Unos cuatrocientos gramos. La cantidad de
carrilleras que compraría si quisiera hacer un guiso para dos
personas. El peso aproximado del pulmón izquierdo. De un violín
Stradivarius. De un feto de veintidós semanas. De una paloma.
Y según la traducción al castellano de
la última novela de Jonathan Franzen, el peso de la tortura
psicológica que acarrean inevitablemente las relaciones humanas.
Todo el daño y los reproches, la dependencia y el engaño, las
promesas incumplidas, la competencia y la culpa, el amor y el odio
indistinguibles que se forjan en un matrimonio, entre padres e hijos,
entre presas y depredadores. Por si eso fuera poco, aún quedaría
espacio en la balanza para el examen de la sinceridad y la mentira,
de la voracidad de Internet, esa parca contemporánea, del
tambaleante periodismo, de la complicidad colectiva en los delitos,
de la angustia ante una destrucción ecológica paulatina o
fulminante, de una juventud trabada por los pecados de sus mayores,
de la corrupción y la inocencia...
Cuatrocientos gramos. Setecientas páginas. Franzen no se corta. Franzen no se calla. No para hasta contártelo Todo, y después de hacerlo, sabes que podría seguir contando. Diseccionando. Revelando. Delatando. Dejando en bolas a sus personajes. Obligándote a contemplar su autopsia, a oler sus vísceras, a taparte los ojos con la mano floja, a pedir más, culpable. Abrumando.
Franzen es todavía el demonio de
inteligencia que deslumbró al mundo entero con Las Correciones.
Pero su caudal de explicaciones ha seguido creciendo sin pausa y si
no lo ha hecho ya, amenaza con desbordarse. Franzen es un cerebro
asfixiante. Un deportista narrativo de élite. Resistente y veloz a
un mismo tiempo. Potente y maratoniano. Te preguntas cómo es posible
que no se dope mientras te roba la atención con guante blanco. Te
engatusa. Es un patólogo experto del corazón humano. Conoce sus
excrecencias y sus desviaciones, su funcionamiento secreto y su
basura. Es minucioso como la Enciclopedia Espasa. Tan poco sobrio
como una jungla amazónica. Tan charlatán como las chicharras.
Estuve tan loca por su escritura, tan
cautivada por su talento para conciliar la complejidad y dispersión
de la vida actual con la estructura de la narración clásica, que
leerlo fue una experiencia tórrida. Una noche loca a lo largo de
centenares de páginas. Me habría acostado una y otra vez con su
exuberancia. Le hubiera pedido la mano. De hecho, lo hice. En algún
post lo llamé Futuro Marido. Pues bien, ahora le pido públicamente
el divorcio:
Franzen, eres bueno hasta decir basta.
Eres un abundante. Desconoces que la concisión también es un don
hermoso. Eres el hongo atómico que arrasa el misterio para siempre.
Eres un riesgo para la posibilidad de seguir contando.
Jajaja.
ResponderEliminar¿Es posible cansarse de lo bueno en grado superlativo?
ResponderEliminarMe parece difícil y curioso.