viernes, 30 de mayo de 2014

Empeñarse en que la alegría haga juego con la vida


No has llegado aún del hospital cuando yo vuelvo del gimnasio. Curioso, ¿verdad?, la de trayectorias antónimas que se cruzan en una misma casa, o en este mismo instante, en cualquier punto de la ciudad: tú vienes del lugar donde los cuerpos se desmoronan. Yo, de un templo donde, por mucho que te duelan las rodillas, es fácil olvidarse de la caducidad. Vienes del desaliento. Vuelvo del tesón. Te traes un máster de fatalismo. Yo sigo cursando los primeros cursos de la esperanza. Te tuteas con fuerzas que nos zarandean como un gato retozón a un topillo. Yo a veces tengo una fe exagerada en el poder de la voluntad. Viniendo de países tan distintos, no sé cómo podemos entender lo que decimos al saludarnos.

Antes de llegar me llamas con voz quebrada. Cuelgo el teléfono, y ninguna operación de la consciencia necesita apuntarme que tu dolor es también mío. Y sin embargo, me inquieta una duda fugaz. He venido de la calle cargada de contento. Por ninguna razón, o por mil. Porque después de mucho tiempo sin entrar a una clase de yoga, la de hoy supo mezclar la dosis perfecta de vigor y levedad. Porque los árboles del paseo se ven acogedores como la cabaña recién barrida de unos robinsones. Porque a la meteorología por fin le cae bien mi piel. Porque queda gente hermosa que entrega su risa de forma gratuita, y gente que regala cortesía y se vuelve así hermosa. Porque he exfoliado muchas células muertas de mi mente durante el viaje. O porque soy risueña de natural.

Tan alegre vengo, tan suelta y ligera por dentro, que por un momento temo que el dolor no arraigue, que se me escape de las tripas como un aborto. Que mi gozo sea sulfúrico, corrosivo, y que con un par de aleteos disuelva graciosamente, si no mi empatía, sí al menos mi caprichosa capacidad de atención. Pienso eso, y me doy cuenta de que así caigo otra vez en ese prejuicio de que la alegría es una cosa sin enjundia. Un tipo de coquetería. A veces, al publicar uno de esos post con los que intento compartir mi asombro por lo que voy viendo, he sentido un poco de apuro. Me ha dado cosita mostrarme incansablemente complacida. Tan jubilosa y campante. Tan encantada de la vida hasta un límite quizás irritante. A veces he pensado que la auténtica alegría no necesita tanta publicidad.

Y hoy, mientras te espero, recelo otra vez. Vuelvo a plantearme si la alegría es un proyecto viable. Si apostar por ella no será como construir una casa junto a una rambla. Si teniendo como tengo corazón y ojos, mantenerse sonriente no será empecinarse.

Pero la duda me dura lo que tardas en entrar. Veo tus hombros cargados y el alma se me parte. Y entonces te abrazo, y mi alegría primordial nos envuelve, a ti, a mí, a todo el dolor que permanece intacto y sin disolverse, que arraiga pero no consigue levantar el asfalto. Porque la alegría a la que me aferro es una forma de fortaleza, no un juguetito, ni una pose. Ni una venda en los ojos, ni una frivolidad. Es un tronco y un buen cimiento. Una respuesta a la extravagancia increíble de haber nacido y tener que derrumbarme y morir cualquier día de estos.

Cómo voy a renunciar a ella o a dejar de expresarla.

martes, 27 de mayo de 2014

La isla monacal

 
Los días seguían la pauta ideal de un convento. Nos despertaba un sol invasivo que se colaba por ventanas sin párpados, un buen puñado de minutos antes de lo que mi reloj biológico tiene memorizado. Lo primero que veía era la mosquitera. Nunca hasta entonces había dormido así, envuelta en telas etéreas. Por un instante el decorado y el amanecer tan temprano me hacían creer que estaba en el Lejano Oriente. La ilusión se desvanecía rápido. Bastaba con salir de la cabaña y lavarme los ojos legañosos en el lavabo comunitario para toparme con el trozo marrón de tierra en barbecho en que se disolvía el patio de la casa. Con las sabinas. Con una muchedumbre increíble de lagartijas. Con hojas secas de unos árboles que recordaban a Sergio Leone. Con una punta reluciente de lago en la esquina de la mirada.

Me preparaba el desayuno y me lo tomaba justo allí, en una mesita que vigilaba la transición entre el hogar y el campo. No hacía nada más que masticar y frotarme de vez en cuando los brazos, porque el viento tenía todavía mucha noche adentro. Miraba también las gaviotas y alguna nube solitaria. Luego lavaba mi plato y mi vaso, y mientras unos meditaban y otros se iban espabilando, yo ponía en práctica mi propio método para apaciguar el alma. Unos días caminaba por entre muretes de piedra rubia, y a veces llegaba hasta el lago salado o hasta el mar, y entonces casi creía que seguía soñando. Otros días dejaba que un libro me borrase la identidad.

Después me inventaba alguna tarea doméstica y la completaba como mejor me salía, pero puedo decir tantas cosas al respecto que lo dejaré para otro capítulo de esta pequeña crónica de Formentera. La daba por terminada cuando la rebeca que había tenido que ponerme durante el desayuno ya me sobraba, y entonces me iba a la cocina a preparar el picnic del día. Debía de tener un gesto concentrado y serio mientras picaba la verdura en trocitos menudos, pero en realidad cantaba por dentro. Cuando guardaba lo cocinado en dos tupper, y los metía en la bolsa con dos tenedores y dos servilletas, sentía que la plenitud podía parecerse a eso.

Entonces la bolsa iba a la cesta de la bicicleta, y los pies en sandalias a los pedales. Seguro que íbamos dejando por los caminos un rastro de olor a ungüentos solares. El recelo de mi esqueleto se disipaba poco a poco, pedalada tras pedalada. Me gustaba ver la sombra montada de L. e imaginar la mía propia. Quería que fuera así para siempre, aguerrida y alegre, completamente entregada al juego de un mundo que rueda. Con las brazos rojos del traqueteo y la cara caliente llegábamos por fin a la playa inconcebible que L. había vuelto a escoger. Y ya sólo bastaba con dejar que las necesidades más simples fueran marcando el horario. Cuando teníamos hambre, que era cinco minutos después de tender la toalla, comíamos. Cuando nos daba frío o ganas de mear, nos levántabamos. Tomabámos un café sin separarnos más de la cuenta del turquesa. Buscábamos otro sitio. Coleccionábamos otro puñado de caminos, otro faro y otro acantilado, otra playa y otro pedazo de tarta. Todo era tan fácil.

Y así, confiando en la brújula de lo elemental, empecé a darme cuenta de que una de las razones que podría haber achacado para hacer este viaje era la búsqueda de mi propia honestidad. He hecho muchas cosas creyendo que así daba la talla. He querido parecerme a personas que me parecían exitosas. Me he medido con el talento y la experiencia de otros. He comprado expectativas al peso. He hecho mía la ambición de ser productiva e influyente de algún modo. He pretendido ser atractiva. Me ha dado apuro escribir unas cosas y dejar de escribir otras. Me ha podido muchas veces la ansiedad de la respuesta, y andando por esos caminos ajenos, he llegado a distraerme de mi verdad.

En la isla aprendí - ¡ me lo enseñó la isla! - que no necesito diseñar ni cumplir proyectos, ni justificar mi existencia mediante un número impuesto de páginas, anécdotas o relaciones. Que no preciso ser mirada mucho más que mirar. Que los agujeros de la vida se reparan a fuerza de simplicidad.


Empezar el día callando y mirando. Celebrando.



domingo, 25 de mayo de 2014

Las dos caras de Formentera

Me acuerdo de cosas al azar. Así que esto será como el tema a desarrollar en un examen de oposición: sacaré una bola cualquiera, y sea cual sea la que toque, empezaré a recitar.

Me acuerdo por ejemplo de un par de expresiones que escruté en caras distintas, y que al repetirse de esa manera, acuñaban casi la moneda oficial de la isla. Una expresión preocupada y una expresión de embeleso. Hablabas con ellos, con los residentes, y a los pocos minutos cualquiera de ellas aparecía. Primero una, después otra, sucediéndose la sombra y la luz, la luz y la sombra, como en un cielo lleno de nubes algodonosas.

Primero solía llegar el gesto de embeleso. O no, no era un gesto, sino un estado más o menos duradero. Quien estaba allí, y también quienes íbamos llegando, esperábamos algo sin querer demostrarlo, haciéndonos un poco los tontos, como cuando el día de tu cumpleaños te ponen una excusa idiota para llevarte a tu casa, y tú disimulas que la fiesta te ha pillado por sorpresa. Había en todos nosotros una predisposición para el cambio, sólo que a mí quizás me daba un poco de vergüenza admitirlo. Una esperanza, un proyecto de higiene vital y renacimiento. Puede que hubiera un misticismo contagioso en el aire, igual que en otros trozos de costa hay mojito y bronceador con olor a coco, o cerveza y fritanga. Que fuera efecto de una insularidad no profanada por lo masivo del avión o el crucero: para llegar, por narices tienes que dejar a tu espalda alguna tierra firme y, antes de divisar el puertecito casi africano, dejarte llevar sobre las aguas. Quizás el vaivén del barco, la fluidez y profundidad que el cuerpo intuye bajo la cáscara metálica, se inscribe de alguna manera en la mente. Todos estábamos dispuestos a vestirnos en la isla con una ropa más ligera y más limpia.

Y era gracioso, porque los veteranos la tuteaban. Hablaban de ella como si fuera una persona; no, como si fuera la deidad responsable de gestionar la liberación esperada. Decían que había que estar atento y aceptar lo que la isla tuviera a bien traerte o quitarte, regalarte o desplumarte. Y diciéndolo se les iluminaba la cara. Todo el mundo trataba de hacerse digno. Todos tenían fe en que la isla les devolviera la libertad o la calma. Era hermoso ver esa credulidad asomando bajo la piel bronceada.

Entonces el clima cambiaba, y una nube cruzaba el cielo radiante. El que hablaba volvía a meterse en su pellejo y se olvidaba un poco de su propio cambio. La isla perdía sus poderes y volvía a ser un pedazo de geología rodeado de agua estéril por todas partes. Así era como de pronto la preocupación de la sequía se adueñaba de la charla: hacía un montón de meses que no caía una gota; los trigos y los pastos se estaban agostando; la tierra, una pura costra, los pozos cada vez más salobres, la amenaza apocalítica de un agosto infectado de turismo cada vez más cercana. Había inquietud en las caras y una sinceridad más fiable: el miedo es más difícil de impostar que la alegría.

Esas eran las dos caras de la moneda, y eso es lo que yo vi en la isla: un mar de color radicalmente turquesa, demasiado raro, demasiado hermoso como para no confiarle tus riendas; lo bastante incomprensible como para permitirte creer en su divinidad. Y una red de caminos sin flores ni hierba, una masa sedienta de pinos y de sabinas, de matorral ratoneado y mugriento. Un polvo sepia que volvía vulnerable la belleza de las postales y mojaba de ternura el paisaje.

En conjunto, algo de lo que uno es incapaz de olvidarse.


jueves, 22 de mayo de 2014

Aclaro


Quizás el título del post anterior me quedó un poco ambiguo. Cuando lo publiqué se acercaba la hora de la cena. Tenía hambre de rúcula. La Sierra mostraba un rubor primoroso. Las cosas del mundo se veían dulces y llenas. Un cachorrito humano de casi cuarenta años me esperaba para jugar a las piernas revueltas. El momento conspiraba para que cerrara rápidamente la faena. Y eso hice. Volver cuesta un poco más que irse. Bueno, sí: retomar el hábito de la escritura pública cuesta; quitarme de encima el sueño letal de las primeras horas del día cuesta. Para lo demás habría sido mucho mejor usar otra acepción de esa palabra: estoy desandando cuesta abajo el viaje.

Hay algo raro en esta vuelta. Una sensación de desajuste con respecto a la persona que se marchó de manera un poco impetuosa. Mantengo que es fácil marcharse. La excitación de los preparativos y del arranque, el desconocer todavía que es lo que vas a encontrarte allá donde vas te mantiene alejado de la comparación. No tienes referencias de lo que serás los días venideros. Estás en el corazón de la aventura y das por sentada tu estabilidad .

Pero al cabo del tiempo regresas a la rutina que dejaste, y a lo mejor te pasa esto que a mí: que tus coordenadas habituales parecen haberse desplazado ligeramente. En un hemisferio del cerebro tienes bien fresco el mundo bien cuajado de antes de irte. En el otro, el momento presente, compartiendo escenario con él. Y entre medias, una semana lejos, en un sitio tan nuevo y tan familiar a la vez que es como si te hubieran injertado un recuerdo ajeno. Como si hubiera sido una semana soñada y, sin embargo, en la vigilia del regreso te quedaran huellas del sueño. Como si los marcianos te hubieran abducido y manipulado ligeramente el circuito de la percepción y el comportamiento. O como si fueras un personaje de Las mil y una noches: un genio te sacó de tu aldea para después devolverte, y apenas creerías que has estado zascandileando por palacios de cuento si no fuera porque llevas un rubí en el bolsillo del pantalón .

Lo que quiero decir con toda estas paparruchas es que readaptarme a mi hábitat y a mi trama no me está costando precisamente, sino que me pasma. Me siento rodar sin frenos a lo largo del día. Apenas doy pedaladas. Si me paro a pensarlo a lo mejor me da algo de miedo la facilidad y el espacio que me han nacido adentro, pero el caso es que no lo pienso. Es como si el viaje hubiera derribado tabiques internos, quizás un muro de carga que aún no he identificado muy bien. Como si la libertad no tan chocante de irme de vacaciones a destiempo, sin la compañía habitual y sin más guía que la que allí tuve a bien encontrar, se hubiera propagado a otros ámbitos.

Vivir resulta de pronto una cosa insólitamente asequible, y supongo que también a eso hay que saber amoldarse.

miércoles, 21 de mayo de 2014

Volver cuesta un poco más que irse

 
Cielos, ¿tan difícil era esto?

¿Y en serio lo hacía yo de manera más o menos fluida? ¿Me ponía el ordenador en las piernas y, sin tomar batidos de proteína ni suplementos, iba traduciendo como podía los textos en arameo que bullían por mi cabeza?

Me parece medio increíble. Desde hace un rato rebobino hacia atrás el documento de casi seiscientas páginas, ¡seiscientas!, donde se supone que monto y ajusto lo que después voceo por el altavoz de este blog. Leo al azar alguna frase. Y me embarga la misma sensación de extrañeza que sentí al entrar primero en la ciudad y después en la casa, después del viaje. Miraba los árboles de verde europeo que ciñen el río y le conceden la gracia de creerse una cosa grande. Miraba las casitas blancas que se arraciman por la loma donde mi barrio se convierte en zona de domingueo y en cementerio. Todo me parecía nuevo y exuberante.

Franqueé después una puerta en la que giró milagrosamente la llave que había en mi mochila. Y allí seguí mirando. Vi presencias robustas y tiernas. Pinceladas de color sobre un fondo cálido como la arena de playas que adoro. Miré el sofá adornado con cojines un poco rústicos y me asaltaron imágenes de una suave cotidianidad en pijama. Miré fotografías enmarcadas que un día quedaron congeladas después de que yo moviera un dedo. Miré la pared tras la cama donde mi mente dice que duermo. Vi los tres versos modelados en plástico de un aforismo de Emerson que hace poco plantamos de cabecero. Be silly. Be honest. Be kind *.

(A veces uno se hace digno de sus elecciones un poco azarosas. A veces uno descubre durante el viaje las razones que le impulsaron a salir de su casa. A veces uno va recogiendo piezas y al final el mosaico cuadra)

Eché un vistazo largo a la casa, y el conjunto me agradó lo bastante como para que me apeteciera trabar amistad con la persona que montó todo esto. Me costó una media hora de reconocer a vecinos por el balcón y de encontrar cosas en los cajones correctos para poner decir esta es mi ciudad, esta es mi casa. Ahora leo cosas que ya he escrito como si lo hubiera hecho alguien que no era completamente yo. Y me acerco con timidez al teclado para encuadrar y parir nuevas fotografías mentales como si nunca lo hubiera hecho antes.

Y seguro que quien lo hizo no era completamente yo, tal como soy en este instante. Dejad que lo ilustre con una imagen idiota. Ahora soy una especie de bombón de licor: algo cerrado que esconde dentro de sí un núcleo dulce, recio y sin forma, pero capaz de estallarte en la boca. Tened paciencia conmigo. No sé muy bien por dónde empezar a desenredar la madeja que he acumulado en mi viaje.

O sí que lo sé. Cualquier cabo es bueno para empezar a tirar de él. Cualquier hilo lanzado a la corriente sin mucha esperanza puede servir para pescar un pez. Pero dadme un poquito de margen. Necesito este estiramiento antes de reconocerme en lo de seguir escribiendo.


* Para los que aún piensen que aprender inglés es una chorra: “Sé simple. Sé honesto. Sé amable”. Que sí, que la traducción inmediata de silly es tonto, pero a mí me gusta más el toque de ingenuidad campestre que hay en la palabra simple.


sábado, 10 de mayo de 2014

Con esto y un bizcocho

Nos vemos el día 18.

Por lo que me dijeron del sitio adonde voy, sé que podría haberme llevado el ordenador y haber mantenido la manía de la publicación. Ningún viaje termina demasiado lejos de un enchufe, ni demasiado desnudo de redes cibernéticas, y yo sólo pasaré una semana en un rincón no demasiado escondido del mar más viejo y más gastado del mundo. No pienso alejarme tanto de mí misma como para olvidarme radicalmente de mis rutinas.

Pero sí necesito tomar algo de perspectiva: dar un pequeño saltito en altura respecto a mi mapa topográfico para comprobar si las montañas son tales o sólo montoncitos de arena. Necesito mirar la escritura, mi vida entera incluso, como si no las conociera para volver a enamorarme de ellas.

Lo dicho. Me acordaré de ustedes con amor. 




jueves, 8 de mayo de 2014

So fanfarrones

 
Los pájaros lo hacen tan fácil que casi da rabia. Se zambullen en el espacio, dan un solo aleteo aristocrático que los coloca en una autovía térmica, y así, como si no lo pretendieran siquiera, de pronto se ven en lo alto. Tan lentos como si una fuerza antigravitatoria los apretara contra el cielo, e inmediatamente, tan rápidos. Otra vez se han vuelto a lanzar en picado. Y otra vez, después de rozar apenas el suelo, vuelven a auparse. Como si estuvieran dando puntadas en el aire.

Yo, que tengo las cervicales para el desguace después de llevar toda la mañana mirándolos con los prismáticos, empiezo a sentirme agraviada. Si un ornitólogo experto me dice muy serio que estos pájaros están cazando, flirteando o defendiendo su territorio de otros pájaros coñazo, yo hago como que le creo. Pero mientras lo atiendo, un estrato muy antiguo de mi cerebro me advertirá de que en realidad están jugando. Que se entregan a sus piruetas por puro capricho y alarde. Porque pueden volar y, de alguna forma que contradice a la neurociencia, lo saben. Mi primitivo cerebro de ave todavía recuerda lo que era vanagloriarse alegremente del vuelo.

Lástima que ese trocito de conciencia duerma bajo una buena capa de sedimentos sapiens. Miro a unos aguiluchos a los que a estas alturas, y dados el estado de mi cuello y las garrapatas que ya me he quitado después de observarlos, amo y detesto a partes iguales. Y tras recrearme brevemente con ellos, sólo puedo acordarme de las palabras que una médica de cabecera le dijo a alguien muy cercano cuando tuvo que visitarlo en su casa. Queremos volar y no podemos, dijo, y yo, que estaba escuchando desde la cocina, y que a través de sus ojos intuyo lo terrible que debe ser tener una mente de treinta años confinada en un maltrecho cuerpo de setenta, no tuve más remedio que confirmarlo.


martes, 6 de mayo de 2014

Bendita erosión


Hay ideas de conveniencia tan ambigua que cuando uno maneja con ellas, a priori no puede apostar si son malas o buenas. Responder al chasqueo de dedos de un guapo más simpático de la cuenta. Por ejemplo. O dejarse caer a la vuelta de la playa en un sofá donde la anatomía no encuentra un final por mucho que se estire.

El post de hoy arranca de esta segunda. ¿O qué os pensabais?

La bondad de la idea se hace tanto más discutible cuanto más cerca está la hora de preparar la comida; cuanto más zalamera es la brisa que pone a bailar las cortinas; cuanto más empalagoso es el canto de no sé qué pájaro. Llegas meándote a chorros, porque la temperatura del agua te ha enfriado las ganas de sumar tus fluidos a los del padre Mediterráneo. Te sientas en el váter y dejas que la parte inferior del biquini resbale pantorillas abajo; te zafas también de la parte de arriba, sin que el vestido ligero con que das por inaugurado el verano ponga ni un solo obstáculo. Y así, libre como los ángeles bajo el estampado de flores, ignoras todo lo que no hable el idioma de las cosas horizontales. Nada de sacudir la toalla; nada de vaciar la mochila arrumbada en alguno de los muchos ángulos ciegos que la vista sabe crear a esta hora; nada de prestarle atención al mohín antipático que tiene el mando de la ducha. Pasas junto al sofá de camino a cualquiera de tus quehaceres inmediatos. Lo miras, te mira, y entonces escuchas algo en tu mente que recuerda al chasquear de dedos de aquel guapo carismático. Siempre has sido de rendición tirando a simple.

Así que la brisa, los pájaros. La bendita ausencia de elásticos sobre la piel tibia. Las piernas que se alargan sin alcanzar ni de lejos la frontera entre el reino de lo mullido y el aire. Unos calabacines recién cogidos esperando sobre la encimera de la cocina a que salgas del trance. Los párpados se vuelven mármol. Los brazos se vuelven mármol. Tu mente es un vaivén de olas encerrado en una estatua de mármol. Decorativa e inútil como una escultura griega recién pescada del mar.

Y, sin embargo, el mar dentro de tu cuerpo te está diciendo algo. Aunque suene rancio o histriónico, el mar siempre termina teniendo la respuesta. Sin más voluntad que seguir fundida con un paisaje que sólo a primera vista es modesto, porque además de un sofá y las cortinas, incluye a pájaros africanos y al Levante, de pronto lo sabes. Entiendes el porqué de ese suceso fisiológico tan curioso que es llegar derrengada de la playa en que has permanecido tetrapléjica un rato largo. Nada que ver con bajadas de tensión o con la ionización del aire: estás cansada porque en la trastienda de tu mente se ha operado una proeza.

Algo ha hecho por ti lo que a tu consciencia tanto le cuesta. Te han despojado de expectativas y quimeras. Te han extirpado las proyecciones hacia quién sabe dónde y quién sabe cuándo. Tumbada con una mano enterrada en la arena y la otra sobre el libro que tienes en la barriga, miras al mar sin esperar que suceda nada, que salga del agua un monstruo con escamas o una sirena, o que un barco venga a llevarte. Te han dejado limada y suave, reducida a tu dimensión más concreta. Una historia de la que todavía no se ha dicho la primera palabra. Un lienzo en blanco dispuesto a admitir cualquier color que se presente.

Lo que ha pasado es que, sin darte cuenta, has desandado el camino de tu edad y de la evolución de tu especie. Tienes derecho a sentirte cansada. Aunque no sea muy buena idea, te has ganado el sofá como premio.


sábado, 3 de mayo de 2014

Sangre de tu sangre


El niño no está tan mal, en realidad. Rosa lo observa cuando él no se da cuenta, en los raros momentos en que se ensimisma con algo que nadie le ha ordenado antes. Como ahora, cuando ve unos dibujos animados que a Rosa le parecen un poco demasiado pueriles; o mientras juega con el móvil de su padre, o cuando estudia, con los labios húmedos y entreabiertos, el modo en que el gato sortea los retratos del aparador, pasmado como si tuviera delante a una de esas criaturas azules y con cresta que exigen unas gafas ridículas para saltar de la pantalla de cine. Son momentos en los que Rosa descansa: el niño ya no es esa mirada ávida que la sigue por todas partes, que a todas horas reclama comida, entretenimiento y atención; que no parece ser capaz de moverse si no es a impulsos de la voluntad de un mayor. Cuando el niño se olvida de ella, Rosa levanta la vista de un libro que empezó hace ya un buen par de meses y del que con suerte podrá leer un par de páginas seguidas.

Y lo mira con tanto empeño que, vistos desde afuera, a lo mejor ofrecen una imagen tierna. La criatura con la espalda muy pegada al respaldo de la butaca, las zapatillas de suela barroca alcanzando apenas la moqueta. La mujer con el libro entreabierto en el regazo, componiendo una sonrisa para un espectador imaginario. Si inclina un poco la cabeza, si relaja la tensión en los hombros, quizás logre fingir algo parecido al amor.

Mientras que eso ocurre, Rosa lo mira dar pellizcos distraídos al bocadillo de mantequilla y chorizo que le sirvió con saña hace un buen rato. Tienes que aprender a comer de todo, dijo para contrarrestar la decepción en esos ojos redondos que esperaban su chute de azúcar. A veces Rosa educa y hace lo que se espera de ella, pero eso no consigue que se sienta menos mezquina. Y por eso lo mira, y atiende y vigila, y se queda muy quieta por si acaso escucha el famoso rumor de la sangre. Entonces es cuando admite que el niño, después de todo, no está tan mal: come sin dejar dedazos de grasa roja en la tapicería; no suelta ese tipo de preguntas rebuscadas con que los de su edad alardean de imaginación e inocencia; hace sus deberes sin que le asome la punta de la lengua; cuando se lo manda, seca los cubiertos con la flema de un mayordomo diminuto.

Y si lo observa de perfil, ni siquiera se parece a su padre. La forma triangular de la cara que tan nerviosa le pone se suaviza, y bajo la carcasa de comadreja seria empiezan a aflorar los rasgos que todavía recuerda de una niña de hace treinta años. Las cejas más rubias que el pelo de la cabeza, las mejillas llenas y suaves como un panecillo de hamburguesa. A veces apoya los codos en las rodillas y se sujeta la cara con ambas manos, y cuando luego vuelve a su postura de niño modoso, en cada mejilla aparecen las cuatro medias lunas que le han marcado las uñas. Igual que su madre hacía de pequeña. Otras balancea sólo el pie izquierdo, mientras el derecho se tuerce hacia adentro en un ángulo casi recto. Justo como aquella niña que no paraba de leer cuentos y que comía bocadillos de Tulipán y chorizo con más ganas que el crío que tiene delante. Contemplando a su nieto, Rosa siente por fin el poder de la sangre, y eso precisamente es lo que la horroriza: el niño por el que no siente nada se parece a la niña a la que tanto quiso, y ahí están los dos ahora: la niña en el cuerpo blando de su hijo. Como si  no hubieran pasado treinta años de largo.

jueves, 1 de mayo de 2014

Que sí, que me voy


En el fondo el único cortafuegos válido ante la duda es un sí. Es algo que sabes íntimamente antes de que la indecisión se presente, un conocimiento que llevas de serie y que, sin embargo, sólo se actualiza con la experiencia de titubear. Así que tienes que pasar por ello: tienes que gastar toneladas de energía mental y tranquilidad sopesando, haciendo cábalas y cálculos, imaginando, repasando pros y contras, dando barrigazos en la cama, lloriqueando, hartando a los que te escuchan, recelando, posponiendo, parándote y avanzando, volviéndote a estancar.

Todo hasta llegar a esa premisa de partida que no dejaba de zumbar en tu oído a lo largo del proceso: siempre que dudes, terminarás eligiendo la opción afirmativa, aunque sea de modo precipitado y tajante. Aunque vacilar durante días sin cuento o permitir que tu cabeza hueca improvise termine teniendo el mismo desenlace atolondrado. Dirás que sí sin remedio, porque siempre preferirás una equivocación a la parálisis. Siempre confiarás en la puerta que se abre tras lo que aceptas. Quizás no puedas evitar la suspicacia de si esa puerta conduce a algún sitio, o se trata sólo de una salida de emergencia. Pero es que el no te mete de lleno en un callejón ciego. El no poda sin clemencia el árbol de la evolución.

Al final las razones a favor o en contra de lo que decidas dejarán de tener importancia. Da igual que las hayas pesado mil veces, y que en cada una de ellas la costumbre inclinara más la balanza que el cambio. Da igual la precisión con que intentabas cuadrar los balances. El sí es la fuerza de gravedad de tu cosmos mental. Y por eso, todas las listas repletas de motivos, todos tus discursos de persuasión, se amontonarán en el cajón adonde va a parar lo teórico. Dirás que sí, y en el camino de la experiencia, descubrirás tu verdadera intención.

Eso voy a hacer yo. Dentro de diez días me iré a Formentera. Sólo esperando a que zarpen los barcos, echando de menos, pedaleando, o poniendo los pies en remojo turquesa, corroboraré por fin que el sí siempre merece la pena.