martes, 17 de julio de 2018

Próxima parada: adentro



Es una pena que por culpa de los clichés dé apuro decir algunas cosas. Como que sólo tenemos una vida y un planeta. Que tu verdadero capital es el amor que entregas. O que viajar en tren es bonito. El mismo concepto de bonito, incluso. No sé si es la edad o respirar una atmósfera saturada de mensajes: hay demasiadas buenas ideas desfondadas. O demasiada poca inocencia.

Pero a quién, libre de estrés post traumático, no le gustan los trenes. Por qué desplazarse en autobús, por ejemplo, carece de mito. Creo que la culpa no es sólo de la literatura o el cine. Creo, intuyo, que la velocidad tradicional de los trenes rima de alguna forma con la cadencia de nuestra mente. Creo que la linealidad de los raíles hace bailar al paisaje como ningún otro medio de transporte. La carretera se integra en las formas sinuosas del mundo y en cierto modo así las oculta. En cambio la vía de tren atraviesa: mirar el paisaje desde esa perspectiva es como ir de jinete a la espalda de un águila. Árboles, tendidos eléctricos, chabolas o cortijos en ruinas: todo gira, hace una reverencia antes de despedirse. Como si no fueras tú el que se moviera. Como si por fin fueras capaz de percibir el desplazamiento íntimo de la Tierra.

Y a quién no le gustan las estaciones ferroviarias modestas. Sus aleros, sus colores, sus delicadas viseras de madera o hierro. En algunas todavía, las macetas. Como si quedaran tesoros de tiempo sin expoliar para regarlas. Las estaciones de pueblo son tiernas y elementales como la cara de Heidi, vestigios de un mundo aún cachorro. La boca tímida del túnel que conduce de lo pequeño a lo grande, lo rural a lo urbano, lo familiar a lo extraño. Entre tren y tren que para, o a lo mejor ni eso; entre la expectativa de quien se marcha y la perplejidad de quien regresa sin saberse cambiado, queda el silencio. Pararte ahí, sentirte perdido e insignificante en esos intermedios, te predispone a entender después el lenguaje de lo que habitualmente no hace ruido, el zumbido de las cosas pequeñas. Yo no sé si lo entiendo bastante, pero mi vida adulta comenzó así, los codos sobre las rodillas, la cara entre las manos, esperando a ningún tren en la estación de Jimena, presintiendo que el tren era yo misma.


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Yo echaba la siesta en ese banco. Le he tomado prestado la foto a esta buena gente. Estudiaros la ruta, que lo merece.



Hablo hoy de esto por una especie de nostalgia. No por vivir en una ciudad de la que no salen y a la que no llegan trenes desde hace más de tres años, sino porque pienso que mi vida consciente se ha convertido en el AVE. La primera vez que viajé en uno de ellos fue en octubre pasado, y la experiencia me resultó a la vez asombrosa y frustrante. El tren más parecido a un cohete pasaba a la altura de las viejas estaciones infantiles raudo como un desprecio. No me daba tiempo a leer los carteles, a pronunciar mentalmente el nombre de los lugares, haciéndolos así reales. Últimamente tengo la sensación de que también yo me conduzco de ese modo: voy, voy, voy, me dirijo directa de un punto a otro sin pararme. Paso de largo de las motivaciones que puntean cada cosa que hago. A veces puedo ver desde la ventanilla la cola difusa de un deseo, una verdad o una desgana que no identifico. No me da tiempo tampoco a leer los nombres de mi mapa.

Y es curioso, porque a mí cada vez me incomoda más el viaje por el viaje, por el puro hambre de desplazamiento. Echo de menos el silencio entre trenes en las pequeñas estaciones de pueblo. ¿Un propósito? Encontrar el tesoro de tiempo para volver a regar las macetas.

lunes, 9 de julio de 2018

Estrategias de vuelo



Planeo. Sí, eso es. Si se me pidiese a la ligera que describiera mi paisaje mental con una sola palabra es lo que contestaría. Después no volvería a atender con mucho respeto a quien lo hiciera. Sólo hace falta tener un ojo en la cara para percibir que dentro de cada paisaje predominante hay otro paisaje distinto, y otro paisaje, y otro. Pero a grandes y bastos rasgos, yo planeo. Del verbo planear. Los significados reversibles me chiflan.

Empiezo planeando en un sentido, y termino haciéndolo en el opuesto. Cómo podemos entendernos ni una sola vez, cuando hay palabras de dos filos, palabras moneda, con dos máscaras complementarias como las del teatro. Planeo: dibujo trayectorias antes de dar un primer paso. Concibo, calculo, organizo. Vuelco mi atención hacia lo que todavía no ha pasado, a lo que debe. Meto mis días en moldes. En fajas. En camisas de fuerza. Quito de aquí y pongo allá, negocio conmigo misma, hago equilibrios. Tengo una libretita en la que anoto lo que voy a cocinar en siete o diez días. Tengo otra en la que acumulo entrenamientos deportivos. Procuro que ambas libretitas rimen. Y no soy ninguna Mozart. A veces la armonía me cuesta sudores. Otras en el interruptor no hay modo off . Me voy a la cama y sigo haciendo matemáticas con el tiempo. Me duermo como si viviera en una estación de metro. Mi mente planea aunque se haya quedado sin tareas.

Mi música suena ligeramente a trastorno.


Pero también planeo: me subo a un bucle de aire, extiendo las alas y me dejo. Hasta a mí me parece que estoy quieta. Y sin embargo cabalgo el presente igual que los buitres lo hacen en el cielo. Verlos volar computa como práctica budista o taoísta. Su hacer sin hacer. Su abandono aparente a las fuerzas externas. Podría parecer pasividad, y sin embargo.

Las alas largas, anchas del buitre le impiden ser balístico e incisivo como los halcones, acróbata como un azor esquivando ramas inapelables en el bosque. Hasta que no cargas con un buitre no te das cuenta realmente de que, sin tales alharacas, también su arquitectura es un prodigio. Su cuerpo es un condenado lastre, de-mo-nios, y por eso su vuelo moroso, más que el de aves ligeras, es una refutación perfecta del peso. Los buitres saben hacerse el muerto en el aire. Yo creo que hay pocas maneras de sentirse más vivo y en comunión. Hacerse mar y todo lo que contiene cuando flotas. Hacerse cielo y todas sus criaturas si sabes dar con la corriente térmica. Hacerte instante planeando de esa forma.

Así que planeo. Y planeo. Una máscara complementa a la opuesta. Un significado me compensa del otro. Soy hormiga, soy buitre. Sé refutarme a mí misma. Tampoco hace falta ser Mozart.