sábado, 29 de junio de 2013

Peregrinos (III): La primera vez de Lento

 
Volví esta mañana a mi puesto en el tejado pensando que iba a morirme de dolor y de entusiasmo. Dolor en cada músculo, y un agotamiento me parece que adictivo, y ganas de ser un diablo y de zamparme la comida de los demás, sin dejarles una sola migaja, y luego de dormir, dormir, dormir, como si pudiera, como si no supiera de sobra que no iba a pegar ojo recordando todo lo que acababa de pasarme. Al final conseguí volver en mí. Bajé del tejado justo cuando el corazón quiso obedecerme, y di unos cuantos pasitos en dirección a la comida, disimulando como pude cierta normalidad. Pit Bull, Biber y mi Hermano estaban allí, en torno al lugar donde día tras día, de manera bastante misteriosa, sigue apareciendo aquello de lo que nos alimentamos. Era como si me hubieran leído en la mente la travesura. Y me miraban. Podía notarlo a través de los párpados bajos. Yo tardé un poco en devolverles la mirada. Estaba tan terriblemente cansado, y tan eufórico, y tan colgado de la sensación de que de repente todo era nuevo y reluciente, que no podía soportar verlos y percibir sus actitudes habituales, sus burlas, las mismas frases hechas de siempre, y esos gestos suyos tan repetidos que apenas si soy capaz de diferenciarlos.

Así que seguí acercándome con la mirada gacha, en un gesto habitual que ellos apenas sabrán percibir ya. Vi sus pies mucho más curtidos que los míos, rodeando lo que debían de haberme dejado para el desayuno. Y era mucho. Ellos ya habían comido; siempre lo hacen antes. A veces Pit Bull incluso se salta alguna de las comidas, y sin embargo, está cada día más grande. Tremendo como una de esas extravagantes criaturas de pies redondos que utilizan los Gigantes para ir más rápido. Quizás esta mañana tampoco se comió toda su parte y me cedió lo que le sobraba. Me sorprendieron, la verdad. Tanta comida, y el hecho de que parecieran estar esperándome. Últimamente pasamos muy poco tiempo juntos.

Alcé la vista, y entonces vi sus sonrisas: la de Pit Bull, socarrona; la de Biber, coqueta; la de mi Hermano, pienso que orgullosa. Lo sabían. Quizás recordaban lo que ellos mismos debían de haber sentido la primera vez, con un poquito de nostalgia. De alguna manera sentí que me envidiaban la novedad, y también que me acogían. Cuando Biber dijo venga, Lento, cómetelo todo, que tienes que reponer fuerzas, pronunció mi apodo como si el mismo lenguaje se hubiera transformado. Como si Lento fuera el nombre de algún animal recién descubierto, muy suave y muy elegante. Y entonces, cuando quise contárselo todo, y en el buche se me apelotonaron las palabras, fue cuando intuí que tal vez nuestra manera de comunicarnos sea un torpe intento de expresar este salvaje entusiasmo. Vale, también nos sirve para alertarnos unos a otros de un posible peligro, o de un cambio amenazante. O para, llegado el momento, tragarnos la vergüenza y declarar que tal vez entre tú y yo podríamos construir algo. Pero esto que yo quería decirles, y que no, no me salía, esta cosa tan excesiva, que me abrasaba, que me disparaba de nuevo el corazón no tan domado como creía... Esta, no lo dudo, debe de ser la razón que le da sentido a nuestra vida.

En este momento quizás sabría ordenar mis sensaciones para poder compartirlas con ellos. Pero se han marchado. Dejaron que me atiborrara, dirigiéndome todo el rato esa mirada tan parecida a la de los Padres, y luego se apartaron discretamente, sabiendo mucho mejor que yo que en realidad sí que iba a quedarme dormido. He despertado hace poco, solo y confuso. Han sido tantos los sueños, que al principio pensé que en realidad aquello no había sucedido. El dolor, sin embargo, lo delata. De la cabeza a los pies, y hasta la última pluma. Apenas si puedo abrir los sobacos. Me pregunto si podré volver a hacerlo, y cuándo. Quizás Pit Bull sabría explicármelo. Es normal, Lento. Espera un poco, Lento. Tomátelo con calma, Lento. Tomátelo con calma. Tiene gracia. Lo haces muy mal, Lento. No, así no, so burro, no te tires de cabeza. Tal vez Pit Bull pueda enseñarme alguna técnica, si no le importa que un día salgamos juntos.

Ahora me ha costado la vida volver a encaramarme al tejado. La Gente Grande sigue pasando incesantemente, ahí abajo, y yo los miro como si ellos sí que fueran un sueño. Andan, andan, quizás un poco más torpes que antes, porque el calor viene apretando. Se los ve cada día más desnudos y más frágiles. Para mí siguen siendo un enigma, y sin embargo, no creo que nunca vuelva a querer moverme como ellos. Porque está claro que no saben despegar los pies del suelo. No saben flotar, ni dejarse arrastrar por las corrientes de aire, ni caer en picado hasta que la mente se nubla y el cuerpo parece a punto de desintegrarse, y uno se convierte en pura energía. Bueno, tampoco es que yo sepa muy bien aún cómo hacerlo. Al fin y al cabo, yo soy un Lento, y este de hoy ha sido mi primer vuelo.

miércoles, 26 de junio de 2013

Cómo ser una vaca

 
Instrucciones para alcanzar un grado bovino de imperturbabilidad:

  1. Abra la ventana de su casa u oficina y compruebe que la gente anda por la calle en manga corta o tirantes. Permanezca atento al aleteo de abanicos; fíjese si un aire acondicionado siberiano le pone la carne de gallina. Huélase el sobaco. Asegúrese, en definitiva, de que vive usted los primeros días de auténtico verano.

  2. A continuación, busque una parcela cultivada de cereal. Ya sabe, trigo, cebada, avena, esas cosas con espigas que se mueven elegantamente al menor soplo de aire. Sea intransigente y preciso: quédese con las rubias. Cerciórese de que el cereal en cuestión presenta el color y el crujir de los volantes más flamencos de los huevos fritos. Mueva usted su anatomía hasta la linde de la parcela elegida.
  1. Por último, espere a ver lo que pasa. La prueba por la que su impavidez será juzgada no tardará en arrancar. Distráigase, si lo desea: reconforte su pupila con las últimas amapolas del año. Aspire el olor a madera caliente de las espigas. Ah, ¿los escucha ahora? Se acercan. Ahí están ya. ¿No se muere usted de ganas por saber el lugar que ocupa en la escala de la evolución espiritual? 
     
No me resisto a contárselo. De acuerdo que de esta manera llegará usted advertido al examen, pero ¿alguna vez las advertencias sirvieron para algo? ¿Pudo usted comerse sólo tres o cuatro pipas, o acaso terminó el paquete con la lengua hinchada y un Mulhacén de cáscaras? ¿Pudo dejar de pensar en esa persona que tan poco le convenía? Que yo le explique punto por punto lo que le pasará si decide seguir las instrucciones arriba descritas no impedirá que su mente y su cuerpo revelen libremente lo que tienen que decir sobre su naturaleza. Si usted se parece mínimamente a mí, prepárese para el chasco. Está a punto de darse cuenta de que tanto su cuerpo como su consciencia son entes ajenos al dictado de su voluntad.

Al principio no le dará mucha importancia. La situación entrará fácilmente en el marco de lo que usted considera normal. Al fin y al cabo, se halla en ese circo de bichos que es el campo. Escuchará un zumbido tan tímido cerca de su oído que le resultará vagamente sentimental. Ello no impedirá que su mano suelte un manotazo automático. Usted tiene ya unos cuantos veranos, y está entrenado para luchar contra esos impertinentes seres vivos que pretenden tener barra libre en su sangre. Pronto se dará cuenta de que estos no son los mosquitos a los que está acostumbrado. En realidad, no son más que diminutos lunares provistos de alas no mucho más grandes. Uno no concibe que en semejante pequeñez quepa toda esa maquinaria que posibilita la vida. Ojos, traqueas y túbulos. Nervios. Huevos. Y maldad. No necesito advertirle que no se deje engañar por su ronroneo y su tamaño insignificante. Ya está usted padeciendo.

Tiene una mirada desorbitada. Está sufriendo un ataque de unas dimensiones que le parecen inconcebibles. Totalmente gratuito. ¿Qué pueden querer esas ínfimas criaturas de usted? Se pasean con descaro por las partes expuestas de su piel. Ocupan su ropa como si en ella se estuviera celebrando el botellón de la Fiesta de la Primavera. Quieren invadirlo. Violarlo. Los escucha muy cerca. Una nube cada vez más negra. Su zumbido ya sólo le puede parecer siniestro. Los siente bullir por su cara. Con horror los nota a las puertas de los orificios que venden su intimidad. Están tratando de colarse por su nariz y sus orejas.

Usted está a punto de perder su aplomo. Manotea como un molino. Se tapa las orejas. Da grititos. Roza la paranoia. ¿Y si le da una reacción alérgica? ¿Y si usan los huesecillos del oído como tobogán para llegar al fondo de su cráneo? Siente picores delirantes. Se resiste a creer que no piquen. Empieza a usted a plantearse si no se tratará de una especie de insecto carnívoro. Cambiará mil veces de posición, sin resultado. Cruzarán su mente vientos apocalípticos. Pensará en las plagas de Egipto.

Y entonces se acordará usted del rabo y del rostro impávido de las vacas. Y se sentirá ridículo. Ahí está usted, con sus piernas rectas y su pulgar oponible y su cerebro hipertrofiado. Con su smartphone en el bolsillo y su arrolladora civilización parásita. Acosado por lo irrisorio. Carente del talento para la serenidad de los animales. Pero sea fuerte: trate de aguantar con la cara hirviente de mosquitos. Tolere su merodeo junto al oído. Acepte el poder de la presencia diminuta. Ahórrese la energía de luchar contra ellos. Esto no es más que un entrenamiento: en su mente bullen mosquitos mucho más invasivos.

lunes, 24 de junio de 2013

Las gafas mágicas

 
Los coches deslumbran en la circunvalación como si fueran de nieve. Pasa uno, otro, otro, deslizándose a dos metros escasos de la ventanilla en la que pinto esforzados circulitos de vaho. Si no fuera por las gafas de sol, cualquier conductor podría pensar que le estoy guiñando. Ocho menos cuarto. Sol de verano ártico en Granada. Y una especie de resaca sobrenatural en el aire, como si este lugar sin playa ni ritos de olas y hogueras asimilara tradiciones ajenas con tesón de nuevo rico. Un coche, otro, otro. Radiantes como brasas. Tengo todavía sueño suficiente como para que la luz apabullante de una mañana que a esta hora ya es vieja me parezca un prodigio.

El compañero que conduce mi coche imita con pucheros una queja. No engaña a la concurrencia. Hace poco que lo conozco, pero mi intuición masculina me dicta que este tipo no ha aprendido muy bien el mecanismo de la protesta. Bravo por él. La criatura recoloca como puede su postura. A mí este sol imperial me alucina; a él le molesta. Ayer perdí las gafas de sol en la playa, gimotea. La queja no le sale muy bien, y al instante recuerda alegremente que, bueno, es verdad que él también se las encontró junto al río Nosecuántos. Estaba de dios, le digo yo, igual que se fueron que llegaron. Brochazos de viejos cuentos cruzan mi mente legañosa, fugaces como abejarucos. Objetos mágicos que pasan de mano en mano cuidando o condenando. Él bizquea de nuevo, apartándose del parabrisas como un pintor que estudiara el efecto de la última pincelada. Vuelve a intentarlo: ya, pero es que yo les puse una cinta muy chula, y les cambié un cristal rayado. Las mejoré bastante, en realidad. Pues entonces, retozo, la próxima persona que las encuentre tendrá que arreglarlas más todavía, antes de volver a perderlas. Van a terminar convirtiéndose en el par de gafas más increíble del mundo.

Este diálogo merluzo me despierta del todo. Así que es eso. Es exactamento eso. Una clave camuflada en la realidad marrón del atasco. Anoche no me bañé a medianoche en la playa, como el año pasado, no quemé papeles con dolores o deseos escritos. Y, sin embargo, un puñadito de neuronas arcaicas se empeña hoy en revitalizar para mí el pensamiento mágico colectivo. Pronuncias una modesta combinación de palabras; ves con el rabillo del ojo una imagen que no tendría por qué decir nada, yo qué sé, un hombre que fija seriamente su mirada en la del perro que pasea, una chica que anda con una sandalia en la mano, y de repente la puerta de la cueva se desbloquea. A mí, las gafas errantes de mi compañero me descifran un esquemático plan de vida. Una única norma forzosa. Todo lo demás, los proyectos, la exigencia, el modelado propio, son ornamentos y ensayos. El diseño para ser más y mejor, para llegar más lejos, para impugnar los límites personales. Todo, juegos voluntarios para entrenar un solo mandato básico: devuelve mejorado lo que te encontraste. Nada más que eso.

Al fin y al cabo, y es tan de Perogrullo que escribirlo hace daño al ego y al cerebro, la vida es un crédito a un interés muy, muy alto. Nos la encontramos sin querer, la abandonamos queriéndolo aún menos. La perdemos para que otro la encuentre, como las gafas mágicas de mi compañero. Y en este comercio fortuito, lo mejor que podemos hacer es devolver lo que se nos prestó enriquecido, aumentado, adecentado. Hermoseado. Puede que tu manera de llevarlo a cabo sea encadenar ochomiles, o patentar vacunas que le salven la vida a un millón de niños. Pero no es necesario llegar a tanto. Basta, quizás, con que la compañía que otro te fía arranque una porción de bondad de ti mismo. Con que, igual que yo admiro y me apropio de la dificultad que mi compañero tiene para quejarse, tú observes e imites lo mejor de esa persona cualquiera que ahora está a tu lado. Basta con que erradiques un prejuicio que tus padres te donaron. Con que acabes el año con la mente más apacible que cuando lo empezaste. Basta con que el rinconcito de mundo que te ha tocado quede lo menos arrasado posible. Con que eduques a unos críos más libres de lo que tú nunca fuiste. Basta con que tu paso más o menos efímero por la vida de los demás tenga un mínimo efecto balsámico.

sábado, 22 de junio de 2013

Detener el tiempo

 
De él sólo asoma una pierna en vaqueros y un brazo lleno de convexidades, tan lustroso que parece metálico. Medido en centímetros no es mucho más alto que la media, y sin embargo, la ausencia más que evidente de grasa superflua en su cuerpo hace sospechar que la suya quizás sea una raza humana más evolucionada. Ella está sentada en su regazo, con los pies colgando a buena distancia del suelo. Los rizos le ocultan el perfil, y permanece tan quieta como una de esas muñecas de porcelana. Llevan un rato fuera. En tardes como la de hoy el Levante vuelve viscosa la piel desnuda. El frío que deben de estar pasando les da una excusa para abrazarse. Como si la necesitaran. Se separarán dentro de una hora, y la luz está siendo lo bastante delicada con ellos como para estancarse. Hoy parece que el atardecer dura un día. Los árboles ya oscuros, como una guirnalda recortada en cartulina; el cielo, desde hace una eternidad, naranja. No se escucha ni un grillo. Unos pocos minutos de gracia.

Ella tiene miedo. Su corazón no es un órgano fiable. Unas cuantas veces ya ha sido testigo de cómo se le descargaba en pleno funcionamiento. Como un aparato electrónico programado para una muerte rápida. Se empezaba a divertir con alguien, y justo cuando entre ellos parecía estar formándose algo, sonaba la alarma. Le inquietaba comprobar cómo también su juego se convertía en víctima de la ley de la gravedad. Y es que escuchaba latir el corazón del otro y se asustaba. El sentimiento ajeno era una vara con la que no quería medirse.

Él tiene miedo también. Una ley mucho más obtusa y prosaica pende sobre su cabeza. De acuerdo, no tiene papeles, y qué. ¿Podemos los ciudadanos marcados por el hierro de un Estado darnos cuenta de lo mezquino que resulta pronunciar esas tres simples palabras? No tiene papeles. Y qué. Tiene nombre, tiene risa, tiene una mano que aprieta confiada la mano que otro le tiende. Tiene una historia, un aprendizaje y unas habilidades que nadie está dispuesto a sondear. La narración de su aventura demuestra que es resuelto y valiente. Tiene brazos, corazón y lágrimas. Pero si algún uniformado le reclama la dichosa, la abstracta, la humillante documentación, no habrá ni un sólo minuto de gracia. En una hora se despedirá en la estación de autobús de la chica que tiene en sus brazos, pero quizás le valga la pena ir despidiéndose por adelantado de todo lo demás. Adiós, risa. Adiós, oportunidad. Adiós, bondad intrínseca de las mañanas en la playa. Adiós, atardeceres largos. Adiós, ir a comprar al supermercado. Adiós, paseos, tapas, familias que cenan con el volumen de la tele muy alto. Adiós, espacio. Adiós, coches que circulan con un simulacro de orden. Adiós, comodidad tóxica del primer mundo. Adiós, libertad.

Les queda poco tiempo juntos, y quizás también tienen miedo de separarse. Quién sabe, con un corazón tímido, con el rigor de los funcionarios, si se volverán a encontrar. Pero para mí la noche todavía no ha caído, y el minuto de gracia no se ha terminado. El cielo sigue infinitamente naranja, y ellos, en medio de su abrazo, permanecen a salvo.

jueves, 20 de junio de 2013

Vosotros

 
Pienso en ti, que conoces mis zonas turbias de una manera que me inquieta, y que nunca te cansas de bucear en mis zonas luminosas. Pienso también en el personaje que represento en tu película, en lo mucho que me cuesta a veces hincharme y cuartear el barniz de la imagen que me has colocado encima. Pienso en cómo dejo impunemente que tu ánimo se intoxique con mis insatisfacciones y mis caprichos. Repaso eso, unos instantes, y entonces me desvanezco. Ya estás sólo tú, con tu habilidad extraordinaria para entregarte a los demás, con tu lealtad y tu humor ácido. ¿Solo, tú? No tanto. Donde quiera que vayas sin mí, llevas algo del aliento que desprendo cuando duermo a tu lado.

Pienso en ti también, que escuchaste mi primer y más desgarrado llanto. En el modo parásito en que me hice hueco en tus entrañas y luego te abandoné. Pienso en todos esos momentos arrinconados en que me alimenté de ti; cuando me limpiaste de lo que luego ya nunca mostramos más que en situaciones de extrema debilidad; cuando balbuceé mis primeros sonidos por la vocación de querer imitar la forma que adaptaban tus labios al mirarme. Pienso en cómo el conocimiento íntimo que teníamos la una de la otra se fue desgravando con los años. Vuelvo a desvanecerme. Ya sólo me importa devolver una parte ínfima de mis deudas: nutrirte si puedo con mis imágenes. Hacerme sólida para que puedas apoyarte. Limpiarte a lo mejor de lo que te sobra. Desnudarme en palabras para que sigamos siendo íntimas.

Pienso en ti, que creías saber de mí antes de empezar a leerme, en las sutiles maneras en que he podido sorprenderte, o confirmar tus intuiciones, o decepcionarte. Pienso que a lo mejor te da vértigo y a lo mejor también agradeces esta inesperada exposición mía. Te imagino mirando por respeto hacia otro parte, como si estuviéramos en una playa nudista, y luego habituándote al hecho de que la ausencia de envueltas no es algo tan amenazante. Quiero pensar que alguna vez te he hecho compañía, te he tocado el hombro con una mano invisible. Quiero que sepas que valoro tu presencia aquí como al más cálido de los abrazos.

Pienso en ti , a quien quise, sin llegar a conocer lo más mínimo. Que no me lees, que te perdiste. Pienso en toda la información birlada en el camino como en el calor desperdiciado por una bombilla que apenas ilumina. Pienso en que, ahora, si pudiera encontrar una oportunidad extra para conocerte de alguna manera, ni siquiera te querría, pero al menos sabría respetar lo que eres, y lo que eras por debajo o por detrás de mis fantasías. Me desvanezco de nuevo contigo. Te espío en dulces escenas hogareñas en las que yo no estoy. Te doy la paz como en el mejor momento de la misa.

Pienso en ti a quien deseé, pero no tanto como para atreverme a confesarlo más que con ambigüedades; quien a lo mejor me deseaste un instante, aunque no tanto como para ponerte en peligro. Acaricio tu recuerdo; me sigo riendo contigo desde una distancia de años. Luego te dejo marchar del poder corrosivo de mis antojos, te doy un empujoncito para que te escapes. Bendigo lo hermoso que fuiste, y regalo al mundo esa representación dorada.

Pienso en ti que a lo mejor me lees, sin que yo conozca tu nombre ni tu cara. Pienso, y me sonrojo, en las ocasiones en que he reducido tu atención a una mera estadística. Me obligo a pensar en la gama de tus sentimientos y tus eventualidades. Antes de ponerme a escribir, te invento un rostro, un trabajo, un decorado. Miro al remedo de página en blanco de mi ordenador, y trato de verte reflejado en mi pantalla: recostado en tu sofá con la postura de un Gandhi y tu propio ordenador en el regazo; leyendo en el teléfono con los ojos achinados, mientras esperas a que llegue tu metro; apoyado en un pilar de tu oficina, estirando las piernas y distrayéndote un ratito con mis tonterías. Intento descifrar tus expectativas. Sueño con que tiras de tu propio cabo en esta madeja insólita de comunicación, y me encargas un menú completo y sustancioso de historias e imágenes precocinadas. Un cosquilleo de emoción me recorre de pensar que a lo mejor, de alguna manera, podría ayudarte.

Pienso en todos los que nacerán y morirán lejos de mi alcance. En los que ya se escabulleron, en los que vivirán sus vidas insignificantes y prodigiosas cuando yo ya no tenga ni oídos ni ojos ni corazón para ser su testigo. Me diluyo en ellos, me desvanezco. Sentada en esta coordenada ínfima, en este minuto tan volátil, no aspiro a más que a convertirme en algo que le sirva a cualquiera de combustible.

martes, 18 de junio de 2013

Track 1: Something important


"Something important", de Jukes. B.S.O. ineludible de este post
 
Esta es una de esas tardes en ligero declive. Como cuando vas conduciendo, y empiezas a descender apenas sin darte cuenta, sin que te haya dado previamente la impresión de haber superado un excitante, amenazador, travieso cambio de rasante. Tu postura sabe antes que tu cerebro que estás bajando, y es algo dulce y casi voluptuoso soltar el pie del acelerador y dejarte caer. Sólo un poquito. Como una gota de sudor deslizándose por detrás del lóbulo de la oreja.

Escribo caer, declive, con cierto reparo. Están tan lastradas las palabras. Pero no hay nada de lo que preocuparse. Ni tensión ni vértigo. Sólo los últimos tímidos giros de una peonza liberada de su cuerda. Después de un rato vagabundeando por páginas de viajes en internet, he cerrado la tapa del ordenador con una caricia. El viejo frenesí del exceso de información sigue ahí, ronroneando como el sucio ruido de fondo de la radio. No voy a ser tan cándida como para declarame a mí misma que soy capaz de superarlo. La pantalla es un espejito mágico, una manzana envenenada, el beso de una princesa renegada que te transforma en rana. He ido de Eslovenia a Holanda a la cocina llena de hierbas que nunca se pudren de una rubia danesa. Con la gelatina superficial de los ojos, no más. Y no pienso castigarme por ello. Hoy tengo capas superpuestas de agua y aceite en la mente: la eterna sensación de estar dejando escapar el tiempo, por debajo; un amable corte de mangas a la exigencia de que la vida sea un producto eficiente, por encima de ella.

Y me he concedido un ratito de felinidad en el sofá. Lo bastante como para recuperar el idioma íntimo que me sorprendí entendiendo después de levantarme de la siesta. Una especie de lenguaje no verbal del alma. Como si te hubieras pasado esa media hora larga de duermevela soñando historias perfectamente estructuradas. Te pones de pie dando topetazos, sonriendo de una manera bobalicona y fortuita. Los libros siguen en su sitio, los cacharros limpios copulando alegremente en el fregadero. Los coches siguen pasando y la televisión vecina zumbando. Todo igual, pero todo recién creado. La mecánica del mundo permanece; mi mente confirma una vez más su particular ley de la gravitación hacia la duda y, sin embargo, hay una especie de entendimiento de algo que no tiene nombre. Salgo del abrazo del sofá, me doy al del agua. Mientras me ducho tengo la absurda sensación de que la que me resbala por el cuerpo me absuelve y me ama. Una idea de perfecta vanagloria que no hace daño a nadie. Soy ahora como uno de esos potrillos islandeses de las fotos que me enseñó ayer Esperanza. Crédula, pendiente sólo de mi necesidad de alimento y abrigo. Entiendo, sí. Igual que cuando alguien dice algo especialmente gracioso y te ríes con él o con ella, y os quedáis callados después, y ya sabes que el equilibrio de fuerzas se ha alterado y que ese alguien es ya algo más que un alguien cualquiera.

Entiendo. Bailo, brillante todavía de crema hidratante. Reencuentro una canción que me encandiló cuando la escuché por la radio al volver el domingo pasado de Estepona. Y así, tan suavemente, tan en delicioso declive, todo cuadra. Lo que no tenía nombre queda bautizado: me río a la par con mi respiración, y nos enamoramos. Soy un ser vivo, y cualquier cosa que me decida a hacer tiene la misma radical, o la misma ausencia de, importancia. 

 

lunes, 17 de junio de 2013

Digerir

 
Pepe el sabio sentencia: Si quieres estar tranquilo respecto a alguna cosa, dale la espalda. Y continúa lanzando piñas secas y pedruscos pendiente abajo, con el bastón, en una versión distraída y montaraz del golf. La ración exigua de glucosa que les sobra a los músculos de mis piernas la dedico a pensar en ello. Apenas si me alcanza, porque Pepe y su compañero suben las cuestas como modelos en una pasarela. Me pregunto cómo lo hacen. Me resisto a alegar mi par de cromosomas X, pero la única razón que se me ocurre para que ellos trepen con un paso liviano y elegante de elfo Legolas, mientras que yo, con treinta kilos menos sobre las rótulas, troto tan descompuesta como un cadete de West Point, es que yo tengo que dar un paso y medio por cada uno de los suyos. Benditos sean. El ritmo que le han puesto a la ascensión impide que me diluya en el paisaje de pinos kamikazes y cataratas de piedra. Apenas si me da tiempo a apartar las ramas del matorral que encrespa la vereda, o a calibrar el grado de amenaza a mi verticalidad de cada una de las rocas sueltas que de manera casi ciega voy sorteando. Es cierto que podría aflojar un poco y quedarme atrás. Pero hoy disfruto siendo una presencia fugaz. El escenario es un brochazo; los árboles, una intuición; mi pensamiento, un gas que se eleva e inmediatamente se disipa.

Cabalgando, más que caminando, recupero brevemente una imagen de ayer. Vuelvo a verme un instante, sentada muy derecha en la playa, toda yo propósito e inoperancia. Tengo las manos cruzadas sobre la boca del estómago, queriendo retener como un chamán el dolor de ahí abajo. Cuál de las combinaciones de la cena de anoche terminó resultándome tóxica. ¿Pulpo y queso? ¿Pulpo y paté? ¿Pulpo y ciruelas calientes? Cierro los ojos y me concentro en el vaivén de las olas. El contenido de mi mente activa una acústica extraña. El mar suena en mis oídos como en esos días en que nos gusta declarar que ahora sí que se acabó el verano, con un fervor de espuma y guijarros arrastrados y gaviotas vengativas. Y sin embargo, cuando vuelvo a abrir los ojos, las olas doberman no son más que caniches. Paseo la mirada por las sombrillas, para animarme. Y entonces los ecos ambiguos que hoy llevo dentro del cráneo fabrican una estúpida idea de injusticia. Por qué me duele la barriga y por qué estoy estancada. Si estoy tan a gusto como Zeus en el Olimpo. Una rica brisa de Levante me lame las uñas pintadas de coral de los pies. Tengo dos libros en la mochila, y si extiendo una mano, no pasan ni dos segundos antes de que alguien me la recoja. Podría estar disfrutando plenamente de este prototipo de vida simple. Y sin embargo, tengo la digestión parada. Apenas disimulo mi ceño fruncido, como una dependienta del Corte Inglés, mientras me reprendo por no haber llevado a cabo todavía la tarea de asimilar el alcance de lo que me ha sucedido en esta semana rara.

No quiero decir mucho. Sólo que a veces la vida pública me parece un Vietnam abigarrado de selvas de malinterpretaciones, gases irritantes y guerra de guerrillas. Sólo que a veces el entendimiento me parece tan ilusorio como los Reyes Magos.

Seguimos trotando, trotando. La premura de los pies se propaga hacia arriba. Las imágenes se hacen y se deshacen. La cabeza vuela también. Trato de agarrar la frase de Pepe y de jugar un poco con ella. Pensamientos a contrarreloj. Por ejemplo, que no quiero darle la espalda a las cosas erizadas para poder estar al fin en paz. Prefiero apostarme frente a ellas y ser yo, más bien, quien las deje tranquilas. Y confiar en que la digestión se terminará completando por sí misma, sin que yo tenga que masticar hasta que me duelan las mandíbulas.

sábado, 15 de junio de 2013

Empieza el romance


Es algo parecido a dejar de engullir un instante la boca de alguien, de agarrar su carne, para preguntarte cómo habéis podido llegar a tanto. A veces ni siquiera paras, y el canibalismo se tiñe de extrañeza. Quién es esta persona con la que estás rozándote y haciéndote un ovillo; qué fatalidad os ha conducido hasta este estado ambiguo de intimidad y lejanía. Y realmente no tiene sentido hacerle un mínimo hueco a las preguntas: momentos así quiebran de tal manera la rutina, que la trayectoria que ha seguido un par de cuerpos para tratar de entenderse simplemente desaparece. Se ennegrece como una hoja de papel arrojada a la chimenea.

Quizás la comparación esté un poco sacada de quicio, pero así me siento yo, gateando por un almendral abandonado, notando las primeras gotas díscolas de sudor del año. La hierba alta cruje ya como nieve, me ronda la piel, me lanza redes de las que escapo a duras penas. Voy pisando tomillos, abriendo la mano en abanico al pasar por una mata de espliego. Levanto a mi paso olores de alcoba. El aire parado zumba de mosquitos que se me quieren meter por la boca, por la nariz, por las orejas. El pantalón me pesa tanto como el telón de un teatro. Es entonces cuando, sin dejar de andar, llega el desconcierto. Cómo ha vuelto a sucederme, cómo es posible que de repente esté teniendo estos tratos privados con el verano. El resto de meses ha huido: la exageración del verde por todas partes, el frío salvaje en la punta de los dedos, arroyos en cualquier cuneta. Olvidados. Como si no hubieran existido. Barridos por alguno de estos espartos. No hay manera de volver a concebir la calefacción, las bufandas, la gente en las ciudades convertida en un bosque de chimeneas ambulantes. La mente se abre sólo a lo inmediato: mi cuerpo y el aire; mi cuerpo y los picotazos; mi cuerpo y las ramas descarnadas; mi cuerpo y los pastos. 

Devoción por las espigas
 
Lo que no quita que este presente arrollador suene ya de algo. Igual que cuando besas a alguien por primera vez, y te vuelve a parecer el primer beso de tu vida. La poca memoria que me queda disponible se humedece de leves recuerdos sensuales: una caricia en los hombros desnudos y todavía calientes de playa. El olor balsámico de los mastrantos a la orilla de una charca. Mi pies bajo el agua. Alguna desapercibida criatura acuática que se desliza como un rayo al notar mi avance. Un túnel de adelfas en el río Genal. Un hueso de albaricoque mantenido en la boca hasta que se vuelve suave. Estos primeros días de idilio con el verano son únicos, y a la vez están siempre retornando.

Y ya sé que vendrá también el empacho. Cuando la novedad del calor se convierta en una cháchara insoportable, y la piel ahora seducida no aguante más el acoso del aire. Cuando todos los abrazos resulten pegajosos. Cuando la siesta se vuelva condena bíblica, o el sueño tóxico de una bella durmiente. Echaré de menos arroparme por la noche con una sábana, o las primeras gotas de lluvia haciendo volcanes en el polvo de los caminos. Tendré fantasías de infidelidad con tazas humeantes y castañas asadas. Estrategias de septiembre para intentar olvidar que lo mejor de la vida pasa siempre en verano.

La fruta que chorrea por la barbilla y que huele a flores de una manera mareante. El fin del curso escolar. Ese momento en la playa, a eso de las nueve de la todavía tarde, en que los rayos de sol se tumban y todo el mundo se queda amablemente callado. La gente que recoge las toallas, las sombrillas y las sillas, que se limpia los pies de arena, que le coloca las chanclas a sus niños cuando el mar se ha vuelto ya rosa, sus caras transformadas como por una ceremonia religiosa. Los días que se resisten a morirse. La espalda que recupera su derechura, después de meses de verse sometida al peso de tanta ropa y tanto frío. La noche que se empapa de olores salinos. Arrebujarme después de la cena en el porche y echar un primer sueñecito. Los amigos que dejan aparcada esa chifladura de la diferencia horaria y la vida que sucede en otros lugares. Canciones estúpidas que se bailan en grupo. Un tintineo de hielos en el vaso. Un mapa desplegado sobre las rodillas desnudas. Ríos, viajes, festivales. Idilios.

miércoles, 12 de junio de 2013

Peregrinos (II): Observando a los Gigantes

 
Pit Bull vuelve y dice: la Gente Grande hace nidos en paredes de piedra, como nosotros, pero nunca entra ni sale por los nidos, sino por una abertura que hay en la base del cortado. Biber y mi Hermano, que también han empezado a merodear por ahí fuera, sin atreverse todavía a alejarse, arrugan los ojos con tolerancia. Pero yo, que no me muevo de mi cuadradito de tejas, sé de lo que habla. Pit Bull llega otra vez sin aliento, excitadísimo: por todas partes, hay paredes de Gigantes por todas partes, hasta más allá de donde alcanza la vista. He intentando ir hasta el lugar donde acaban sus acantilados, pero me quedé sin fuerzas antes de encontrarlo. Me hace gracia esa manera que tiene de hablar, como un héroe de cuento. Pero quién lo iba a decir. Tan diferentes como somos Pit Bull y yo, y los dos hemos llegado a la misma conclusión. Él pesca al vuelo y yo con caña, quieto en la orilla. Yo intuyo y él comprueba. Los dos empezamos a conocer a la Gente Grande, cada uno a su manera. Yo los veo pulular desde aquí: los veo meterse a veces por la parte de abajo del puñado de pináculos y cortados que nos rodean. Y sé también que hay muchos. Muchísimos. No dejan de pasar. Al principio pensé que eran siempre los mismos, que salían por la recta y, de alguna manera, volvían a entrar por donde habían asomado la primera vez. Pero no. Me paso las horas muertas en el tejado. Tiempo de sobra para comprobar que los Gigantes que veo casi nunca se repiten. Son tantos como las hormigas que desfilan en procesión hasta los restos de nuestra comida. Tantos como los mosquitos que buscan la humedad de nuestros ojos. Por eso sé, como Pit Bull, que el lugar donde viven los Gigantes tiene que ser más grande, incalculablemente más grande, que este trozo de mundo raro que se ve desde mi atalaya.

Sé unas cuantas cosas más sobre estas criaturas que a veces me inquietan y a veces me desconciertan. Lo dispares que son, por ejemplo. La variedad de pelajes que muestran. Prácticamente no hay uno igual a otro. Bueno, a veces veo dos o tres juntos, por la noche, con una especie de franja ancha y amarilla en sus patas que me deslumbra. Pero de día es dificilísimo encontrar dos que se parezcan. A ver, todos tienen las patas largas, y esas extremidades superiores desnudas como lombrices, un tanto repulsivas, y esa cabezota que siempre parece a punto de salir rodando del cuello frágil. Pero cada uno tiene su color específico. Los estudio; luego miro unos instantes a Biber, a mi Hermano, a mí mismo, y de la comparación nosotros salimos homogéneos y descoloridos. Los Gigantes, en cambio, tienden a tener pelajes chillones. Son como los prados de flores multicolores que Madre pintaba para mí con sus arrullos, cuando no podía dormirme. Por cierto, qué grandota se la veía, las raras veces que ella y Padre se posaban uno al lado del otro. Ese es otro de los aspectos que me chocan de la Gente Grande: las que he aprendido a distinguir como hembras, por la manera en que se encargan de las torpes crías, son más pequeñas y vistosas que los machos. Son, con su voz aguda y su pelaje de colores encendidos, como una exclamación ambulante. Y andan bamboleándose, como si no terminaran de decidirse nunca si ir a la izquierda o a la derecha.

Por cierto que la manera de moverse de la Gente Grande me tiene extasiado. Ya sabéis: no paran. Siempre dándole de esa manera prodigiosa a las patas. Tengo que confesar que, cuando los otros salen de excursión o sestean, cuando nadie me observa, intento imitar el paso de los Gigantes. Me bajo del tejado, tomo aire y adelanto mi propia pata. Desequilibrio. Zozobra. A la cuarentava vez soy capaz de traer adelante la pata que se había quedado atrás. El júbilo me hace caer de espaldas. Ahora estoy en la fase de dar el segundo paso. Si los otros descubrieran que empleo más tiempo entrenándome para moverme como los Gigantes que como ellos, me empujarían tejado abajo. Con la de energía que gastan azuzándome, vamos, Lento, mueve los hombros, Lento. Y yo intentando hacerme con el control de mis patas. Pero siempre me sale un saltito en lugar de ese maldito, imposible, segundo paso. Es diabólico. De verdad que no entiendo cómo lo hacen. Con esa fluidez. Y de esa manera ávida. Sin parar. Sin parar. Otra cosa que pensé al principio es que, como los vencejos, no eran capaces de retomar el movimiento. Que si dejaban de moverse un instante, luego ya no sabrían continuar. Pero sí que saben. Al menos algunos saben. Hay un grupito ahí abajo que no se mueve tanto, lo justo apenas para capturar unos huidizos rayos de sol. Me divierto con ellos. Son como salamanquesas. Se quedan quietos, juntos, y miran pasar a los demás. Son como yo. Hasta que se estiran y empiezan a moverse, cada uno por su lado, igual que los otros. O sea, que debe de haber otra explicación por la que la Gente Grande va de arriba a abajo, de abajo a arriba, sin cansancio. No los veo cazar. No los veo alimentarse. No los he visto todavía cortejarse. Sólo ese grupito de mis colegas de lentitud parece reposar.

Así que hay una urgencia incomprensible en la Gente Grande. No paran, no miran al cielo. Quiero decir: no se percatan de nuestra presencia. Y eso me me provoca sensaciones complejas. Me tranquiliza haber comprobado que no nos consideran ni enemigos ni presas. Y al mismo tiempo, aunque libre de miedo, me siento también diminuto e invisible. Yo no existo para ellos, cuando ellos son un misterio irresistible para mí. Pit Bull va y viene y me trae unas cuantas migajas de sus secretos. No me bastan. Porque me temo que los Gigantes me han contagiado parte de su urgencia. Más temprano que tarde, tendré que abandonar este tejado. Por más que me llamen Lento.

lunes, 10 de junio de 2013

Mini-atenciones

Ayer, en un diminuto escondite de tiempo entre la tarea titánica de guardar la ropa de invierno y la preparación de la comida, leí este artículo en el blog Homo minimus. Mini-meditaciones. Me gusta. La idea es llenar el día de breves ejercicios de atención plena, como método más fácil y práctico para desactivar el poder del automatismo cotidiano que los atracones en el gimnasio espiritual de la meditación sentada. Una sentadilla de consciencia por aquí. Un solo estiramiento de la capacidad para conectar con la realidad por allá. Repito: me gusta. De manera interesada, quizás. Porque es precisamente el tipo de entrenamiento que ya domino. No me exige un esfuerzo desmesurado. No estresa mi agenda ni mis rodillas. Va mejor con mi carácter un tanto fluido. Me inyecta un chute instantáneo de amor a la verdad de tener alquilado un cuerpo vivo.

Así que, por qué no, vamos a retomar aquella simpática serie de los Artículos del Pájaro Cuco. Vamos a colocar un huevo en nido ajeno. A aprovecharnos afectuosamente del impulso de otra mente. Vamos a agradecer hasta el infinito la generosidad de los que donan sus criaturas en internet. Vamos a hacer nuestra propia lista de mini-meditaciones:

  1. Siento cómo mi boca se llena de saliva; noto toda esa espuma marina. Dejo que se retuerza esa criatura inquieta que es mi lengua, detrás de los barrotes de los dientes.
  2. Intento diferenciar una sola voz concreta, de entre el vocerío colectivo que jalea un partido de baloncesto en la tele.
  3. Me planto delante del horno encendido para estudiar minuciosamente las evoluciones del queso sobre el pastel de verdura. Cómo suda, cómo se derrumba y se expande.
  4. En la mano derecha, la base de mis dedos está especialmente reseca, y la piel se estira a duras penas, como si la hubieran jibarizado.
  5. Juego a dibujar constelaciones de pecas en el brazo que me enlaza la cintura durante la siesta.
  6. Escucho con atención el sonido como de espiga en agosto de mis uñas rascándome un muslo.
  7. Palpo con un punto de sadismo los muchos músculos donde empiezo a tener agujetas.
  8. Acaricio lenta y repetidamente el lóbulo de mi oreja izquierda, hasta que me parece el de otra persona.
  9. Me meto los dedos en las orejas y cierro fuerte, fuerte los ojos. Fundido en rojo y retumbar del corazón.
  10. Si suena música en la casa de la vecina, permanezco alerta, a la espera de escucharla tararear alguna canción.
  11. Mantengo el rastro de un sonido en mi mente, las vibraciones de la estela que deja un cometa sonoro. Por ejemplo, la campana de aviso de mi móvil.
  12. El sueño coagulado exclusivamente en los párpados, al despertar.
  13. Esa primera imagen híbrida entre la vigilia y el sueño que se forma como un espejismo.
  14. Los coches subiendo por la cuesta, igual que olas en un mar perezoso.
  15. Estirar del todo la pierna, hasta que duela, el tobillo en el ángulo más recto posible, como si el conjunto entero fuese uno de aquellos rastrillos de playa de la infancia.
  16. El silencio después del soliloquio gorgoteante de la nevera.
  17. Busco las veredas que se abren entre las palabras de una página impresa.
  18. Un clásico: ver las nubes pasar como una interminable migración de mamuts lanudos.
  19. El temor y a la vez la excitación con que me acerco la taza de té humeante a los labios.
  20. Tardo un par de minutos en materializar las ganas de mear. Por gusto de notar la pulsión del líquido sobre mi vientre, y un apunte de todas esas oscuridades íntimas, todas las cavidades.
  21. Escucho el idioma de mi barriga, como si estuviera de visita en una ciudad extranjera.
  22. Mirar a alguier. Mirar. Mirar. Mirar al otro hasta que se convierta en algo tan indescifrable como un gato.
  23. Contemplar los títulos de crédito de una película como si fuera el agua de un río.
  24. Todos los reflejos contenidos en los cristales de las gafas ajenas.
  25. Pintarme las uñas con el firme propósito de no hacer absolutamente nada mientras se secan.
  26. Imaginar la postura y el paisaje sobre el que se recorta la persona que me acaba de enviar un whatsapp.
  27. Con un par de dedos exploradores sigo mi esqueleto.
  28. En la beatitud que sigue a la ducha, trato de rastrear el olor de cada uno de los potingues que acabo de untarme. El champú. El gel de farmacia. La crema híperhidratante. El aceite capilar. Sí, capilar.
  29. Repaso lo más concienzudamente que puedo la cadena de manos que se han posado sobre los objetos que yo toco, o sobre los alimentos que como.
  30. Me contemplo desde fuera. Un viaje astral en postura vertical.
  31. Busco el primer haz de sol que entra en mi casa, y sea lo que sea que esté haciendo, lo dejo y me siento en él como si fuera un trono.
  32. El aire saliendo en tromba de mis pulmones al carcajear.
  33. Ya acostada, enumero el mayor número posible de imágenes del día que está a punto de acabar, como en un especie de homenaje funeral.
  34. Y a la mañana siguiente, antes de levantarme, procuro fijar con laca los esquivos sueños de la noche.
  35. Odio guardar la ropa en el armario. Para compensar, procuro doblarla y colgarla con un mimo infinito, como si hubiera todavía alguien dentro.
  36. Hago un inventario de todas los movimientos que saben hacer mis manos a la hora de hacer la cama.
  37. También enumero los músculos que he de activar para sacarme el sujetador por debajo de la ropa.
  38. Durante al menos cinco minutos, contemplo los merodeos un tanto psicópatas de la mosca que se ha colado por el balcón.
  39. El vals que se marca la copa de un árbol, vestida de lentejuelas, vista desde dentro.
  40. Dejarlo todo, también, cuando suena esta canción, y bailar como si estuviera a punto de empezar la última hora de mi vida.

sábado, 8 de junio de 2013

Otro de bichos


Conducimos con cautela nuestra modesta modesta arca de Noé. Escribimos minuciosamente las curvas; bajamos las cuestas como si lleváramos una tonelada de uranio. Y pese a ello, nuestros pasajeros llegan al destino conmocionados. Cada uno despliega su particular estrategia de defensa cuando le toca salir de su caja. Hacen su numerito, casi suspirando con indulgencia. Luego, como debe ser, se olvidan de nosotros. Hay una primera sensación de abandono, seguida de una dulzura. El pájaro vuela de nuevo, los bichos se escabullen por recovecos que nuestra capacidad bruta de intromisión sólo podría alcanzar mediante el uso de máquinas. Somos parte menuda de un proceso de restauración natural, y sentimos ese orgullo justiciero, esa mansedumbre de comprobar que, por una vez, es medianamente posible ordenar las cosas.

La gaviota sale medio borracha de su celda de cartón. Da dos pasos vacilantes, abre las alas como un matón de patio de colegio. Son bravas y barriobajeras, candidatas a hacerse con el dominio de los aires en caso de distopía nuclear. Me acuerdo de una noche en el Algarve. No pararon de gritar ni de carcajearse, desde la hora feliz hasta la del café, como si urdieran un hitchcockiano plan de invasión. Las gaviotas también son escandalosas y omnívoras, como los humanos, y sólo esperan una ínfima modificación genómica para desligarse del litoral y adueñarse por fin de todas nuestras ciudades. A esta de hoy el paseo en coche la ha humillado. Con gusto se desayunaría un globo ocular cualquiera de los que la rodeamos, si no estuviera tan mareada. Pero pronto recupera la arrogancia. Echa una mirada azufrada a nuestros pies, y entonces lo huele. El mar vecino. Ya sólo piensa en despegar. Aletea con fuerza, con una simetría de alas sorprendente, teniendo en cuenta la doble fractura de la que acaba de recuperarse. Pero no logra engancharse a las crines del aire. Quizás flipe, pero casi veo cómo el amarillo de sus ojos se intensifica. Parece estar convenciéndose mentalmente de que no es una gallina. Otro saltito. Segundo intento fallido. Temo que se termine mosqueando, y no sé, estas botas que estoy usando están lo bastante desgastadas como para que sea capaz de atravesar el cuero del empeine. Y prueba otra vez, prueba, prueba. Aborrezco a las gaviotas, y sin embargo... Entonces, por fin, su memoria muscular encadena la secuencia completa del vuelo, y ya está ahí, solapada contra el azul, trazando cortes de mangas en el cielo. Se pierde entre los edificios que secuestran la visión de la costa, llevándose un trozo de mi respeto.

De los erizos, en cambio, me choteo y me compadezco. Son dos bolas espinosas cuando los sacamos de la caja, dos grandes estuches de castañas recién caídos del árbol. Uno se estremece ante el miedo remoto que baña la evolución de los animales. Qué no les pasaría a estos bichos, cuántas mandíbulas no visitarían, para tener primero que guarecerse de púas, y luego aprender a enrollarse. Te dan ganas de acercarte hasta ellos y empezar a arrullarlos como un entrenador comprensivo a su frágil delantero centro. Venga, hombre, que estamos aquí contigo, y nadie va a comerte. No hace falta tanto: después de un minuto de inaguantable suspense, en una de las bolas se empieza a notar un temblor. Lo vegetal se vuelve zoológico. La castaña se desenrosca y se convierte en una de esas esponjas que te dejan desollada la espalda. Asoma una trompita carnosa. Unos ojillos que se atreven a mirarnos con mirada desaforada. Tiquitiquitiqui. Da unos pasitos de geisha y se pierde entre las cañas. La otra bola sigue cerrada en banda. Imagino al bicho por dentro, acurrucado en posición fetal, apretándose los escrupulosos oídos con las manos. No tenemos todo el día para seres tan pusilánimes. Cuando volvemos a pasar por el mismo sitio donde la abandonamos, la segunda bola ha desaparecido. Suspiramos. Ojalá que el miedo nunca nos ronde tanto como para que nos vuelva tan espinosos y ensimismados como a los erizos.

Y entonces le llega el turno a la estrella del arca. Su cajita parece la de un Big Mac, y no pesa nada. La llevo acurrucada en el pecho, haciendo un poco de teatro, pero es verdad que no quiero entregarla. Porque su ocupante viviría tan ricamente en uno de los perales de mi padre. En vacaciones yo bajaría al huerto todos los días, justo después del desayuno, para saludarlo. Él jugaría un poco conmigo. Practicaría sus truquitos con la idea de despistarme. Se escondería una mañana entre el granado, al siguiente en la selva frondosa del aguacate, un rato, y cuando yo estuviera a punto de largarme, se descolgaría con la cola de una ramita, justo a la altura de mis ojos. Mala idea por mi parte. Rápidamente quedaría hipnotizada. Ni playa, ni paseo, ni libro, ni escritura. No querría ya más que contemplar a mi camaleón privado. Su coreografía minimalista, tan morosa que parece una especie de danza espiritual. Sus ojos un poco paranoicos. Su color que tampoco cambia tan espectacularmente, pero que nunca es el mismo. Tan coquetos, con tal fondo de armario. Las manitas en pinza, como si fueran frioleros y necesitaran llevar siempre manoplas. Y esa cola. Los camaleones, ese cruce delirante entre lagarto y monito que dios se sacó de la manga.

Yo, dentro de cuarenta mil años

Ya no sé cómo seguir remoloneando. Hay que abrir la caja y dejar a esta criatura en libertad. El que pudo ser mi camaleón está tan tranquilito. Le han puesto un palo dentro, y se aferra a él como un niño a su chupete. Así resulta más fácil de manejar. Tanto ojo independiente y tanto truco para no darse cuenta al final del engaño. Basta con sacar el palito de la caja y arrimarlo a un taraje. El bicho cambia de montura como si realmente nada importara. Hay algo en él que recuerda de manera agraviante al nirvana. Se agarra con las pinzas prodigiosas, despliega la cola para equilibrarse, y deja que la brisa zarandee a su antojo la mata. Él está tan a gusto, en su columpio. Adaptable, lento, versátil. Atento siempre a todo. 

Para una próxima vida elijo la estrategia del camaleón.

viernes, 7 de junio de 2013

Contra la fe

Creí hace tiempo que jamás conseguiría aprender a conducir. Que había algo lo bastante fallido en mi configuración neuronal como para hacerme destacar por encima de la media en materia de torpezas.

Creí también que era una inconstante, una informe y una haragana. 
 
Creí que encontraría mi propio manual de instrucciones, y también algo así como un plan de mejora, en un ecosistema que no era el mismo donde me encontraba, y en un tiempo para el que todavía no se habían diseñado calendarios.

Creí que debía de haber en algún sitio una silla reservada a mi nombre, alrededor de una gran mesa que reuniera en comunión a mis afines. Dicen por ahí que la evolución psicológica de mi especie me capacitó especialmente para creer que no sería feliz hasta que lograra encajar como con vaselina en un grupo.

Hubo una época en la que creí absolutamente que un tumor localizado en los tejidos que rodean a mi ombligo me impediría cumplir los veintiún años.
 
Sufrí esa certeza maquinal tan propia de la juventud de que mi voluntad controlaba férreamente a mi cuerpo, y que este sería incapaz de dejarme en la estacada.

Puse todo de mi parte para creer que lo de mi tía y el suicidio no eran más que informales coqueteos verbales.

Creí también que mi paso por el mundo era tan tenue que no podía ser de ninguna manera odiada.

Hubo momentos delirantes en los que creí que tendría que llegar a pagar para que alguien me desnudara.

Creí que nunca nadie me querría.


Y a pesar de toda esta fe virulenta, llegó el día en el que terminé conduciendo siete horas seguidas para llegar a la capital de un país vecino. Y el día en el que me tiré de cabeza a la piscina, o al pozo, de la escritura, y resulta que todavía sigo cayendo, como Alicia. 
 
Fueron llegando también intuiciones de que los aparatos se terminan dominando a fuerza de uso y averías, sin que haya necesidad real de sacar del cajón los manuales. Convicciones de que ningún cambio de coordenada conseguiría convertirme mágicamente en el tipo de persona al que aspiraba. Y paciencia ante el hecho de que la conexión alegre y robusta entre corazones es un raro milagro.

Superé con ligereza los veintiuno, y diez años después mi piel empezó a manifestarse en arameo. Todavía ando en busca del diccionario que me ayude a descifrar lo que quiere decirme.

Al final fue un amor eterno, lo de mi tía y el suicidio.

Desnudé y me desnudaron, sin necesidad de romper el cerdito. Hay gente que no me traga. Y el corazón se me rompe y se me regenera como los brazos de una estrella cada vez que me dices te quiero.


Así que ya no me invento más credos.

miércoles, 5 de junio de 2013

Castillos de arena

 
Hacemos a veces cosas absurdas, las personas.

A veces, por ejemplo, desperdicias horas de sueño rastreando pisos en alquiler por internet, cuando lo cierto es que todavía no has firmado un pacto oficial de mudanza. La relación con el lugar en el que vives hace tiempo ya que empezó a mostrar síntomas de cansancio. Hay yacimientos arqueológicos de mugre en rincones tan inexplorados de tu casa que merecerían un número especial del National Geographic. Hay tedio en lo más hondo del armario. Hay un goteo de mezquinas imputaciones. Esta escasez de espacio me ahoga. Este colchón me quiebra. Estas paredes anoréxicas me obligan a tragarme la intimidad de mis vecinos. Pero la cosa no es tan grave como para quebrantar el contrato en vigor. Los días pasan sin drama. Los árboles se van pelando y vistiendo sucesivamente, y tú sigues ahí, no tanto aguantando como eludiendo los cambios. Amontonar años en una misma casa se parece bastante al matrimonio.

Y, sin embargo, fantaseas. Como si a la hija de la vecina, que hasta hace unas semanas andaba sobre zapatillas rosa chicle de Hello, Kittie, de pronto le hubieran salido sinuosos bultos por todas partes. Metes en la web de anuncios tus dos o tres o quince requisitos fundamentales. Que tenga mucha luz. Que no haya ominosas pantallas de cemento a cinco metros de tu nariz. Que al menos disponga de un armario per capita. Que se pueda ir andando a comprar huevos. Que el mobiliario no te dé ganas inmediatas de confesarte. Y la página alcahueta hace su trabajo. Ahí lo tienes: un catálogo de escenarios acicalado con tu propia publicidad engañosa. Salones en los que imaginas una lectura más concentrada, en ese sillón con brazos mimosos como los de un bombero, sin la cháchara de velatorio que escupe la tele de la vecina. Terrazas donde los jazmines nunca se te asfixiarán de telarañas, donde no te dará pereza plantar huertos verticales. Ventanas intolerantes con el ruido. Espacio para un par de bicicletas. Augurios de una vida vigorosa y ágil.

Y cuando ya estás borracho, miras la hora y te asalta un ramalazo de vergüenza. Qué manera idiota de perder el tiempo. Qué compulsión. Cómo has vuelto a caer en la trampa de la carencia. Apagas el ordenador y, mientras corres las cortinas, echas un último vistazo por el balcón a tu paisaje cotidiano. Un dolor como si estuvieras a punto de abandonar a tus hijos te oprime la garganta.

Los humanos hacemos cosas absurdas, a veces. También nos preocupamos por las consecuencias de sucesos que todavía no han ocurrido. Nos obsesionamos con síntomas de enfermedades falsas. Añoramos insanamente a gente y a edades que el tiempo apartó de nuestro lado. Echamos de menos lo que nunca tuvimos. Envidiamos las cuentas ajenas. Obviamos la solidez que nos rodea. Nos asustamos con nuestra propia muerte. Construimos en la nada.

lunes, 3 de junio de 2013

Autoengaño

 
En absoluto pensé en ti mientras me acercaba a la ciudad donde vivías. La certidumbre de que tenías que seguir ahí, respirando un trozo del mismo aire que entraba por la ventanilla, no me mantuvo imantada ni un solo metro de los últimos kilómetros que mi coche se fue tragando.

Llegué a un barrio que puede que fuera el tuyo, o puede que el de cualquiera, y en ningún momento me acordé de que tu casa era la tercera desde la esquina, en la acera derecha. No me di cuenta de que los visillos de la que debía ser tu cocina ondeaban como banderas de un país que se rinde, ni de que tu coche no era ninguno de los pocos que estaban aparcados en aquella calle que puede que fuera la tuya, o puede que la de cualquiera. La atravesé lentamente, no por nada, sino porque trataba de resintonizar la radio, y no se me ocurrió afinar el oído para ver si sonaba algún acorde de las canciones que entonces machacabas en la guitarra.

Si al aparcar miré por el retrovisor como una maníaca, fue porque lo hice entre un vespino y el contenedor amarillo de los envases, no porque quizás esperara verte llegar con el periódico y una barra integral, después de haber dejado el coche en el taller a que le cambiaran las pastillas de unos frenos de los que siempre abusaste.

Cuando empecé a pasear por la playa, no me asaltó la estrafalaria idea de que uno sólo de entre los cientos de juegos de huellas que estampaban la arena podía corresponder a tus pisadas. No achiné los ojos para distinguir si eras alguno de los que se acercaban corriendo por la orilla. Por qué iba a acordarme, al ver a los que se agachaban para recoger una mierda, de cuando me dijiste que nunca te gustaron demasiado los perros. No se me aceleró especialmente el pulso cuando vi salir del agua a alguien que se peinaba los mechones mojados con toda la palma de la mano.

Y tampoco me acordé luego, unas calles más adentro, de aquel portón metálico pintado de burdeos que tenía una mancha de óxido parecida a un plátano, junto al que no nos atrevimos a besarnos. No derroché melancolía al pensar que el tiempo transcurrido desde esa noche ha convertido al plátano en una calavera.

No volví a cerciorarme de la ausencia de tu coche en tu hipotética calle, ni eché una última ojeada entrecortada por el retrovisor. No le hice ningún roce al vespino, mientras intentaba controlar a las tres personas que doblaron tu esquina mientras me marchaba. No tarareé ninguna de aquellas canciones machaconas tuyas mientras deshacía el callejero en busca de la autovía. No conduje cerca de cien kilómetros intentando recordar el paisaje curtido de tu cara. No se me pasó por la cabeza que nunca te volvería a ver.