domingo, 30 de agosto de 2015

Descanso y preparación

 
El animal descansa pero, al mismo tiempo, está preparado, como un león con los ojos entornados en la estepa africana, o como un cocodrilo inmóvil, a la espera de una presa desprevenida, capaz de ponerse em acción al instante. ¿Cuál es la fisiología de este estado de descanso y preparación? ¿Lo hacemos también los seres humanos?

(“Diario de Oaxaca”. Oliver Sacks)


¿Oportunista, echar mano de una cita el día en que su autor ha muerto? ¿O unas de esas curiosas carambolas en las que la realidad cuaja de repente como la clara de un huevo? Acabé ese libro esta mañana, y esta mañana me hurgó la pincelada sobre la fisiología del descanso. Luego, en los instantes de desconcierto que siguen a los puntos finales, jugueteé en internet con mi móvil, y me enteré de que esa criatura admirable había muerto. Como si leer fuera una cosa de vida o muerte, y el lector una especie de parca.

Pero para mí la cita es desde luego oportuna. Mi mochila viajera muestra la dentadura en un rincón de mi cuarto. Junto a ella las botas de montaña hacen crujir sus nudillos. Mañana me voy a ver montes que yo no he escogido: dos modalidades de descanso. Descansa mi animal resignado al zoológico urbano. Y descansa mi apego por lo húmedo y lo frondoso. Las sierras adonde me dejo llevar no son complacientes. No van a engatusarme con verdes blandos ni a darme la bienvenida con abrazos de hierba. Su aridez se me colará por cada poro y arrasará mi vocación de ternura. Los pinos me gustan apenas con los ojos cerrados, cuando el sol calienta su resina y destila licores que podrían dar positivo en un control de alcoholemia. Los pinos me gustan en una playa, o en suelos rudos donde lo vegetal tiene el arresto feroz de un marine. Fuera de ahí, los pinos en masa son el ejército romano. La cuadrilla criminal de Hernán Cortés y compañía.

Y ahí es donde voy. No he puesto muchas pegas. No es mansedumbre. Es que necesito descansar del prejuicio de que un paisaje es bueno si se parece al que yo prefiero. Prepararme para que mi gusto sea inclusivo y generoso, y no un sesgo.


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¿Pasado mañana? Nooooo.

jueves, 27 de agosto de 2015

Y lo demás es juego


Echo de menos ser capaz de escribir un relato. Ese tipo de bricolaje: emociones pegadas con cola sobre la superficie lijada de una anécdota; trozos de personas que hay que atornillar aplicando la presión justa para que el conjunto casi humano no se desmonte. Echo de menos a esa gente postiza que he usado para disimular mis carencias o maquillar mis excesos. Pienso en ellos bastante. En los pocos que me he sacado de las tripas. A veces estoy a punto de creerme que de verdad nacieron, y que siguen vivos por alguna parte, fuera de cobertura.

Pero no me sale. Cuando despierto a deshoras trato de que la corriente mental me lance de nuevo a tierras de mentira. No sopla ni un silbido de viento, y me quedo a la deriva. Ya no hago fuerzas con los brazos. Prefiero esperar y confiar en mi naturaleza. Buscar una historia es como intentar coger truchas con las manos. Ellas y yo estamos adaptadas a medios distintos. Hay que aceptarlo.

Y luego me levanto, enciendo la radio, y las noticias no han cambiado. He visto esas imágenes con una atención viscosa de trucha. Tú también las has visto. Nuestra compasión ha cumplido su parte del trato. Manejable, efímera. La cafetera alborota ya en la cocina. Reconforta tener un lugar en el mundo. Techo, nevera, una despreocupación felina por la supervivencia, y tiempo suave que llenar con empeños pueriles como el de escribir un relato.

Pero ahí, no muy lejos, hay gente saturada de historias. Deshecha de ser perseguida por la trama infame del mundo. Cumplida de sucesos. Me pregunto si alguien contará esas historias que no son originales siquiera. Si no quedarán pronto obsoletas, arrancadas de nuestra atención ahíta por una nueva remesa de titulares.

Me pregunto si alguien podrá pescar con finura su angustia. Si en algún argumento tendrá cabida el miedo de los niños. Si surgirá un nuevo hombre del saco con barba de estropajo que le corta la cabeza a los que son malos. Si alguien sabrá ponerle palabras al olor de la desesperación en los trenes, a la esperanza desgarradora sobre las vías, al bello paisaje europeo venenoso de indiferencia. Al desamparo hecho dogma. 


De aquí.
 

Me pregunto si es decente siquiera pretender barrer la realidad bajo una alfombra de blandas historias de mentira.


lunes, 24 de agosto de 2015

Lo bruto y verdadero

 
Y yo, que no dejo de hacer como que hablo y hablo; que confío de manera atolondrada en que mi visión, miope, sesgada, coloreada de una alegría o una emotividad bastante poco imparciales, ilumine recodos y zonas en sombra de tu vida.

Yo, que cada mañana me levanto cn el ánimo de quien baja al huerto a hacer la cosecha. Que voy por las calles con mi hucha para las colectas. Que luego me escondo en mi casa y lo escribo.

Yo, que voy a lo mío; que parece que sé expresar lo que siento porque en solitario soy moderadamente capaz de ordenar las palabras.

Yo en realidad quisiera que te sentaras a mi lado y me lo contaras. Eso que sólo tú sabes. Lo que dentro de ti es mercurio, miel espesa y picante. Lo que te empantana o te arde.

Si estuviéramos por ejemplo comiendo pipas en un parque, y tú me dijeras que quizás en octubre te apuntes a un gimnasio, y yo que en parvulitos me salté la lección de abrir cáscaras, y que probablemente tenga el intestino alicatado de porquería indigerible. Si nos quedáramos callados un instante mirando las hojas de los árboles, y luego siguiéramos enumerando planes de bricolaje casero o salidas al campo. Si llegara el momento en que los fantasmas de lo no dicho se hicieran demasiado indiscretos, entonces pasaría. No haría falta siquiera ser entrometida. No tendría que atracarte una confesión a mano armada. Simplemente me lo contarías.

Aunque no supieras que estaba ahí royéndote las entrañas. Aunque te pareciera una chorrada. Aunque sonara muy bestia. Serían tu cosa ambigua, tu memez, tu burrada. Un trozo vida bruta. A partir de ahí tal vez pudiéramos entre los dos hacer camino.

Y yo a cambio te lo diría. Lo que me ahoga y me quema. Lo que a veces me inflama. Toda esa dulzura, toda la codicia inexpresada. Porque tras la armadura de lo que escribo, balbucea un meollo. Algo que sólo merece ser dicho cara a cara, bajo una alfombra de cáscaras.

viernes, 21 de agosto de 2015

Frankestein Jr.


Me vengo preguntando últimamente una cosa muy tonta que puede llevar a equívoco.

¿Cómo fabricar un niño?

Evidentemente, no se trata de eso, sino de una especie de experimento psicológico: reduce la infancia a una fórmula. Ensáyala en el laboratorio de la mente. Fabrica un prototipo. Échalo a andar por el mundo, a ver si aguanta el embate. Algo así como destilar todo el poderío erótico de Marilyn Monroe en un perfume. Una ambición parecida a la de la fotosíntesis artificial: la imitación de un proceso natural casi alquímico.

Me pregunto si hay alguna manera de revertir mínimamente la maduración interna. De corregir en parte las huellas de la experiencia. De permitir que la conciencia adulta olisquee el terreno sobre el que construyó la costumbre de estar viva.

¿Qué es un niño, de qué está hecho?

De exigencias brutales que se pueden contar con los dedos de una mano. Comida. Sueño. Seguridad. Juego. Contacto.

Muy al principio, antes de que la noche sea un peligro al que debe enfrentarse solo, de confianza: siempre parece haber alguien dispuesto a colmar su hambre.

Más tarde el miedo asoma su patita por la rendija del sueño, pero de día ¡entiende tan poco aún de riesgo y de daños!

Un pedazo de barro fresco que no tiene forma todavía.

Una historia de la que sólo se ha escrito un par de frases y que nadie sabe si derivará en terror psicológico o en crónica de viajes.

Una plasticidad amenazada.

La facultad prodigiosa de ser cada día un personaje distinto: el remero sorteando aguas bravas, la frutera, el caniche del vecino, el Señor de los Ejércitos del Planeta Peta-Zeta.

Todas las preguntas del mundo. Ninguna respuesta. O dieciocho respuestas posibles para un solo interrogante: ¿cómo funciona el mundo? La intuición de que un problema puede tener más de una única solución posible: esa sabiduría innata que va perdiendo conforme los huesos se endurecen y el mundo fragua.

Ningún juicio previo.

Una manera de ver que no compone imágenes mentales automáticas, sino que absorbe colores, formas, planos y trayectorias y los combina de mil formas para sorprenderle a cada instante.


Adivinando eso me pregunto: ¿hay modo de recuperar los superpoderes de la infancia? Esa manera de darse completamente al juego y al pasmo, de ser sin vergüenza cualquier cosa, pequeña o grande. De husmear el mundo sin que su conocimiento se le adelante. De no dudar entre distintas opciones, porque nada tiene aún marcado un precio. ¿Acaban con el hardware niño los troyanos del aprendizaje?

Seguiré haciendo ensayos.

martes, 18 de agosto de 2015

Un día menos para vernos

 
Un año más mi amiga y yo volvemos a despedirnos junto a su portal. Es nuestra forma de cambiar calendarios. No recuerdo habernos comido las doce uvas juntas. Ninguna procesión, ningún rito, ningún hijo nos restriega en los ojos que el tiempo ha pasado. Ella tiene la piel tan suave como siempre. Mis discretas arrugas de risa y tensión sólo las registra el espejo de mi cuarto de baño. Cualquiera diría que somos las mismas, que esta es la primera de nuestras despedidas, que a lo mejor volveremos a vernos mañana en clase. La sucursal de Unicaja ha aguantado el tirón de la crisis. El seto del que arrancaba hojitas mientras no terminábamos de irnos sigue milimétricamente recortado a la altura de mi recuerdo. Como si nuestro saldo de pasado no hubiera ido engordando. Como si en esta esquina del mundo el remolino del tiempo se frenase.

Y sin embargo mi tristeza es nueva este año. Después de dejarnos, tú a Filadelfia, yo a Andalucía, vuelvo a mi casa con el esternón hecho un siete. En esta separación hay algo definitivamente adulto. Algo por primera vez sometido a las leyes indiscutibles del tiempo y la física. Hasta ahora, cada despedida era una forma traviesa de mentirijilla. Una ceremonia distraída, al menos para mí, que no cortaba absolutamente con los lazos que me atan a nuestra geografía compartida. Era como rebuscar en el armario de nuestras madres y jugar a ser mujeres con historia. Ahora el juego ha terminado. Alguien podría disfrazarse de nosotras.

Y no hay candidez suficiente para darle la vuelta a la lejanía. Esta vez no me sale creer que si pienso en ti, piensas en mí, entonces la distancia se quiebra. Hacerse mentalmente adulto significa que el tiempo y el espacio dejan de ser cuánticos. Ahí dejo la teoría idiota del día. Se vuelven clásicos y reales, rígidos como un libro de texto o un credo. La separación es real. Lo que dejamos de compartir año tras año, ostentosamente real.

Así que la esquina del mundo donde nos despedimos está hechizada. En ella sufrimos la alucinación de que el tiempo no pasa. Seguimos soltando guirnaldas de frases, que nos enmarcan como hiedra en torno a la letra capital de un cuento de hadas. Así fue desde el principio. Así seguirá el próximo año. Míranos, parecemos las mismas adolescentes de siempre. Disfruta de la visión: el truco no dura mucho rato.

sábado, 15 de agosto de 2015

ºF 451

 
Desde el sofá repaso los títulos que se estrujan en las baldas. Me embarga una especie de placer sádico: la voluptuosidad de la purga. Soy el caprichoso oficial nazi seleccionando a las víctimas del día según el patrón de una cancioncilla bávara. Soy el sultán Shariar eligiendo como esposa a la moza con el cuello más delicado del reino, el más esbelto, el más fácil de cortar. Soy una desagradecida.

Pero he decidido despejar mi exiguo espacio. Desprenderme de peso. Liberarme de lastre para poder volverme caracol y poder vivir con la casa a cuestas.

Bonito, ¿verdad? Espiritualmente admirable. Lo siguiente será hacerme mechas rubias e inundar con poses de yoga extremo mi nonata cuenta de Instagram.

Que nadie se engañe: yo no molo tanto. Sólo quiero hacer hueco para meter nuevos libros sin que el Pepito Grillo con el que convivo me roa la moral. Sólo quiero dejar de comprar furtivamente, camuflar mis adquisiciones entre los viejos habitantes de esta casa, mirando a mi espalda con miedo a ser descubierta. Cualquier trampa antes que escuchar esa admonición que me sé ya letra por letra: los bomberos van a tardar tres días en recuperar nuestros cuerpos cuando tus libros se nos caigan encima.

Exagero. Pero ese es más o menos el contexto. Deseo recuperar sin remordimiento el idilio de la página impresa. Dejarme embaucar de nuevo por portadas y títulos de los que no tenía noticia antes de entrar en la librería, y verme obligada a consumar mi pasión por la ley de la selva. Sin que nadie me recuerde si he leído ya todo lo que acumula polvo y ácaros en la estantería. Sin que se me eche en cara mi pulsión de novedad.

¿Y no siento pena, yo, que he acarreado mis libros por tres provincias y trescientos pisos? ¿Que  en el pasado los he abierto con deferencia, los he acariciado y olido, que los he mirado con la divertida tolerencia que una dedica a los defectos de sus amigos? Pues no, ya no hay pena, porque ya no hay en mí esa especie de paganismo. Sigo amando la materialidad de los objetos. Sintiendo un respeto incorrutible por lo analógico, lo capaz de interactuar con mi cuerpo, lo palpable. Pero acumular sin restricciones es un feo defecto. Y la restricción más sensata que me permito imaginar por ahora es la de equilibrar aforos: una entrada requiere inevitablemente una salida. Cada bienvenida debe rimar con un hasta pronto.

Al fin y al cabo, como decía ayer sobre la nostalgia, nada se pierde realmente. Aunque ni yo misma me acuerde de lo que he leído, soy mi propia biblioteca. Por dentro estoy hecha de palabras. Como, excreto, me reconstruyo. Leo, despido libros, me enriquezco.


 Esta en inglés, pero se pilla.


* He escrito lo anterior mientras en mi mente sonaba una alarma sorda. No tenía idea de qué peligro me estaba avisando, así que he seguido. Cuando he terminado de releerlo, me he dado cuenta: hará unos tres años que escribí algo sumamente parecido. Lo cual quiere decir: que hay asuntos que no resuelvo, y que este blog es una especie de espiral que crece pasando cada tanto por el mismo punto. Como los diseños de la naturaleza.

miércoles, 12 de agosto de 2015

El campo urbano


Estoy echando brutalmente de menos lo silvestre.

Tanto que miro mi pobre, heroico jazmín jibarizado en su maceta, y me dan deseos de que a mí también me encojan como en los cuentos, para poder treparlo de hoja en hoja.

Tanto que las alpacas de paja en los rastrojos me recuerdan a la Reserva Federal bien surtida de oro.

Tanto que iría a tumbarme debajo de los álamos de la Facultad de Ciencias a contemplar cómo sus hojas me guiñan y me aplauden. Como si me hubiera saltado la descabellada hora de Turismo y Medio Ambiente y volviera a tener todo un mar de indefinición por delante. Lo haría si la Universidad no hubiera echado el cierre como cada agosto.

Tanto que garabeteo árboles en todo papel que atrapo.

Tanto que me dan ganas de presentar los trozos de brócoli en vertical sobre el plato, y comerme así un bosque enterito.

Tanto que estoy saboteando mi sospecha de que el recuento de pérdidas de la nostalgia no es una opción viable, porque en realidad toda huella permanece. Guardo en mi mente negativos de todo lo que está lejos, copias imprimibles en cualquier instante. 
 

Y por eso, gracias a esos moldes favoritos de experiencia que conservo del espacio abierto, soy capaz de asomarme a mi balcón, a la ventanilla de un coche, y darme cuenta de que la ciudad no es un ente ajeno a lo silvestre. Ni mucho menos antagonista.

No es sólo la presencia de árboles y autillos y enjambres humanos.

Es, por ejemplo, que cada vez que una moto pasa a todo trapo lanzando sus bengalas de ruido, me parece escuchar a un macho de ciervo berreando.

Es ir detrás de un grupito de americanas, con sus piernas y cuellos largos y su andar saturado de autoestima, y recordar la bandada de grullas en migración que una vez me pasó por encima con un sonido de cables rasgueados.

Contemplar con pena cómo demuelen la vieja casa de las molduras bonitas y darme cuenta de su hermandad con los árboles secos que se derrumban sobre los cauces. 
 
Pasear entre feos bloques de pisos recalentados y echar mano de aquel apoyo que me encontré en el precioso libro de Alexandra Horowitz, Percibir lo extraordinario: “Ante todos estos edificios, se puede empezar a hablar del ecosistema de acantilado”.


Hormigueros de cemento, cerros de teja


Contar el número abusivo de persianas metálicas echadas y escaparates autistas, y en cierto modo enternecerme porque a esta ciudad también se le para la savia cuando le toca, también tiene sus ritmos.

Es saber que el ejército de semillas puede esperar perfectamente mil o tres mil años para tomarse una revancha sobre el asfalto.


sábado, 8 de agosto de 2015

Méate en tu acera



La palabra transgresión me está buscando, y a mí me da pereza ocuparme de ella. Me la encuentro por aquí y por allá, y es como esos encuentros con viejos conocidos que no puedes seguir posponiendo. A ver si quedamos un día de estos, y tú esperas que tal día sea nunca, porque a ver qué podéis compartir a estas alturas y de qué vais a hablar que no sea de un pasado que ni siquiera reconoces como tuyo.

(Esta mañana estaba haciendo la cama y, como movida por un mecanismo cogí y abrí al azar un libro. Diario 1887-1910. Jules Renard. Me topé con esta frase que ha encontrado la manera de colarse aquí también, sin avisar: El hombre verdaderamente libre es el que sabe rechazar una invitación a cenar sin dar excusas. No tiene mucho que ver con lo anterior, pero ¿a qué mola?)

Como yo no soy verdaderamente libre, no sé rechazar mi cita con esa palabra que me escama. Transgresión se viste en mi mente con ropas de diva y, como Cara Delavigne, disfruta poniendo caritas. Desconfío de su honestidad y, lo que es más grave, de su pertinencia. Se me escurre como los boquerones al destriparlos bajo el agua. No me creo generalmente lo que me cuentan los transgresores porque su mensaje, que tal vez a priori fuera interesante, se ve torpedeado por un exceso de pose.

Los que se jactan de ser sinceros. Los que se recrean en la mierda y el vómito y el semen como opción puramente estética y abusan de ellos como del maquillaje. Los que se piensan aupados a un nivel más puro y emancipado de la creación y la existencia por escribir que le comieron el coño entre el contenedor de vidrio y el del papel a una desconocida. Los que alardean de estar podridos. Los que exhiben su corrupción con menos pudor que un conseguidor de la trama Paquito. Todos ellos me aburren por incapaces de reprimir mínimamente su exagerada necesidad de atención.

Más que nada porque creo que su mejor momento ha pasado, y que en un mundo articulado en torno al individuo que se muestra, han dejado de ser tan oportunos como antes. ¿Qué queda por transgredir? ¿Qué se puede decir que nadie se haya atrevido a decir previamente y que tenga más alcance que la simple provocación? ¿Qué nos sigue molestando en lo hondo? ¿Cómo puede ser una obra rebelde sin caer en la obviedad del vandalismo?

A lo mejor el único espacio que le queda por conquistar a la transgresión sea el personal. Ahí, en el marco definido por el hábito de ser de cada uno, tal vez sea posible y deseable la desobediencia. Si eres meticuloso, escandalízate a ti mismo metiendo en el mismo cajón aspirinas, calcetines y chinchetas. Si eres amante del cine de autor, trágate una sesión de Fast & Furious. Si tienes un culo de mal asiento, haz punto. Compra una casa si el alma te pide mudanzas. Méate en tu acera. Fóllate a la persona que crees ser. Subvierte tu propio orden si a estas alturas aún pretendes sonrojar a alguien. 

miércoles, 5 de agosto de 2015

Superficial

 
A veces me quejo porque no llego tan adentro de las cosas como quisiera. Por timidez, por falta de atención, por pereza. Porque conservo todavía restos de un talante somnoliento. Leo rozando apenas la verdad cruda de las historias. Incido sobre las personas como el sol de invierno. Me hago dueña de mi experiencia más que nada en la memoria. Resbalo plácidamente por el tiempo.

A veces echo de menos ser más penetrante, más viril, más aguda. A veces solamente. Cada vez menos, de hecho. En cambio, con las superficies me voy entendiendo de maravilla.

Hace unos días digería un portentoso choco en salsa tumbada en un área recreativa. Mis tripas estaban contentas. Soplaba una brisa atlántica que era como volver a tener hambre después de una gripe. En mis ojos todo se movía al ritmo del sexo entre ballenas: las ramas del alcornoque que me daba sombra, la hierba abrasada, las aspas del molino de viento. Me quité las sandalias y di unos cuantos pasos. El suelo estaba cubierto de filos: hojas secas, boinas de bellota, cardillos; un escenario en miniatura para filmar una batalla de la Edad Media. No pude seguir mucho tiempo, pero me encantó esa aspereza, y mis pies guardaron su recuerdo justo al ladito del tacto de la arena mojada que había estado pisando unas horas antes. Playa de Los Lances: a veces desierto, a veces marisma, a veces calzada de mármol. Mis pies pisan aquí y allí y saben y se acuerdan.


Y luego volví a mi toalla a frotarme la piel vieja de los brazos. Un vicio casi lascivo, despellejarse. Seguía digiriendo, seguía mirándolo todo con ojos de siesta, y a veces se me ocurría algo. Pensaba en que estaba mudando, pero no en los términos cursis de la metamorfosis psicológica, sino exactamente como les pasa a todas las cosas vivas. Cambian los árboles de hoja y el suelo se llena de pinchos. Cambian las culebras de camisa, los saltamontes de escudo y los ciervos de cuerna. Mi piel del invierno se arrodala. Yo bajo el alcornoque quieta como un herbívoro, siguiendo el curso de las superficies naturales.


Y sin poder evitar comparar lo de adentro con lo de fuera, pensaba que a lo mejor la piel nueva no será ya ese elemento rebelde que a veces se inflama y duele y me sabotea. La enfermedad no será algo ajeno que me invade, sino yo misma, con mis dudas y mis desacuerdos y mi anhelo de vida intensa. A lo mejor aceptaré deslizarme por las superficies y dialogar alegremente con ellas. La piel se sentirá reivindicada y haremos por fin las paces.


Estamos en paz

sábado, 1 de agosto de 2015

HoDio


La tele de mi padre es grande, moderna y desastrosa. A nosotros nos hace bastante gracia meternos con ella en su presencia, porque se ofende como si un lord inglés te ofreciera su mejor té y tú apartaras la taza diciendo que huele a paja meada. Como si compraras por internet un papiro de la decimoctava dinastía y tu cuñado leyera en una esquina ma-de-in-chi-na. Él se hace el digno. Nos lanza una mirada que acusa nuestra absoluta falta de estilo. Nos manda a ver los pajaritos del huerto. Es gracioso, pero procuramos no abusar de la chanza. Al fin y al cabo, todos establecemos tortuosas relaciones de amor con los objetos.  Yo por mi cochambroso pelador de verduras ma-to.

Pero si mi padre no se da cuenta de que su aparato ha desahuciado al cine de esta casa es que la pasión lo ciega. No voy a hacer alusiones sobre el sinsentido estético de tener esa Cosa apaisada y rutilante en el lugar preeminente de un salón con suelo de barro y abstracciones de hollín en la chimenea. No me voy a poner estupenda comparándola con un perverso espejo negro listo para devolvernos la imagen de nuestra fealdad interna.

Sólo es que la alta definición de la que se jacta mi padre, y con él, lo contemporáneo, le ha arrancado el corazón a las películas y lo ha ofrecido en sacrificio al dios de las visiones reales. Al primer fotograma nos damos cuenta de que la cosa no funciona. La imagen llena la enorme pantalla como si quisiera desbordarse del rectángulo y salpicarnos. Los contornos están pornográficamente delineados. Las figuras se mueven con una ondulación de videojuego. El color chilla. Al principio no entendemos por qué lo que vemos nos desagrada tanto. Nos miramos con desamparo. Qué clase de mierda es esta.

Y al poco nos damos cuenta: es como si el cine se travistiera de telediario. Como si Una historia verdadera fuera una excusa del Discovery Max para que nos riamos sin disimulo de los paletos, y Taxi Driver, un episodio de Equipo de investigación no demasiado truculento. La alta definición pretende meterte en la boca, la casa y la cama sabores y cuerpos reales. Te adula considerándote demasiado listo como para que te sigas tragando la textura manipulada del cine. Te sirve esa materialidad que agrede cuando miras de cerca los poros, pelos y arrugas de tu cara, la sequedad de la piel de tus piernas. Te regala experiencias auténticas. Desmitifica la gente de película, la vida estructurada y con sentido de las historias, para ponerte al ras de ellas. El consumidor ya no es espectador pasivo, sino protagonista. No hay espacio ya para las estrellas cuando tú mismo puedes ser una estrella de Youtube.

¿Hablo como los melancólicos? ¿Tengo un viejo cerebro bañado de pátinas sentimentales? ¿Soy como los que creyeron que el cine moriría de pena y asco cuando se escuchara la primera voz? ¿O es que la fantástica, la modernísima tele de mi padre está estropeada y yo sigo echando de menos algo que existe?
 
Lo que sea. Me da igual ser un anacronismo. Amo la manipulación. La fotografía en blanco y negro me sigue conmoviendo con una hondura que nunca imitará el color periodístico. Disfruto con mis fantasmas y las historias inventadas que guardo en el mismo estante de lo recordado. Odiaría que Rick e Ilsa se vieran tan reales como mis vecinos o la morralla de Mujeres, hombres y viceversa. No soportaría que el cine fuera descarnado a los ojos como las calles que piso o cualquier publirreportaje.