando esos episodíos míos tan simpáticos, me convierto en un alga parda.

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