lunes, 29 de octubre de 2012

Grandes enigmas tontunos de la humanidad


  • ¿Cómo nacen los apellidos? ¿Que trayectoria sigue una palabra, el nombre propio de un individuo, hasta que se convierte en etiqueta para una prole cuyo número da susto contar? ¿Iniesta? ¿Funes? ¿¿Oña?? ¿Sigue pasando? ¿Siguen inventándose y propagándose nuevos apellidos, o es un proceso exclusivo de cuando el tiempo era joven?

  • ¿Por qué las japonesas suelen tener las piernas gorditas y, horror, más arqueadas que el Pórtico de la Gloria? Porque parecen patos, con esos remos inferiores tan discutibles y las caritas adorables. No deberían haberse escapado del quimono, no, señor, nunca.

  • ¿Por qué siempre parece que el cantante o el conferenciante canta o habla sólo para nosotros, mirándonos con ardor, como si todos los vatios del técnico de iluminación se estuvieran derramando sobre nuestras cabezas?

  • ¿Por qué hay restos de pelaje animal exactamente en esos lugares del cuerpo humano? ¿Qué sentido evolutivo tiene el pelo en el sobaco? ¿Por qué no en el codo, con lo que duelen ahí los golpes? 
     
  • ¿Se sabe de alguna cultura o grupo humano en la que los hombres se pinten las uñas?

  • ¿Por qué algunos idiotas – entre los que me incluyo – soplan también las cosas muy frías?

  • ¿ Por qué está permitido que una mujer se pasee casi desnuda en la playa y, en cambio, nos parece poco menos que una guarra si se le ve la parte superior, más oscurita, de los pantys?

  • ¿Por qué cuando estás comiendo tan ricamente en un restaurante lleno de mesas libres, los siguientes comensales se te sientan justo en la mesa de al lado?

  • ¿Hay alguna patología neurológica que explique la inclinación de ciertos individuos a clasificar a seis mil millones de seres humanos en dos, sólo dos, grupos definidos por una cláusula perfectamente idiota? Por ejemplo: hay dos tipos de personas, las que se dan una carrerita para embutirse en un ascensor en el que se hacinan ya cinco personas, y las que aflojan el paso para coger el siguiente. 
     
  • Y, por cierto, ¿por qué la gente mira hacia arriba, como Santa Teresa, en los ascensores?

  • Todos esos turistas que se pasean cogidos de la mano, ese marido que rodea los hombros de la esposa, esa pareja de guiris que se viste casi de uniforme, con sus forros polares y sus sandalias como de caucho, ¿se querrán tanto en sus lugares de origen?

  • El hombre, que está mandando trastos a la superficie de Marte, que es capaz de operar a fetos del corazón, ¿cómo que no logra mejorar el diseño del paraguas o de las pinzas de la ropa, que se deshojan con mirarlas?

  • ¿En qué momento dejaron de ser respetables los bancos de madera con respaldo? I mean, ¿por qué el diseño horrífero prima sobre la comodidad?

  • Y, sin embargo, ¿por qué son tan feas las zapatillas de estar por casa? ¿Queda algún alma corrupta que todavía dedique su mierda de días a diseñarlas? ¿O hay alguna caja fuerte en un banco de Zurich que guarde pliegos y más pliegos de modelos dibujados en los años cuarenta?

  • ¿Por qué las suelas de los zapatos femeninos resuenan mucho más que las de los masculinos?

  • Con la mano en el corazón, ¿hay alguien que no encuentre perversamente placentero el hecho de robarle el boli, mediante sutiles estrategias perfectamente conscientes, a su prójimo?

  • ¿Por qué le ponen dibujitos al papel higiénico?

  • Y ya que estamos, ¿por qué la visión de la mierda ajena nos causa una repugnancia religiosa, y la de la nuestra, curiosidad?

  • He observado que los granaínos, sobre todo los ejemplares hembra, tienen tendencia a tener el labio inferior gordezuelo y un poquito, sólo un poquito, descolgado. ¿Es una consecuencia evolutiva de su acento digamos que arrastrado, o al contrario, es la causa de dicho acento?

  • ¿Por qué son tan duros de pelar los tomates? ¿Por qué el cuchillo no puede con su pellejo, pero sí con el de los dedos de tu mano? ¿Por qué el Homo sapiens, joya de la Creación, no está recubierto de piel de tomate? En ese caso, ¿podría considerarse el beber gazpacho como un acto de antropofagia?

  • ¿Por qué el momento del aplauso es tan fastidioso y turbador? ¿Por qué dura y dura y dura mucho más de lo que tú consideras necesario? ¿Por qué te da vergüenza dejar de aplaudir, y esperar hierática y tranquilamente sentado a que el estruendo pase?

  • ¿Por qué narices hay tanta gente que sólo hace torrijas y potaje de bacalao en Semana Santa, y luego va por ahí partiéndose la camisa y loando tan reconfortantes platos? Maldita sea, ¿por qué no hay en el súper bolitas de coco, todo el año?

  • ¿Por qué cuando a un aparato le empiezan a flaquear las pilas nos apresuramos a cambiarlas de orden dentro de su cajetín? ¿Por qué en una casa es raro que haya pilas de recambio y, en cambio, es natural que haya un montón de velas rancias? ¿Acaso no son mucho más frecuentes los pequeños desfallecimientos de la electricidad que los apagones cataclísmicos?

  • ¿Y por qué te llaman egoísta cuando manifiestas que no piensas reproducirte? ¿Por qué en una reunión los bebés tienen que pasar de brazo en brazo, como si fueran reliquias o ídolos? ¿Por qué es tabú que no te vuelvan loco los niños? Que no es el caso, eh, que a mí, en fin, me encantan.

  • ¿Admitiría alguna respuesta diferente al no, el paliza que pregunta “estás dormido”?
  • ¿Por qué yo, que adoro el silencio, a veces soy incapaz de callarme?

domingo, 28 de octubre de 2012

El aprendizaje de la generosidad

Ni en domingo dejan de cantar los pajarillos encerrados en el despertador. Por primera vez en mi vida, confraternizo con el pérfido horario de invierno. Son las 07:40, pero no, son las 06:40, y espera un ratito para levantarte, Jose, total, no creo que hayan abierto siquiera las puertas del hospital. Aunque sospecho que esas puertas nunca se cierran. Remoloneamos un poco, y por un momento nos sentimos idiotamente al margen del ataque de la enfermedad, como si el edredón que volvimos a rescatar hace un par de días fuera uno de esos escudos o mantos de invulnerabilidad que los dioses griegos les regalaban a sus héroes favoritos. Hasta que él suspira, y yo, por solidaridad, suspiro también.

Al momento estoy en la cocina, intentando que los panqueques que me ha dado hoy por hacer salgan redondos, como en todas las fotos de internet. Luchando a la vez contra el sueño y los churretes de masa, se me ocurre que quizás esta sea una estrategia para retener el domingo: no tenemos que trabajar, la piel todavía guarda, bajo el albornoz, el calor de la cama, y tú y yo vamos a encender el fuego y a cocinar un desayuno inusual, como si tuviéramos todo el tiempo del mundo, y nuestros corazones rebosaran ingenuidad americana. Sólo que Jose pasa de panqueques, porque es fiel como el Papa a sus tostadas, y porque sabe que las he preparado con trigo sarraceno y kéfir, y esos son ingredientes que aberran a cualquier estómago mediterráneo. Tampoco tenemos todo el tiempo del mundo. En media hora él estará saliendo de casa, para pasar la mañana con su padre en el hospital. Y yo, mientras friego el piso, haré el calentamiento para seguir entrenando mi generosidad. Si fuera un poco más melodramática, diría que los panqueques me salieron con forma de lágrima. Pero eso no fue culpa del tiempo o de los hospitales, sino de lo líquida que estaba la masa.

Pero es duro este ejercicio. Hace unos días la querida Laura comentaba por aquí lo arduo que resulta el camino hacia la profundidad de uno mismo, y no sólo, quiero entender, porque la personalidad sea una receta más intrincada y con más ingredientes que la de la Coca Cola, sino porque no siempre es agradable toparse con lo que uno es realmente, por debajo de todos los eslóganes y las maniobras de marketing social. Uno piensa que la bondad está chupada, y que, a poco que se ponga, conseguirá que sus nobles principios se amolden a lo que la situación demanda. Porque, igual que los estudiantes que se dan atracones de última hora consideran que no necesitan trabajar día a día gracias a su natural inteligencia, todos confiamos en la verdad y en la luz de los valores que son nuestro faro. Todos somos buenos, compasivos y altruistas, cómo no, y por tanto, todos sabremos actuar bien, en toda ocasión, con respeto y dulzura hacia nuestros semejantes. Nadie quiere reconocer que la solidaridad sea otra de las cosas que decimos de boquilla, como la frecuencia con la que nos duchamos o la pulcritud con que separamos la basura. Nadie está dispuesto a admitir fácilmente que la cruz de la bien vendida generosidad es el sacrificio.

Así que mi plan de entrenamiento es el siguiente: si Jose me llama desde el hospital para ver cómo va la mañana, no pondré voz de resfriada, aunque tenga la garganta como forrada por la cara áspera del velcro. Prepararé la comida con una entrega consciente y cursi propia de Como agua para chocolate, y si él llega después de la hora acordada, no protestaré porque la comida se esté enfriando, aunque normalmente el remoloneo frente al plato puesto me parezca una declaración de guerra. Diré “mira la sierra, cuánta nieve”, para apoderarme del estropajo, su estropajo, y fregar los platos. Y después de recoger la cocina, me vestiré y le acompañaré al hospital, y derrocharé ternura. Tendré la mano de su padre entre las mías, largo rato. Forzaré mi imaginación para poder contemplar a sus compañeros de habitación como si fueran algo mío. Y al atravesar en sentido contrario las puertas que nunca se cierran, me grabaré a fuego que sólo es cuestión de tiempo que mi cuerpo sea uno de los que se derrumban, ladrillo a ladrillo, sobre cualquiera de esas ominosas camas.

Nada de eso me costará, ni calentará un poquito siquiera los músculos de mi generosidad. La verdadera prueba, la que te roba el aliento, la que te deja agujetas, vendrá luego, y nadie más que yo se dará cuenta. Será mi maratón secreta, cuando yo misma vuelva a casa, con hambre redoblada de sol y de calle, y me cruce de brazos. Cogeré un libro, para conjurar el peligro, o pondré garbanzos en remojo para la comida de mañana, o veremos un capítulo de Los Soprano. Pero la pájara vendrá, y todos mis pensamientos girarán morbosamente en torno a la idea de abandonar la carrera. Miraré por la ventana y, entonces, en medio de la noche postiza con que nos castiga el cambio horario, me acordaré de mí misma. Inevitablemente. De todo lo que considero que me queda todavía por hacer. De los debes en mi cuenta que me asusta dejar sin pagar, si todo lo que tengo, mi tiempo, mi motivación, lo invierto en una vida de pareja que se cargará con una hipoteca y un peso con los que yo no contaba. Calcularé los viajes que no he hecho, la gente aún por conocer, los campos en los que estoy deseando plantar las botas de montaña; las coordenadas variables en las que podría poner mi casa sin ningún problema; las corrientes de viento por las que no me importaría dejarme llevar. Las cafeterías, los hoteles, los árboles, los amigos, la escritura. Y al poner en la balanza los años vividos y los que me quedan por vivir, apenas si me atreveré a preguntarme si quiero quedarme para siempre en Granada, cuidando de más personas de las que me correspondería cuidar, por nacimiento. Entonces es probable que quiera salir corriendo en dirección contraria.

Así, entre dudas, y a pesar del miedo de que la propia vitalidad se vea amenazada por la entrega, es cómo se estudia la difícil lección de la generosidad. Siendo consciente de que, a veces, las expectativas del yo independiente no conjugan con la vocación de compañía. Sabiendo que tendrás que desprenderte de proyectos personales y, pese a ello, quedándote.


jueves, 25 de octubre de 2012

La lluvia dice ssssh



 Venga, hagámoslo hoy interactivo. Llevo un rato buscando una palabra. Que alguien me ayude a encontrarla, por favor. Un sustantivo para nombrar este efecto que me causa la lluvia.

¿Añoranza? No, nada de eso. No echo de menos ninguna cara, ninguna voz, ningún paisaje. No quiero estar en ningún otro sitio. Estamos mi balcón y yo solos, enamorados el uno de otro. Es cierto que cada vez que llueve, recuerdo cosas que ya he contado una infinidad de veces. El milagro del bosque que apenas se mojaba durante un chaparrón salvaje, haciendo que me sintiera la figurilla feliz encerrada en una de esas bolas de vidrio que tienen un mundo dentro; la caricia que me regaló alguien de quien estuve enamorada; los primeros meses en Jimena; la chaqueta que tuve que comprarme en un Zara de Oporto, porque mi maleta no estaba preparada para veranos oceánicos; y Lisboa y sus aguaceros súbitos como carcajadas. Pero hoy esas imágenes no me escuecen. Son como fotogramas de una hermosa película que se proyectó hace tiempo en el cine de mi cabeza, y que me dejó con ganas de conocer al director que las montó.

No es melancolía. Lleva lloviendo todo el día, y ninguna de sus horas me ha visto poner una pose lánguida. No me he dejado caer sobre edredones de plumas imaginarias. No me he puesto de perfil en ningún momento, ni he mirado a través de las pestañas. No me han dado ganas de hablar portugués. Hemos vencido al sopor de la siesta, yo y mi libro. He pelado boniatos para un puré, y cocido caballitas para hacer paté. He apuntado los ingredientes de mi último eureka culinario*. He clausurado la temporada estival en mi cocina, guisando un pollo del tamaño de Godzilla, un pollo que me daría miedo encontrarme en un callejón oscuro. Estoy aquí, en el sofá, con el portátil entre las piernas en postura del loto, a la caza de palabras.

Y, sin embargo, tampoco es excitación, o entusiasmo. Hay días, ayer, por ejemplo, cuando volví a levantarme a las 06:40 sin necesidad, en los que me pregunto si esta urgencia mía por aprovechar las horas no será una variedad más o menos benigna de la ansiedad. Hoy mi termómetro no marca ni una décima de más. Me asomo a esta ventana agradecida de mi casa, o, esta mañana, a la ventana compasiva de la Delegación. Miro el cielo bajísimo, que se cuela entre los pocos árboles que quedan en la Vega, igual que las virutas blancas de porespán que se usan para embalar cosas frágiles. Veo esta humedad, tan dulce que dan ganas de zampársela para la merienda, y no doy botes de alegría. No parloteo. No recibo un chute de bríos nuevos. Es bueno que llueva, claro, tan bueno como el chocolate caliente o el olor a tostadas; tan bueno como los helechos que nacen desenrollándose, o las mariposas recién salidas de la crisálida. Pero no, no es siquiera gratitud, lo que está acallando hoy todo el ruido de mi corazón.

¿Entonces, qué es? Esta sonrisa leve. Este caer en la cuenta de todo lo preciado que tengo, igual que cae uno en lo bueno que es estar sano cuando le duelen las muelas. Esta ausencia de presión y de alharacas. Esta amabilidad. Este cariño que le tengo hoy a mi lumbago de tres semanas de edad, a los cortes del cuchillo en el dedo gordo de la mano, a las agujetas en el culo que me traje ayer de la piscina. Estas ganas de cuidar. Los deseos ácidos que se han retirado como la bajamar. La suspensión de los proyectos, del querer ser algo más de lo que ya soy. La mano que se relaja a la hora de apretar la vida, para que no se escape. Esta sensación casi secreta de estar siendo cobijada. ¿Dónde está mi palabra? ¿Es que no hay suficiente diccionario para todo el espectro de emociones humanas? A lo mejor, lo que me provoca la lluvia es, simplemente, plenitud. Una palabra que no he usado mucho como para que me suene desgastada.


* Coged un boli y apuntad, caracolillos, que no voy a engordar los post de “La tasca de Sila” con tan poca cosa. Hoy me he sacado del magín un, ejem, Coli-cous, o sea: coliflor pasada por la picadora, ese invento, en sufrida compaña de perejil y anacardos, y aliñada con aceite, vinagre y todo lo que saquéis de los bazares del Oriente. Yo he usado pimentón de La Vera, comino, ajo, jengibre y cúrcuma. La coliflor, sí, cruda, ¿o es que acaso he dicho Coli-puré, merluzos? Una pareja tan perfecta para mis caballitas asadas con hierbas, como Michael Fassbender para conmigo misma.


miércoles, 24 de octubre de 2012

Solos ante el peligro


Me llamo Silvia y soy una ex-solitaria. Lo reconozco. Considero que mi vida adulta no comenzó hasta los veintitrés años, que fue cuando pude alimentarme mediante la venta de mi propio tiempo, en lugar del de mi padre. Empecé a trabajar en un pueblo gaditano en el que no había muchas opciones para relacionarse con individuos de mi misma especie zoológica. Aprendí a vivir sola. Aprendí a pasar mis horas de ocio sola. Antes de que pasaran tres años me mudé a Granada. Seguí viviendo sola, y se conoce que las mayores opciones de interacción que me ofrecía la ciudad, yo no las supe o las quise aprovechar. Los momentos en los que no estaba sola eran como puntos de un mensaje en morse parco en palabras. Me convertí en una virtuosa de la soledad. Eso creía, al menos hasta hace cuatro años. Porque entonces pasé del todo a la nada, en lo que a soledad se refiere, por supuesto. Mi individualidad se parecía de pronto a esos diagramas de Venn que me enseñaron en la escuela para representar la intersección de dos conjuntos. Mis frases se llenaron de “nosotros”, mis horas, de diálogo. Así que ahora se me han aflojado los músculos que me mantenían impecablemente impar.

Eso, o que en realidad nunca fui tan virtuosa. Es posible que me confundiera tanto en mi propia explicación de que yo solica estaba en la gloria, como esa gente que se cree que canta de puta madre, hasta que escucha su voz grabada. Ayer fui a la presentación de un libro en la biblioteca. Y la timidez que me poseyó, mientras esperaba a que el acto comenzara, fue un déjà vu. No es que estuviera desentrenada a estar sola, no. Es que siempre, incluso en el apogeo del idilio conmigo misma, hubo esa rigidez al colocar mi mismidad en el mundo. Un cuarto de hora antes merodeo en torno a la sala. Las puertas están todavía cerradas. Aquí no hay más que un par de parejas de amigas, con edad de echar ya de menos los primeros días de la menopausia; un inadaptado con los pantalones muy subidos, dando paseítos con las manos a la espalda; el íntimo desconocido que nos encontramos en todas las películas que venimos a ver aquí mismo; un chaval con corte de pelo abertzale que hace una quincena que no se lava el culo. Demasiada poca gente como para que un tímido se sienta en su salsa. Demasiadas probabilidades de ser estudiada por un ojo feroz, encuadrada incluso en este grupo de friquis que se estudian la agenda del Ideal en el desayuno, y no se pierden una. Menda se debate entre volverse a su casa o escabullirse entre los anaqueles de la biblioteca. Elije la segunda opción, porque es una hidalga.

Cinco minutos antes de la hora señalada ya hay una muchedumbre apañada, que se precipita por las puertas recién abiertas como mozos en los sanfermines. ¿Y qué decir de esos momentos de espera, cuando ya estás colocadita en tu butaca, y la sala se va llenando, y las luces no se apagan o la estrella del acto se está tomando una fanta entre bambalinas? A lo largo de estos cuatro años de borrachera parejil, me ha dado tiempo para olvidarme de todas las pequeñas estrategias con que el tímido afronta esa coyuntura. Abrir el libro que, mientras hacías tiempo, acabas de retirar de las estanterías del piso superior. Llamar al maldito traidor que ha preferido irse a trabajar esta tarde, antes que acompañarte a la presentación. Hablarle con una susurrante voz de chica lista. Estudiar cortes de pelo. Hacer inventario de sujetos con los que podrías imaginarte retozando. Dar gracias al cielo por encontrarte ya amancebada, y no tener que desesperar ante el penoso resultado del inventario. Escuchar conversaciones vecinas. Vomitar discretamente en caso de que en el asiento de atrás te toque uno de los supuestos peces gordos literarios de la ciudad, ejerciendo como tal ante sus coleguitas, mediante perdigonazos tipo “es una novela cósmica”, o “me tocó hacer la presentación de una infamia, una verdadera infamia”. Cerrar los ojos y decir om, y abrir una pequeña isla de calma en medio del fragor del día, y darte un abrazo autoayúdico. Mi militancia solitaria de aquellos tiempos no consiguió hacerme más fuerte a la hora de afrontar este tipo cutre de tragos.

El escritor por fin sale al estrado. Se sienta en la silla que le han preparado, abre la botella de agua, cruza los pies. Es joven. En realidad hasta desde mi distancia es posible ver que ya afeita canas. Pero sólo tiene un año más que yo, y yo no parezco ser íntimamente consciente de que los cumpleaños se me van acumulando. El escritor se coloca la melena. Hace todo lo que puede por crear un clima de salita de estar entre él y su presentador. Apela a chascarrillos a propósito del Granada F.C. Nos llama simpáticos a nosotros, su público. Se saca de la manga un par de gracias y otras pocas referencias a la crisis. Y, entre medias, deslumbra con su agudeza, y me hace sentir una oscura nostalgia al escuchar la profundidad con que desgrana los mecanismos de su novela y la personalidad de sus personajes. Pero no me cabe duda: a pesar de que a estas alturas ya debe de haberse convertido en un auténtico profesional de la entrevista, este tío es tímido. El Escritor que se sienta detrás de mí también es tímido, y por eso se ha creado un personaje atronador. Las amigas post-menopáusicas que alargan las risas ante cualquier menudencia del que está hablando, tímidas. La que se sienta a mi derecha, que saludó con alivio y un par de sonoros besos a la amiga que llegó cinco minutos tarde, tímida. A mucha de esta gente le cuesta, igual que a mí, sacar a pasear su individualidad. Me siento arropada. Ahora puedo repetirlo, amiguitos: soy una ex-solitaria.


martes, 23 de octubre de 2012

Ventajas de ceder


En los primeros minutos cruciales, ninguno se hubiera dado la vuelta. No nos engañemos: los dos compartimos ese matiz traicionero de nuestro carácter. Los dos nos mandamos ágilmente a la mierda, cuando encarta. Los dos somos de un terco crónico. Tú hubieras seguido andando con ese gesto inescrutable que yo no querría ver nunca en tu cara, si fueras mi padre. Yo iría con la mano derecha en el bolsillo del forro polar, cerrada en torno a la llave del coche. Entre nosotros el camino se haría cada vez más largo. Primero daríamos pasos ciegos, como toros recién salidos al ruedo, dirigidos por una misma furia. Después tampoco llegaríamos a fijarnos en las gotas de lluvia que todavía penderían de cada hoja de pino. Habría llegado el momento del parloteo mental, de la indignación, de las recriminaciones. Yo llegaría a insultarte en voz alta. Tú, quién sabe lo que pasa por tu cabeza en momentos así, quizás reclamaras el papel de víctima. Seguiríamos andando, poniendo una tierra de por medio que, a pesar de su nombre, no sería otra cosa que el verdadero campo de nuestra batalla. Ninguno iba a dar su brazo a torcer en esos primeros metros.

A los pocos minutos yo ya vería brillar la carrocería de mi coche. Ahí comenzaría la vacilación. Quizás esta rabieta se nos estuviera yendo de las manos y, en medio de un brillo semejante, de la colocación perfecta de cada piedra en el paisaje, del cuchicheo de los árboles movidos por el viento, pareciera cada vez más ridícula. Pero no iba a ser yo la que dejara caer antes el puño en este pulso. Te daría de plazo hasta que llegara al coche. Tendrías que llamarme para decirme que lo sentías, que no estuvo nada bien decirme, sin venir a cuento, que tenías que ser gilipollas para estar conmigo. Los últimos metros los haría a paso muy lento, apretando la llave como si fuera un amuleto. Al llegar al coche me apoyaría sobre el capó. Cerraría los ojos y suspiraría, como si la última cuesta hubiera sido de subida. Y después, olvidada ya de las razones del cabreo, sacaría mi móvil de la mochila. Te demostraría que yo sí sé claudicar. Que hace falta mucho coraje y mucha elegancia para pronunciar la primera palabra conciliadora después de una pelea. Aunque no me hubieras llamado, te ganaría. El orgullo tiene estrategias sutiles.

Entonces, al toparme con la pantalla renegrida del teléfono, recordaría los últimos pitidos agónicos que soltó antes de que su batería se apurase del todo. Quizás, al fin y al cabo, hubieses sido tú el primero en recobrar la cordura. Pero en ese momento no podría saberlo, ni era una cosa que me interesara. Lo que yo querría adivinar era cómo iba a ponerme en contacto contigo. Puede que tras un instante de bloqueo desolado, decidiese esperarte ahí mismo. Porque tú tenías que haberte parado, después de nuestra primera arrancada en sentidos contrarios. Seguro que habrías intentado llamarme y que, al escuchar esa voz irritante que se recrea en comunicarte que mi teléfono está apagado o fuera de cobertura, habrías sabido darte la vuelta. Estarías a punto de llegar, claro. Y pasarían minutos que no sabría cuantificar, porque el único reloj que suelo llevar es el del móvil. Terminaría comiéndome el puñado de nueces que preparé en caso de pájara, y agotando la botella de agua. Y después de que mi instinto me dijera que el tiempo que llevaba esperando debía de estar más cerca de la hora completa que de la media, empezaría a sospechar de mi razonamiento.

Quizás me hubieras llamado, es cierto, y también que tu voluntad reconciliadora se esfumase por completo al interpretar que yo había apagado el teléfono. Hija de puta, habrías pensado, apretando inmediatamente el paso. Cuando las mandíbulas empezaran a dolerte de tanto apretarlas, y las piernas a pesarte, habrías parado a tomar aire. Me habías entregado la llave del coche, en un gesto airado propio de Hernán Cortés. Y yo había sido lo bastante hostil como para cortar la comunicación. Consecuentemente, te había dejado tirado en medio del monte. Ahora qué. 

Mientras, yo habría decidido volver a desandar los pasos hasta el punto donde nos separamos, pensando que a lo mejor eras tú el que me estabas esperando. Y no te vería. Así que me desharía la voz, a fuerza de llamarte. Seguiría avanzando por el sendero, cada vez más asustada, corriendo a tramos para alcanzarte por donde tenías que haber echado, parándome a gritar tu nombre, con voz de niño atrapado en una pesadilla

El tiempo perdido en esperarte junto al coche, y luego en buscarte, tú lo habrías empleado en llegar a una bifurcación, señalizada, bendita sea, por la Junta de Andalucía. Trazándote un croquis mental, habrías elegido la dirección que tenía que desembocar en uno de los carriles principales de la sierra. Tal vez hubieras terminado encontrándote con una pareja madurita que, vestida con chándal, paseaba al perro. Superando tu timidez, les habrías dado el alto, y con esos ojos redondos que tienes, con tus modales de nieto perfecto, y la historia de que tus amigos te habían hecho la inocentada, habrías sabido darles lástima. Yo, en cambio, no hubiera conseguido superar el trauma de la encrucijada. Temiendo perderte todavía más, o perderme definitivamente, habría decidido volver al coche. En el último tramo estaría tan hecha polvo que ya no sería capaz de discernir lo mejor, o lo menos malo. Una voluntad externa me obligaría a meterme en el coche y a conducir hasta Granada.

Y me habrías encontrado acurrucada en la puerta de casa, con los ojos hinchados. Porque si yo me quedé con las llaves del coche, tú te quedaste con las del piso. Suerte que te habría dado apuro pedirles a tus rescatadores que te alargaran hasta donde tus padres. Suerte que yo habría estado demasiado derrotada como para buscar una cabina y llamar a mi tía. Suerte que a esas alturas del día ya no nos habrían quedado fuerzas ni para odiarnos.

Y qué suerte que la convivencia nos haya enseñado a domesticar el carácter, y que a lo largo de estos años hayamos llegado a dominar el fino arte de la diplomacia. Al menos, lo bastante como para dar el brazo a torcer mucho antes de que nos perdamos.




domingo, 21 de octubre de 2012

Y al séptimo día...


Hechos incontestables:

  • Como los últimos comentarios que he recibido se refieren a entradas de hace dos o tres, o mil, días, deduzco que parte de mi fiel público no lleva los deberes de lectura al día.

  • Las dos últimas tienen una longitud bastante apañada, y comprendo que sois gente madrugaora y atareada.

  • Tengo la carne de debajo de las uñas seriamente perjudicada, porque esta tarde no se me ha ocurrido memez mayor que pasármela, atención, pelando castañas. Que la sociedad necesita el advenimiento de un segundo Darwin es otro hecho incontestable. Un espíritu vigoroso que sea capaz de encontrar sentido ecológico al hecho de que algunos de los frutos que nos dona la Madre Naturaleza odien al ser humano con toda la fuerza de sus polifenoles y sus cloroplastos: las calabazas, los chumbos (que, por lo que a mí respecta, se pueden extinguir: no seré yo la que disperse sus semillas por la red de aguas negras de Granada), las testarudas castañas.

  • Y, sin embargo, qué par de horas triviales tan dulces. Por la tele remolonean un puñado de jugadores de basket rojos y turquesas, sobre un fondo amarillento que, colándose por los márgenes de mi visión, me parece el resplandor de una chimenea. Escucho música con los auriculares puestos, el cuchillito dando puntadas sobre la piel árida de las castañas, y no me cuesta imaginarme dueña de una vida antigua: una casa donde no suenen más vecinos que mochuelos y un gallo, y dentro de ella, una actividad cualquiera, escribir, amar, mirar, encarada siempre de manera pausada y atenta, como si fuera bordadora. Por el balcón entra esa luz de después de la lluvia que a esta ciudad le sienta como un orgasmo. Me la bebo, tengo que bebérmela, antes de que el funesto cambio de hora de la semana que viene apure por mí el vaso. Y la Sierra...Tendríais que verla. Tendríais que sentir este asombro de niña chica que a mí, con mi sangre salada de costa, me causan siempre las primeras nieves.

  • De once a cuantro he estado zascandilenado entre encinas timidotas y pinares. Creo que mi cerebro y mi espinazo se merecen un descansa.

  • Y, lo más importante, Jose ha decidido preparar menestra para la cena, y teniendo en cuenta que su destreza culinaria más desarrollada es abrir latas de caballa, se está requiriendo mi ojo avizor en la cocina.



Visto todo ello, amiguitos, esta menda deja para mañana el post que había empezado a las 20:00 de la tarde de otro domingo gozoso.

sábado, 20 de octubre de 2012

Amores cetreros

Hacer cetreros”: dícese de una de las especialidades laborales contemplada en la hoja de servicios de la Abajo Firmante, consistente en revisar las condiciones en las que el ciudadano Paquito mantiene en su poder a un ave de cetrería, para la cual ha solicitado permiso de tenencia a la administración ambiental. A la Abajo Firmante, todo sea dicho, hacer cetreros le revienta. Allá va ella, cámara de fotos en ristre y una carpeta de clip bajo el brazo. Fijaos en su cara. ¿No os recuerda a alguien? ¿Quizás a Sísifo? Es que para la Abajo Firmante los actos burocráticos repetitivos son como kriptonita. Le roban toda su energía vital. Transforman en serrín el tuétano de sus huesos. Le provocan ganas de recitar todo Hamlet al revés. Son una moción de censura al modo en que se gana la vida.

Al principio, si uno nunca lo ha hecho, lo de los cetreros tiene su gracia. Se ven pájaros bonitos que hacen quiii-quiii, en un chalet de los del boom inmobiliario, o en un décimo piso del Zaidín. Puede uno admirar de cerca el poder penetrante de su mirada. Se entra en casa ajena. Se cotillean las variadas soluciones que el ser humano trata de darle al oscuro dilema llamado pasillo. O lo que el garaje dice del alma de sus propietarios. Si el solicitante es de natural apolíneo o dionisíaco. Si hay hule en su cocina. Si la terraza o el patio es un conato de paraíso para el ciudadano Paquito, con sus jazmines reventones, y la piscina de goma de los niños y la barbacoa, o si, al contrario, es ese sitio adonde van a parar todos los trastos que da vergüenza sacar a la basura o que se arrumban por si acaso dentro de unos años. Y, ah, los vínculos familiares. ¿No estará deseando la mujer de Paquito, que tiene los nervios hechos puré por culpa de los gritos y el gotelé de mierda del pajarraco, convertirlo en croquetas? ¿Cómo es que Paquito se derrite metiendo trozos de pollo en el piquito a su animal, si nunca se le pasó por la cabeza darle el biberón a sus niños? ¿Y no es nuestro Paquito uno de esos que dice “ah del castillo” delante de cada edificio almenado, y que fantasea con la imagen de sí mismo vestido con faldones y cotas de malla y un halcón en el brazo, en lugar de con el mono del taller y los zapatones de puntera reforzada?

Pero no nos engañemos, que hecho un cetrero, hechos ciento. El acto llamado pomposamente inspección se limita a: hacerle una foto al bicho. Comprobar que tiene un pico, dos garras, dos alas, y una anilla numerada alrededor de una pata, además de una bañerita de plástico llena de agua, y sitios donde posarse y hacerse el chulo frente a mirlos y gorriones villanos. Cotejar unos documentos ya compulsados con sus originales. Rellenar un acta que hasta a Petete le hubiera parecido un insulto a la inteligencia. Añadamos a ello que el ave inspeccionada, en la mayoría de los casos, es un águila forastera llamada Harris, que es a las nobles rapaces que se codean con Dios en la cúpula celeste, lo que boutique Chang a la alta costura. Ya tenemos a la Abajo Firmante al borde del puchero.

No siempre es así. A veces tiene la suerte de toparse, no con una especie de gallina grande y malaje, sino con una verdadera rapaz, con un búho que pone en un brete su confianza humana, un halcón peregrino con ojos de catedrático, o un primo de esos azores que vuelan por las ramas entrelazadas de un bosque como si las estuvieran bordando, dejándote con una cara de qué-ha-sido-eso-el-espíritu santo. Y a veces la Abajo Firmante escucha historias con las cejas muy levantadas. Ayer, por ejemplo. El cetrero en cuestión es tan fino que merece ser llamado Dr. Paquito. Tiene cuatro bichos de pata, perdón, de garra negra, de los que sacaba el amigo Félix en sus programas. Ha construido una corrala para ellos, juraría yo que más grande que mi piso. Su mujer a) es una santa, b) se dedica a la cría de serpientes pitón en el ala opuesta del chalet, c) tiene un amante. En una muda, que es como se llaman las casitas que estos friquis les montan a sus mascotas, el Dr. Paquito ha aislado a una maravilla de azor macho. ¿Por qué? Porque es su niño bonito, su joya, su semental. Porque va a darle su semen para que él pueda montarse en el dólar criando azores y vendiéndolos por un pastizal. Dr. Paquito, Dr. Paquito, pregunto yo, que soy morboadicta, ¿y cómo lo haces?. No termino de ver claro el momento mamporrero, la verdad, porque, esto, las aves no tienen en sus bajos fondos más que agujeros.

Él me regala una mirada de astucia aprendida de sus animales, en la que soy capaz de leer un “calla, bruta”. Yo no le quito nada, me dice, completamente gentleman victoriano. Él me lo va a dar. (Una de mis cejas se me junta con la raíz del pelo) , continúa, porque voy a hacerle creer que yo soy su hembra, y me va a pisar. (La otra ceja se junta con su compañera). Y luego me voy a la hembra que has visto ahí fuera, a la que me estoy camelando para que se crea que soy su macho, y hago como que la cubro, y le meto el semen. En ese momento estoy a punto de pedir el frasquito de sales. Completamente noqueada por semejante Sodoma avícola. Salgo del chalet, mirándolos a todos como la viuda manchega que llevo en el ADN, y en el coche, camino de la Delegación, sigo haciéndome preguntas. ¿Cómo hace un hombre para seducir a dos pájaros de sexo opuesto? ¿Qué tipo de argucias usa? ¿Arrojará comida y ramitas a los pies de la hembra, en plan castigador? ¿Cantará eróticos quii-quiiis? ¿No se armará un lío de papeles, de vez en cuando? ¿No estará fomentando la homosexualidad en el reino animal? ¿Puede decirse de él que tiene pluma?¿Cuánto tiempo no dedicará el Dr. Paquito al estudio de los hábitos y la vida íntima de sus animales? ¿Y por qué los seres humanos no nos curramos tanto los afectos? Si un tío puede conseguir que un bicho con fama de agudeza visual confunda a un ser antropomorfo con su amorcito natural y, cómo decirlo, le regale su flor, ¿cómo es que existe en este valle de lágrimas el desamor?

viernes, 19 de octubre de 2012

Geografía apolillada


Es una manía, lo sé. Llego a casa del trabajo, y antes de soltar la mochila o sacarme las botas de montaña, enciendo la tele para sentir el telediario. El resto del día  la tele es ese trasto que ennegrece la pared como una chimenea del Londres dickensiano (jeje, este tipo de adjetivos me horripila), y que se burla de mis esfuerzos por reducirla a un estado de Polvo Cero. Salvo a la hora de las comidas, la tele me la pela. Lamentable, dicen. Jose lo dice. Jose, que caga con el transistor en la oreja, se lava los dientes, duerme, sueña pegado a la radio. Los gurús de la gastronomía y la convivencia en el hogar lo dicen. No comáis viendo la tele, o vuestra atención, vuestros matrimonios o vuestras lorzas sufrirán estragos. Los cultos lo dicen. La tele, buah, sopor, embrutecimiento, asquito. Y yo también lo digo. Pero no hago nada por evitarlo. Porque los animales somos esos seres vivos que a menudo, siempre, se dejan poseer por el espíritu y las costumbres de sus padres. Es la ley inexorable de la impronta. Y mis padres no entendían una comida o una cena sin la banda sonora del telediario. Así les fue.

Sólo que, últimamente, las noticias son capaces de que hasta los piononos amarguen. Y a mí el castellano que los reporteros evacuan me produce reflujo esofágico. Por eso, a veces me veo con el tenedor en la mano derecha y el mando a distancia en la izquierda, como si llevara viviendo sola quince años. Ayer me topé con un documental sobre exploraciones arqueológicas en el Nilo. Velas blancas triangulares surcando las aguas. El dichoso y fértil limo negro. Piedras garrapateadas con pajaritos y ojos y gente con pies desproporcionados. Carne humana con aspecto de mojama de Barbate. Lo de siempre. Volví a La Primera, resignada a dejarme seducir de nuevo por la lengua de peluche del Querido Preshidente.

Pero, un momento, me dije. A ver. Que hace unos quince años yo moría por el Alto y el Bajo Egipto. Quería ir allí, sobre todas las cosas. Estudiaba folletos de agencias de viajes como si fueran las cláusulas del testamento de mi tío abuelo el marqués del Velerín. Me compré libros de esos que tan bien quedan en la mesas de centro de un salón. Me aprendí las treinta y tres dinastías de faraones. Saqué del protointernet de entonces un montón de apuntes sobre la escritura jeroglífica. Egipto era...Una reminiscencia de mi tópica vocación infantil por la arqueología. Unas ganas de aventura puramente cerebrales. Un asombro de tiempo sobre tiempo sobre tiempo. Juguetitos de madera que te hacían llorar de ternura. Palmeras y gente de brazos largos y cabeza rapada. Una caja fuerte de vida encapsulada por metros y metros de piedra y arena y siglos, cuya clave, como en una novela de Sherlock Holmes, era preciso descifrar. Y ahora qué es. Un motivo más para decir “chico rollo”.

Entonces pensé en aquella persona fascinada que, curiosamente, compartía conmigo nombre y DNI. ¿Podemos ser ella y yo la misma persona, cuando nos separan tantos embelesos? Si su fantasía se alimentaba según una dieta que a mí o me deja fría, o me cuesta digerir. Los enamoramientos pasan y, a veces, nos llegamos a avergonzar de ellos. Pero, al recordarlos suele ocurrir que nuestro termostato emocional vuelve a calibrarse. Porque, en el fondo del corazón, quedan todavía unas gotas de compasión o de escozor o de nerviosismo. Pero ¿qué pasa cuando un amor exaltado de antaño sólo provoca desconcierto? Que uno siente como si le hubieran amputado media vida. Como si hubiera nacido anteayer. Entonces no cuesta mucho comprender que la vida se parece más a la estructura de un árbol de lo que pensamos: hay un tronco de experiencias recias e inamovibles, hay ramas que siguen brotando y dando frutos, y hay otras que se secaron.

Y antes de Egipto fue Rusia. La adolescente apocada que fui tenía ensueños cosacos. No le parecía descabellado imaginarse que terminaría aprendiendo a cabalgar a pelo, o yendo al instituto con rojas faldas bordadas y botas de cuero, o ahorrando la modesta paga semanal para colarse de polizona en el Transiberiano. Creo que la única cliente que Planeta Agostini consiguió en la Costa del Sol para su curso de ruso fue servidora. ¿No tendría yo otra cosa que hacer, más que repetir los números que me dictaba una señorita encerrada en una casette, a la que yo llamaba Tatiana, flipando al descubrir la existencia de los seis casos gramaticales? ¿Por qué no se preocuparon mis padres, por favor, pazhalsta? ¿Por qué no me metieron de cabeza en los scouts o en la consulta de un psicoanalista? Mamá, pronuncia conmigo: Iz-Vi-Ni-Tie. Te perdono, moya mam.

Mi pasión granadina estuvo llena de altibajos y reincidencias. Nos peleamos y nos reconciliamos más que Elizabeth Taylor y Richard Burton (soy una antigua, peeero...no veo la tele). Antes de empezar la carrera, le escribía a la Alhambra poemitas de amor. Durante la carrera había calles que me parecían tan piojosas y malolientes como ese tío desconocido junto al que te despiertas la mañana siguiente a una fiesta. Después, el año que pasé en Sevilla, me emocionaba cada vez que veía mocárabes y arrayanes. En el exilio de Jimena se me hacía la boca agua imaginando que volvía y me colaba de oyente en clases de Filología y conocía a gente rica en historias y generosa en abrazos. Ahora...Hablo por ahí de ella como un marido hastiado. Pero yo, que tanto echo de menos los bosques en los que empecé a trabajar. Yo, que cuando fantaseo con mi vida ideal nunca pienso en la ciudad en la que vivo. Yo, que a veces voy con el alma en los pies, agraviada por el humo de los coches o la desolación de los montes que me rodean, yo, ayer, casi me arrodillo para plantar el morro en el suelo como Wojtyla. Porque poder pasar de la Zanja Perpetua al encanto entre íntimo y zarrapastroso del Albayzín a un trozo de tierra donde hozan jabalíes, todo ello en cinco minutos, es algo que se merece decir gracias. Pronuncio esa palabra con alegría, y así me doy cuenta de que esa rama de mi árbol aún no se ha secado completamente.

Quejigos de la Dehesa del Generalife que me hicieron sentir en casa



miércoles, 17 de octubre de 2012

Un blogueaños que es una tontería


Ayer, justo después de darle a la tecla de “Publicar”, me dio la impresión de que el post que acababa de sacarme del magín era un usurpador. Porque ayer tocaba celebración. Gratuita, es verdad. Dejadme que me repita: ¿tiene importancia que entre dos sucesos medien exactamente 365 días? ¿Por qué tiene que ser menos valioso, o menos emblemático, el día 469º? Pero, bueno, en la vida hay tan pocas cosas gratuitas, y ya he desprestigiado tantas veces los aniversarios. Ayer esta criaturita cumplía exactamente un año, y yo no canté “feliz, feliz en tu día”, ni caí en comprarle un pastelito y una vela. Y por eso llevo cerca de veinticuatro horas intentando acarrear material mental alrededor de la palabra “blog”, con  la misma urgencia culpable de alguien que colocase regalos bajo el árbol de Navidad un 8 de enero. Y no me sale nada. ¡Nada! Soy incapaz de resumir con agudeza lo que este año ha supuesto para mí, igual que soy casi casi incapaz de explicar las razones por las que determinado libro me ha enamorado.

Aunque es posible que todo lo que me gustaría decir ahora resulte superfluo. ¿O no es verdad que a lo largo de las 207 entradas que llevo publicadas he aludido ya, directa o indirectamente, a mi experiencia bloguera? Os he hablado de las razones que me impulsan a la hora de escribir, del modo un poco imitativo, un poco a la manera en la que aprenden a hablar los niños, en que fue fraguando este blog. Le he dedicado tiempo y espacio a cuestiones puramente artesanales, como la apariencia que elegí para mi, glup, producto, o la de quebraderos de cabeza que me cuesta ajustar los horarios y la periodicidad de mi escritura. (No pongo enlaces porque es hora de cenar. Acudan a la etiqueta de “Metatonterías”, cenutrios queridos) Y no creo que descubra hoy la pólvora si confieso que haber transformado aquel pasatiempo más o menos pasajero que hasta hace un año era escribir ha hecho de mí una persona más robusta, más atenta y más tenaz.

Y, sin embargo, siento que se me escapa algo de esta experiencia. Que, apremiada por la pulsión de vivir – escribir – publicar, no necesariamente en ese orden, ni de manera sucesiva, me he olvidado de pararme a reflexionar sobre mi relación íntima con el blog. Hoy, que he decidido regalarle a mi niño una confesión sobre lo que significa para mí, no encuentro ni emociones precisas ni palabras adecuadas para capturarlas. ¡Mal, muy mal!

A las 12:30 de esta mañana mi energía mental patinó a lo bestia. Llevaba ya cuatro horas haciendo llamadas telefónicas oficiales a completos desconocidos (que, sépalo todo el mundo, es una de las cosas por las que yo señalaré con dedo acusador a Dios en el día del Juicio) y, al mismo tiempo, furtiveando unas cuantos párrafos para este post. Vale que todos los escritores se inflan como pavos cuando hablan de la forma en que guarrean la página en blanco, de toda la mierda que escriben a paletadas y que luego pulen, amputan, descartan. Pero si esos párrafos que yo perpetré en la oficina salieran alguna vez a la luz, Dios, el rencoroso, me mandaría de una patada en el culo a un infierno poblado de tellados y coelhos y danbrownes. Empecé a escribir, lo confieso, porque por dentro soy carne de reality, una carta a mi blog personificado. Me quedé tan pancha durante un rato, oye, reclamando mi derecho de repetir, como cuando tenía ocho años, la fórmula “querido diario”, o de dirigirme a mi criatura igual que entonces lo hacía con el presentador del telediario.

Y escribí cosas deleznables como que hacerlo de manera cotidiana, en el tablón más o menos público que es un blog, hace que te sientas una persona un poco más importante. No. Más enjundiosa. De repente te ves envuelta en un proyecto que llevas contigo a todas horas, mientras trabajas, cuando lees un libro, al tomarte una cerveza en un bar, cuando te vas a acostar. Colándose por un retorcido atajo psicológico, esa fijación se convierte en una especie de misión. Y te extraña que nadie se dé cuenta de que, de alguna forma, estás señalado, como los héroes griegos. Quieres que todo el mundo te pregunte por tu blog, quisieras darle la murga a todo el mundo, igual que las madres primerizas. Lo revisas cada hora, rastreando visitas y comentarios. Quieres que te transforme, que irradie a través de ti, que transforme un poquito al mundo, que le sirva a alguien, que reconforte, que dé y te dé compañía. Quieres dejar una huella. Porque, reconozcámoslo, todo el mundo lleva dentro de sí una pequeña y codiciosa vocación de liderato. Y tratas de sobrellevar con sudores, y de compaginar tus deseos con el hecho de que la blogosfera, igual que el globo terráqueo, es masa, y que más vale prestarle atención a los efectos vitales de tu escritura sobre ti misma, que a su influencia en ese montón incalculable de gente que se llama “los demás”. Todo eso escribí. Chimpón.

Y también me puse una manita en la frente, muy teatral, lamentando que no se me ocurriera ningún plan imaginativo para celebrar este primer cumpleaños: un concursillo, un desnudo, un cambio de imagen virtual o de rumbo literario, cosas de esas espectaculares que pueblan el internel. Hasta que por fin, con la panza todavía llena de ensalada de alubias rojas, me levanté de la siesta. Recompuesta y ecuánime. Fresca como una lechuga del Mercadona. Sabiendo cuánto sobra este ejercicio de reconocimiento, porque el único fasto que se merece realmente el aniversario de un blog es seguir escribiendo.



martes, 16 de octubre de 2012

Lo que se queda a las puertas

 
Me faltan dedos de la mano para contar las veces que esta escena se ha reproducido: una hora indeterminada entre el desayuno y la comida, el patio de la casa de mis abuelos, soleado, la hiedra destellando como si estuviera hecha de mármol pulido, y yo, piernas en alto, con un libro abierto entre las manos. Los momentos de verdadero silencio son raros, aquí: cuando no está de visita una prima, está la otra, está mi tía la que vive en el pueblo, o mi tío, solo o con sus hijos pequeños, o son los vecinos voceando, o cualquiera de los que, aparte de mí, duermen en esa casa, y que vienen de la compra, o salen al patio a por escoba y recogedor, o asocian, automáticamente, sol con la ingestión indiscriminada de cortezas de cerdo. Mi tía Esperanza se lamenta de que no me estén dejando leer. Y si yo respondo que no me importa, no es que le esté devolviendo graciosamente la cortesía, es que, en serio, no me importa. Porque esta no es una de esas ocasiones en las que, al leer, toda realidad que no sea la del libro se desdibuja. No. Ahora soy como un animal híbrido: una mitad de mi cuerpo pertenece al reino literario, y la otra, a mi circunstancia. No puede decirse que esté especialmente concentrada en ninguna de esas dos verdades, pero de un modo subterráneo, estoy en ellas. A veces cierro los ojos, y en la pantalla naranja de mis párpados me parece ver cómo los personajes de la novela que descansa ahora en mi regazo chancletean por el patio en pos de la bolsa de cortezas. O cómo mi hermana interroga a Irina, la protagonista del libro (es El mundo después del cumpleaños, de Lionel Shriver), sobre los aspectos más escabrosos de su adulterio, mientras engullen juntas un pollo tandoori.



No obstante, en una de esas, estoy lo bastante atenta como para entender que esta frase: “No contadas, la historias parecían no haber ocurrido nunca”, es justo lo que llevaba buscando desde hacía un buen rato. En realidad, desde que llegué al pueblo, y dejé de relatarme mi propio discurrir por el mundo. La penúltima vez que había cerrado los ojos, precisamente, me vi comparando lo que vivo y después escribo, con lo que nunca llegará a traducirse en frases con sujeto y predicado. En el primer caso, lo escrito deja de ser exactamente como lo viví. En el segundo, la vida se va haciendo cada vez más vaga y más abstracta. Escrita, la vida se convierte en un museo. No escrita, en una operación matemática con más incógnitas que cifras reales.

Lo que hoy me escuece es todo eso que se queda a las puertas de la escritura. Yo pienso el menú que voy a poneros por delante mientras estoy sentada en la oficina o en mi sofá, o andando por el monte, o de camino a la frutería. Y en muchas de esas ocasiones me siento como el trabajador de una cooperativa agrícola que se pasa ocho horas separando los pepinos presentables para el mercado. La cinta transportadora no para nunca, venga pepinos, y yo sólo puedo seleccionar los más derechitos e impecables. La cantidad de pepinos con un piquete o una punta retorcida, perfectamente comestibles, que van a parar al cesto de los descartes...La de cosas que llaman tímidamente al museo de las escenas escritas, sin que nadie escuche su llamada.

Como el cielo lleno de bolas de algodón para desmaquillarse que vi hace tres días sobre el pueblo de mi madre. ¿Podría acordarme yo, dentro de nueve años, de una cosa tan suntuosa, si no la rescatase ahora mediante la palabra y esta imagen?



Como la inquietante sensación de que sólo al aire libre y cerca de los árboles está el lugar donde puedo ser sin adjetivos ni formalidades. Fuimos a dar un paseo por una carretera picada de óxido, que podría ser colonizada por encinas y bicicletas en un abrir y cerrar de ojos. Allí, bajo un cielo tan macizo y transparente que parecía cristal tallado, me di cuenta de que me dolía la cara, de tanto tiempo como llevaba forzándola. Poniendo cara de merienda familiar. Cara de “se-busca-una-pregunta-amable-para-cada una de mis-titas-y-primas”. Cara de “¿yo, en las nubes?-para nada”. Cara de “joder-para-de-mirarme-en-busca-de-defectos”. Cara de “que-no-me-pasa-naada”. Cara de “por favor-Silvia-es una provocación-no respondas”. Sólo cuando salí de la casa pude dejar de poner caras y de buscar desesperadamente esas justificaciones que creemos necesarias para estar con los demás. Sólo entonces me di cuenta de que las primeras inseguridades no nacen en la escuela o en la calle, sino alrededor de una mesa camilla.

Como Nico, el gatito microscópico que mi madre se encontró, igual que a un Moisés, junto al cubo de la basura, y que se ha convertido en el nuevo miembro de mi familia. Como la envidia que me dio darme cuenta de que incluso un animalito tan pequeño viene dotado de serie con cuatro o cinco órdenes simples – mamar/ronronear/tapar la propia mierda/lavarse la cara – , mientras que los humanos tenemos que sudar sangre para aprender tres verdades claras en la vida.

Como el nudo que se me puso en la garganta cuando olí el guiso de los vecinos, y me acordé de la receta de pollo en salsa pobre que, según la memoria discutible de mi madre, hacía mi abuela con las pocas verduras, puro bodegón lóbrego, que se morían de pena en quién sabé qué rincón de su casa sin cocina. Y pensé en todos esos actos cotidianos, perdidos como la civilización maya, de gente que lleva mucho tiempo muerta, y sin cuyo paso por la existencia, no estaría yo aquí ahora mismo, rescatando lo poco que puedo de mi propia vida.




lunes, 15 de octubre de 2012

Subir, caer, subir


Ni en un mes de vacaciones podría ponerme tantas bragas ni leerme tantos libros como los que yo he vaciado sobre la cama, de la maleta que hice para este descanso de cuatro días. Se comprueba de nuevo que soy una nulidad cuando se trata de gestionar el tiempo de las vacaciones. O que, en mi ingenuidad, siempre tengo fe en que sus horas sin horario van a presentarse en mi vida vestidas de lentejuelas, moviéndose lentas y elegantes como una estrella del Hollywood de los cincuenta sobre la alfombra roja. Y luego resulta que corren tanto, y de manera tan atolondrada como las de los días laborables.

Por lo menos me ha dado tiempo a colocar lo que he sacado de la bolsa de aseo. Ahora, en la estantería del cuarto de baño, puedo ver unas miniaturas de desodorante y de crema de manos etiquetadas con la fecha de la boda de mi prima. Voy a mear, y las veo ahí, inocentes en apariencia. Hago un cálculo de la tira de tiempo que habrá empleado, mi prima, en pegar tantísimas etiquetas en tantísimos frasquitos, tantísimos paquetes de kleenex, de horquillas, de limas, de espejos de mano, como colocó en el aseo femenino del salón donde se celebró su convite. Y quiero creer que esta pequeña congoja dominical, tan impropia de mis semanas, es una especie de sentimiento de empatía hacia ella. Nos pasamos la vida poniendo horizontes muy por delante de nuestros pies, y trabajando, trabajando para alcanzarlos, mirándolos a lo lejos y pensando “cuánto queda todavía”, y luego, andando, de pronto ya estamos ahí, y el horizonte que a la distancia parecía una montaña, se supera tan fácilmente como una raya de tiza sobre la acera. Hace falta cierto valor para seguir marchando hacia el momento siguiente, cuando todavía no hemos establecido una nueva dirección, ni encerrado dentro de un círculo una nueva fecha en el calendario.

Y mi valor, a falta de devolver bragas y calcetines intactos a sus cajitas, y libros a sus puestos, en el falso desorden de mi casa, flaquea. Jose, postergando todavía más la recogida del equipaje, se ha quedado colgado de la pantalla de la tele. Me llama, acudo. Esta tarde no necesito un estímulo demasiado atractivo para apartarme de mis quehaceres. Diez minutos después sigo clavada en el sofá, mirando embobada como un globo de helio le va comiendo metros al cielo. Parecemos, los dos, un par de ratas embaucadas por el flautista de Hammelin. Puede que esta sea la aventura más aburrida que jamás se ha retransmitido, pero nosotros seguimos hipnotizados. 38253 metros. 38256. 38347. A ratos salimos del trance. ¡Tírate ya!, dice uno. Va a hacerse mermelada, dice la otra. Y los dos: seguro que un millón de friquis están escribiendo ahora mismo en Twitter que esto es un fraude, y que si la posición de la cámara, y la vista de la Tierra, y todos esos rancios argumentos de cuando Amstrong llegó, o no, a la Luna. Y, ,mientras el globo sigue ascendiendo. Se para. La cápsula se abre. El hombre se queda con las piernas colgando a treinta y nueve kilómetros de altura. Te meas. A mí que me da cosita hasta subirme a una escalera de mano. Y zas. Una caída de cinco minutos, santo dios. Cuánto entrenamiento, cuánto esfuerzo, cuánto tiempo y dinero invertidos en subir, para después bajar tan rápido. Ahí tienes, otra raya de tiza que queda superada.

Cuando el hombre se posa en Nuevo Mexico, con la misma levedad de la bailarina de una cajita de música, yo me quedo sin flautista ni excusa para no seguir con lo mío. Terminar de recoger. Bajar al Opencor a comprar aunque sea una triste bolsa de ensalada para engañar el vacío de la nevera. Volver a escribir algo. Bastan tres días sin tocar el ordenador o coger un bolígrafo para que mi voluntad se convierta en algo tan irreal y legendario como el hombre que acaba de saltar desde la estratosfera. Allí, en el pueblo de mi madre, me he parecido mucho más a lo que era yo hace un año. Han sido tres días, tres, de caída en una inercia cálida. Días de no imaginar la niñez de la mucha gente con la que me he topado, lo que les frustra, lo que les mueve, lo que todos ellos van posponiendo cada vez que se van a la cama. Días de comer queso y galletas Príncipe, con un pequeño resto de sentimiento de culpa. De dormir en colchones hundidos por dos generaciones, ya. De levantarme de una silla para sentarme en un sofá. Días de olvidar que una vez me ilusionó ser escritora.

Voy pensando en ello mientras subo la cuesta que lleva a mi casa. En la bolsa llevo lechuga y tomatitos para mí, y fuet y chocolate para el inquilino sin problemas de piel. Pienso en lo mucho que he tenido que ascender para dejarme caer de una manera tan decidida. Las horas escamoteadas aquí y allá y entregadas al ejercicio de poner palabra tras palabra. La observación concienzuda. Los experimentos de ensayo y error con la dieta. La resolución de hacer todo lo que esté de mi parte para que fregar el cuarto de baño, o picar cebollas, o agarrame al manillar de una bici, o pasear con la mano derecha agarrada a alguien, deje de dolerme. Los kilómetros andados por la ciudad, los metros nadados. Todos los compromisos conmigo misma que, mejor o peor, he ido cumpliendo. Y pienso en la belleza y la fuerza de esta voluntad de caer, y en que, en cuanto me pose en el suelo, un nuevo reto volverá a tomar forma en mi cabeza, otro horizonte volverá a levantarse ahí delante. No he puesto todavía el punto final, y mis pies ya se están despegando del suelo.


jueves, 11 de octubre de 2012

Las aventuras de la ingeniosa bloguera Doña Pijota de la Mancha

- Que no, mi señora Doña Pijota, que no son líneas wifi, sino cuerdas para secar chorizooos.

- Calla, Peque Panza, no seas insensato. ¿No ves este icono de las redes inalámbricas, como refulge y estalla en múltiples y erizadas rayitas verticales?

- Deje ese ordenador en paz, Doña Pijota, que lo que vuesa merced toma por icono no es otra cosa que unas trébedes para apoyar el caldero de las gachas.

-Qué gachas ni qué ocho cuartos, Peque Panza. Anda, y no molestes a los artistas con las groseras veleidades del comer. En este momento, silencio quiero. Escribiré y escribiré, y luego, esas líneas wifi que pululan insidiosas por nuestras llanuras manchegas tendrán que rendirse a mi brazo, publicador infatigable de post sabrosos.

-Ay, mi señora, dolor de mi señora, que se le han secado los sesos de tanto postear. ¿Pero no se da cuenta de que en esta localidad de arrieros y trasegadores de tinto no se ha visto nunca una de esas fifis que tanto perseguís.

-Desde luego, grandísimo malandrín, que en mala hora te escogí como escudero. ¿No ves que el mundo es mucho más grande y complejo de lo que cabe en tus entendederas? ¿No comprendes que las líneas wifi, amantes como son del secreto y el escondite, gustan de refugiarse en ínsulas rústicas como esta de Torrenueva? Enemigas poderosísimas son, estas wifi que con denuedo se propagan por toda la faz de la tierra. Ni un terrón de viña queda que esté libre de semejante poder invisible. Pero, ay de ellas, van a tener que vérselas con el teclado aguerrido de Doña Pijota, que sabrá hechizarlas con un conjuro, y someterlas al arbitrio de la suya grande ciencia.

-Ande, mi señora, meta en su maletín ese trasto del demonio, que se va a llenar de pringue. Ya vendrán tiempos mejores para la caballería bloguera. Ya regresaremos a nuestro reino nazarí, y verá cómo vuelve a alzar en ristre la lanza de la escritura. Amánsese, pues, señora, que en estas tierras manchegas no existen tales líneas fifi..¿Señora? ¡Vuelva, Doña Pijota, deje en paz esos chorizos!


Y así fue como nuestra sufrida hidalga Doña Pijota, confundiendo chorizos con líneas wifi, recorrió el territorio agreste de La Mancha, con un ordenador lleno de artículos y relatos que se tuvo que comer íntegros, sin más lector que su fiel Peque Panza. Y por fuerza habrá de decirse que semejante hartazón de palabras logró que sus delicadas entrañas pudiesen digerir todo el ajo y el pimentón de tan robusto embutido.


miércoles, 10 de octubre de 2012

La puntualidad


Lo natural es tan sigiloso que a veces parece invisible, y sin embargo, siempre acude a sus citas con una puntualidad extraordinaria. Hace un par de semanas, en un cafetería, mencionábamos mi tía y yo la manera en que las primeras lluvias se habían sincronizado con el comienzo oficial del otoño. En ese momento puse yo carita de té a las cinco, como diciendo, muy estirada, “vaya, vaya, querida, qué previsible, esta meteorología”. En cambio, ayer, el primer “uh” sonó justo, justo, cuando las palabras del libro que acababa de retomar se estaban desdibujando, y cuando más necesitábamos que un hechizo nos rescatara a Jose y a mí de la preocupación en la que llevábamos un rato instalados. Sonó ese primer “uh”, bajito, aislado, como tanteando el terreno, y nosotros, dentro del coche, nos quedamos callados. “¿Será...”, nos dijimos con la mirada. Pero no continuamos la frase, porque todavía teníamos que terminar las que nos traíamos entre manos.

Estábamos en medio de cierta polémica. Resulta que nuestra Delegación de Medio Ambiente se traslada de manera inminente a la otra punta de la ciudad, lo que nos obligará a coger el coche para ir todas las mañanas al trabajo, y a levantarnos todavía más temprano, si queremos llegar con puntualidad. Y resulta que, como consecuencia de un mandato gubernamental especialmente kafkiano, ya mismo deberemos comenzar el horario no a las ocho, como lleva pasando desde los tiempos de Keops, sino a las siete y media. Lo que nos obligará a levantarnos todavía más temprano si queremos, etc, etc. Y, a ver, que yo ya me estoy levantando a las seis y media. La perspectiva de hacerlo una hora antes me provoca, simplemente, escalofríos. Jose no entiende porque hago pucheros cada vez que sale el tema. “Sólo va a ser media hora, una hora como mucho, mujer”, dice, y pronuncia la palabra “mujer” como haciéndome un favor, porque está claro que, a sus ojos, me estoy comportando como una cría. “No estoy dispuesto a cambiar toda mi vida por una hora”, termina su parte del diálogo, tajante. Yo acabo de insinuar que quizás nos convendría dejar nuestra preciosa, cálida y adorable madriguerilla con vistas a Sierra Nevada.

Y, sí, puede que esta vez vayan a catearme en la asignatura de madurez, y que esté demostrando ser más rígida y egoísta de lo que creía ser, viendo como anda últimamente el percal del trabajo. Pero lo cierto es que una hora de más sí te cambia la vida. Porque o la acortas del sueño, o te acuestas una hora más temprano. O recuperas por imperativo físico la costumbre traicionera de la siesta. En resumen, que tienes que dejar de hacer cosas. Desde luego que podría ser peor, que hay pobre gente que, bla bla, que tu padre no volvía de la oficina hasta bla bla bla. El caso es que los sacrificios sólo puedo entenderlos de manera pragmática. Si sirven para algo, bueno va, no seré yo la que diga que bienvenidos sean, pero, venga, los acato. Pero imaginad a un papá que le amputa los brazos a su niño para evitarse la molestia de tener que cortarle las uñas. Vale, es una comparación idiota. Igual de idiota que trabajar media hora más, cuando actualmente ya nos pasamos la mitad de la jornada tocándonos las narices a dos manos. Adelantar el horario, sin tocar la eficacia o la carga del trabajo a realizar, no contribuirá a que ahorremos, queridos contribuyentes, sino a que gastemos media hora más de luz, calefacción e internet.

Y en esas estábamos, Jose todavía con un gesto displicente en la cara, yo volviendo a mi libro y tragándome las ganas de gimotear, cuando escuchamos el primer “uh”. Siguió un silencio. Nos callamos nosotros, se callaron los demás pájaros parlanchines. “Uh”. Y luego otro “uh”, y otro, y otro, retumbando en la pared de piedra que teníamos a la espalda, cada vez más hondos y profesionales, sonando como el mar suena al meterse por las oquedades de una costa rocosa. Había llegado la hora de la primera noche, la del búho real, la hora en que las encinas se adueñan del color negro, para repartirlo luego entre todo lo demás. Sólo eran las ocho de la tarde. El verano se ha acabado, pero las guardias de incendios no lo harán hasta el próximo día quince. A partir de esta hora, si uno quiere hacer algo en las dos que le restan a la jornada laboral, tiene que elegir entre iluminar el libro con la pantalla del móvil, o ponerse a escuchar a las rapaces nocturnas, cuyos cantos se van revelando como en un laboratorio de fotografía.

Bueno, no necesito ser muy elocuente pare que os imaginéis lo mucho que mola. Podéis quedaros dentro del coche, si lo preferís. En el pueblo la gente todavía se reúne en corrillo a la puerta de sus casas, pero aquí, a media ladera de la montaña, el calendario se adelanta un mes, por lo menos. A mí me gusta más quedarme de pie, apoyada contra la carrocería, y dando gracias a la humilde sensación de seguridad que supone tener abrigo cuando el viento viene fresco. Se oye aún al búho, a los grillos, a algún chotacabras todavía más despistado de lo normal. Y más pájaros cuyos nombres me gustaría poder enseñaros. Pero soy una forestal muy, muy generalista. Aunque casi es mejor no saber nombres, para que cuando el silencio se instale en nuestras mentes, no tengamos ni un asidero, no podamos decir siquiera “un pinzón”, “una curruca”. Empiezan las conversaciones, los avisos, las llamadas. Una civilización entera de sonidos que todas las noches se levanta, haya o no un oído humano para escucharla. Maravilla, y abruma, y vuelve a maravillar, todo ese entramado de relaciones cuya finura y complejidad no seremos capaces de descifrar completamente. Escucho el monte, o pego mi espalda al tronco de la encina, y mis dilemas sobre el hacer y el tiempo que apremia se desvanecen. Si me obligasen esta noche a echar otras dos horas de trabajo, podría dar hasta las gracias.