domingo, 29 de junio de 2014

Está aquí

 
Ahora mismo debería estar haciendo yoga en un lugar idílico adonde habría llegado un par de días antes, con el pulso un poco excitado, como si allí me esperara un viejo candidato a amante.

Habría vuelto a oler esa combinación que me calienta los miembros: troncos recién descorchados, helechos secos y crujientes como una fritura andaluza, humedad y savia en cascadas, chorreando por todas partes.

Yoga aquí

Se me habría pinzado el esófago tres veces, una por cada atardecer. Me habría recordado conduciendo por las mismas carreteras, a esa misma hora, bajo esa misma luz, emocionada al ver cómo el parabrisas se teñía de rosa, cómo el aire un poco brumoso era exactamente lo que respiran los árboles.

Me saldría automáticamente el nombre de cada cara nueva con la que aún compartiría mi paisaje. Tendría un ramillete fresco de biografías ajenas y contactos. Me seguiría moviendo un resto de la energía que se genera cuando un grupo de desconocidos se hace familia.

Seguiría teniendo agujetas voluptuosas en los músculos más largos de mi espalda y mis piernas. Me movería con la sensación de haber crecido por lo menos un palmo. Alguien compasivo me habría ayudado a componer posturas elegantes que sólo a primera vista parecían fáciles. Aunque no suene muy yogui, habría salido de ellas presumiendo de que soy yo la que mantiene el control de su cuerpo.

Cada hora libre entre clase y clase se habría convertido en un regalo y una inversión. Tumbada bajo un árbol a la hora de la siesta, tal vez me habría sentido libre de la cárcel del sopor. Habría buscado un camino que conozco para quitarme los zapatos y ver cómo mis huellas desnudas se imprimían en la arena. Habría buscado esas mariposas cuyas larvas devoran las hojas de los árboles, las que tenía que contar cuando trabajaba por aquella parte. Esta vez me habrían parecido bonitas. Me habría acercado al pueblo donde viví y a las playas donde fogueé mi inexperiencia. Me habría tomado uno de esos cafés que te abonan a la úlcera con un compañero de entonces.

Habría sabido que ni todo el tiempo del mundo puede quebrar vínculos que sólo a primera vista parecían superficiales y frágiles. Habría sido capaz de acceder al centro vacío del instante: lo que viví por allí hace años seguiría ocurriendo, sin empezar ni acabarse. No cabría decir adiós nunca, porque todo lo que amé estuvo siempre conmigo, y conmigo se quedaría siempre.

Pero aquí es donde estoy, con estos brazos y piernas que de repente se me entumecen, con esta modorra perversa. Aquí me he quedado, intentando domesticar el prejuicio de que se me escapa un millón experiencias. Una de las lecciones más importantes que me di mientras barría en Formentera fue percibir que mi paisaje interior está bañado por la codicia: tenerlo todo. Vivirlo todo. Conservarlo todo siempre, lo sano, lo divertido, lo hermoso. Me marché de la isla sin pena, porque lo que en ella encontré de bueno venía ya en mi equipaje. Y por eso es aquí donde sigo, porque todo lo que dejo sin vivir en realidad lleva conmigo desde siempre.

viernes, 27 de junio de 2014

Mi impronta

 
En todos los minutos del día en que la vida se hace sala de espera, abro mi tocho de Jon Kabat-Zinn sobre la atención plena. Supongo que esta urgencia de rellenar el tiempo con frases de otro sabotea los valores de consciencia esmerada y reposo que contiene ese libro. Pero a veces, en los paréntesis que meto entre la prisa y el ruido de tráfico, encuentro una isla. Me llega algo así como una de esas audioguías que convierten un territorio extraño en inteligible. Una traducción simultánea. La posibilidad de darle la vuelta al tapiz de la vida para contemplar todos los nudos de su trama.

Leo por ejemplo esto:


Se dice que Helen Keller podía descubrir, apelando exclusivamente al sentido del olfato, “el trabajo de quienes están en la misma habitación que yo. El olor de la madera, del hierro, de la pintura y de los productos químicos se adhiere a la ropa de quienes trabajan con esos materiales, y lo mismo sucede cuando alguien pasa de un lugar a otro, porque porta consigo la impronta del lugar del que viene, ya se trate de la cocina, del jardín o de la habitación de un enfermo”.


La impronta del lugar... Palabras que cosecho a las seis de la mañana, justo antes de irme al trabajo, y que se quedan impresas como un eslogan en las vallas publicitarias mentales. Bajo a una calle cuya melodía cotidiana ha cambiado desde la entrega de notas escolares, a las rotondas todavía somnolientas, al paseo donde a esta hora los plátanos se saben misteriosos y guapos. Me siento en el coche a esperar que el amanecer se desenrolle en mi ventana, como  uno de esos trucos en los que una sucesión muy rápida de viñetas da origen a una peliculita. Y así, cuidando con celo de lo que he leído, atravieso paisajes y me hago responsable de ellos.

Portaré su olor en mi piel y mi ropa cuando regrese del campo. Volveré a entrar en lugares cerrados, en tiendas, oficinas, bares y salas de gimnasio, y sólo hará falta encontrar a alguien lo bastante sensible como para que mi regalo de olor se reparta. La cajera del supermercado se acordará del aire libre al cobrarme. El mecánico notará de repente que el trigo húmedo bloquea los vapores de la grasa de motor y el anticongelante. El funcionario que sólo sale a cazar uno de cada cinco domingos se estremecerá al percibir que mis botas pisaron aceitunas marchitas y tomillo. La que prepara el examen del MIR quizás recupere una conexión física con el olor de bichos muertos y vivos, si nos estiremos juntas en la clase de yoga. Cualquiera que se sienta encerrado en su prisión subjetiva podría entender a través de mi rastro cómo corretean los conejos o los mochuelos se quedan mirando. El que no despega los ojos del móvil tal vez recuerde lo asombroso que era amanecer.


Helen Keller, huéleme esto

Llevaré mi impronta conmigo y yo a mi vez sentiré que la calor y los fríos, la espalda hecha un cristo y los madrugones habrán valido la pena. Estaré siempre orgullosa de cada olor que mi cuerpo cosecha.

martes, 24 de junio de 2014

Vamos, que era una lerda


Hace unos días mi madre santa pedía en un comentario que contara cómo me convertí en una enamorada y una adicta a la playa, cuando resulta que de adolescente no me gustaba nada, pero nada-nada-nada. El mar sí, por supuesto, porque hay que estar medio muerto por dentro para que no te embelese el espectáculo de esa masa informe que sigue el ritmo de las pasiones y de las nanas, y que esconde un mundo enigmático lleno de soluciones alternativas a nuestra manera de respirar y movernos. A quién puede no seducirle el mar, las pepitas macizas de sol sobre su superficie, los vaivenes y el secreto bien guardado de la otra orilla, el juego de la espuma, todo ese poder que desde la orilla parece que disimula.


Lo que a mí parecía no gustarme era la playa entendida como hobby y como acto social: el meterte a codazos en medio de una manada desnuda para pasarte las horas derritiéndote boca arriba, boca abajo, boca abajo, boca arriba. Así resumido, suena lo bastante absurdo como para mantenerte alejado de ello con un gesto aristocrático de morro. Pero todas las cosas que hay bajo el sol apenas soportan resúmenes, y todas las explicaciones lógicas se quedan siempre cortas. Pienso ahora en ello, y me surgen tantas preguntas que me da la impresión de que la vida se parece a un sudoku al que le faltaran cifras de pista. Pienso, y llego a la conclusión de que la realidad es demasiado compleja como para pretender despacharla en un post.

Por ejemplo:

¿Era yo esa persona a la que no le gustaba tumbarse en la playa? ¿En serio? Porque ahora me gusta tanto que no creo que pueda meterme en ese cascarón estrecho de mi yo pasado sin reventarlo. ¿Es posible que seamos seres totalmente distintos conforme la vida va pasando? ¿Que la identidad sea una especie de competición darwinista en la que los personajes más fuertes y adaptados empujan a los más endebles hasta la extinción?

Si te lo planteas así, ¿puedes seguir hablando de tu identidad sin bochorno? ¿No parece como si cada uno fuera el producto de un montón de meneos sucesivos de coctelera, de una serie de tiradas de dados perfectamente aleatorias? ¿Pueden llevar todas estas combinaciones posibles de yoes que se sustituyen unas a otras el mismo DNI y el mismo nombre? ¿La frase Conócete a ti mismo no resulta entonces un poco tramposa?

¿Y puede uno definirse a través de sus aficiones y de sus aversiones? A los diez años el puré de verduras me daba arcadas. A los quince, toda actividad gimnástica o pasar una tarde entera en la playa. A los veinte, la música latina. A los veinticinco, la vida de pueblo. A los treinta, tener que hacer fintas para tomar una decisión entre dos. Ahora, a los treinta y cinco, no me importaría llevar siempre en el bolso una cantimplora con mejunjes veganos; escribo en mallas y deportivos para salir disparada al gimnasio en el próximo punto y seguido; siento desde aquí cómo late mi bikini como el corazón en el cuento de Poe; me estremecen de manera insana los primeros compases de un raeggetón; soy feliz cotilleando bodas a la puerta de las iglesias, y lo sería mucho más si pudiera vivir en una casa con gallinero y conexión directa con el cielo y el monte; y he desarrollado humor suficiente como para que en la vida en pareja no me importe mucho transigir o llevar siempre la razón. Así que ¿cuál de estas personas identificadas con lo que le gustaba o dejaba de gustarle era más yo?

Pero ¿no será todo mucho más sencillo? ¿No es posible que mi pasada aversión se debiera a que la gente con la que iba a la playa elegía siempre las horas de abono preferente al melanoma, y que entre el astro rey y la sesera no había ninguna barrera de protección? ¿O que lo único que me impedía disfrutar de estar ricamente a la bartola, arrullada por el vaivén de las olas, era mi adolescencia? Aquella crisálida mía de pudor físico e introversión. Visto así, yo no habría sido un vecindario de personas distintas, sino un mismo árbol que con el tiempo se ha ido podando de tirrias y manías. Quién sabe, quizás cuando sea vieja mi trato con el mundo llegue a estar tan limpio de broza subjetiva como una cámara de vídeo.

Y podría seguir pero paro, que luego mi santa madre me dice con sutileza que con posts como este es como una se queda sola en su mismidad bloguera.

domingo, 22 de junio de 2014

No despiertes aún

 
Yo, para variar, ya estoy despierta. Nuestra mecánica del sueño tiene un desfase que nos concede a los dos la ocasión de contemplarnos rendidos. Cuando tú te vas a la cama tarde, yo ya he dejado mi escudo y mi lanza arrumbados en la mesita de noche. Cuando la luz impaciente del día me silba, tú sigues empaquetado sobre ti mismo como un corderito. A lo mejor me quedo un rato en la cama muy quieta, con la vana esperanza de volver a dormirme. Pero cada uno tiene escritas en sus células unas cuantas condenas, y una de las mías es no poder dormirme de nuevo una vez que despierto, por mucho sueño que aún tenga.

Esta siesta es lo mismo. Dios, qué cansados estábamos. Demasiado madrugón, demasiado coche, demasiados pájaros. Y cuánto me siguen escociendo los ojos, aunque me empeñe en mantenerlos cerrados. Tú resoplas en mi nuca. Un aliento seco y caliente que es sinónimo del consuelo. Exactamente como tender las manos heladas delante de un buen fuego de encina, o colocarse bajo el aparato de calefacción cuando llegas a la oficina desde lo más profundo de enero. Tu respiración me conecta a tantas cosas vivas que en absoluto puedo quejarme por no seguir durmiendo. Cuántas cosas respiran confiadas a tu mismo ritmo:  niños, olas y ballenas.

Tu aliento dormido es también una excusa para la memoria. Recuerdo desfases parecidos en el que otro protagonizaba el papel que ahora te corresponde. Mi envidia, casi mi rencor por no poder unirme a su descanso. Me acuerdo de las veces en que compartí con mi tía Juani una cama un poco hundida, o un colchón echado al suelo para la siesta. Cómo me sujetaba como si yo fuera un rehén o un escudo humano. No me atrevía a moverme para no despertarla, y cuanto más resoplaba ella, más me dolía a mí el cuerpo y más tensa me ponía. Tenía la sensación de ser víctima de una injusticia: atrapada por el sueño de otro y sin poder escaparme de ninguna manera. Y más que el costado inmóvil o el codo ajeno como un peso muerto sobre mis costillas, dolía la incomunicación. Una persona dormida que se agarra a un insomne: la noche y el día, el invierno y el verano, las dos caras de la luna que nunca llegarán a encontrarse.

Pero ya estoy despierta y tu aliento sobre mi nuca es una caricia caliente. Todavía sigo sin querer moverme: soy la guardiana de tu entrega. Y entiendo perfectamente el idioma de tu respiración. Me sumerjo ahora en ella. Todos respiramos contigo, dormidos y despiertos, cigarras y hormigas. Exhalas, inhalo, somos parte de un mismo ciclo. Me transfieres así tu reposo; a cambio te doy la certeza de que seguimos con vida. No creo que encontremos mejor modo de comunicación.

jueves, 19 de junio de 2014

Cómo estar a punto de, en ocho pasos

 
Paso 1: espero a que los programas básicos del ordenador arranquen, procurando que no se me escapen suspiros de ballena. Repito este mantra: no es tiempo malgastado si entreno mi temple con él. Pero la solitaria del capitalismo me habita: todos estos lapsus sumados me habrían dado para estudiar alguna lengua muerta. Corte y confección, tal vez.

Paso 2: preparo el diván de la escritura. Ya no lo hago de rodillas: mi monitor de body pump me lo prohibió. Ahora alzo una montaña de cojines y me recuesto. Hago un atril con mis piernas. Coloco sobre ellas otro de mis cojines rojos, y encima, el ordenador. ¿No parece la corona que has visto en el telediario? Exactamente: una baratija cuyo valor simbólico empieza a dar un poco de risa. Y yo, ¿no parezco una parturienta? Exactamente: tengo la nuca húmeda y miedo de que lo que no se quiere soltar de mí sea feo de cara o le falte una pierna.

Paso 3: presto atención a la melodía de la calle. Por favor, que suene la alarma de los Tacañones, que acabo de decir una mentirijilla. En realidad, lo que está pasando en la calle me importa un carajo. Sólo quiero una excusa para empezar a escribir mi post con una migaja de honestidad. Esperaba escuchar el silencio raro de un día de fiesta desubicado, la atmósfera como de desalojo reciente que se huele al despertar de la siesta en un día en el que la gente se queda fofa sin la faja de sus horarios. Quiero imaginarme zascandileando entre cuerpos dormidos como el príncipe Siddharta al escapar de su palacio. Pero ahí afuera siguen desfilando coches por la cuesta, como si fuera un jueves cualquiera, sin Corpus, sin la Roja en jaque mate, sin Rey. Yo soy la única que no puede despertar de esta somnolencia perversa.

Paso 4: revuelvo adentro. Tengo que encontrar un Tema. Estaba por aquí, seguro. Si mi capacidad de ordenar no fuera tan epidérmica, si anotara más a menudo la escritura que me sale ya hecha mientras estoy cocinando o duchándome en el gimnasio. Ah, mira, mis temas, arrugados al fondo del armario. La vejez. Las gracias que hace un año no supe dar a alguien y que se han convertido en una especie de secreto pesado. Cómo era que no me gustaba la playa cuando era una jovencita moñuda y ahora sí. Me lo pruebo todo delante de ese espejo deformante que es la pantalla de un portátil. Pero hoy no me sienta bien nada.

Paso 5: me dejo cautivar por las sirenas de Spotify. Mis elecciones: cantantes masculinos que con sólo un grado más de intensidad, se escucharían pasados de rosca como Camilo Sesto. Me tumbo y ofrezco mi perfil sobre la almohada, como si alguno de estos me estuviera diciendo al oído guapa. Me topo por primera vez con un tal Matt Corby. Me preguntó si Dios se tronchará de mí el día del Juicio cuando en su balanza pese lo que llegué a conocer en el curso de mi vida, y lo que me dejé sin saber. 

 

Paso 6: calor, calor, calor. Piernas en combustión. Me levanto a comerme una de esas ciruelas de azul y sabor fastuosos que el árbol de mi padre tira al suelo sin darse la menor importancia. Ha llegado la época en la que fantaseo con la vida oculta de mi nevera. Ando descalza. Me regañan. Me reboto. Me río de este karma de emociones domésticas. Es una cosa tierna. Como la dentadura postiza de tu abuela metida en un vaso de agua.

Paso 7: ¿y qué hay de esa otra época? ¿Tendré valor de reconocer que ya ha llegado también? La época de aceptar dignamente y con alegría que ya no tengo gran cosa que ofrecer.

Paso 8: postura de la cobra sobre la cama. He abierto los postigos del balcón a la brisa recién nacida. De todas las bellezas canónicas de Granada, esta es la que prefiero: justo antes de que llegue la noche, la tregua en las apreturas del calor. Vuelvo a mirar el ciprés del parque. Hay algo en su punta cimbreante que siempre me cautiva. Es como un pincel pintando un haiku en el cielo. Entre otras mil razones posibles, amo los árboles porque siempre ofrecen una presencia sin vanidad ni fisuras. Sin saber toda la sombra y el cobijo que son capaces de dar. No pretendo que ese modo perfecto de ser se me pegue. Pero siempre es bueno encontrar un modelo cuando estás a punto de claudicar.

lunes, 16 de junio de 2014

Adoro los fuegos

 
Es un espectáculo matemático y conmovedor. Suena un primer zambonazo que también a nosotros nos hace dar un respingo, e inmediatamente, un arañar salvaje en la puerta de entrada a la casa. Un empujón sobre la madera, un suave aldabonazo como si el viento jugara con ella. Bola se cuela con descaro y se pone a dar vueltas por el salón como una tía abuela de visita. Siempre me cuesta decidir si su miedo es real o sólo una excusa para echar un vistazo a la perrera prohibida de los humanos. Zara la sigue mucho más tímida y se hace un ovillo en su rincón. Así se están un buen rato, Zara cerrando cada vez más su postura como si así lo que la asusta no pudiera encontrarla; Bola más incapaz de fingir mundanidad a cada cohetazo.

Pero el escándalo que asusta a las perras va acompañado de luz: en la playa están lanzando fuegos artificiales, y nosotros nos olvidamos de ellas. ¡Fuegos, palomitas de maíz descomunales! Probablemente sean la guinda de la boda que por la tarde vimos celebrar a pocos metros de nuestras toallas. Una persona une su vida a la de otra, gastan un pastizal para que sus familiares y amigos se queden contentos, y tres desconocidos nos sentimos los verdaderos destinarios del momento. ¡Fuegos en la pantalla de un millón de pulgadas del cielo! Hacía mucho que no me quedaba embobada mirándolos. Hace sólo unos pocos días que mi madre se sorprendió al enterarse de cuánto me gustan.

Con el mismo asombro de cuando era niña, contemplo cómo el cielo estalla en chispitas, cómo crecen pétalos de fuego desde un núcleo invisible, cómo después llueve luz de colores que se disuelve en el cielo como si nunca hubiera existido. Y cada disolución me da ganas de aplaudir y dar gracias por todo este juego y esta hermosura, pero también me obliga a pensar en la muerte. Qué mierda de celebración es esta que me hace entender nuestras vidas como si fueran fuegos artificiales: algo que se dispara a velocidad vertiginosa y que se abre un instante para no dejar luego ni un rastro en el negro. Estamos buenos.

Me doy cuenta de que la conciencia mortal me visita muy pocas veces de día. Cuando lo hace suele ser durante el sueño, y tiene poder para despertarme. Es una visita apasionada y violenta que en cuestión de segundos lo alborota todo y me deja tan vitalmente exhausta que enseguida vuelvo a dormirme. Abro los ojos, me doy de bruces contra lo increíble, creo que braceo como si me estuviera ahogando, incluso me siento. No es miedo ni rabia, sino desesperación absoluta de no comprender cómo el no-ser es posible. Cómo no voy a seguir contemplando y entendiendo y poseyendo mi cuerpo y metiéndome bajo los árboles. Cómo la luz del día dejará de arrimarse a mí y se largará indiferente a otro barrio.

Digo que vuelvo a dormirme como si no hubiera pasado, como si el demonio hubiera venido a follarme y a la mañana siguiente yo no me acordara de nada. Pero la última vez que mi muerte me dio un toquecito, dejó un papel garabateado con un mensaje importante, un conocimiento esencial que ahora no encuentro por ninguna parte. Sé que en las últimas migajas de conciencia me deslumbró una luz que le sacaba la lengua a la desesperanza. Sé que, aunque suene naíf, tenía que ver con el amor. Sé que se fundió a negro como el más fastuoso de los fuegos artificiales.

Cuando suena la traca final y los nuevos esposos bostezan deseando que el día se acabe, me separo de la ventana. Zara sigue hecha un gurruño en el rincón, Bola se mete debajo de la mano suelta de mi padre en busca de su contacto. Ahí están otra vez, las barrigas perrunas subiendo y bajando, la casa cálida, la luna llena que, gracias a dios, no se deshace. Otros dos pares de pulmones por donde entra y sale el mismo aire que yo estoy respirando. La seguridad de que hay otro puñado pequeño de seres que me resultan tan íntimos como estos dos. Me vuelvo a mi vida y parece que en la habitación flota un resto de chiribitas. No me acuerdo de lo que decía exactamente el papel que me dejó la muerte, pero creo que puedo entenderlo.

domingo, 15 de junio de 2014

Mi álbum de arena

 
Seis y media de la tarde. El ordenador ha arrancado con una agilidad sorprendente para lo que suele desde que se me enfermó, pero quién se resiste a la proposición de bajar a la playa en un día como este. Cómo no hincar la rodilla ante un verano que no espera al calendario. Así que hago un pacto conmigo misma. Miro a la pantalla expectante y le suplico que no se ofenda, que me espere hasta después de la cena, y que entonces no vuelva a enredarse en un bucle sin fin de fondos oscuros y mensajes cifrados. Me pongo otra vez el bikini todavía húmedo. Echo libreta y bolígrafo en el bolso. El plan es este: me voy a la playa a darle una dosis extra de luz a mis carnes, mientras adelanto a mano un borrador para el post de hoy. Grande, Silvia.

Después de un rato de recreo saco mi libreta, tan voluntariosa, tan diligente yo. Empiezo un parrafito con mi letra de hormigas marciales, y antes de poner el tercer punto y seguido, ya he escrito debajo un gran ¡¡NO!! Miseria y virtud de la escritura a bolígrafo: no hay modo de borrar las torpezas; no se puede echar mano de ese bisturí tan higiénico que es la tecla Supr para volver a empezar sin problemas. O se emborrona la página completamente o se apechuga con la vergüenza. Como la vida misma.

Empiezo otro parrafito. Vuelvo a apechugar. Alzo la vista de la libreta. Me vuelvo a enamorar. Probablemente sea efecto del ángulo con que los rayos de sol inciden sobre mi parte del mundo a esta hora, pero da gusto mirar brazos y piernas que, no importa edad y constitución, parecen invariablemente suaves, o recrearse en la topografía de la arena contemplada desde la horizontal. Qué difícil escribir cuando todo se ve macizo y jugoso. El dueño de la sombrilla vecina canta una canción que escucha en sus auriculares, con mucho sentimiento, pero sin voz. Detrás de mí unos veinteañeros hablan de abrir una cuenta conjunta mientras beben vino rosado en copas de plástico. Los miro de reojo, intentando adivinar si se llaman cari el uno al otro de forma irónica o sincera. Son hermosos los dos. Y es hermoso cómo se alarga hasta la orilla la sombra del puesto de vigilancia. Todo tan hermoso y tan vacuo que no puede ser obligado a transformarse en un post.

Pero procuro centrarme de nuevo. Quizás resulte más fácil si me respondo antes a esta pregunta: ¿qué carajo tienes para compartir esta vez, Silvia? Me doy cuenta de que rara vez encaro así la cuestión. Normalmente narro una especie de hambre interna y confío en que el diseño general se vaya revelando conforme las obras avanzan. Pero hoy debo de estar ahíta. Creo que lo único que quería decir es que esta playa es como un pasaporte para mí.

Voy por su orilla como si pasara las pesadas páginas de un album de fotos. Ahí a la derecha está la terraza donde mora la silueta fantasma de un amigo que subraya un libro y bebe zumo de zanahoria y naranja. Aquí mi amiga y yo suspiramos de gusto y apenas podemos creer en la veracidad de nuestros avatares urbanos. Aquí recuerdo que había un espigón y que sorteábamos los huecos entre las rocas para llegar a la punta. Nos gustaba quedarnos allí en trance contemplando cómo el reflejo de las farolas surfeaba la noche. Aquí las fachadas algo burdas del paseo marítimo siempre me recordaron misteriosamente a una Alejandría que no he visto. Un poco más adelante está la fábrica de hielo del puerto, y siempre que veo su letrero me hace gracia pensar en la cantidad de energía caliente que hace falta para producir algo tan frío, y en la cantidad de energía nerviosa que hay que emplear hasta alcanzar cierta calma.

Aquí el olor a sardinas de las moragas siempre hace que mi mente ilumine la palabra casa. Aquí siempre me produce ternura ver tanto cuerpo desnudo, nuevo o caduco, abotargado o blandito. Aquí ando hacia adelante sin ir realmente a ningún sitio y sabiendo que puedo darme la vuelta cuando me apetezca. Aquí puedo coquetear con un raro sentimiento de pertenencia.

miércoles, 11 de junio de 2014

En un día de cuarenta horas

 
Ya he dicho en alguna ocasión que, aunque no lo parezca, aunque me regañe a mí misma por mi infinita pereza, en realidad estoy escribiendo a todas horas. Miro lo que se me planta delante calibrando su potencial como materia prima; rebusco bajo las piedras lo que quiere ser escrito; me paso el tiempo traduciendo mentalmente mi experiencia al idioma de la lectura.

Pero a veces mi trabajo me obliga a levantarme a horas altamente nocivas, y entonces tengo que movilizar todos mis recursos vitales en la tarea de la supervivencia. Hoy ha sido un día de esos. A las cinco de la madrugada ya estaba cortando rodajas de tomate para mi tostada. A las once me hubiera metido entre pechitos y espalda un plato de berza gitana. A la una andaba abriendo los ojos de forma desmesurada, como si quisiera disimular una cogorza con dignidad imaginaria. A las dos me sorprendía gratamente de no estar ya muerta.

Y durante toda esa mole de horas que se daban paso unas a otras como si fueran matrioskas, no podía gastar energía mental en otra cosa que no fuera estar, simplemente. Miraba y poco más. Me limitaba a ser un ser vivo. Dejé de ser la intermediaria entre lo que percibo y mi lector potencial. Cuando veía un árbol, ya no pensaba inmediatamente “árbol”, ni intentaba pegarle algún adjetivo simpático, ni revolvía en mi sesera en busca de relaciones con algún recuerdo de las que pudiera extraer una viñeta. Aunque suene un poco new age, yo era ese árbol, y no había necesidad de nombrarlo o narrarlo. No me separaba de las cosas, y lo que estas me iban diciendo ya no resultaba tan confuso como para que mi mente tuviera que convertirlo en un párrafo.

Vamos, que iba puesta de sueño hasta las cejas, y eso distorsionaba mi modo habitual de pensar. Tanto, que ya ni siquiera pensaba. No me hacía falta. Era consciente sin más. Y como si estuviera verdaderamente borracha, todo me parecía digno y expresivo en sí mismo. ¿Sabes cuando tu nivel de alcoholemia no ha alcanzado aún una categoría tóxica, y todo lo que estás escuchando o diciendo te parece la pera? Era más o menos eso.

Así fue como vi un avión de la British Airways que nos adelantaba como un quinqui por la derecha y, con un ronroneo casi imperceptible, abandonaba regiamente el suelo. Vi una gran mancha negra en un trigal que se deshizo de pronto en un rebaño de cabras: un truco de puntillismo precioso. Vi un viejo que trenzaba tallos de esparto de pie y a pleno sol, tan concentrado como si rezara el rosario o se estuviera comunicando con marcianos. Vi cómo una araña se descolgaba delante de mi nariz mientras yo sorbía un albaricoque, y cómo se izaba por su hilo, muy ofendida, después de que me lo hube comido. Vi un montón de pares de orejas asomando como niños mal escondidos por las conejeras. Olí intensamente el pan de Tarifa en los campos de cereal. Vi una pata con ocho patitos en una charca que siempre había creído un estercolero. Vi un jornalero con una gran cesta a la espalda que encestaba alcachofas con una elegancia de NBA. Vi otro amanecer lejos de la ciudad.




Vi todo eso, y sin que tuviera que escribirlo mentalmente ni apoderármelo, es lo que fui. Y ahora que parece que mis dedos están escribiéndolo, en realidad vuelvo a serlo.

domingo, 8 de junio de 2014

Ahora entiendo ese rollo del menos es más

 
Ya casi me estoy yendo de Formentera, pero antes, una última estampa, una penúltima lección.

Todos están echando la siesta en la isla, salvo mi sombra y yo. Esa silueta, maigod, es la mía, ese par de pies también: irreconocibles los dos. Me he puesto para la caminata unos deportivos negros que apenas uso ya en el gimnasio y que combinan de manera infame con las mallas tan cómodas que he elegido para el viaje. Tengo por delante un futuro inminente de salas de espera y travesía marítima, y no estoy dispuesta a que mi carne sufra. Mi pobre sombra delata el atuendo de exploradora sonada: una camiseta ancha que en la vida civil jamás me pondría, un pañuelo de lunares al cuello, un sombrero del Decathlon que no es precisamente el colmo de la elegancia. Esa soy yo: un adefesio caminando entre las cuatro y las cinco de la tarde por caminos polvorientos. Una mochila por joroba, mi maleta no menos contrahecha pasando de mano a mano. Tiro de ella, tiro de mí hacia el puerto.

Pero esta es la ruta final, y sólo me importa mirar lo de fuera: cosechar más paisaje del que puedo comerme de una sentada, meterlo en conserva, y tener así con que alimentarme de isla el tiempo que me quede hasta que vuelva. Voy repasando la geografía con la que he intimido en esta semana de estancia, y a todo le voy diciendo adiós, contenta de que el camino me ofrezca un último menú degustación: hasta pronto, muretes de piedra del color de la miel que se pone grumosa en un bote. Adiós, sabinas resignadas al polvo; adiós, chulería de las viñas ensimismadas en su propio verdor. Hasta pronto, gaviotas y lagartijas, las más bonitas que he visto nunca. Adiós también a las grandes higueras totémicas, matronas sostenidas por muletas. Adiós, Estany des peix, el lago de agua casi normal, pero sólo casi, puesto ahí como transición para que el color del mar no resulte tan brutal. Trato de cantar mis adioses, pero en realidad disimulo. En la arenilla del camino veo una huella que podría haber marcado la bicicleta que ya he devuelto. Va a quedarse en la isla más tiempo que yo.


Estany amortiguador


Como seguir mirando me agarrota, me doy permiso para notar que empiezan a dolerme los brazos. Sigo tirando de la maleta. A veces rueda a trompicones, a veces tropieza. Si me miro los dedos de las manos, no importa cuál de ellas, veré butifarras. Pero en ningún momento se me ocurrirá preguntarme qué diablos hago a esta hora andando hacia el puerto con una maleta que tendrá un tercio de mi peso, cuando llevo encima suficiente dinero como para pedirle a un taxista que le dé tres vueltas a Formentera. Estoy contenta de hacer lo que estoy haciendo: cumplo mi pequeño y absurdo reto de esfuerzo.

Hace sólo un par de horas, cuando trataba de adivinar la mejor opción para desandar el camino con mi equipaje a cuestas, la idea de recorrerlo a pie me parecía bastante insensata. Y mírame, here we are. No era para tanto la incomodidad. Voy poniendo un paso detrás de otro paso con mucho cuidado, para que la duda o la queja no borren las huellas de mi bicicleta. Me transporto sola por la tierra sin tener que pagarle a nadie para que lo haga por mí. Y sobre todo, me obligo a cargar con mi propio peso. Si he tenido el poco tino, o la poca experiencia, o el mucho hábito de acumular, para llegar hasta aquí con esta maleta, qué menos que permitir que mi espalda y mis brazos soporten lo que todo esto pesa. Yo lo he juntado, yo debo acarrearlo. Es bueno. Es sano. Lo que se acumula no debe salirnos tan barato. Quizás, a pesar de mi gorro, me está empezando a pasar factura la solanera. Quizás, tras este peregrinaje idiota, aprenda a andar por el mundo más ligera.

Al fin y al cabo, qué llevo encima. Una mala mezcla de especificidad y coquetería: tres pares de zapatos por si había distintos suelos que pisar; mudas para no repetir ropa ni un día; collares que no han catado el aire de la isla. Cosas que he acarreado por media península y que podría haber comprado aquí. Caprichos comprados aquí que podría haber encontrado en cualquier otro sitio. Mientras hago inventario percibo que mi incomodidad tiene cada vez más sentido. Esta soy yo: una transeúnte cargada con el peso de su exceso de antojos y de la importancia que le da su personaje.

Cuando por fin llego al puerto, vestida como un espantapájaros y con las manos como si hubieran estado envueltas en guita, me cuesta contener un we are the champions. Porque he llegado; porque la isla buena no queda atrás del todo y yo vuelvo a casa más rica. Porque afrontar lo incómodo me ha hecho sentir un poco más fuerte. Y porque podría dejar aquí, a cualquier otro pasajero, junto a cualquier silla dura, una maleta cargada de cosas inútiles que no iba a añorar.

viernes, 6 de junio de 2014

Parad, parad, malditos

 
Pasan las semanas. El trigo cambia de verde a dorado a quemado, y lo que era hierba tierna se convierte en paja. En trampa. Las amapolas estallan como una bomba de cómic, y luego en el suelo flotan chispitas rojas, como cuando se dispersa una rosa de fuegos artificiales, o cuando aprietas los párpados en la playa. Se suceden flores y pólenes. Entre los olivares merodean algunos frutales dispersos que empiezan a tentarme. Un ciruelo, un cerezo, una higuera, un nogal; cargados todos de promesas.

Pasan las semanas. Las perdices ya no están solas: algunas corretean como viejecitas nerviosas seguidas de una ristra de pollos. Los gazapos se quedan absortos en el borde de los caminos por donde pasa mi coche, como si no les hubiera dado tiempo a probar a qué sabe el miedo y la vida aún les pareciera un jolgorio. El aire se llena de bichos: mosquitos diminutos buscan mis orejas, y ojalá se quedaran tranquilos donde suelo llevar los pendientes; no tengo esa suerte: ellos quieren conocer mi intimidad. Una garrapata pasea por mi brazo. Otra. Otra. Me las sacudo, estoica. Me estoy convirtiendo en un hábitat muy agradable.

Pasan las semanas, el mediodía empieza a ponerse farruco, y yo sigo pegada a los prismáticos espiando la vida de los pájaros. A este paso se me quedan los ojos como los de un oso panda. Los aguiluchos nos torean mientras nosotros intentamos adivinar una pauta. Desaparecen durante una hora para luego aparecer de golpe y lanzarse a volar todos juntos como psicópatas. La de azúcar que deben de tener los ratoncillos que comen. Hacen picados locos, se pierden detrás de la boina de polvo sahariano que tenemos calada hasta las orejas. Parecen señalarnos las posiciones donde tienen sus nidos, y cuando vamos a buscarlos por el cereal con zancadas de gigante, no encontramos más que un corralito yermo entre un mar de espigas. Se esconden. Empiezo a fantasear con que una cosechadora cósmica viene a arrollarnos a todos, criaturas aladas o pedestres. Ellos siguen jugueteando todavía como si el tiempo exaltado del cortejo no hubiera quedado ya atrás. Se persiguen y se dan caña, sin que nosotros podamos saber si sus movimientos responden a la lógica del deseo o a la de la rivalidad. Seguimos rastreando su pauta de vida y no la localizamos. O carecen de ella, o no sabemos demasiado.

Prueba a aplicar ese último par de frases a lo que se te ocurra. A cuento de qué me dijo X lo que me dijo. Por qué Y no volvió a llamarme. Por qué se comportó así conmigo. Por qué las cosas de la realidad no riman en consonante con lo que espero de ellas. La conciencia suele ser ese ejercicio de contorsionismo consistente en meter una vasta red de relaciones y causas en una experiencia estrecha. Me ha quedado una frase tan estupenda que no debería decir nada más. Sólamente esto: acostumbramos a interrogarnos obtusamente sobre el sentido de lo que ocurre, pretendiendo que la explicación se amolde al pentagrama de fábrica que el hábito de pensar y sentir ha tensado en nuestras cabezas. Y es muy raro que el sentido se comporte de un modo tan musical, que la melodía suene limpia o el ritmo siga un compás. O no hay sentido o no sabemos demasiado.

Pero bueno, qué más da. Pasen las semanas que pasen, es un encanto ver a los pájaros loquear.

miércoles, 4 de junio de 2014

Sobre abdicar

 
Una moto me adelanta lo bastante cerca y en un ángulo lo bastante agudo como para saber al instante que su conductora daría mucho juego en Hermano Mayor. Es flaca, pero a través de las mallas se le notan esos hoyitos que recuerdan a los bigotes negros de los violines. Tiene en la nuca un tatuaje: una corona muy, muy borbónica, y una leyenda perfectamente legible. Mi Vida/Mis Reglas. Olé tu chocho, me dan ganas de bajar la ventanilla y gritarle, mientras esperamos a que el semáforo se ponga en verde para las dos. Al menos esa regla ajena sí la respeta. Quién sabe, a lo mejor para alguien ejerce de verdadera Hermana Mayor.

Y, claro,viendo su tatuaje, quién no se acuerda de la palabra que le da título a este post, por mucho que a estas alturas resulte ya estomagante. Yo no pienso hablar del Hecho Histórico En Cuestión. Por alguna causa que se me escapa, mi entendimiento no logra traducir la actualidad a frases y párrafos que considere dignos de ser escritos, primero, y luego de ser publicados. No es que no me interese, es que raramente soy capaz de convertirla en tema literario. Tal vez lo explique el hecho de que generalizar me provoca urticaria.

Así que me abstendré de declarar públicamente que la monarquía es una aberración. Que, si no fuera porque tampoco consigo comprenderme como parte de una generalidad, mi inteligencia se sentiría insultada por los que dicen que los españoles necesitamos la figura de un rey-padrecito para mantener la cohesión. Vamos, si la mujer que escucha la tele tras la pared que roza mi almohada lleva sin salir a la calle como dos meses porque está enferma y yo, ni con rey ni sin él, tengo idea de lo que le pasa. Que se me escapa el pipí cuando escucho que el inmediato F-VI está muy preparado, e inmediatamente echo un cálculo de lo que Ryanair podría haber cobrado en concepto de peso académico extra a todas las criaturitas que han tenido que marcharse de este país medio huérfano para buscarse un trabajo.

No pienso manifestarme al respecto, no. Mi cerebro se blinda a la hora de encontrar la fórmula para expresar mi opinión. Por eso voy a hacer lo que suelo: llevar el tema a mi parcelita de subjetividad. Abdicar...¿a mí que me dice? Pues que para hacerlo hay que tener un buen par. Se precisa coraje para desembarazarte del personaje que llevas siendo toda una vida. Desengancharte de reglas que casi se han convertido en una abstracción a fuerza de seguirlas. Explicar a los demás y a ti mismo que, aunque hayas mudado de piel, seguirás respondiendo si alguien pronuncia tu nombre. Comprenderte como algo más que el maniquí al que hace tiempo le colocaste la peluca y los adornos de una identidad.

Yo estoy esperando la primera señal de decrepitud para dar ese paso. Tarde o temprano, sé que tendré que abdicar de este blog. Es una corona que a veces me pesa, y que acarrea un conjunto de reglas de las que me cuesta sentirme completamente responsable. Es otra de las ciencias que me traje del viaje: cuando no estoy pendiente de que alguien me lea es cuando logro recuperar mi soberanía. Al escribir pinceladas inconexas en cuadernos de escritura bruta. Al desapegarme de mi personaje de escritor en busca de súbditos. Al ser lo bastante transparente como para reflejar la realidad sin necesidad de volcarla en palabras bonitas.

Tarde o temprano, buscaré nuevas reglas y me las tatuaré en la nuca.

Pero todavía no.

domingo, 1 de junio de 2014

Comunidad

 
Domingo. Día ideal para mi sermón de la tarea gratuita.

Si no lo he dicho con estas palabras, ya lo habréis podido intuir, pero de Formentera me traje cosas. Entre otras, pescado y pan secos para hacer aquí en casa la racial ensalada payesa. Unos trozos de flaó que acarreé en la mochila por media península, como si fueran el Santo Grial (Flaó = tarta de queso que se vuelve brutalmente adictiva por la presencia entre sus ingredientes de hierbabuena fresca). Un perfume que tiene el mismo color que el mar en la enloquecedora playa de Illetes. Los brazos color palito de canela. Cantidades de espacio dentro de las células que no sabía que fuera capaz de albergar. Presentimientos del camino por donde mi mente ha comenzado a dar pasos. Y un respeto nuevo por el espacio doméstico. Quiero hablaros hoy de esto.

 
Ses Illetes tiene un color especiaaal



El sitio donde dormí allí seis noches tenía vocación de hogar. No había en él llaves que cerraran tras uno el acceso a un rincón privado, ni espacios físicamente destinados al cultivo de la intimidad. Alguna noche tuve que hacer turno para lavarme los dientes en uno de los dos lavabos comunitarios, y mientras preparaba la cena, pude hablar de especias y polenta con alguien que acababa de llegar de Sitges o de la India. La hora de dormir devolvía a vidas adultas el recuerdo de albergues y campamentos: otra vez había que acostumbrarse a que el sueño te venciera al lado de personas de las que a lo mejor no conocías ni el nombre. A cambio de esta confianza, y del derecho a ocupar una cama realmente barata, de ti se esperaba que contribuyeses de alguna manera al mantenimiento del lugar. Yo lo hacía por la mañana, una vez que mi estómago y mi mente habían dejado de murmurar.

Una vez limpié los lavabos y espejos del aseo al aire libre. Otra podé y regué unas macecitas de hierbas aromáticas que parecían olvidadas. Otra fregué con muy poco éxito el polvo de unas botellas que servían para delimitar parterres. Repetí al barrer las hojas que el viento nocturno se empeñaba en arrancar de los árboles del patio. La primera mañana vi cómo lo hacía la dueña y, por comodidad, me propuse a imitarla.

Mi cerebro analítico vino ágilmente a avisarme de que aquello tenía toda la pinta de ser una chorrada. Como ya he dicho, la casa no tenía unos límites claros con el campo. El piso del patio era de tierra y las hojas secas de un árbol feúcho tampoco es que fueran una gran molestia estética. Seguía haciendo viento, y a los primeros escobazos la tarea resultaba prima segunda de la de Sísifo. Pero yo me agarré a mi escoba como si fuera un remo, y perseveré en ella, por muy absurda e innecesaria que me pareciera. Pasada tras pasada, peinando con mi escoba la tierra, me fue embargando la sensación de estar respirando el aire de un claustro. Llevé a cabo mi trabajo manual olvidándome poco a poco de racionalizarlo. Dejé de sopesar las alternativas mucho más atractivas con las que podría estar llenando mi tiempo. Permití que un trocito de suelo polvoriento ocupara el campo de visión de mi conciencia. A los dos los fui dejando igual de despejados.

A veces pensaba, igual que a veces volvían a chispear hojas del árbol. Imaginaba lo que iban a decirme al respecto los que más que conocen, cuando les contara esta experiencia que a mí me parecía de apertura. Vaya, va a resultar que tienes que irte a Formentera para que te parezca ideal lo que no se te ocurriría hacer en casa de tu padre. No iba muy descarriada. Me lo dijeron, y no pienso reprochárselo. No les faltaba ni gota de razón.

Porque de mí no puede decirse que sea la persona más generosa del mundo, a la hora de desprenderme de mi tiempo. Lo que me gusta hacer, me gusta lo bastante como para que renunciar a ello me cueste, metafóricamente, lloriqueos y pataletas. Eso, unido a cierta vocación por el mínimo esfuerzo, me vuelve miope ante las representaciones más sutiles de la entropía doméstica. Sí, tuve que pasar horas en autobuses y puertos para descubrirlo. Tuve que irme lejos de mi hábitat natural para mirarlo con una atención nueva, y adivinar así lo que puedo hacer para mejorar los espacios que comparto. Familiarizándome con un lugar extraño, aumentó la ternura que siento por lo que ya forma parte de mi hogar y de mi familia. Como si fuera tofu, aprendí también a sacarle gusto a la renuncia.

Esta mañana, después de desayunar en casa de mi padre, arranqué espigas de avena de entre los rosales, y limpié los cristales de la cocina. No lo hice para sumar puntos a ojos de nadie. Nadie tuvo que pedírmelo. No miré el libro o la playa a lo lejos con una nostalgia bárbara. De Formentera he vuelto más limpia.