domingo, 30 de diciembre de 2018

Una seta cualquiera. Un propósito sólo.



Llevo unas semanas todo lo obsesionada que me permite mi desorganizada consciencia con una seta amarilla y grande. Una seta vulgar que se ha alojado en mi memoria con tan pocos atributos específicos que, si tuviera que dibujarla, no me saldría nada menos genérico que la casa de tejado triangular que levanta en el papel un crío de cinco años. He hojeado la mejor guía que tengo. He rastreado las imágenes que los algoritmos de Google ofrecen al teclear “seta amarilla grande”. No le asocio otra peculiaridad sensorial o taxonómica; no he podido atesorarla con la carga de deseo, temor o mito que me hace capaz de identificar un puñado de especies. Una condenada seta cualquiera, vista a primeros de diciembre al pie de unos alcornoques. Amarilla. Grandona como lo barato. Elusiva. Anónima.

No me la quito del segundo plano de mi cabeza, un poco por curiosidad toreada y un mucho por remordimiento. La vi por primera vez mientras paseaba con mi familia por el borde del bosque. Resulta que mi padre podría encontrar espárragos trigueros en Groenlandia: tiene un talento desaprovechado para el rastreo y no se le escapa nada que a priori pueda ser comestible. Todo un señor paleolítico que, en pleno desempeño de sus capacidades, ese día me reclamó unas cuantas veces para preguntarme por qué por allí quedaban todavía madroños maduros, o cuál era el nombre de aquella mata, aquel arbusto. En una de esas me señaló, estrellitas en los ojos, un grupo de setas carnosas. Amarillas. Tirando a grandes. Arrancada de mi habitual mariposeo, le espeté un yoquesé arisco. Tengo esa espinita enquistada en mi vocación amable desde entonces. Y ahora quiero acabar el 2018 pensando, con toda la insistencia que mi holgazana mente me concede, en aquella seta cuyo nombre ignoro.

A ver, a mí no me sale hacer balances de fin de año, porque si la vida fuera una empresa colapsaría al rato a fuerza de imprevistos. No los hago porque en mi cerebro el tiempo se guarda en el mismo cajón que los cables: no tengo una gran pericia para almacenar los años sin que se me formen nudos, y mi noción de lo que he vivido éste es un tanto vaga. Definitivamente no hago balances, como tampoco me planteo ya seriamente trazar propósitos, porque el tiempo es un chisme abstracto que, como el agua, no puede cortarse en tajadas. Cuadrar un año que sólo se acaba en la mente humana y plantear un apunte de presupuesto vital para el siguiente: me parecen simplezas sólo un poco menos forzadas que un bautizo laico.

Pero hoy me apetece convertir mi seta en símbolo. Quiero tenerla bien presente, como recordatorio de adónde quiero enfocar mis trabajos. Quiero que me coja del hombro y me reconduzca hacia ese bosque al que no me canso de ligarme mediante supuestas relaciones de pertenencia. Digo que es mío y lo llevo allá adonde vaya, en el espacio y el tiempo. He dejado tantos rastros de amor en él que a la fuerza tengo que ser suya, me digo. Y sin embargo... Quiero que mi seta se ponga pesada y me advierta repetidamente que el amor es conocimiento, que el conocimiento es amor, y todo lo demás, galanteo y periferia.

Sobre todo, quiero saber el nombre de las cosas para poder compartirlas. Quiero ofrecer esa seta a mi padre, aunque no se coma ni sirva para mucho más que para ratificar la opulenta diversidad de lo vivo. Quiero que no se me olvide más que ser amable es el único propósito por el que vale la pena apostar cada año.

domingo, 9 de diciembre de 2018

Hechos probados



Hace unos días olvidé, que no perdí, las gafas en el lugar más hermoso del mundo. Al menos del mundo en el que habita mi conciencia. Hay otros mundos, pero mis sueños o mis nostalgias aún no los han colonizado.

Ayer, sentada a la entrada de mi casa como tantas otras veces, soleándome y a punto de arrancarme a cantar como los jilgueros, pensaba en el sol como en un puro derroche. Las piernas se me estaban tostando bajo las mallas negras, y sentía mis mejillas encenderse como las de una campesinota suiza. No eran ni las diez de la mañana de un supuesto fin de otoño. Una ración ridícula, infinitamente pequeña de energía solar servía para calentarme, y una cantidad no mucho más grande, comparada con la fuente, bastaba para encender cada hoja de este humilde planeta, para ponerlo a sudar y a bailar las corrientes de sus mares. ¿Qué pasa con lo gordo de la luz, entonces? ¿Resbala por trozos de piedra muerta e indiferente que cuelgan del techo del Universo, se desperdicia? ¿Ilumina y vivifica mundos en los que no habita nuestra conciencia? Cuando digo “mi mundo, otros mundos”, al momento pienso en estas cosas y se me va la cabeza. Por eso no me corto al considerar que la pequeña parcela que mis pies y me corazón hollan es el todo.

El caso es que olvidé mis gafas. Bajo una hermosura de árbol junto al que me acurruqué para echarme una siesta. Ninguna habitación construida por manos humanas me procurará nunca el mismo contento. Ningún lugar conseguirá que sea menos yo y más yo al unísono. Me dormí como una princesa mema de cuento, y me desperté dentro de una esmeralda, con cara y mente de corzo recién parido. Me puse las gafas de sol para que la belleza no me deslumbrara. Recogí mis cosas. Le dije adiós a cada hierba; le puse nombre a cada vaca que me encontré en el camino de vuelta. Y mis gafas habituales se quedaron allí hasta el día siguiente. Estos son los hechos probados.

Resulta que hace unos días asistí a un curso que me sembró la conciencia de plantas extrañas. De esos frutos americanos sin los cuales no podríamos entender nuestra propia cocina. Aprendí más cosas de las que ahora mismo puedo darme cuenta cabalmente, pero el río de lava destructora, vivificadora, que ahora mismo se desliza por mi manera de mirar las cosas tiene que ver con la necesidad de ceñirte a los hechos, si de verdad quieres entenderlas. Fuera moldes cognitivos, fuera impresiones subjetivas y conjeturas, fuera prejuicios: al encuentro con la realidad una tiene que acudir desnuda, si pretendes que la realidad te toque. Esta es una proposición más radical de lo que a simple vista parece. Prueba a aplicarla a cada idea-pilar de tu mente: qué crees, qué das por sabido, quién piensas que eres. Redúcete a hechos irrefutables. A ver qué queda de tu edificio.

Antes hubiera considerado que esta regla era demasiado pragmática o seca como para medir mis pequeñas intimidades calientes. Hubiera afirmado que mirar tan de cerca la materia de las cosas destruía su poesía radicalmente. Antes yo le sacaba, le sigo sacando, moralejas fáciles a cada suceso. Mis gafas, sin las que no soy capaz de manejarme como un adulto, se quedan una noche en el monte. Mis gafas han visto cosas mientras yo dormía miope: un jabalí merodeando mi olor y las semillas del pan de mi bocadillo, una gineta deslizándose tronco abajo como un marine en operaciones especiales, el juego de ojos medio tahúr de los búhos. Todas esas imágenes secretas, esa mirada a la espalda del bosque, se han incorporado de alguna forma a mis fondos, ahora que he recuperado mi mirada protésica. Antes me hubiera conformado con esa hermosa y atolondrada interpretación de las cosas.

¿Y ahora? Ahora comprendo que cada mota de realidad tiene en sí tantas capas, que quedarse sólo con las superficiales y elucubrar el resto es lo que de verdad lastra su gracia. Jugar al lirismo de los chinos. Maquillar un despiste y olvidarme así de que mi mirada no es omnisciente. Imaginar que hay otros mundos más allá de mi mundo. Pensar en el sol como en un derroche. Ahora me ciño a los hechos irrefutables y me digo que la complejidad de las cosas tal como son, sin que la ayude mi subjetividad, es prodigiosa.


Mirar de cerca. Despojarse de ideas previas.


domingo, 4 de noviembre de 2018

A poco que mires



No sé qué demonios hago parapetada detrás de una pantalla, teniendo un día glorioso de soleado otoño por delante, lamiéndome las entrañas, cercándome. Tarde o temprano dejaré de escribir así, a contravida, por la misma razón que me llevará a no ir más al gimnasio: no tolero el sabor de los sucedáneos. La comida con edulcorantes me provoca cólera y arcadas. Sudar y jadear en una habitación llena de metal y desconocidos es un sustituto mohíno del bendito juego físico de los cachorros. Y escribir textos más o menos pulidos y preparados para el consumo me acerca tanto al corazón de los otros como las algarrobas al chocolate.

La escritura aproxima relativa y fugazmente a los que están lejos, aleja a los que están al lado, con su olor y su nombre propios. Me cuesta manejar ese doble filo sin cortarme. Me cuesta renunciar a estar en el recreo, ahí afuera. Pasar la mañana bajo un naranjo, intentando pillar in fraganti la operación secreta por la que el sol se transforma en color, vitamina y azúcar. Moverme naturalmente, con propósito, en todos los planos del espacio. Pero ¿puedo estar a la vez en dos sitios, hacer a la vez un par de cosas opuestas? Mirar y escribir. Encerrarme y moverme. Estar lejos y cerca.

A menos de veinte metros un pino y un olivo confunden sus ramas como dos siameses sus órganos, dos adolescentes sus ortodoncias. En lo que llevo escrito se me ha ido el santo al cielo al menos tres veces explorando, sin mucho éxito, en qué punto un árbol deja de ser otro. Preguntándome si me parezco más al pino, en su resistencia arrogante, al olivo, en su dadivosidad a pesar de los nudos, o más bien al margen indistinguible entre ambos. Al fondo lo que mi razón reconoce habitualmente como Sierra Bermeja. Hoy es una línea oscura que se abomba como un cachalote, un perrazo holgazán como Bola, recostado con el hocico entre las patas. Adivinar formas en la geografía cambiante es otro de mis despistes favoritos. Me encanta pensar que lo que parece estable es en realidad fluido. Desde donde estoy ahora distingo las antenas de la cumbre. Pajarillos picoteando insectos en la joroba de un búfalo. Inconcebible que ayer mismo yo estuviera ahí arriba. Y que tenga que aceptar como lógico que sean un mismo sitio. Ayer una masa monstruosa de roca que aloja en sí todavía el fuego del interior de la Tierra, rojo y verde ahogando la vista. Hoy una silueta recortable que puedo seguir con el índice. Que la inteligencia acate el juego de la perspectiva como algo normal es una monstruosidad y un milagro.

Y es que a poco que mires lo aceptado se desactiva. Tendrías que haber visto, allá arriba, al pinsapo junto a la antena de telecomunicaciones. Ambos desmesurados y arcanos. Ambos hablando idiomas inaccesibles. La antena, un faro que emite señales a navegantes de otros planetas. El árbol creando bajo sus ramas una verdadera noche nórdica en una mañana de sol deslumbrante. Conectando ambos tiempos y espacios lejanos. Monstruos milagrosos, no tan opuestos como pareciera.

A poco que se te vaya el santo al cielo y a las ramas el paisaje se desarbola. Los límites se difuminan. Lo humano deja de ser lo que está enfrente y encima y en contra de la naturaleza. La escritura ya no es ese ejercicio ensimismado y alejado del mundo. Lo que está lejos se acerca; entonces y quizás se vuelven ahora. La tapia entre el aula y el patio de recreo finalmente se derrumba. Puede que siga escribiendo de esta forma.


domingo, 14 de octubre de 2018

El reino



Hoy se cuela el otoño como una plaga por el menor resquicio de la casa: los postigos de madera guiñan, las puertas cojean imperceptiblemente como quizás yo misma, con una de mis caderas milimétricamente más alta que la otra. Vivimos cerca de la playa y de los arroyos, sobre un templete vivo de arcilla y arenas viejas. El suelo moderadamente libre de fajas de asfalto respira, su perfumado pecho sube y baja, y la casa lo acompaña en su aliento. Las estructuras pensadas por los humanos para aislarse del exterior se descuadran: incomodidad diminuta que me incorpora de vuelta a mi medio.

Y a pesar de que ha amanecido gris y mis sandalias de goma se ven ya francamente extemporáneas, después del desayuno yo he vuelto a ocupar mi trono. Uno de mis tronos, porque los reparto aquí y allá, como quien teme poner en una sola cuenta todos sus ahorros. Este en el escalón de entrada a la casa. Aquel en la horquilla del más acogedor de los aguacates. Uno a la sombra de tres quejigos en la intersección de tres caminos boscosos. Uno en un cambio de rasante de la carretera que llega a Jimena. Otros tantos que ya te iré contando. Soy reina de un territorio desmenuzado y echado al aire con un soplo.

Hoy, como ayer, mi espalda se apoya en una puerta que todavía recuerda a troncos. Este porche mira al este. Sé que el sol anda por ahí escondido. Es algo que habría que recordar siempre, en días sombríos o por la noche. Ayer fue todo un espectáculo: la mañana recién desenvuelta de su papel de regalo, estallando contra las hojas de los árboles. Algarrobo, palmera, higuera, azufaifo. Como en los coches de choque de la feria: golpe y risa. Imposible seguir leyendo cuando cada hoja tiene a su alrededor un aura de santo. La utopía es vegetal, pensé tontamente, al levantar los ojos del libro.

Creo que al mismo tiempo acierto y me equivoco. Creo efectivamente que la salvación está al abrigo de las plantas, de su actitud y de su mecánica. Creo que emular en lo posible la autosuficiencia vegetal, la generosidad con que las plantas transforman el medio en provecho del resto de seres vivos del planeta, el modo en que su poder absoluto se camufla con mansedumbre, constituiría la terapia menos lesiva contra el cáncer galopante que los humanos somos.

Creo, pero no más en términos de utopía. A la utopía hay que esperarla hasta que el impulso del corazón se detiene y la misma memoria se olvida. La utopía se cuenta en edades geológicas y distancias espaciales. El edén es una quimera que luce bonita y útil en historietas con moralina. Yo creo en una solución vegetal como creo hoy en el sol oculto tras pesadas mantas húmedas de nubes. Anda ahí, aunque no pueda verla ni vivirla inmediata ni expresamente.

Fe y listas de mandamientos. Últimamente estoy devota. Pero la mía es una religión pragmática. No quiero advenimientos. No pienso quedarme aguardando, abrazada a una esperanza vacía y reconfortante. El reino de lo verde ya está aquí, nos rodea, nos sostiene y nos penetra. Convertirme en una planta frondosa y propagarlo: ahí reside mi vocación ahora.

Se empieza siendo humilde como perejil y hierbabuena en un vaso


domingo, 7 de octubre de 2018

Higiene básica



El cielo sabe que no soy persona que descuelle por su limpieza. En general voy bastante aseadita. No se me suele ver con churretes en la cara. Me cambio de ropa interior diariamente. No huelo ni a feromona ni a producto químico. Voy hecha prácticamente un pincel, si se me contempla en distancias medias. Pero si te dejo acercarte a menos de un metro, y créeme que voy a dejarte, porque soy confiadota en lo físico, verás a lo mejor un lamparón casi imperceptible en mi camiseta. Qué le vamos a hacer: no suelo comer ni sentarme como las damas, ni tengo suficiente sabiduría doméstica como para borrar para siempre toda huella de interacción entre la realidad y mi ropa. No soy especialmente aficionada a volver la casa del revés para fregarle alma y tuétano. No suelo acechar la mugre oculta. Más bien me ciño a lo visible o perceptible con el resto de sentidos. Eso en lo que se refiere a la limpieza y a mis otras relaciones con el mundo.

Y sin embargo, hace un tiempo que tengo fijación por la idea de vivir limpiamente. Sin dejar un reguero de mierda, perdón, detritus, a mi paso. No pretendo serle tan leve a la tierra como para que las hierbas se vuelvan a enderezar al pisarlas. No fantaseo con habitar una utopía higiénica. Soy un animal y los animales dejan rastros. Lo que busco es que el entorno digiera mi presencia fácilmente, sin causarle ardor ni flatulencias ni arcadas.

Y hay tantas formas por las que una puede dejar de hacerse un poco menos indigesta. De pensamiento, palabra y obra. Si tuviera que esbozar mis propios mandamientos de limpieza, me diría:

1. No elucubrarás. Harás siempre por que tu mente se adapte a la realidad y no al contrario. Se comienza imaginando los motivos o intenciones de la gente y se acaba hundida hasta el cuello en una fosa séptica de prejuicios.

2. No mentirás ni usarás el disimulo para camuflar tus intereses. Las mentiras son como las pipas: seductoras y adictivas, porque ayudan a adornar ratos vacuos. Pero dejan las aceras hechas un cristo y si no sabes manipularlas (también es mi caso) pueden obstruirte el apéndice.

3. Dosificarás tu uso del verbo. No abusarás de la cháchara. No violentarás los silencios. No te dejarás caer en los pegajosos brazos de la maledicencia.

4. No pronunciarás una queja que no venga acompañada de una propuesta efectiva de mejora.

5. Harás por que tus valores y tus actos concuerden siempre. ¿Una perogrullada? Hazlo y luego me lo cuentas.

6. Evitarás en lo posible lo superfluo, sin necesidad de llegar a nivel amish (Compra a granel, haz tus yogures, busca comercios en los que te envuelvan el jamón en papel de estraza. Repudia baratijas manufacturadas. Por el amor de dios, usa tus cosas hasta que se gasten)

7. Seguirás el rastro de tus elecciones. Interrogarás acerca de su origen y su destino a lo que te alimenta, te cubre, te asea, te sirve, te adorna, te entretiene. Buscarás rimas entre su historia y tu ética.

8. En lo que se refiere al corazón, al juego y al aprendizaje, procurarás desenvolverte cada día como si fueras una criatura nueva. No embadurnarás el presente con chorreones de expectativas futuras o cicatrices del pasado.

9. Aplicarás conciencia y compasión a tus actos.

10. Amarás la amabilidad por encima de todas las cosas.


domingo, 30 de septiembre de 2018

Algunas cosas que aprendí sobre la luz


Estos días estuve de curso a tres pasos de Doñana, donde el cielo es malva antes de ponerse un pijama rojo y al horizonte no lo fruncen las sierras. Tierra inconclusa, reino anfibio: llegar, quedarte y comprobarla no conseguirán que su leyenda desluzca. Me quedé tan cerca esta vez que se redobló el hechizo. Y ahora, a más de trescientos kilómetros de distancia, un lazo imantado da tirones de mí y me reclama.

Pero aunque pude escuchar a las sirenas, hice mi curso sobre el impacto de los tendidos eléctricos en la avifauna y aprendí mucho. Recordé que el ser humano es una especie con una voracidad de energía insólita. Ponte en cuadrupedia y piensa en un animal cualquiera de tu tamaño. Compara ahora las calorías que necesita para desarrollar sus funciones vitales un carnero, por ejemplo, con las que tú necesitas. No me refiero sólo a lo que comes, sino a toda la energía que requieren tus desplazamientos, la construcción de tu refugio, las horas que no dedicas estrictamente a procurarte alimento o pareja. Haz las cuentas y comprenderás que, aunque todas las plantas y todos los insectos puedan pesar más que nosotros, los humanos engullimos sol en sus diversas recetas como ninguna otra especie. Padecemos de una bulimia incorregible. El planeta entero chapotea en nuestro vómito.

Aprendí que no sé nada apenas de cómo opera este mundo. No es que no me entre completamente en la cabeza la física subatómica. Tampoco que no capte el dibujo que forman al entrelazarse los seres vivos. Hay cierto punto en que acepto del mismo modo que a relatos fantásticos las teorías acerca de cómo funciona la mente y cómo la electroquímica cerebral se traduce en humores y recuerdos. Vivir es desconocer y me doblego a ello. Pero lo que sí me produce sonrojo es saber tan poco sobre las fuerzas que hacen posible y modelan mis actividades más básicas. Sé tanto de lo que ocurre cuando pulso un interruptor de la luz como de lo que sueñan los elfos. El porqué de que las aguas negras y las potables no confundan nunca sus rutas. Nunca me he planteado cómo se mantienen congelados mis guisantes. Cómo una placa eléctrica me concede el don alquímico en la cocina. Cómo y desde dónde se levantan los paisajes musicales que surgen de mis auriculares. Mi vida no se entiende sin electricidad. Mi vida cotidiana está sometida a la magia hermética.

Aprendí cifras intolerables acerca de muertes de pájaros. Cada vez que enciendo la luz me convierto en cómplice. El olor a pluma quemada no llega a mi casa. Sería de justicia que pasara eso.

Aquí, matando águilas.


Pero aprendí también, y se lo debo a la gente que me encontré allí, que mi fe es recalcitrante. Las evidencias nos aventajan: los mares son un erial; el aire está erizado de trampas y es apenas respirable; la tierra huele a cadáveres; los ojos están dejando de buscarse. Y sin embargo, creo que aún hay antídotos válidos contra la mezquindad y la rapiña. Creo que encontraremos modos de vivir más limpiamente. Creo que las pequeñas cifras terminarán decidiendo el resultado de las cuentas. Creo que la bondad, practicada en gestos mínimos que no esperan recompensa, alcanzará a rastrear y desactivar minas. Creo que quedan personas para las que el compromiso no es una palabra hueca. Personas con una luz adentro que se transmite pero no electrocuta.


sábado, 22 de septiembre de 2018

Volver diminuta


No esperes una gran primera frase. De hecho, yo no confío en primeras ni en últimas grandes frases. Pienso en esos epitafios orales como monumentos de algunos moribundos ilustres: la muerte en la cama debe de ser un asunto demasiado gradual como para que uno se ponga estupendo sin quedar en rídiculo, si el último suspiro se retrasa. Por eso, seré casi insignificante. Después de pausas como ésta es preciso ser humilde y aprender a dar pasos pequeños. Después de casi romperme el sacro, o el coxis, o como quiera que anatómicamente se denomine el lugar donde mi humanidad disimula su nostalgia del mono, es lo que debería hacer también con mi cuerpo. No pretender que el golpe y la convalecencia siguiente no han sido. Vacilante aún, no tratar de superar en centímetros el último salto ágil. Las ausencias prolongadas deberían ser sanadas con gestos modestos.

Así que escribiré como si acabase de descubrir el mecanismo de ensartar letras, una ristra de zarzamoras enhebrada en una brizna de hierba. Escribiré como si nunca lo hubiera hecho antes. Me plegaré a la verdad cotidiana de que a veces un paseo lento es una forma de arrojo. Y recuperaré la certeza, por muy a autoayuda que suene, de que la felicidad y el dolor en mayúsculas se construyen con ladrillitos.

Es que llevo días herida y salvada por lo pequeño:

Este piso diminuto ha sido tomado por las pulgas, y en las cuatro piernas que la habitan se dibujan constelaciones de ronchas.
Antes de encender el ordenador me he comido una mousse de chocolate con una lentitud que podría ser considerada una variante erótica, o meditativa, o de arte.
Por culpa de esa lesión que no me cuido, porque mi inquietud prefiere el dolor al varamiento, no puedo tumbarme boca arriba. Lo hago y es como si me aplicaran ahí cables de una picana. Un aguijonazo eléctrico perfectamente reducido que me impide flotar en la cama y evadirme.
No sé dónde colocar, hasta que lo regale, un paquete de leche en polvo para gatitos.
No me había dado cuenta todavía de hasta qué punto me oprimen los espacios atestados y exiguos. A veces la cercanía de tantas cosas sólidas se me hace antipática.
Y tengo leche para gatitos porque hace una semana rescatamos uno de la boca de un podenco y nos lo trajimos a casa. Nos puso patas arriba corazón y paciencia, porque era tan, pero tan nuevo y minúsculo que apenas tanteaba aún las habilidades precisas para sobrevivir por su cuenta. Y sin embargo parecía alimentarse con su propio latido exultante, animalito casi fotosintético.
Hace dos tardes que lo entregamos a una muchacha de ojos afelpados. Me resulta prodigioso cómo un hueco tan pequeño puede crecer y crecer, ensanchar y ahondarse hasta parir todo un continente de nostalgia. También de alivio.
Cómo imparten lecciones imborrables los dolores pasajeros, los encuentros tan fugaces que al pensarlos parecen un sueño, los detalles nimios.
Cómo moldean la vida las pequeñeces casi imperceptibles.
Cómo letra a letra insignificante el silencio se deshiela y se rompe.



Pumuki siempre será una chispita mía. Yo seré para siempre completamente de Pumuki.




martes, 17 de julio de 2018

Próxima parada: adentro



Es una pena que por culpa de los clichés dé apuro decir algunas cosas. Como que sólo tenemos una vida y un planeta. Que tu verdadero capital es el amor que entregas. O que viajar en tren es bonito. El mismo concepto de bonito, incluso. No sé si es la edad o respirar una atmósfera saturada de mensajes: hay demasiadas buenas ideas desfondadas. O demasiada poca inocencia.

Pero a quién, libre de estrés post traumático, no le gustan los trenes. Por qué desplazarse en autobús, por ejemplo, carece de mito. Creo que la culpa no es sólo de la literatura o el cine. Creo, intuyo, que la velocidad tradicional de los trenes rima de alguna forma con la cadencia de nuestra mente. Creo que la linealidad de los raíles hace bailar al paisaje como ningún otro medio de transporte. La carretera se integra en las formas sinuosas del mundo y en cierto modo así las oculta. En cambio la vía de tren atraviesa: mirar el paisaje desde esa perspectiva es como ir de jinete a la espalda de un águila. Árboles, tendidos eléctricos, chabolas o cortijos en ruinas: todo gira, hace una reverencia antes de despedirse. Como si no fueras tú el que se moviera. Como si por fin fueras capaz de percibir el desplazamiento íntimo de la Tierra.

Y a quién no le gustan las estaciones ferroviarias modestas. Sus aleros, sus colores, sus delicadas viseras de madera o hierro. En algunas todavía, las macetas. Como si quedaran tesoros de tiempo sin expoliar para regarlas. Las estaciones de pueblo son tiernas y elementales como la cara de Heidi, vestigios de un mundo aún cachorro. La boca tímida del túnel que conduce de lo pequeño a lo grande, lo rural a lo urbano, lo familiar a lo extraño. Entre tren y tren que para, o a lo mejor ni eso; entre la expectativa de quien se marcha y la perplejidad de quien regresa sin saberse cambiado, queda el silencio. Pararte ahí, sentirte perdido e insignificante en esos intermedios, te predispone a entender después el lenguaje de lo que habitualmente no hace ruido, el zumbido de las cosas pequeñas. Yo no sé si lo entiendo bastante, pero mi vida adulta comenzó así, los codos sobre las rodillas, la cara entre las manos, esperando a ningún tren en la estación de Jimena, presintiendo que el tren era yo misma.


Resultado de imagen de estacion tren jimera
Yo echaba la siesta en ese banco. Le he tomado prestado la foto a esta buena gente. Estudiaros la ruta, que lo merece.



Hablo hoy de esto por una especie de nostalgia. No por vivir en una ciudad de la que no salen y a la que no llegan trenes desde hace más de tres años, sino porque pienso que mi vida consciente se ha convertido en el AVE. La primera vez que viajé en uno de ellos fue en octubre pasado, y la experiencia me resultó a la vez asombrosa y frustrante. El tren más parecido a un cohete pasaba a la altura de las viejas estaciones infantiles raudo como un desprecio. No me daba tiempo a leer los carteles, a pronunciar mentalmente el nombre de los lugares, haciéndolos así reales. Últimamente tengo la sensación de que también yo me conduzco de ese modo: voy, voy, voy, me dirijo directa de un punto a otro sin pararme. Paso de largo de las motivaciones que puntean cada cosa que hago. A veces puedo ver desde la ventanilla la cola difusa de un deseo, una verdad o una desgana que no identifico. No me da tiempo tampoco a leer los nombres de mi mapa.

Y es curioso, porque a mí cada vez me incomoda más el viaje por el viaje, por el puro hambre de desplazamiento. Echo de menos el silencio entre trenes en las pequeñas estaciones de pueblo. ¿Un propósito? Encontrar el tesoro de tiempo para volver a regar las macetas.

lunes, 9 de julio de 2018

Estrategias de vuelo



Planeo. Sí, eso es. Si se me pidiese a la ligera que describiera mi paisaje mental con una sola palabra es lo que contestaría. Después no volvería a atender con mucho respeto a quien lo hiciera. Sólo hace falta tener un ojo en la cara para percibir que dentro de cada paisaje predominante hay otro paisaje distinto, y otro paisaje, y otro. Pero a grandes y bastos rasgos, yo planeo. Del verbo planear. Los significados reversibles me chiflan.

Empiezo planeando en un sentido, y termino haciéndolo en el opuesto. Cómo podemos entendernos ni una sola vez, cuando hay palabras de dos filos, palabras moneda, con dos máscaras complementarias como las del teatro. Planeo: dibujo trayectorias antes de dar un primer paso. Concibo, calculo, organizo. Vuelco mi atención hacia lo que todavía no ha pasado, a lo que debe. Meto mis días en moldes. En fajas. En camisas de fuerza. Quito de aquí y pongo allá, negocio conmigo misma, hago equilibrios. Tengo una libretita en la que anoto lo que voy a cocinar en siete o diez días. Tengo otra en la que acumulo entrenamientos deportivos. Procuro que ambas libretitas rimen. Y no soy ninguna Mozart. A veces la armonía me cuesta sudores. Otras en el interruptor no hay modo off . Me voy a la cama y sigo haciendo matemáticas con el tiempo. Me duermo como si viviera en una estación de metro. Mi mente planea aunque se haya quedado sin tareas.

Mi música suena ligeramente a trastorno.


Pero también planeo: me subo a un bucle de aire, extiendo las alas y me dejo. Hasta a mí me parece que estoy quieta. Y sin embargo cabalgo el presente igual que los buitres lo hacen en el cielo. Verlos volar computa como práctica budista o taoísta. Su hacer sin hacer. Su abandono aparente a las fuerzas externas. Podría parecer pasividad, y sin embargo.

Las alas largas, anchas del buitre le impiden ser balístico e incisivo como los halcones, acróbata como un azor esquivando ramas inapelables en el bosque. Hasta que no cargas con un buitre no te das cuenta realmente de que, sin tales alharacas, también su arquitectura es un prodigio. Su cuerpo es un condenado lastre, de-mo-nios, y por eso su vuelo moroso, más que el de aves ligeras, es una refutación perfecta del peso. Los buitres saben hacerse el muerto en el aire. Yo creo que hay pocas maneras de sentirse más vivo y en comunión. Hacerse mar y todo lo que contiene cuando flotas. Hacerse cielo y todas sus criaturas si sabes dar con la corriente térmica. Hacerte instante planeando de esa forma.

Así que planeo. Y planeo. Una máscara complementa a la opuesta. Un significado me compensa del otro. Soy hormiga, soy buitre. Sé refutarme a mí misma. Tampoco hace falta ser Mozart.

domingo, 24 de junio de 2018

Felicidades. Por qué no.



Pensaba en ti ya antes de que el guiso empezara a soltar su carga de olor francotiradora. Hacía cuentas, ¿sabes?, descontando años a la edad de tus hermanas, repasando ese rosario. La olla rápida hizo las diabluras físico-químicas que por desconocimiento llamamos magia, y me pegó un balazo de memoria. No al modo de una magdalena pomposa. No me izó y me arrastró una ola de recuerdos concretos. Fue más bien como cuando andando por el monte, atraviesas un jirón de niebla. Luego te quedas con la sensación de que algo te ha mojado, pero si te tocas la ropa, la sigues teniendo seca. La memoria como un estado vago de la atmósfera.

No una magdalena, sino algo musculoso y tajante como un guiso de cordero de los que hacía tu madre. Estepa castellana rectificada por un buen puñado de verduras de huerta. Lo huelo y pienso pueblo: la calle de pronto florecida con cagarrutas de oveja, cuando todavía hacía las funciones de vía pecuaria, y hace tiempo suficiente que no voy por allí como para desconocer si el tráfico humano ha expulsado definitivamente al de los rebaños. La hiedra en el patio, cascada verde hondo empeñada en refutar la meseta. Avispas emborrachándose en las uvas que cuelgan sobre mi cabeza, o todo lo contrario, el cielo demasiado cerca, demasiado abajo, demasiado desnudo, porque diciembre todo lo despluma y todo lo revela. El síndrome de la mesa camilla: tibias ardientes, culo entumecido, capas de modorra y hambre acumulándose. Y una tensión flotando en el aire espeso, porque a ti, los ojos cerrados en el sillón celeste, vuelve a dolerte la cabeza cuando tus hermanas empiezan a despuntar judías.

Hoy se te perdona, porque es tu santo y tu cumpleaños. Por la última esquina de mi ojo veo aparecer, sonrisa de gato de Chesire, una de tus miradas burlonas. Las efemérides reglamentarias te cargan, como a tus hermanas, como a mí también, con la boca chica. Pero, mira, anoche estuve en la playa. No con ellas, sino con novio y con padre. Hicimos el tonto un poquito. Nos mojamos los pies en el mar. Quemamos papeles escritos con nuestros lastres. Oye, sin cerillas ni mechero: con un encendedor de cocina que apenas si daba llama; aquello de lo que queríamos liberarnos no quería quemarse. Con lo que me había costado escribir el mío, porque estoy mansa y reconciliándome. Pero al final encontré el hilo, la veta de mineral pesado. Y al final nuestra hoguera ínfima rindió cenizas. Tú: ¿Para qué, por qué? Yo: por qué no. Si quisiéramos clasificar a las personas, esa podría ser otra clave estúpida.

Por qué no, como norma. Por qué no hacer el tonto. Inventar ritos. Suspender lógicas un instante. Sumarse a un cauce, inimaginable por viejo, de paganos. Por qué no abrazar a los muertos. Por qué no celebrarte. Hoy cumples, pese a tu probable gesto irónico, pese a tu voluntad fiera de no hacerlo, creo que cincuenta y cinco años. Por qué no creer un ratito que olores y espíritus son especies parientes. Que, dentro de mí, un guiso de cordero te reconforta, te quita el dolor, te devuelve recuerdos.


Parece que no, pero con paciencia lastres y taras son combustibles.


domingo, 10 de junio de 2018

Bailar con el almanaque



Casi siempre las distintas vueltas del año biológico me han pillado descuidada. Repitiéndose con cada calendario y conmoviéndome invariablemente como si hubiera nacido esta primavera misma. Yo todavía con mis manos frías, como cada día desde octubre a mayo, descubro que el cielo se mueve de pronto y me pregunto cómo es posible que los vencejos ya hayan llegado. Yo, dentro de un cortavientos: me pesca por la mirada el vuelo del aguilucho cenizo, sinopsis de los veranos quemados. Todo llega de pronto, parece, no sé si porque estoy demasiado lejos de este día, o demasiado cerca. Duermo con calcetines y de pronto ya no los llevo. Las amapolas de pronto, y de pronto un apagón en el campo. Yo siempre desprevenida; la realidad, siempre una sorpresa.

Supongo que es porque vivo en un lugar de estaciones hurañas. Es invierno, y de un día para otro verano, y viceversa. Apenas hay ambigüedades y zonas híbridas. Se ponen uno a otro mociones de censura, y no negocian entre ellos un traspaso educado de competencias. Así, apenas sin transiciones, no es raro que la mirada esté en vilo. Ay, una primera helada. Ay, los bajos de los pantalones erizados de espiguillas. Ay, el calor de siesta que supera hasta a las lagartijas.

Este año, en cambio: el tiempo ha alcanzado una meseta y las temporadas, aturdidas, se han apareado. Hay mestizos de todo tipo. Días que nacen primavera y mueren otoño. Otros tan dóciles que ni la piel los nota, y cuando no lo esperas, un ramalazo pillo de invierno o de verano. El año va a cámara lenta. Me habla fuerte y separando las sílabas, como si fuera una guiri. Empiezo a entender realmente el truco por el que un árbol de parque genera castañas que nadie va a comerse y que no van a mandar al árbol adulto a viajar más allá de su copa. Me estoy mal acostumbrando a la mansedumbre.

A las flores se les va a olvidar morirse. Y a mí mi viejo plan de escribir el año. Llevo queriéndolo desde hace mucho. Anotar 10 de junio: el naranjo amargo frente a mi balcón tiene ya bolitas del tamaño de garbanzos. Los muerciélagos empezaron a zascandilear a las 22:13. Era una estrategia que planeé contra el sobresalto. Una manera de hermanarme por fin con el calendario. De meter en mi casa la sorpresa a la manera de los cetreros: aceptando que, aunque se suba a mi puño y cace para mí y luego vuelva, es una especie dueña de sí y salvaje.

Trataré alguna vez de cogerle el paso a la naturaleza y de que mis palabras bailen con ella, sin que nadie pise a nadie. Pero ahora mismo ya no hay tanta urgencia. No sólo porque el año se haya vuelto una especie de nudista lento y perezoso que va enseñando por ahí sus vergüenzas. No sólo porque yo procuro ir más atenta. Algunos escritores dicen que se dedican a lo suyo para leer por fin el libro que siempre han estado esperando. Si yo lo hiciera por esa razón, ya podría tumbarme felizmente a la bartola y dejarlo.

He encontrado un hermano mayor de mi libro no escrito: El país de los pájaros que duermen en el aire, de Mónica Fernández-Aceytuno, un hermoso, hermoso almanaque de criaturas y luces, un breviario de citas con el paisaje. Soy, espero que ya se sepa, una adicta a la mezcla de poesía y explicación de la naturaleza. Amo como a pocas cosas (inexacto: amo muchas, muchas cosas) los ojos que miran con amor lo desapercibido. Pues entre las tapas de éste me doy banquetes. El tiempo y sus hijos se me vuelven más accesibles. Pasa así: encuentras el libro y ya casi no necesitas labrarte a sangre y sudor un espacio.

Pero lo haré, seguramente. Ver bailar a quien lo hace excepcionalmente es un regalo. Hacerlo una misma, interiorizar en la carne propia la coreografía: una prueba de vida elocuente.

10 de junio: vuelvo a escribir en domingo como vuelan los abejarucos.


viernes, 1 de junio de 2018

En medio



En medio del vuelo de una higuera, sin rastro apenas de ternura. Hojas espesas, rasposas como barba de tres días. En las tres semanas que he estado lejos se han hecho adultas. Pero todavía parecen seguir siendo solteras. El sol no las ha desvirgado: no ha hecho calor suficiente como para que desprendan su característico perfume a sudor erótico, a abrazo. Estoy en medio de una sombra seria y casta. Como un soldado de gala en la fachada de un palacio. A salvo de una intemperie que es casi peligrosa, de tan benigna.

Me adentro entre las ramas a veces con el talante de los gatos que se protegen en los armarios. A veces hay nosequé en mi cabeza. Ganas de. Ganas de no. Una sensación de volverme líquida. Que me agrada y a la vez me asusta. Me preocupa que se me dé tan bien estar viva con simpleza. Como están vivas las hojas. Me he ido desembarazando tan concienzudamente de ficciones impuestas – la relevancia de lo que soy o lo que digo; el deseo de ser otras personas o en otros lugares; el derecho de cuna a que me atiendan - que a veces recelo de si eso es libertad o pobreza. Si he soltado demasiado lastre y ahora no hay quien me sujete.

En medio del árbol y del día. En medio del año. Las espigas silvestres de la parcela vecina ya son por fin rubias. Los días se resisten a dejarse paso. Yo estoy aproximadamente en mitad de mi vida, y supongo que eso es lo que a veces me inquieta. A veces me siento en la obligación de decirme, de reivindicar quien soy, de ser un poco más, antes de que se me haga tarde. Casi siempre la imposición me pesa. Lo natural y lo humano parecen tirar en direcciones opuestas. Lo líquido y el deseo de permanencia.

Cuando sospecho de mi facilidad natural vuelvo a buscar hojas. Y entonces la facilidad queda absuelta. Bajo los árboles pasan cosas mudas y milagrosas. Saber medio explicarlo científicamente no disminuye el asombro. Hay higos fetales en la punta de las ramas, engordando mientras los miro, sin que pueda darme cuenta. Parte de la energía de una estrella se está convirtiendo en azúcar. Parte rebota en las células de mi retina y me regala la ilusión de que todo es sólido. Hundo un par de dedos en la tierra. También ahí pasan cosas. Todo tipo de asociaciones e intercambios. Tan intrincado. Tan sin pensar. Tan dejándose ser y tan fácil.

A lo vivo se le da bien estar vivo. Probablemente la frase más idiota del año. Pero hoy me sirve. Yo también estoy viva, en medio y a merced de lo que venga. Soy humana y por tanto un trozo de naturaleza. La luz reina en todas partes: encriptada en los higos pequeñitos, en un alarde de espigas, dándole sentido a mis ojos, transformada en mi carne. El día se resistirá hoy también a morirse, y a mí estar a la intemperie y casi libre dejará otra vez de preocuparme.




martes, 15 de mayo de 2018

Si al menos eso quedase



Lees un libro*. El libro te lee. Ese tipo de reciprocidad que al principio nunca das por sabida. Un milagro mudo como mirarse a los ojos y entender una verdad que te abraza y, si no vas con cuidado, y quién demonios quiere el cuidado, te engulle. No hay simetría, porque tus líneas son siempre más vagas, tus entrelíneas anchas como el Océano Índico en los mapas malos. Pero alguna prenda tuya se pone siempre en la mesa de apuestas, cuando parece que es sólo el libro el que está dando.

Dice mi libro “lo que quedará de nosotros es el amor”, y una parcela de corazón queda de golpe despejada de maleza. Territorio libre para la exploración. Hay que dejarlo todo atrás y adentrarse. El lastre del orgullo, lo que crees que eres, la experiencia previa. Lees y te quedas desnuda, con el sistema circulatorio y el motor expuestos. La ropa es útil porque minimiza el roce con el mundo y protege de la mugre. La piel vital, porque entre otras funciones oculta una amalgama viscosa de vísceras. Pero cuando te dejan así de revelada y reducida al mínimo, la existencia casi se comprende. Aunque no dure más que un instante. Aunque no sepas traducir el entendimiento en palabras. Aunque te quedes siempre a medias.

Lo que quedará de nosotros es el amor, y entonces todo encaja. Toda elección es certera si está impregnada de simpatía. Dudo muchas veces de si lo que hago o dejo de hacer con el tiempo que se me ha prestado es lo más conveniente o significativo. Me tumbo en el sofá, me rasco el cuero cabelludo, jugueteo con mis propios pies como un bebé de siete meses, y me pregunto si esa es manera digna de ser un humano. Una colonia despiadada de deberías me parasita. Y rara vez me doy cuenta de que estar así como estoy, atenta, simple, gozosa, es haber tocado ya meta.

Lo que quedará: el rastro de amor palpable que dejaste. Morirte y que alguien tenga el bendito impudor de decir no cuánto te he querido, sino, ay, pero cuánto me quisiste. Hay pistas en tu caminar que sugieren que has aprendido a vivir con cierta destreza. Por ejemplo, cuando el curso del amor traza un meandro amplio, amplio, hasta que se revierte. Y entonces ya no importa tanto lo que recibes o exiges como el consuelo o la ternura que das.

Lo que quedará. ¿Pero queda algo, siempre? ¿Aunque sea de forma implícita? ¿El amor que sentí y no expresé permanece? El amor ambiguo o sin objeto, sin correspondencia, sin un destinatario clásico. El amor a los azahares, a los árboles que florecen en medio de la ciudad, al cielo aborregado, a las mañanas de tinta china azul Pelikan, a los caminos rubios de Cádiz, a la naturaleza. A los desconocidos en los pasos de peatones que se miran los pies y me conmueven. A mí misma. Ojalá algo más penetrante y sutil que el corazón humano sepa interpretar mi estela. Ojalá mi amor quede flotando de alguna manera en el paisaje.


*Las viejas sendas, de Robert MacFarlane. Of course.

domingo, 6 de mayo de 2018

De libros manoseados y "sarha"



Echarle un vistazo solamente a la carne de mis libros, no a su identidad ni a su alma, o a la sociología que componen todos juntos, es comprender de golpe que carezco del vicio del fetichismo. Mis sufridos libros son marineros viejos, campesinos que quizás sólo consientan ponerse sombrero en julio. Al poco de perder su virginidad, la tersura de sus cubiertas se ha convertido ya en puro mito. Dentro hay rastros de lápiz, rayajos fucsia si tengo pintadas las uñas, goterones de zumo de níspero. Lugares significativamente frecuentados, cardenales, desolladuras. A veces una hierba que nunca se reencontrará con su nombre científico; a veces hasta un mosquito estampado contra el fondo de mi propia sangre. Pero mi sombra no suele ser tan obvia. Normalmente sólo es esa pátina oscura en paredes y muebles que van dejando los gatos cuando caracolean de deseo o de gusto.

Así caracoleo yo y ensucio. Honro pero no reverencio. Adoro a través del intercambio íntimo. Venero de forma muy poco seria. Es que siempre me cuesta andar sin ir toqueteando algo. Troncos, verjas, fachadas, hoja, piel, piedra. Buena parte de mis inputs sensoriales los recojo a través del tacto. No concibo filosóficamente lo intocable. Todo es amor y materia.

Con esto quiero decir que, si de entre las infinitas, estúpidas clasificaciones que podemos inventar para separarnos los unos de los otros, elegimos la de doblar o no los picos de las páginas, yo sería de las que sí, siempre, por supuesto. Mi amor por los libros no es de tipo cortés, precisamente. Aquellos con los que entablo idilios adquieren rápidamente el aire de un primer trimestre de embarazo. A fuerza de marcas y dobleces su cintura ensancha. Estoy tan colada por Las viejas sendas, de Robert MacFarlane, que creo que lo he dejado preñado. 


De gemelos.


Hay quien se enamora de quien llena sus vacíos, de su negativo perfecto. Yo debo de ser más arrogante, y me enamoro de aquellos a quienes más o menos me parezco. Los libros que me dejan huella fósil son aquellos que querría, que podría, y perdón por la petulancia, incluso haber escrito. El que hoy os presento es un acto de amor continuo al paisaje, un hermanamiento desprovisto de ñoñería, una comunión con los elementos y con los incontables pares de pies que hollaron los caminos antes que uno mismo. Una psicogeografía narrada con un lirismo delicado.

Cada página marcada me interroga, me invoca y me azuza. Explica con precisión lo que soy ahora o me guía para lo venidero como una brújula. Más adelante iré compartiendo mis tesoros, las pistas de realidad que, igual que el autor u otros hacen sucesivamente a lo largo del libro, he ido recolectando al caminar por su senda. Hoy empiezo con esta:

Sarha significaba originalmente “ sacar el ganado a pastar temprano en la mañana, dejando que deambule y pazca libremente”. Más tarde el término se humanizó para describir la acción de un caminante que salía a pasear sin un plan o rumbo fijo y sin ninguna constricción. Traducido a nuestro idioma sería algo así como “errar”, “deambular” o “pasear sin prisa”, pero ninguno de estos vocablos encierra los matices de escapada, placer e improvisación que transmite la palabra árabe.


Nada más. Un centenar de moscas se recortan a contrasol como pedacitos de cuarzo volantes. Ahí afuera cantan pájaros cuyos nombres desconozco. El verde gelatinoso de las hojas de las parras me reclama. El primer abejaruco del año. Aprecio más lo transitorio que mis textos. Vivo continua y gloriosamente en sarha.


lunes, 23 de abril de 2018

Biografía en cinco trienios



Despierto sola en una habitación de hotel por vez primera, y paladeo ese batiburrillo de vulnerabilidad y audacia característico. Desayuno mirando a la calle San Francisco con cierto aire mundano, y después, de camino a mi edad adulta, le voy declarando amor incondicional a cada piedra rubia de Cádiz. Sin darme cuenta llego a donde tengo que estampar mi firma, porque así, sin darme cuenta, es como hago entonces las cosas. Conozco al que con el tiempo se convertirá en un referente y en un ejemplo de decencia y compromiso. Ese día sólo es el primer agente de medio ambiente con el que me topo en la vida, y supongo que no le causo la mejor de las impresiones. No tengo vocación ni fuste, ni pajolera idea de adonde me meto. Pero mi reloj laboral se ha puesto inevitablemente en marcha.

Primer trienio, o la médula. En esos primeros tres años está todo. Son semilla, la urna que se coloca bajo la primera piedra de una obra. El hierro marcado a fuego. La impronta. Cada día es el comienzo de algo. Comienzo, por ejemplo, a entender otros idiomas. Río, arenisca, árbol, vaca. La elocuencia del mundo me arrolla. En cada curva de cada camino escucho: sal del coche, entra al bosque, deja que la belleza y el miedo te toquen. La niebla empieza a caérseme de los ojos. Son tan cansinos los soliloquios. Ante todo, me hago porosa. Me entrego al chaparrón con los brazos abiertos. No hay un día que, de modo más o menos consciente, no recuerde aquellas sendas, aquellas sombras. Aquel desamparo y aquel consuelo. Aquella infancia recobrada de pertenecer a un paisaje.

Segundo trienio, o el desarraigo. Pero una soledad fiera me siguió el rastro y para que no me hundiera el colmillo todavía más adentro, elegí la huida como respuesta. En momentos críticos no me bastó el arrullo del verde. Tiré la toalla, dije adiós a lo mío y me fui en pos de los humanos. A suelos sin yerba, a la ciudad estridente. Creo que faltan terminos psicológicos para nombrar lo que no es desdicha pero casi. No indiferencia pero casi. Tampoco añoranza pero casi. En aquel tiempo dejé que me zarandearan las corrientes. Como quien se monta en un autobús, cierra los ojos y se aísla, auriculares mediante. Lo que veía apenas me agarraba. El uniforme me hacía rozaduras por todas partes.

Tercer trienio, o avistar tierra. Entonces yo, semilla al viento, diente de león soplado, encontré suelo donde echar raíces, y no fue en un lugar sino en alguien. Sin aquellos años anteriores no hubiera sido posible. Sin la toma de posesión y la huida previas. Las prendas verdes se multiplicaron por dos en mi armario y a mis pasos les creció un eco. El madrugar se hizo pauta y el trabajo se volvió un asunto austero y digno. Mi compañero de desayuno, cena y guardias me enseñó a reconciliarme con el deber, me enseñó sobre todo el valor del cuidado. Y lo cotidiano se hizo ética.

Cuarto trienio, o la madera. El brote tira hacia arriba, despunta de la tierra, crece. El tronco se lignifica y aprende así a soportar embates. Gana en aplomo y en transigencia. Su movilidad se limita pero, a cambio, aprende a intercambiar virtuosamente con su medio. La robustez lo vuelve mucho menos exigente. Así aprendí yo a vivir estos años. Dejando de reprocharle al paisaje sus carencias. Curándome sin apenas darme cuenta de aquellos casis.

Quinto trienio, o el sentido. Y entonces te das cuenta de que estás donde tienes que estar, en este instante. De que trabajar puede ser algo más que levantarte de la cama cuando no quieres, cumplir decentemente con lo que se te encarga y hacer hora hasta el día siguiente. Se produce una alineación milagrosa entre tu obligación, tus valores y tus capacidades. Lo silvestre te reclama de nuevo y tú lo atiendes en cualquier parte. En la oficina, sobre el asfalto, a cinco grados bajo cero o a cuarenta. En olivares embarrados, en el ala rota de un búho, en los gusanos glotoneando cadáveres. En cada bache, cada zorro atrapado en un lazo, cada árbol que pese a su soledad rebrota. En la generosidad de compañeros admirables.

Hoy hace quince años que empecé a hacerme adulta y atenta, y ya no dudo de si caerán más trienios, como entonces, sino qué subtítulos llevarán los que vengan. Sólo espero que, si vuelve a verme, aquel primer agente pueda decir por fin: esta tipa ha encontrado algo así como una vocación, tiene cierto fuste y quizás también alguna idea.


La ocasión merece que me salte mi norma de no mostrarme, y mucho menos de uniforme.