sábado, 30 de julio de 2016

Quiero D-O-R-M-I-R

 
He apagado la luz a las 23:30. Al cabo de lo que me parece un rato miro el móvil y me entero de que llevo dando vueltas ni más ni menos que tres horas. Tres. Horas. Lo que hace el cerebro con el tiempo es tan arbitrario que no merece en absoluto que se lo tome en serio. A ninguno de los dos. Las horas se contraen y se dilatan a su antojo, se contraen y se dilatan, y a veces, con tanto titubeo, van y se rompen. Y cuando el tiempo se rompe pasan cosas perturbadoras. De repente juraría que con quien he merendado esta tarde ha sido con mi tía muerta hace, demonios, ¿cuántos años? De repente me acuerdo de todo lo que ha dicho y ha dejado de decir alguien con quien todavía no me he reencontrado. A estas alturas de la noche tengo el cerebro lleno de basura.

Y después de este desvelo monstruoso, en el que has vivido en mí unas cuantas historias dulces y otras cuantas sonrojantes, lo único sensato que pienso es que el insomnio es una aberración zoológica. Estar cansado en la guarida y que la violencia de estar vivo no se interrumpa. ¿Eso a qué animal le pasa? ¿Qué criatura permanece alerta cuando ya no hace falta? La naturaleza es brutalmente conservadora y procura seguir a rajatabla la ley del mínimo esfuerzo. La conciencia, en cambio, es un derroche.

Porque, date cuenta, el insomnio no es un estado alterado de la conciencia. No es un trastorno, sino su verdad última. La mente, esa excepción, purificada y elevada a su enésima potencia. Cuando no puedes dormir el parloteo interno se radicaliza y conquista la superficie del cerebro. Doblega a los procesos de atención e interacción con la realidad externa. Liquida la función ejecutiva que durante la vigilia te permite dar respuestas a la información recibida y hacer cosas. Censura y purga toda relación con tu cuerpo. Piernas, espalda sudada sobre las sábanas, pulmones, labios entreabiertos: nada de eso es realmente tuyo mientras tu conciencia se propaga por la habitación como un virus. El pensamiento lógico se convierte en una de esas bonitas e irrealizables utopías de paz tan queridas a las aspirantes a Miss Mundo. La memoria ha sido dinamitada. Trozos desmembrados de tu vida apestan por todas partes. Ya sólo queda la tierra yerma de la cháchara.

Dando vueltas y más vueltas en la cama te das cuenta de que la conciencia es una pifia. Un órgano demasiado moderno, malamente diseñado y peor acabado por los suplentes de la naturaleza. Una chapuza. Que la experiencia humana gire obsesivamente, como un hámster en su rueda, en torno a un discurso interior maniático y disperso; que la cháchara no se interrumpa nunca; que te identifiques de tal modo con tu conciencia: es de risa. No vamos a curarnos del insomnio hasta que el titular de la evolución se reincorpore a su puesto de trabajo.

miércoles, 27 de julio de 2016

Seguiré rebuscando, qué remedio.

 
Llevo un tiempo sintiendo que escribo este blog nada más que por gratitud. Por terquedad también. Pero sobre todo, por consideración a lo que le debo. Y le debo mucho.

Este ejercicio me ha hecho más ligera y más potente, más descarada. Menos distraída. Más constante. Más amable con el alrededor y con mis ojos. Con él me han crecido ramas y leña. Me ha permitido explorar la importancia: todos los detalles del mundo importan. Nada importa en el fondo. Yo es un empeño insignificante. Tú importas, ante todo.

Y sin embargo, tengo también ese prejuicio de que el agradecimiento solo no basta. Que no se puede mantener un edificio durante un tiempo largo sin arrebato. Me ha educado una cultura romántica que tiene la pasión en los altares. Que desprecia los climas templados. Si alguien no te parte en dos por dentro, lo descartas como media naranja. Si la ausencia de algo no te ha generado hambre en unas horas, entonces no es uno de tus alimentos básicos.

Es un prejuicio idiota. Yo no soy una de esas personas que no admiten bien que les hagan regalos. Gracias es una de las palabras que mejor acaricia mi boca. Contraer una deuda emocional no me debilita. Al contrario. Cada vez que busco algo bueno en mí que te compense es como un puñetazo. A qué, yo qué sé. A la indiferencia. Al desamparo.

Vamos, que la gratitud es una razón tan buena como el fuego de las entrañas para perseverar en cualquier proyecto a largo plazo. Pero en esto de la escritura tengo además otro prejuicio. Bueno, otros cuantos. El que ahora me ronda tiene que ver con la monotonía. Mi vida no da para tanto. No puedo actualizarla a un ritmo tan rápido. No soy especialmente aventurera. No tengo una vida emocional tortuosa. Mi imaginación es modestita. La insatisfacción es una enfermedad que morirá conmigo, pero que no va a matarme. Apenas viajo. Pensar en qué escribir es a veces como meterse boca abajo en los contenedores a rebuscar comida.

Pero ese es un prejuicio todavía más idiota. Porque, oídme, agobiados por la repetición: ahí afuera no hay nada que se parezca a lo que llamamos rutina. La estabilidad es un atajo de la conciencia. Mi amiga Laura lo sabría explicar mejor que yo, pero si miras con una lente macro, todo está prácticamente vacío. Todo bulle en lo profundo como un cadáver lleno de gusanos. Todo cambia. Lo que estás mirando se modifica en el mismo proceso de mirarlo. Tú eres un parlamento que no sabe formar gobierno. El cerebro que reconoce de un plumazo y simplifica la realidad variable es brutalmente plástico.

Y no hay ninguna vida tan simple que no se pueda contar de muchas formas distintas. El plagio no es posible, porque nunca se vive ni se explica dos veces lo mismo. En los contenedores siempre puedes encontrar alguna cosa rica. No queda otra que seguir hozando.

sábado, 23 de julio de 2016

Quiero saltar

 
El cráneo, esa frontera impermeable. Es sólo un hueso, fabricado con el mismo tipo de tejido que tus tibias, y sin embargo, posee funciones míticas. El cráneo es como esa puerta mágica de los cuentos que separa el mundo de las hadas del de los huerfanitos. A veces lo de dentro y lo de afuera se parecen tan poco que aparecer desnuda en una iglesia no te haría pasar más vergüenza. No hace falta necesariamente estar rodando películas X en tu mente. A veces sólo piensas menudencias, pero están tan fuera de lugar, riman tan poco con la realidad que te rodea, que se convierten casi en material subversivo.

Como pensar machaconamente en camas elásticas mientras trabajas. Ponte que es un trabajo peliagudo. Imagina que el guardia civil a punto de hacerte un control de alcoholemia lleva un buen rato montándose una pelea de globos de agua en su cabeza. La criatura atiende perfectamente a lo que hace, te da las órdenes pertinentes con claridad y mesura, hace que te apartes adonde tu coche no vaya a provocar problemas, y sin embargo... no puede dejar de escuchar mentalmente los chasquidos de los globos al explotar contra el suelo, los gritos de las niñas, el chancleteo, la bronca de un viejo que ha sufrido en sus carnes aquello de los daños colaterales, las risas... Está donde debe estar y a la vez en un sitio completamente distinto. Tan irreal o no como el mundo de las hadas.

Yo soy ese guardia civil, muchas veces. Ayer, antes de llevar a cabo un trabajo peliagudo que no viene al caso, estuve escuchando música. He descubierto que las canciones que me conmueven me generan dos tipos de efectos básicos: unas hacen que se me contraiga la garganta, y otras me provocan una cascada de recuerdos radiantes que se montan como si de un videoclip se tratase. Escuché ésta. El vídeo avanzó hasta atrancarse en una escena de camas elásticas. Y ya no pude dejar de pensar en ello.

El color de la tarde moribunda junto a la playa en la que se instalaban. La piel un poco viscosa de humedad marina. Quitarse unos zapatos que siempre dejaban rozaduras y esconderlos en la arena, debajo de la estructura. El momento crítico de poner un pie en lo blando y creer que vas a hundirte. Esa inestabilidad primera. El tanteo, el flirteo entre el salto y unas piernas flojas, y poco a poco, el desmelene, la conquista de un ritmo, empuja, asciende, empuja, cada vez con menos fuerza, cada vez menos atada a la tierra. Y cuando la vertical ya la dominas, meterle osadía al asunto, y tirarte de espaldas, de culo, rebotar, volver a ponerte de pie y no hacerte daño nunca.

Mis músculos conservan todavía memoria de ese gozo. Calculo que desde entonces habré cambiado mi juego completo de células unas dos veces y media, pero un poso de aquella vieja alegría salvaje permanece. Mi cuerpo remozado y sucio de infancia se indigna. Quiere volver a hacer eso. Lo quiere realmente. Y no entiende por qué ya no tiene derecho. Por qué sostener a un adulto conlleva tantas renuncias.

Saltar en una cama elástica. Mover y darle voz a muñecos y convertirlos en personas. Tumbarte en el suelo y no hacer nada. Decir lo que te plazca. Hacer cosas sin vergüenza. Escaparte del cráneo. No ver diferencia entre adentro y afuera.

martes, 19 de julio de 2016

Pues claro que hace calor, copón.

 
Se me deberían caer los dedos antes de volver a escribir qué calor. Pero voy a hacerlo. Creía que ya lo había dicho todo al respecto. Que había dado con la triangulación perfecta entre fragilidad, aguante e imprudencia. No digo que no. Sigo paseándome por campos abrasados y calles febriles con aplomo de mascarón de proa. Pero sin honestidad la escritura del momento es algo forzado, lánguido como el toreo de salón. Hay que escupir la primera capa de la mente para que lo de debajo pueda seguir brotando. Y en la primera capa, ahora mismo, sólo hay polvo, arcilla cuarteada y sudor.

Qué calor. Quécalorquecalorquecalor. Qué-ca-lor.

Demasiado calor para limpiar los azulejos de la cocina. Demasiado para salir a comprar hielo para el café de la merienda. Demasiado calor para pensar siquiera en extender la esterilla de gimnasia. Demasiado para ver una película. Miro la tapicería del sofá y me acuerdo de una de esas sillas de pinchos que, según los museos chuscos, se usaban en la Edad Media para las torturas.

Demasiado calor para al menos asomarme a la ventana a averiguar si el tsunami de calor ha dejado supervivientes. El cristal arde. La atmósfera es pura sopa de sobre. El cielo es del color de las bragas sucias. La transparencia es un fenómeno visual que debí de conocer en otra vida.

Demasiado calor para vestirse. Demasiado calor para ir desnuda. El aire de mi casa es hoy como cuando te quieren y tú no. Un abrazo del que no sabes cómo desembarazarte sin arrancar costra. La parte frígida e ingrata del desamor. Me quito la camiseta; siento en la espalda el beso ardiente de la silla. Me quito los pantalones cortos. Ojalá no tuviera carne sobre el esqueleto: las paredes se me echan encima. Me lo vuelvo a poner todo. Así hasta que me acueste. Es un ejercicio integrista: cubrise para evitar el deseo del otro. No quiero que entre mi piel y el mundo haya hoy tratos íntimos.

Demasiado calor para tener el ordenador encendido. Calculo que respira a unos cuarenta y cuatro grados. Debería darle un baño frío. Si tuviera hielo llenaría la bañera con cubitos. Para mí, no para mi castigado portátil. Primero me moriría del choque térmico y luego resucitaría poco a poco, centímetro de piel a centímetro. Y antes de salir como nueva me acordaría de los dos autillos que hemos devuelto hoy al campo. En el momento de abrir la caja se apiñaban uno contra otro en una esquina, como si recuperar la libertad los inquietase. Cuatro ojos siguiendo el círculo vicioso del susto. Como si quisieran seguir yendo de aquí para allá, a oscuras y a merced de otros. Como si la pasividad no los amedrentase.


¿ Andalucía? ¿En julio?


Así que voy a tumbarme en la cama ahora mismo, con la piel caliente y cocida. Me quedaré quieta y expuesta, imitando a mis autillos. Para intentar la mansedumbre no hace un calor insoportable.

sábado, 16 de julio de 2016

Relicto


Relicto.

Me gusta esa palabra. Cómo suena y a lo que sabe. Suena elegante y vieja, a lord inglés y profesor con pipa. Tiene el gusto de la nostalgia. Me doy cuenta de cuánto me gusta mientras explico su significado botánico a mis amigos. Una especie es relicta cuando se encuentra en una situación de supervivencia. Dicho a lo burro. Cuando después de haber ocupado territorios mucho más amplios, smie ha visto obligada a refugiarse en búnkeres naturales en los que se esconde y subsiste como un maquis. A veces no es una sola especie, sino un grupo de ellas, un conjunto de relaciones que se han vuelto anacrónicas, un ecosistema reliquia.

Todos podemos asociar una misma imagen a la palabra reliquia. Una cosita reseca y ridícula. Y probablemente esa sea la apariencia de los ecosistemas relictos si se los compara con su gloriosa situación de partida. Pero cuando estás dentro de uno de ellos, lo que te inspira es reverencia. Estás respirando en una cápsula de tiempo, el aire generado por un grupo de organismos que se empeñan en seguir vivos y juntos. Estás en medio de un secreto, de un idioma que ya nadie habla, una historia que no se recuerda, los restos de un mundo sustituido. Unos pocos helechos, unos cuantos arbustos de hoja robusta y verdísima. No parecen gran cosa. Pero mis amigos me miran con asombro cuando les cuento que hace como unos cincuenta millones de años la jungla era la norma en la Tierra, y la vegetación que están viendo, más corriente que la soja y el trigo. Cuando con un poco de dramatismo revelo cómo con las glaciaciones comenzaron también el éxodo de especies a lugares protegidos, y la desaparición de aquel mundo caliente y húmedo. Me miran y se callan, y yo no sé si lo que me gusta es la sonoridad de la palabra relicto, o el hecho de saber algunas cosas fascinantes y poder transmitirlas.

O a lo mejor es que estoy con gente a la que quiero en mi lugar favorito. En un albergue no sólo de flora de otras eras, sino de hermandades y alivios. Aquí no llega el coche, no llegan las brutales noticias. No hay bronca ni necesidad de justificar una postura. No hay prisa ni modas. No hay pensamiento de futuro. Los árboles desfallecen y mueren en los alrededores, uno tras otro, pero esta ladera parece una alucinación de fuerza. La supervivencia es aquí una vieja costumbre. El pasado remoto brota y aguanta, sonriendo ante mis preocupaciones.


Este no es exactamente el ecosistema del que hablo, pero como no me va a rebatir nadie...


Vengo aquí, me siento en una piedra verde y blanda. Hay tapicería de musgo por todas partes. Hablo si es preciso para que el amor no sea un asunto solitario. Disfruto pensando que a lo mejor este puñadito de relaciones antiguas me incluye. Presente o recordando, siempre tendré la opción de este refugio.


martes, 12 de julio de 2016

Franzen el Abundante


Unos cuatrocientos gramos. La cantidad de carrilleras que compraría si quisiera hacer un guiso para dos personas. El peso aproximado del pulmón izquierdo. De un violín Stradivarius. De un feto de veintidós semanas. De una paloma.

Y según la traducción al castellano de la última novela de Jonathan Franzen, el peso de la tortura psicológica que acarrean inevitablemente las relaciones humanas. Todo el daño y los reproches, la dependencia y el engaño, las promesas incumplidas, la competencia y la culpa, el amor y el odio indistinguibles que se forjan en un matrimonio, entre padres e hijos, entre presas y depredadores. Por si eso fuera poco, aún quedaría espacio en la balanza para el examen de la sinceridad y la mentira, de la voracidad de Internet, esa parca contemporánea, del tambaleante periodismo, de la complicidad colectiva en los delitos, de la angustia ante una destrucción ecológica paulatina o fulminante, de una juventud trabada por los pecados de sus mayores, de la corrupción y la inocencia...
 


Cuatrocientos gramos. Setecientas páginas. Franzen no se corta. Franzen no se calla. No para hasta contártelo Todo, y después de hacerlo, sabes que podría seguir contando. Diseccionando. Revelando. Delatando. Dejando en bolas a sus personajes. Obligándote a contemplar su autopsia, a oler sus vísceras, a taparte los ojos con la mano floja, a pedir más, culpable. Abrumando.

Franzen es todavía el demonio de inteligencia que deslumbró al mundo entero con Las Correciones. Pero su caudal de explicaciones ha seguido creciendo sin pausa y si no lo ha hecho ya, amenaza con desbordarse. Franzen es un cerebro asfixiante. Un deportista narrativo de élite. Resistente y veloz a un mismo tiempo. Potente y maratoniano. Te preguntas cómo es posible que no se dope mientras te roba la atención con guante blanco. Te engatusa. Es un patólogo experto del corazón humano. Conoce sus excrecencias y sus desviaciones, su funcionamiento secreto y su basura. Es minucioso como la Enciclopedia Espasa. Tan poco sobrio como una jungla amazónica. Tan charlatán como las chicharras.

Estuve tan loca por su escritura, tan cautivada por su talento para conciliar la complejidad y dispersión de la vida actual con la estructura de la narración clásica, que leerlo fue una experiencia tórrida. Una noche loca a lo largo de centenares de páginas. Me habría acostado una y otra vez con su exuberancia. Le hubiera pedido la mano. De hecho, lo hice. En algún post lo llamé Futuro Marido. Pues bien, ahora le pido públicamente el divorcio:

Franzen, eres bueno hasta decir basta. Eres un abundante. Desconoces que la concisión también es un don hermoso. Eres el hongo atómico que arrasa el misterio para siempre. Eres un riesgo para la posibilidad de seguir contando.


sábado, 9 de julio de 2016

Barra libre

 
A lo mejor es que soy una puritana. Será eso. A lo mejor esa perspectiva me desagrada tanto que tengo que echar mano del argumentario feminista para que la mojigatería no se me note. A lo mejor por debajo de mi apariencia y mi discurso de mujer moderna, sigue acumulando bilis una reprimida de bragas color carne que se siente sucia si su entrepierna se estremece. A lo mejor tengo un problema con las tetas. A lo mejor es que soy misógina.

Porque no puedo evitarlo: esas imágenes que todos hemos visto de los sanfermines me incomodan. Las chicas subidas a hombros de una manada masculina que se muestran y se ofrecen y se soban, y que no pueden o no quieren evitar que se las sobe. No digo yo que me escandalice, que a ellas las repruebe y a ellos los meta a todos en el saco de los violadores. Resulta que para los malos olores tengo bastante aplomo. Mi mirada huele a tinto agrio, hormona y vómito, pero el gesto no se me descompone. Pero algo en mí sí se retuerce. Algo que habitualmente está bien escondido: mi pequeño órgano de la censura. No es sólo una cuestión estética. Es la sospecha de que ahí, en esa turba, en esa exhibición de gozo básico hay algo que no funciona del todo: una asimetría brutal en la comprensión de los cuerpos de mujeres y hombres.

Porque la mujer es ante todo carne, y mediante la carne se expresa, se castiga o se reivindica. Primero es cuerpo, y luego, con suerte, cualquier otra cosa. La carne es su principal narradora. Y de toda ella, la que más habla es la teta. Si una mujer se considera libre, hace un discurso con las tetas. Las usa como tarjeta de presentación, como cebo, como obsequio o como arma subversiva.

¿Me das tú ahora un ejemplo de anatomía masculina que se use de forma tan diversa, tan explícita, tan poco metafórica? ¿Puedes demostrar que los hombres van también siempre un pasito por detrás de sus cuerpos? ¿Ha sentido alguno de ellos que su carne tiene una densidad remotamente parecida a la femenina?

Yo me considero muy buena amiga de mi cuerpo. Adoro lo que es capaz de hacer y las maneras tan simpáticas y creativas en que puedo usarlo. Me gusta cada una de mis redondeces y líneas. Me gusta que quien yo elijo me sobe las tetas. Me gustan las mujeres que se dan como y cuando les place y que exigen un justo intercambio. Me parece perfecto que cada una se apropie de su cuerpo y lo limpie de prejuicios y haga con él lo que quiera.

Pero cuando veo a esas chicas que en la masa se jibarizan hasta quedar reducidas a sus tetas, el prejuicio de que sus cuerpos son de dominio público me escupe.Donde unos dicen “mujeres que se atreven a divertirse”, yo digo “mujeres que siguen dando por sentado que sus cuerpos son objetos pasivos”. Donde unos ven libertad, yo veo la misma ofrenda sumisa de siempre. Lo que a algunos les parece feminismo histérico, o represión sexual o criptomoralismo, a mí me parece simplemente la enésima denuncia de desequilibrio.

Le pregunto a los que ven tan normal y sana la ostentación y barra libre de la carne femenina: ¿y qué si esa chica fuera tu hija, o tu novia antes de estar contigo, o tu hermana? ¿Te seguiría pareciendo una mujer libre? ¿La palabra “puta” no asomaría a tu mente en ninguna circunstancia?

miércoles, 6 de julio de 2016

Recreo y aula en el mismo sitio

 
El huerto es un patio de recreo donde podría pasar horas, si me sobraran. Allí olvidaría muchas de las lecciones que he aprendido en los últimos treinta años. Mantenerme limpia. Tenerle respeto a las alturas y las ortigas. Usar zapatos. Hurgaría en la tierra para montar un arca con los bichos a los que Noé no hizo puñetero caso. Entraría en seria competencia con los mirlos a la hora de robar higos. Leería en la horquilla de los aguacates. Olería y olería hasta caer borracha.

El huerto es el lugar donde el corazón siempre tiene la manía de subirse a la garganta. Mi padre hace de maestro de ceremonias. Me lleva por aquí y allá como si yo fuera una rusa rica que quisiera comprarle un chalet de lujo a su inmobiliaria. Mira qué fresas. Aquí he puesto los tomates que el manchego me trajo. ¿Tú cómo te explicas que los pulgones se hayan cebado con este granado y a este lo hayan dejado intacto? Ya vienen naciendo judías. Hemos hecho esto muchas veces. Es como si la dulzura fuera brotando mágicamente a su paso. 


Es tan bonito
 

También es el lugar al que siempre defraudo. Donde engordan igualmente mi indolencia y mi falta de compromiso. Yo miro y me embeleso y me lleno de fruta la camiseta y me rajo. Entonces vuelvo a la casa y esa Silvia diestra y con callos en las manos que asomó la cabeza se marchita. En alguna combinación improbable de sol y sombra vive alguien que se me parece y sabe cosas. Cómo se enhebran las matas en una trama de cañas. Cómo hacer para que el agua corra pero no se escape. Cómo saber exactamente las ramas que sobran y lo que debe ser cercenado. Cómo convertir la azada en una extensión de brazos y espalda. Cómo dedicarse sin fisuras a algo.

Pero aunque aquí no haya sudor mío, sí hay alguna ocurrencia. He colado boniatos y limas en la oferta clásica de esta tierra. El maracuyá está colonizando la malla que separa la parcela del arroyo. Otro de mis caprichos. En el mejor de los mundos posibles, mujeres y hombres son iguales, el Mediterráneo no es una tumba, las especies no se extinguen y yo bebo zumo de maracuyá a hectolitros. Para mí su sabor revienta los límites de lo que fisiológicamente se considera gusto. Es sexo brutal y amor y brujería. Pero todos sabemos en qué mundo tosco vivimos. De todas sus flores estrambóticas, no ha cuajado ni una.

En ese mundo ideal tampoco habría que decidir dónde poner el tiempo, y en el mismo día yo podría ir a la playa, escribir, dormir como un gato, salir a correr y estudiar las razones por las que ciertas cosas no fructifican. Rastrear las pistas de por qué sucede, o no, lo que sucede. ¿Faltan insectos que polinicen, hay que encontrar la ecuación exacta de suelo y clima, se escapa alguna clave genética, olvido que la paciencia también fabrica? Mientras yo me pregunto por qué y por qué, y como fresas a puñados y después me olvido de todo, la planta se propaga febril y estéril por alambres y árboles vecinos. Ese debe de ser mi sello característico.

Tampoco es que me importe mucho. El mundo y yo podríamos ser mejores, pero siempre habrá algo dulce y luminoso que echarse a la boca.

sábado, 2 de julio de 2016

Calor: esa disciplina BDSM*

 
El verano pasado pasé un calor tan grande, tan surrealista, que mi relación con el ardor se ha puesto patas arriba. Fue un punto de inflexión, un cambio de época, un hito. Pasarán los años y lo seguiremos evocando: ¿te acuerdas de 2015? ¿De aquellas noches en las que ser sólido era una tortura? ¿Te acuerdas de que andaba tan desquiciada que me parecía que el ventilador me susurraba cosas? No nos asustaba tanto el calor del día. Para algo más que para la expansividad nos servirá ser andaluces. Pero aquel fuego por la noche, aquella refutación del aire: levantarnos a beber o a mear por no seguir asombrados de que la cama quisiera hacernos daño. Sentirnos secuestrados, a merced de criaturas invisibles que se nos apretaban contra el cuerpo, abusados.

Desde entonces creo que soy víctima del síndrome de Estocolmo. Coopero con el calor. Lo disculpo. Lo voy buscando. Escucho las previsiones con expectación algo perversa. Me ofrezco. Ando por el monte sumisa, como una vaca bien dispuesta a que le hundan el cuchillo.

Por eso, en mi penútimo día de trabajo antes de las vacaciones, no me pareció tan mala idea salir al mediodía de la burbuja acondicionada del coche. Quería estudiar un trozo concreto de mundo que estaba a un par de kilómetros a pie de cualquier otro. Me llené los bolsillos de los cachivaches que utilizo: cámara de fotos, GPS, teléfono, la libretita de notas. Ninguno servía de mucho. Cualquier imagen hubiera nacido abrasada. Los satélites que nos ordenan “ve allí”, “no olvides dónde estás”, “contesta”, apenas tenían cobertura. Todo lo que se me ocurría anotar en la libreta carecía de interés profesional. Tal vez ni siquiera hubiera sido apto para menores. Me colgué los prismáticos. Estos siempre funcionan. La llave de la intimidad de cualquier trozo críptico de mundo. Llevaba ya demasiado peso encima. Volvería a encontrarme con la botella de agua en menos de una hora.

Y así me puse a andar, y el calor empezó a mordisquearme. Primero bocaditos de pez. A los cinco minutos el cielo era puras fauces. Había un río, y vegetación de ribera frondosa, pero no quise mirarlos mucho por miedo de que fuera un espejismo. Me conozco de sobra. Admiré las retamas y las coscojas, los cardos y los lentiscos. Todos esos valientes soldados, esa lección de budismo hecha de espina y hoja. Empezaron a hormiguearme las manos, y me acordé de que el compañero al que hace unos días le dio un síncope empezó a deshacerse de esa forma. Él estaba acompañado y yo sola. Tengo que confesar que me sentía bastante presuntuosa al respecto. Hacía tiempo que no salía al campo sin más colega que mi propia sombra. Y esta vez ni siquiera.

Y a pesar de estar disfrutando de esa repentina independencia, empecé a preguntarme si mi empeño no se estaba pasando de rosca. Estar ahí tan sin cuidado, tan entregada al calor, dispuesta a hacerme digna de todas las criaturas que son pura resistencia. Iba a continuar aunque tuviera que meterme vestida en el río. Entonces vi al búho. Un búho enorme justo en la ladera de enfrente. El Godzilla de todos los búhos. Tan fuera de lugar a pleno sol como yo. Los dos nos quedamos sobrecogidos. Lo miré con los prismáticos y él me clavó los ojos desnudos. Esas dos brasas que te hipnotizan. Podría haberme quedado mirándolo hasta que mi uniforme se hubiera convertido en una de esas cáscaras de piel que abandonan las serpientes cuando mudan.

Pero juro que el búho dijo “vete”. Lo dijo. Y entre líneas: “tú eres un animal blando y desprotegido y yo soy una rapaz nocturna, así que vamos a dejar de hacer el idiota”. Y cuando de algún modo supo que mis prismáticos no eran escopeta, y mi fascinación sólo peligrosa para mí misma, se quitó de enmedio con un silencio ultraterreno. Exquisito.

No pude hacer otra cosa que darme la vuelta. No sé en qué estado habría llegado al coche si hubiera cumplido mi absurdo próposito, si el hechizo del calor no se hubiera rendido al del búho. Cuando lo hice le abrí la garganta a mi botella como un guácharo, y mojé mi sombrero en el río. Me acordé por fin de que a veces la mejor estrategia es la huida, y que entregarse de esa forma, al calor o a lo que sea, es instructivo hasta que te quiebra.

Ahora el síndrome de Estocolmo ha desaparecido. En un par de horas me marcharé adonde sea que haya brisa.


*¿Que qué es BDSM?¿ Y para qué sirve la Wikipedia?