martes, 29 de julio de 2014

Viciado


La rejilla de ventilación me mira. Yo la miro con insistencia psicótica. Tengo más sueño de la cuenta, y una incapacidad para echar a rodar la semana que a mí me parece nueva. Sensación de que los continuos cambios de fase, del huerto a la ciudad, de la playa al asfalto, de la siesta a la alarma, terminarán por quebrarme. No suelo creer en el carácter dañino del lunes, pero el mío empieza así, con el rabillo del ojo persiguiendo un detalle arquitectónico perfectamente inocuo.

¿Seguro? ¿De verdad es inofensivo? Para empezar, he sido demasiado benevolente al nombrarlo. Ventilación suena a salubridad, a cosa buena y sencilla que uno puede hacer por sí mismo: abres las ventanas de tu dormitorio, permites que el poco aire fresco que tienes hoy apuntado en tu cartilla de racionamiento barra los efluvios de la madriguera, la atmósfera estancada de la convivencia. Y así te sientes madre: vigorosa y diligente. Pero esta rejilla en concreto no ventila en absoluto. No es una branquia, ni una abertura que conecta la oficina con los ciclos naturales. Es, simplemente, la salida del aire acondicionado. Un respirador artificial. Un símbolo de nuestra poca tolerancia a lo terrenal.

A las nueve de la mañana la rejilla funciona a pleno pulmón, mientras que algunos aún llevamos en el rostro las marcas de la almohada. Fuera ya hace calor, pero tampoco es para  morirse. Fuera, gracias a la rejilla funesta, ni siquiera existe. En invierno le hace un corte de mangas al frío que, seamos honestos, yo jaleo más que nadie. En estos días nos concede la ilusión de que el sudor es una cosa de salvajes. De la oficina al coche, del coche a la casa, de la casa al supermercado, de la tienda al gimnasio: sólo durante estos trayectos la piel se pliega a la meteorología y acata a regañadientes su naturaleza animal. No es preciso irse a rastrear a la Antártida: entre las paredes que acotan nuestro espacio, el cambio climático es una realidad innegable.

Ya, pero yo soy una adulta con un nivel de salud mental aceptable. Tengo que dedicar mi atención a cuestiones más verosímiles. Poco a poco mis tareas van arrancando, mi cerebro coge la rueda del runrún del ordenador. La gente pregunta y yo le respondo, con una facilidad maquinal que sólo esta vez considero una bendición. Arrancarse del sueño: esa forma de deshielo que lo deja todo goteando. Uno se estira, el de más allá bosteza, el de enfrente dice ¿eh? como si un qué tal tu fin de semana escondiera las teorías más oscuras de la física cuántica. Así que no soy yo solamente. 

Llamadme paranoica, pero acabo de descubrir a otra persona con la mirada fija en la rejilla del aire. Todos mantenemos a flote la obra del hábito, todos recitamos el lunes, ¿todos disimulamos? Todo va bien. Esta atmósfera adulterada de dentro de la oficina, esta convicción de que lo que haces de pie es mucho más relevante y útil que lo que haces acostado. Mirarnos como polacos recién llegados a Auschwitz que se obligan a creer que sí, que ahora toca una ducha, una simple ducha. Que el aire que sale por la rejilla es un fluido inofensivo, y no puro aire viciado. 

sábado, 26 de julio de 2014

Pródiga


No veo nada sin gafas, pero qué importa. No voy a durar despierta dos minutos, pero qué importa: hoy quiero echarme a la siesta de cara a las higueras. Pongo la almohada a los pies de la cama. Hago un ravioli con ella metiendo un cojín de relleno. Mi cabeza cae sobre este milhojas con una solemnidad de harem otomano. Las higueras también tienen algo de otomano. Estamos en la misma onda: guardamos un mismo secreto dulce y espeso que se pierde al ser pronunciado. No distingo los contornos; no puedo decir, desde mi cuarto, aquí acaba el tronco y aquí empieza la hoja. Pero es como si la miopía me capacitase a veces para ver el aura de las cosas. Las higueras tienen una vocación de refugio, y eso lo veo. La luz de esta hora no cae a pique criminal desde el cielo, sino que preña las formas. La veo. Puedo quitarme las gafas y oler con la mirada las cosas. 

Booniitaas
 
Estoy a punto de quedarme frita. Mis ojos huelen y mis ojos pueden oír también. Miro las higueras y me dejo adormilar por su nana. Porque los árboles cantan aunque disimulen y se estén muy quietos, más allá del sonido que el aire les arranca. Este es el tipo de chorradas que sé a un paso del sueño. Ah, pero algo más pasa. Soy víctima de una sugestión. Vienen a mi memoria imágenes que he ido atesorando sobre la sombra. Es toda una concatenación. Higueras. Achaparradas y calientes como chozas. El rebaño de ovejas que se cobija bajo un artesonado de ramas en medio de un campo tostado de Formentera. Un pastor sentado al pie de una encina a pocos metros de la autopista, mirando a su perro como si practicaran un truco mentalista. Una vieja toda de negro y muy encorvada que camina con gracia de geisha bajo un parasol. Otra vieja sentada al lado de su marido en una carreta, sujetándose feliz el ala de su sombrero de paja. Parece la heroína recién casada de una novela victoriana. Nuestra nueva manta de cuadros echada bajo un alcornoque, y sobre ella nuestros cuerpos sonrientes, digiriendo sin guerra una fiesta de jabalí y jibia en salsa. La sombra del árbol sobre mi falda blanca: monedas en mi regazo. Mi blog.

¿Mi blog? Qué demonios. Tengo demasiado sueño como para entender la conexión. Y, sin embargo, es tan fácil verlo sin gafas. Siempre que veo higueras pienso en mi casa. No en esta casa de campo ni en ninguna otra sobre la tierra mediterránea. Hay un hogar escondido bajo cada una de sus copas. Una opción de refugio. Hay siempre una mínima sombra que podemos procurarnos para estar a salvo de la crudeza.

Antes de dormirme comprendo de una vez por todas que escribir es mi sombra y mi improvisado techo. Mi hogar en cualquier parte y bajo la violencia de cualquier cielo. No hace ni tres días dije que no encontraba motivos para continuar con esta labor ardua y tantas veces vana. Pero salí a la calle y miré aún con ojos de escritura. Seguí oyendo párrafos y rastreando tramas. No pude caminar por el mundo olvidando que hay una belleza que necesita ser amparada.

Ahora mi arrebato de mutismo parecerá un farol o una rabieta de cría. Yo quiero verlo como un test de supervivencia. Ahora sé dónde está mi casa.


miércoles, 23 de julio de 2014

Track 5: Quién prefiere quedarse y aguantar

Voy a hacerlo sin drama.

Cierra los ojos. Pronuncia mentalmente la palabra ahora. Abre los ojos de nuevo. El árbol número ciento veinte mil de este día acaba de ser derribado en la selva amazónica. El último microhábitat de una especie de escarabajo desaparece con él. ¿Cuánto tiempo tardaste en levantar los párpados? Suficiente para que en la cuenta de la evolución se dilapide un millón de años.

Parpadea otra vez.

Una gota de salfumán ha llegado hasta los huesos secretos de la cara de una mujer. Otra azotea se ha hecho harina en Gaza y está haciendo masa con siete cerebros humanos. Perdón, eran nueve: confundí a esos dos bebés tan pequeños con fardos de sábanas recién lavadas. Las redes que traban la textura del mundo siguen cruzándose de manera aleatoria y trágica. Las vacaciones a Bangkok de un peluquero de La Haya con absurdas disputas territoriales en Ucrania. El arañazo en la pantalla de tu smartphone y niños esclavos en una mina de coltán.

Hay más drama en el mundo del que un corazón puede aguantar. ¿Cómo voy a sumar yo en esa cuenta ni siquiera una parte infinitesimal?

Voy a hacerlo sin que me roa el remordimiento. No estoy matando nada. No abandono a nadie, ficticio o real. No creo tampoco que me traicione a mí misma, porque yo no soy exactamente esto. He hecho un ingente trabajo mental para no identificarme por completo con lo que se queda escrito. No pienso lamentarme por los hijos que no tendré ni por los pedazos de oscuridad que tal vez ya no alumbre.

Voy a hacerlo sin disculparme. He vacilado diez o cien veces. Las he confesado otras tantas. Qué le voy a hacer si la vida, gracias a dios, se empeña en seguir ciertas pautas. Si cada suceso fuera siempre inédito, si nada se repitiera, si cada cosa dicha fuera siempre original, nunca podríamos confiar en llegar a conocernos algún día.

Voy a hacerlo sin ser muy tajante. No quemaré mis naves. No voy a desmantelar todo este paisaje bloguero de la noche a la mañana. Me estoy quedando sin médula, pero quién sabe, tal vez mañana mismo me restablezca. Quizás entonces logre ver más clara que nunca la necesidad de la escritura. Ahora mismo, ahora (mientras las bombas y la devastación y el amor que se seca sin respuesta), yo no la siento. No hay quien intente conservar cada ola del mar a toda costa. Nada de lo que escriba me devolverá la consistencia real de lo vivido. Nada termina nunca de pasar, así que nada se pierde completamente. Intuyendo esto, seguir escribiendo la vida  al paso se parece bastante a embalsamar. Y repito: no hay necesidad. Ni para mí, ni para nadie más.

Voy a convencerme de que aferrarme a este blog es otra forma de codicia. Voy a tener que ir aprendiendo la técnica del punto final .

Pero antes quisiera pedir ayuda, y parecer una menesterosa me importa un carajo. Esta es una crisis de motivación: la vida es breve, el tiempo aprieta y las maneras de entregarse al instante abundan. Sé que tengo que rebuscar en mis propias entrañas para dar con esa necesidad que se me ha puesto en huelga. Pero si a alguien se le ocurriera alguna razón que me sirviese de muleta para seguir escribiendo ahora que he empezado a cojear un poquito, agradecería que me la dijera.


Banda sonora de este post

sábado, 19 de julio de 2014

Hungría


Hace muchos años pasé una semana en Hungría. Y guardo tan pocos recuerdos de ello, que al escribir esta frase me parece estar imitando el comienzo de Memorias de África. Yo tuve una granja en África. Yo circulé una vez por las venas de Hungría. No tengo ninguna foto que lo acredite. Sólo conservo un contacto indirecto con una sola de las personas con las que compartí aquel viaje. Tampoco tenía entonces la manía de disecar la experiencia en palabras. En mi bolso no había ni cámara de fotos ni cuaderno. Probablemente tampoco colgara ningún bolso de mi hombro. Yo no era más que la semilla de lo que soy ahora.

Pasa que aunque no me crea vieja, en aquella época me relacionaba con la realidad de una manera que se ha quedado obsoleta: sin cámara digital y sin móvil, carecía de la capacidad actual de apresar a mi antojo lo que iba viendo y de dar testimonio inmediato de ello. Apoderarme de la realidad no resultaba tan barato y elemental como hoy. Miraba a mi alrededor y tenía que confiar en mi memoria. Almacenaba ahí mis postales, como en una despensa, y cuando iba a repasarlas más tarde, me daba cuenta de que los ratones no habían dejado más que las sobras. Quizás era desatenta en un grado que rayaba el sonambulismo. Quizás sólo era cachorrita, y no sabía que la memoria no es una compañera de viaje tan fiel. Quizás leía tanto que en lo más íntimo esperaba que todo lo que fuera a pasarme lo encontraría bien definido en un libro. No sabía que más adelante tendría que empezar a tomar notas yo misma, si es que quería verlo escrito algún día.

El caso es que de vez en cuando mi memoria me chiva que estuve en Hungría, y siempre consigue sorprenderme. Me cuela imágenes de estraperlo que, yo no se lo digo, pero parecen mentirijilla. Suele pasar en verano, porque era verano cuando recorrí el país en una furgoneta blanca, y algo de la textura como de gelatina de los días más largos del año se ha quedado pegado a esas postales. Hay siempre una luz prodigiosa: amaneceres de sangre, mediodías nacarados, anocheceres con poder de transformar el paisaje en un teatro de sombras, y a las personas en marionetas de Java. Hay edificios suntuosos de los que justifican la narración ortodoxa de un viaje. Hay decorados. Hay pedacitos de pintoresquismo: coquetos cementerios sin tapia, goulash que hierve durante cuatro horas en el campo. Pero hay ante todo vacío, y hay espacio. Ríos, lagos, marismas: todo apaisado, todo raso. Hierba. Cientos de kilómetros de pradera casi vacía. No habría podido tirar ninguna foto, ahora que lo pienso. Hubiera sido tan inútil como intentar fotografiar el aire.

Supongo que esa es otra de las razones de que mis recuerdos sean poco sólidos: yo miraba por la ventanilla con tal fijeza, y las carreteras duraban tanto, que llegaba un momento en que podía creer que estaba respirando verde. El puro espacio verde, desnudo de estructuras e inventos. Pronuncio Hungría mentalmente, y evoco poco más que eso: algo que se expande en mis pulmones y crea holgura en todo mi cuerpo. Cierro los ojos y me hago pequeña como una hormiga, grande como un brontosaurio. Tras los párpados no hay más que verde. No hay un país, sino un lienzo muy limpio que no necesita ser pintado. Un comienzo que podría continuar de cualquier manera. La primera frase de una bonita historia de comunión con la tierra.

Pienso así en Hungría, y ya no me apena recordar tan poco. Es un trocito de leyenda que llevo alojado en la memoria. 

 
Algo como esto
 

miércoles, 16 de julio de 2014

Estoy mucho mejor

A) He bajado mi frecuencia de publicación.
B) Estoy mucho mejor.

No sé muy bien cómo unir esas dos frases:

A) y B)
A) pero B)
B) así que A).
¿Cómo es posible que B) si A)
¿Cómo es posible que A) si B)

Así hasta que se agoten todas las posibilidades que el castellano ofrece en cuanto a yuxtaposición y subordinación.

Pero ahí afuera las moscas vuelan borrachas de calor, y yo he comido demasiado tarde y debería acostarme demasiado temprano, y en julio la gramática no le importa un pimiento a nadie. Al fin y al cabo la gramática es otra forma de utopía irrealizable. Sencillamente, hay cosas que no se pueden yuxtaponer. Consecuencias sin causas. Sujetos sin verbo. Versos sueltos.

Lo único que importa, que a mí me importa, es B). Lo repito. Estoy mucho mejor. Aunque no ha cambiado nada. Mismo paisaje físico y humano, mismo ritmo endiablado de madrugones y kilómetros. Mismas rutinas que antes de mis diez días de vacaciones. El ensañamiento del termómetro, si es que hay que marcar alguna diferencia. ¿Se habrán reordenado solas mis células? ¿Ha estado trabajando mi cuerpo a un nivel inconsciente, mientras mi conciencia moría en las siestas más profundas que recuerdo? ¿He resucitado diez veces, más limpia a cada nueva vida, más ligera y más desprendida?

No lo sé. Sólo he decidido ser más amable conmigo misma, y no hay duda de que así estoy mejor. Ahora sí puedo yuxtaponer sin sonrojo. Estaba siendo antipática y no lo notaba. Estaba siendo una negrera. Estaba abusando de mi confianza. Me he exprimido como una naranja de agosto. He apostado todo mi capital físico a la carta de la alegría. Iba de acá para allá en el trabajo con cara simpática y ánimo voluntarioso. Hacía esfuerzos de minero para que el repiqueteo de mis dedos sobre el teclado sonara a entusiasmo. Sudaba un Niágara en el gimnasio y acababa cantando siempre en la ducha. Pero a veces con la alegría no basta. A veces crees que el gozo va a protegerte como una capa de invisibilidad o como el escudo de Atenea. A veces su vigor dura lo que una bengala.

Y mi cuerpo se cansó de soportar la tensión de la voluntad y la risa. Sólo así puedo explicar por qué estaba tan mal antes de las vacaciones y por qué ahora estoy mejor. Me molestaba la anatomía entera, las partes de mi cuerpo que uso para expresar intenciones: me dolían las los pies y las manos, la boca, los antebrazos y las rodillas. Se me entumecía cada uno de los miembros cuando me proponía alistarlos de nuevo en mi ejército. Pero tras dos semanas de sensibilidad alterada y aprensión, la molestia no aguantó un día completo en la playa. ¿Era ansiedad? ¿Era agotamiento? Era un S.O.S.

¿Tiene algo que ver esto con escribir más o menos? ¿Tiene interés; tienen estos achaques la suficiente enjundia como para hacerlos públicos? Yo creo que sí, porque entenderlos y respetarlos como una invocación desesperada de mi cuerpo al descanso me pone en camino de ser una buena persona. Parece un poco forzado, pero mira: atendiendo a mis capacidades reales, aprendo a distinguir la necesidad general con más precisión. Al ser amable conmigo misma, entreno y expando mi compasión hacia la realidad que me incluye. Y al podarme de acción y exigencias, de todos esos verbos imperiosos con los que suelo conjugarme, descubro que la única vocación por la que estoy dispuesta a agotarme es la de ser cada vez mejor persona.

domingo, 13 de julio de 2014

Palim...qué

Últimamente aparece de modo inesperado, cada vez con más frecuencia. Llega, se está conmigo unos instantes, y antes de que pueda concentrarme en su cara y sus gestos, se escapa. Apenas me da tiempo a reconstruir la relación que nos une. Porque nos parecemos, no hay duda, y sin embargo... Tenemos los mismos ojos de color vacilante, las mismas muñecas finas, el mismo peinado que a duras penas contiene la amenaza de una avalancha rizada. La misma dificultad para mantener las manos quietas: las dos desmenuzamos servilletas en los bares; aplastamos flores hasta hacer papilla con ellas; dejamos que los dedos bailen claqué sobre las mesas. Nos parecemos tanto que cualquiera juraría que somos la misma. Hasta yo estoy a punto de admitirlo.

Me visita cuando cierro los ojos durante la siesta, o cuando me peleo con el filo romo de los cuchillos. Se sube a mi coche como la chica de la curva, cuando conduzco por carreteras que conocemos ambas. Me la encuentro en el álbum de paisajes al que llamo hogar sin recato. Y antes de que regrese al mismo rincón de memoria algo anárquico del que parece haber salido, me doy cuenta de que en realidad somos la misma persona, con diez años de diferencia.

Y sin embargo... La miro en cualquiera de sus idas y venidas, y no me siento capaz de pronunciar esta frase: me acuerdo de mí hace diez años. Algo no concuerda ahí. Percibo alguna incongruencia. Será que ya no me sale conjugar mis propios verbos en otras formas que no sean las del presente. Será que se ha secado la cola que mantenía unidos a los personajes que se han ido sucediendo bajo mi misma apariencia.

Y me resulta curiosa esta paradoja: cada vez me atengo con más ahínco al momento; cada vez me cuesta más identificarme con mi propia historia; pero cada vez se me iluminan más trozos de memoria. Como si al prestarle menos atención a lo que fue y a lo que no, a lo que pudo ser y a lo que quizás venga, los recuerdos se convirtieran en una enfermedad crónica. Las Silvias del pasado son el benjamín que se ha quedado sin trabajo ni casa y se instala indefinidamente en la del hermano mayor.

En el libro que recomendé hace unos días leí que el tiempo en realidad es un palimpsesto. Lo entendí de manera intuitiva, pero no tuve ganas de dejar la lectura para comprobar vía diccionario el significado exacto de la afirmación. Ahora, al ver lo que la Wikipedia tiene que decir al respecto, me doy cuenta de que es eso, exactamente eso: yo soy ese manuscrito que se ha borrado varias veces para poder ser reescrito. Soy un texto que se va formulando sobre la huella de textos pasados. Me parece más hermoso y fácil de digerir que la idea de un solo yo constante.

Ahora yo añado algo: el texto actual mejora y hace inteligible el pasado. Me parece que a la persona que me visita de improviso se le ha ido poniendo el gesto más alegre a lo largo de los años. Todavía anda un poco verde para darse cuenta. Por eso, cuando vuelva a aparecer la cogeré del hombro y le diré que se esté tranquila, que ya tiene una existencia plena.

jueves, 10 de julio de 2014

Casi un gigante

 
No voy a decir que de lejos parezcan un gigante. Vienen en paralelo a la orilla, haciendo eses como si el padre quisiera enseñarle a su hijo cómo funcionan las olas, y son sólo eso, un padre y un hijo, tres años puestos encima de unos cuarenta, sin más ñoñería. Si me quitase las gafas de sol graduadas quizás pudiera engañarme: vería una figura muy alta con un par de brazos y piernas de tamaño aceptable, y dos bracitos y piernecitas casi escondidos, disimulados como las ruedas accesorias de la primera bici de un crío. Podría adornar un poco el asunto para que el que me lea tenga su pequeña dosis de lirismo de andar por la playa. Pero la imagen de un niño sobre los hombros de su padre no necesita más arreglo: ninguna comparación con personajes de cuento, ninguna ayuda por mi parte que subraye la fuerza que muestran.

Porque en realidad son tan frágiles. Cuando pasan a mi altura me doy cuenta de dos cosas. El nene apoya una mejilla sobre la cabeza de su padre. El hombre va silbando. Como si andar con ese animalito sobre los hombros, con los brazos totalmente estirados para hacerle un manillar con ellos, fuera la postura natural de los humanos. Los rizos rubios de su hijo le caen sobre la frente, un plato de fussilli como flequillo, una peluca para disfrazarse del hermano Marx mudo. Y la verdad es que andar por esta playa no es fácil. Hay más gravilla fina que arena, y los pies se hunden a cada paso. La orilla está ligeramente inclinada. Pero el hombre silba su cancioncilla, y el niño se recuesta tranquilo. No hay incomodidad ninguna, y si la hubiera, sería de esas que compensan tanto que apenas se perciben. El niño va tan alto como cuatro veces su tamaño, pero no hay miedo tampoco. Quizás todavía es demasiado pequeño como para que el mundo sea un sinónimo de peligro. Quizás la seguridad es una cuenta bancaria jugosa que la vida se encarga de ir socavando.

Me conmueven, no hace falta decirlo. Forman un sólido equipo basado en el amor y la confianza. Pasean por la playa tan completos y contentos, el niño terminando al hombre grande, el padre amparando los comienzos del hijo, que parece como si estuvieran encerrados en sí mismos, ajenos a lo que les rodea. Y, sin embargo, es como sin esta playa la figura híbrida no fuera concebible. El niño agacha la cabecita para observar cómo rompe la espuma; el Levante fresco de estos días debe de hacer que el cuerpo del padre se sienta tonificado. Descansado y desnudo de su personaje cotidiano y de sus horarios, se ve capaz de cargar el peso del futuro.

Sólo que no hay futuro para esta imagen. Por eso es tan frágil. El año que viene el niño habrá crecido y pesará demasiado como para que su padre siga silbando. La tarea de enderezar un carácter a que la paternidad obliga tal vez sea tan ardua el otoño e invierno que vienen que el hombre, en sus próximas vacaciones, ya sólo tenga ganas de apoltronarse en la hamaca. El niño preferirá inventarse juegos en la orilla en los que él y sólo él será héroe y arquitecto. Puede que entonces conozca el miedo a las alturas. El crecimiento disolverá esta estampa como si hubiera sido grabada en la arena con un palo. El mismo amor, incomodidades nuevas, un asomo de desconfianza.

Pero yo comparto la orilla con ellos, y me digo que tal vez pueda rescatarlos. Como si eso en realidad importara. Como si la figura plena que forman no empujara el tiempo que viene a un lugar donde no será capaz de dañarlos.

lunes, 7 de julio de 2014

Ni en mil vidas haremos algo mejor que leer


Tengo el e-reader en las manos, su peso de pajarito, el marco de un bonito color cereza, la pantalla mate y, según como le dé la luz, casi pulcra, y no puedo evitar que mi ceño se frunza. Paso sin parar el dedo por ella, y sin embargo no siento que avance en la lectura. Y eso, que al principio me parecía un fantástico truco de magia para retrasar la evidencia de que todo buen libro se acaba, ahora me despista. Echo de menos que este que estoy leyendo tenga su propio cuerpo, un peso de papel característico, un lugar en el mundo. Echo de menos las magulladuras en un papel que, además de la impresa, contiene la historia de las horas que pasé con ella. Unos granos de arena de playa entre sus pliegues. Una gota de zumo de paraguaya que se me escapó de un mordisco. Un rayajo fucsia de pintauñas, como si hubiera estado en manos de un niño. Echo de menos cerrar el libro con un dedo marcando la página en la que he interrumpido la lectura, y suspirar de tristeza y satisfacción al mismo tiempo, porque me queda tan poco, pero tan poco para acabarlo, y lo he devorado rápido, pero tan rápido. El reloj de las páginas leídas: el tiempo mejor empleado del mundo.

Sé que un libro me ha engatusado si la nostalgia del papel me ataca por la espalda, mientras contemplo mi práctico, higiénico e-reader. En estos momentos añoro a un nivel Síndrome Premenstrual Lisboeta no tener Una y otra vez en formato físico.

Un tomito de 400 páginas quiero sopesaaar

Hace unos días me topé con una referencia de pasada en la radio del coche. Estaba a un montón de kilómetros de la autovía o el semáforo más próximos. Ya sabéis, ruinas de cortijos, mosquitos violadores, un cielo desesperadamente azul, trigales. La señal vacilaba. Tan de los viejos tiempos, esa carraspera repentina de los altavoces, el contacto con las cosas elaboradas del mundo esfumándose. A trancas y barrancas pillé un hilván de argumento: ¿y si tuviéramos la oportunidad de vivir una y otra vez, hasta que nos saliera bien?... Frrrffr.... La voz del locutor que se pierde.... Kate Atkin.... Frrrffr.... (¿Atkinson, ha dicho? ¿Cómo Mr. Bean? No, no me suena ni un poquito) … con tono compasivo y no exento de humor.... Frrrffr... (Humor y compasión: el cóctel perfecto para que la vida pueda tragarse. Vale, cuando llegue a casa lo busco)

Y eso es lo que hice. Busqué. Descargué. Incorporé al e-reader. De manera completamente virgen. Andaba necesitada de una historia con gancho, después de una temporada varada entre libros sin jugo y relatos demasiado exiguos. No quise saber más. Ni una mala crítica, ni una idea previa, ni la menor opinión de otro. Tal vez fuera un best-seller cualquiera, fastuosamente romo. Pues bien, esta vez tendría que hacer yo el primer triaje, dar mi veredicto como si formara parte de un tribunal popular, pero sin orientación de abogado alguno. Hacía mucho que no leía a pecho descubierto, desnuda de prejuicios y sin protección.

Y así es como ha vuelto a pasar: he sido arrastrada otra vez hacia el fondo de la narrativa pura. De vez en cuando saco la cabeza y me pregunto qué es lo que está pasando, cómo lo ha hecho Mrs. Atkinson, qué movimientos de manos demasiado rápidos se están aprovechando de mi atención palurda para hacerme creer que lo que leo es la vida real y no un puñado de palabras bien puestas unas al lado de otras.

Pero siempre termino dándome largas a la hora de responder estas preguntas. Es preciso que siga leyendo. Una viñeta más. Una nueva oportunidad para la protagonista de nacer y tunear su biografía. Tengo que seguir espiando las maneras tan dispares en que una trayectoria vital puede cambiar de dirección o truncarse. Tengo que mantener intacta la fe de que quizás a mí también pueda ocurrirme: volver a tirar los dados cuando la partida se ponga chunga; ramificar la existencia hasta que las especies fallidas se extingan y las más adaptadas se adueñen de la evolución. Antes de que llegue el punto y final y la magia se disipe. Antes de recuperar la certeza de que sólo hay una única oportunidad.

Leed Una y otra vez: encontraréis fluidez, vitalidad en cinemascope, elegancia. Un compañero ideal para llevar a la playa y para después del café con hielo de la merienda. Gotas de chispa flagrante. Su poquito de humor. Compasión, cómo no. Hacedme caso. O no: llegad a su lectura limpios de juicios e historias pasadas. Seguid vuestra intuición.

viernes, 4 de julio de 2014

El cuerno de la abundancia

 
No hay día del año en que el granado no se vea bonito. Bajo la luz plana del mediodía, sus hojas brillan como variedades minerales exóticas. Los frutos tienen ya el tamaño de pelotas de béisbol; a lo largo de los meses sus panzas se irán abombando, y luego, cuando las nuestras estén ya ahítas, se rajarán en el árbol obscenas, discutiendo la idea fija de que la creación culminó en el Homo sapiens y no en su interior digno de un joyero de zarina. Luego se prenderá el fuego que al brotar prometieron las hojas. Cada una se ruborizará como si les diera un poco de apuro formar parte de algo tan hermoso. Luego aparecerá una alfombra de oro en el huerto. Luego veremos el tronco y las ramas desnudos, la madera gris tallada, ni un asomo de decrepitud u obsolescencia. Luego, otro rebrote, otro montón de botones rojos despuntando en las uñas y axilas de unas ramas que parecían huesos mondos. Y luego la llamarada verde de nuevo, como si lo natural nunca se cansara de repeticiones. Este árbol muestra un tipo particular de belleza en las cuatro estaciones del año, bajo vientos de cualquier signo, bajo el calor, bajo el frío húmedo. Si al final hay reencarnación, ojalá en esta vida haga méritos para ser un granado en la próxima .

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Subo la cuestecilla del huerto sin más botín que el que han rapiñado mis ojos. Esta mañana no llevo un cubo lleno hasta arriba, o el faldón de la camiseta convertido en capacho. Sólo he cogido una perita sanjuanera que me he llevado inmediatamente a la boca, una fresa todavía un poco pálida, una ciruela. Soy una de esas mirlas desaprensivas que sacan de quicio a mi padre. Confiada en la abundancia del mundo, sin necesidad de abastecer de más la despensa antes de que la fruta se pudra. Sin codicia. Ha llegado la época en la que podría sustentarme con muy poco más de lo que ofrece este pedazo de tierra: tomates, judías verdes, calabacines aún, aguacates, más peras. Si mis vacaciones fueran más largas, buscaría la manera de que alguien me explicara la alquimia de mi pan favorito, del queso fresco de cabra que cuaja a menos de veinte kilómetros de la casa; haría por embarcarme en uno de esos barquitos de juguete que comparten mar conmigo cuando bajo a la playa, entendería cuánto trabajo cuesta que en nuestra mesa haya unas sardinas pequeñitas y azules como las que mi padre preparó ayer a la brasa. Si siempre viviera aquí y de este modo, llenarme el buche valdría una ridícula cantidad de petróleo. Pero sólo tengo diez días por delante. El placer adelanta a la conciencia.

Esta foto es de hace un par de semanas. Hoy lo he dejado todo en su mata
 
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Antes de las doce está la comida hecha. Una fuente mastodóntica de ensalada de judías que protejo con film transparente y guardo en la nevera. Acabo la tarea con cara muy seria, como si yo fuera la encarnación de ese refrán tan pesado de la obligación antes que la devoción que siempre ha repetido mi madre. Pero en realidad estoy cantando por dentro, igual que cuando preparaba el picnic playero en Formentera. Guardaré siempre ese as en la manga. Si un día pierdo la motivación para seguir madrugando y gastando neumáticos, me las apañaré para llevar cosas ricas y sanas a otras bocas. 
 
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Hoy no me sale dormir la siesta, a pesar de que anoche dormí apenas seis horas. La sensación de plenitud me tiene un poco revuelta, como a una de las mariposas malvas que juegan a confundirse con las flores del romero. Sigo con los ojos cerrados, aunque ya no eche de menos el sueño. Me empeño en sentir los pies y las manos. He pasado unos días en los que esa sensación era un lujo, y ahora me estoy recreando. De manera un poco petulante. Por todos los enfermos y tetrapléjicos; por los distraídos, los menesterosos y los muertos, por todos los que no pueden o no se acuerdan de hacerlo: siento mi cuerpo y me vanaglorio de ello.

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A la vez, suben a respirar imágenes de mi memoria. Yo conduciendo desde Lisboa, demasiado llena de música y kilómetros como para que una relación fallida me arrastrara a la trsiteza. Yo en la cocina de mi primera casa en Jimena, escribiendo cartas absurdas en una absurda mesa de plástico, o a punto de permitir que se quemara un sofrito a fuerza de mirar el bosque por la ventanita. Yo chorreando bajo una lluvia repentina y gritando yihaaa. Yo sobre la cama recordando yoes del pasado y enamorándome de ellos como si fueran personajes de una novela.

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La glotonería de leer después de semanas en las que no encontraba otra cosa que libros raquíticos. Ya mismo hablaré del que por fin me ha devuelto el hambre. Ahora, sólo esto:

Cuántas cosas había dado por sentadas antes de la guerra. Deseó volver atrás y apreciarlas como era debido.

Leer ese par de frases simplísimas, y lamentar que cada uno de aquellos yoes no fuera capaz de advertir su propia osadía y belleza. Leerlas, y estar orgullosa de haber aprendido a apreciar como es debido lo que en cada momento se presenta. He escrito esto un millón de veces. Bendita insistencia.

martes, 1 de julio de 2014

Todo eso que campa

 
Dormir, dormir, dormir. El aire de mi habitación se ha convertido en oceáno. Una red extraviada me engancha un tobillo y me arrastra hacia el fondo. ¿Soy un pez gordo o morralla? La sensación no es mala del todo. Dormir, dormir: hay algo que se te insinua en la somnolencia. Una forma de entrega. Después de que ayer dejé todo el día suelta a la bestia de la hipocondria, hoy ya no lucho. Soy neutral como un campo de batalla, observando con compasión lo que pasa. Y pasa esto: que mi cuerpo va perdiendo la guerra contra esta especie de sopor. Los pies y las manos entumecidos, prisioneros. La pesadez que sube y que baja como la marea. Olas entrando en la cabeza. Un buen billón de neuronas parecen haberse puesto a bailar un vals a mi costa. Pero la sensación no es mala. No del todo. Quizás sólo anormal. La seguridad que la mente humana busca como al Santo Grial odia la anormalidad.

El móvil palpita en la mesilla de noche: es Whatsapp, ignorando que mi cuerpo anda en guerra. De vez en cuando me gusta cómo suenan sus mensajes. Una campanada con eco. Si dejo de atender a lo que sucede en mis piernas, puedo imaginar que estoy tumbada en un pasto, a la sombra de un fresno y a poca distancia de las últimas casas de un pueblo que cierra su puño en torno a una iglesia. Quizás en un monasterio budista: un monje buenazo hace tolón sutilmente para que me centre un poco en mi meditación. Pero no le hago ni chispa de caso: alargo un brazo que me sirve perfecta e insólitamente, por más que me parezca un poco el de otra persona, y empiezo a pasar pantallas de forma indolente, como si el mundo entero fuera un juguete.

Mi madre a cuarenta kilómetros de distancia; mi prima, a doscientos; mi hermana, a mil quinientos. Vivimos día a día milagrosas ficciones de proximidad. ¿Cómo diablos pasa? La conciencia de mi hermana formula un pensamiento en el sur de Inglaterra, viaja instantáneamente hasta el sur de España, y se acomoda en mi propia conciencia. ¿Cómo podemos devolver el móvil a su mesita con la misma displicencia; esperar distraídamente a que cambien los semáforos con la música de Spotify embutida en las orejas; apagar el ordenador y el módem para hacer la ensalada de la cena? Esta mente apenas es ya tuya o mía: se ha convertido en una pandemia. El virus de la información prosigue su viaje casi sin eco y sin huellas, concediéndole un papel testimonial a la materia. Una maraña infinita de campos electromagnéticos envuelve mi cuerpo tendido aún en la cama. Tu narración cotidiana, tu lista de la compra y tus horarios, tus emociones y tu necesidad de atención. ¿Qué es esa energía, qué coño es eso que espesa el aire sin que nos demos cuenta?

Trato de visualizar todo este barullo de fuerzas mientras el sopor sigue conquistando mi cuerpo. Su poder increíble, su omnipresencia. La electricidad invisible convertida en algo divino, capaz de alterar tu configuración neuronal. Pienso en esto, y deja de extrañarme así que los impulsos nerviosos que recorren mis piernas y brazos se estén comportando de modo macarra. Y me acuerdo nostálgica de charlas que tuve con Laura mientras comíamos en la playa. Ella me hablaba, y yo intentaba hacerle un hueco en mi mente occidental a la idea de que nuestros cuerpos son tanto energía como carne. Me costaba un huevo, todavía me cuesta. Y, sin embargo, palabras sin tinta siguen imprimiéndose frente a mis ojos en una pantalla; palabras que nadie pronuncia siguen llegando a la orilla de tu conciencia sin que las oigas. Y no nos asombra.

Y mientras, una energía tarumba sigue ondulando a sus anchas por esos trozos de carne que llamo mis pies y mis manos. Ya no le tengo miedo. Poco a poco el letargo se irá retirando.