sábado, 27 de junio de 2015

Instrucciones para reírse de una ola de calor


Entonces es cuando aprendes que la incomodidad es un parásito de tu cabeza.

De lo que vas a leer a continuación (espero) eso es lo que quiero que entiendas. Perdona si hago tu trabajo y te tomo por vago. Sé que no lo eres. Que no necesito aislar ni escribir en negrita esa frase para darle fuerza. Lo pillarías de sobra tu solito. Pero a mí, mientras vivo, me cuesta pillarlo. Y mira qué es elocuente la experiencia.

Ahora puedes seguir leyendo si quieres. O puedes dejarlo, y pararte a pensar cuántas veces te has quejado de vicio, o te has puesto la tirita antes de cortarte.

Voy al lío. Mírame. Soy esa bayeta sucia que boquea donde el copiloto. Nunca me has visto tan… damnificada. O quizás sí, si has compartido conmigo una sauna. Lo dudo mucho. Me acabo de mirar en el espejito del quitasol. No lo hagas nunca, si no estás muy seguro de ti mismo. ¿Con qué material impío fabrican estos espejitos? En uno de ellos se vería granos y pelos improcedentes hasta el busto de Nefertiti. Yo me he mirado. ¿Segura de mí misma? Bueno, no me quejo de lo que llevo en la cara. Pero soy un poco morbosa, lo que según el diccionario de la RAE significa que tengo una atracción hacia acontecimientos desagradables, o un interés malsano por personas y cosas. Me gusta verme en el barro. Mírame entonces como yo me miro: la expresión perlada en sudor nunca fue más oportuna. No creo haber pasado más calor nunca. Nuncanuncanunca. Ni en el gimnasio, ni bajo una higuera en agosto, ni en un incendio activo. El uniforme mojado se me pega a la piel como a una sirena su cola. Llevo pajitos hasta en el alma. Sirena zarrapastrosa.

Tranquilo, a nuestro coche oficial le funciona el aire. En palacio ya no andan tan mal las cosas. Sólo que no podemos encenderlo. La naturaleza de nuestra Misión nos lo impide. En la hora y media de camino que tenemos por delante la temperatura del habitáculo no puede bajar de los treinta y seis grados. Nada de que preocuparse. Con un sol severamente andaluz cebándose en las ventanillas, debemos de andar más cerca de los cincuenta que de los cuarenta. Y nada de hora y media. Como muy pronto llegaremos en un par de horas. No podemos ir rápido. Debemos evitar vibraciones. Hablar en susurros para que nuestras voces no generen ondas incómodas. Como si tuviéramos fuelle para cantar a grito pelado La barbacoa.

¿La Misión? Deja de recrearte en mi pinta, y pasa a lo que tengo entre manos. Los codos pegados al cuerpo. Con el uniforme mojado, me va a costar despegarlos. Podría llevar mi carga en el regazo, pero no pesa nada, y no quiero que las vibraciones de las ruedas se transmitan a ella. Soy una con la carretera. El movimiento pasa de la rueda al chasis a mis piernas a mi meollo. Alzo mi carga como una ofrenda.

¿Distingues bien lo que es? Un envase de huevos. Cartón alveolado, cubierta de plástico transparente, ya sabes. Y dentro hay...Pues qué va a haber: huevos. De aguilucho cenizo. Salvados in extremis de haber terminado en revuelto. El maquinista de la segadora los descubrió a centímetros de atropellarlos. Tres hurras por los veteranos del campo. Mis huevos tienen menos futuro que el euro. Quizás estén ya abortados. Sabe dios las horas que han pasado desde la última vez en que los incubó su madre. Hemos evitado el traqueteo hasta un nivel mi tatarabuela en silla de ruedas me pediría un poquito más de caña. Pero los caminos rurales, la discutible sutileza de los todoterreno oficiales... Hacemos lo que podemos.

Porque di tú que siguen vivos. Que tras esa cáscara color crema un trocito menudo de empeño sigue porfiando. Llevo en las manos un misterio. En cada uno de los cinco huevos, la suerte infinita de volar, la ruta completa para marchar a África, el mandato imperioso de no romper la cadena. En mis manos. Escalofriante.

Y este pensamiento me protege. Mi mente no se acuerda de sentir aversión por la molestia. ¿Calor? Todo el del mundo. Pero sin quejas. He protestado por mucho menos antes. He recrudecido la incomodidad a fuerza de adelantarme a ella y rechazarla. He sentido dolor antes de que mi carne sufriese, miedo antes de que lo que asustaba ocurriera.

Y cuando el fastidio o el dolor o lo complicado llegan por fin, te das cuenta de que puedes aguantarlo. No era para tanto. La incomodidad es un parásito de tu cabeza.


Si de ahí sale algo que vuele, me paseo por Sevilla envuelta en un edredón

miércoles, 24 de junio de 2015

Casi me lo creo


Sólo la cáscara de mi cerebro es irónica y se empeña en descreer de los ritos. Sólo ahí se le otorga crédito a lo original y a lo nuevo. Desde ese caparazón de tipa ilustrada me río de la magia. Miro de reojo los ceremoniales y los llamo cháchara.

Pero un poco más abajo de esa capa soy blanda. No hay que escarbar mucho. En ese tuétano de mi mente la voluntad y la duda metódica ceden el cetro a la confianza. Se tiene fe. Se pronuncian conjuros íntimos. Se me da permiso para decir oh, vamos, por qué no, sin apuro y apenas sin palabras. Con la mirada limpia de un ternerito. Se siente ternura por lo usado. Se corean estribillos viejos y canciones de cuando tu abuela fregaba el suelo con un escobón de mimbre. Ahí es donde lo primitivo se hace fuerte.

De vez en cuando en la sensatez se abren grietas y entonces asoma mi inocencia. Y así no me da vergüenza aceptar paparruchas obvias como que el fuego purifica. Consiento en que mata microbios. Los tíos duros del cine pasan por la llama un cuchillo y se sacan las balas de cuajo. Pero ¿puede dejarte limpio el fuego de tus deudas emocionales? Tonterías que sin embargo no me importa tragarme.

Por eso anoche anoté en un papel lo que me gustaría quemar en una hoguerita de andar por casa. Empecé con cargas muy concretas. Cosas algo bochornosas cuyas escritura debería explotar si quisiera alcanzar el éxito como bloguera. Pero las taché porque... Las taché, y punto. Todavía puedo usarlas para entenderme. Y a cambio puse:

la comodidad de no plantearme preguntas
cierta desidia que se camufla muy bien con los colores del estar conforme
la falta de atención
ser a veces perezosa en lo de entrenar el entusiasmo
ser perezosa, a secas
olvidarme de alimentar la alegría
la desgana ante esfuerzos cotidianos; conducir y hacer la compra; fregar el cuarto de baño; sentarme tranquilita en una silla de oficina
la queja
las novelitas románticas
la proyección y la expectativa
vivir con estrategias
todo el arcoíris de preocupaciones inmanejables
ser cebo para una idea de la totalidad caníbal: querer ver y saber todo, vivirlo todo, tenerlo y dar todo
seguir esperando quieta ese algo mejor, ese alguien principesco, esa otra yo

Saqué luego un plato hondo y puse patas arriba la casa hasta encontrar un mechero. Justo entonces se me secó la inocencia. No quería purificarme de todo eso. No creo en nuevos ciclos que te dejan el saldo a cero. No estoy dispuesta a olvidar mis desperfectos.

domingo, 21 de junio de 2015

Mapas


Me gustan los mapas desde siempre.

Mentira. Me gustan los mapas desde que empecé a trabajar, que es algo así como la fecha cero de mi calendario. AF, DF: antes o después de lo forestal. La edad en la que, con un gran bostezo de oso y restregándome los ojos, me desperté y entonces todo o casi todo me empezó a gustar.

Me acuerdo de uno de los compañeros con los que fui aprendiendo el oficio. Se las apañaba para escalar con el Land Rover hasta prácticamente los últimos centímetros de un cerro de pura arenisca, saltaba al suelo, desplegaba su mapa y, señalando una piedra o un arroyo invisible, empezaba a recitar geografías. ¿Ves aquellas tres lajas paralelas con un ángulo de unos treinta grados? Aquello es vete-tú-a-saber-qué-sitio, y allí es donde vamos. Mis ojos iban hacia las lajas impulsados por un triple salto: de su cara al plano, al dedo que señalaba, al gris de la piedra entre la espesura. Ese encadenamiento me encantaba. La expresión de druida que a fuerza de repetición ya no percibe sus talentos particulares. Las curvas apretadas en el plano. Ese dedo que era como un usb conectando la realidad física con una proyección más o menos manejable. El sitio, madre mía. Cada día un nombre, cada día un paraíso. La Cuesta del Huevo. El Cándalo.

Entonces echábamos a andar, y yo me preguntaba por qué demonios habíamos estado gastando embrague por una pendiente rocosa del mil por ciento para llegar al culo del mundo y echarnos al monte como maquis. Pero de alguna forma aprendí que estaba dibujando con mi cuerpo un plano paralelo. Las curvas se abrían: mi pecho y mis pasos se agrandaban. Atravesábamos una línea azul menudita: las suelas de mis botas se mojaban. Estaba pintándome adentro el paisaje. Hacía inteligible esa masa verde que desde fuera y desde lejos se veía tan huraña. Me había tatuado el mapa.

Así que desde entonces me gustan. Soy esa latosa que en los viajes siempre lleva el mapa de carreteras abierto sobre las piernas. Si eres un conductor de vista corta y reacciones lentas, te aviso del cruce adecuado antes de que te lo pases. No te preocupes que ya te digo yo cuánto queda para la próxima gasolinera. Si te gusta saber los nombres de los lugares, soy tu chica. La tonta de la topografía. Montevil, Comporta, Cachopos. ¿Te acuerdas? Nombres para bautizar una remota lengua de arena portuguesa. Recitarlos era aferrarse un instante antes de abandonarlos para siempre y seguir huyendo a otra parte.

Y ya sé que es idiota. Otra forma de coleccionismo. Pero a mí me gusta paladear cómo se llaman las cosas. Sabores espesos de vida escondida. Cuántos pasos, cuántas miradas son precisas para resumir todo un paraje. Por qué esa es la Sierra del Niño. Qué historia explica siquiera imaginariamente el nombre de San Martín del Tesorillo. Si Guadalmesí quiere decir en árabe arroyo de las mujeres, ¿quiénes eran ellas y por qué valía la pena recordarlas durante el camino? ¿Y Las Esclarecidas? Alguien debería escribir algún día ese libro delirante.

Se ve tan pequeñito que..hay que ir a la fuente para deleitarse


Me encantan los mapas, y sin embargo, camino sin ellos los días. Saber dónde estoy importa cada vez menos. No creo que vaya a perderme en la ruta, y si me pierdo, pues bueno.

jueves, 18 de junio de 2015

Matemáticas veraniegas


- Calor
- Piel desnuda y encantada de conocerse
- Feliz catatonia marina
- Rastreo de territorios verdes
- Jazmines

Es la aritmética simple del verano. Me encantan las fórmulas comprensibles.

Y luego está el asunto de los aguiluchos. Mi guardia pretoriana de lectores, exigua pero leal, sabe de qué hablo. Si pasas por aquí de pasada, puedo resumirlo para ti con parquedad matemática. Estar pendiente de la odisea vital del Circus pygargus es igual al sumatorio de
  
 - Tueste albañil
 - Horas pegada a los prismáticos = marcas de oso panda en los ojos + compresión de cervicales +  músculo ganado en pectorales y hombros
 - Delirium tremens = mosquitos en las orejas + mosquitos en fosas nasales + picaduras de mosquitos en pescuezo, cuero cabelludo y otras latitudes tan exóticas que dan ganas de aplaudirles (rabadilla, corvas) + En ocasiones veo garrapatas
-  Briznas de cereal hasta en las bragas
-  Desconcierto

Porque la naturaleza nunca se comporta de modo algebraico. Desconfiad de quien , como Pitágoras, haya dicho que todo está lleno de números. O a lo mejor es que la percepción humana no ha alcanzando aún el grado de desarrollo necesario para comprender los códigos de aleatoriedad y variación sutil propios de las mecánicas vitales. El ojo quiere ver y el cerebro quiere interpretar que esto es igual a eso más aquello, y que si se ve A durante un determinado número de veces, entonces está pasando B, inevitablemente. Y mientras ambos operan de esta forma, los pájaros vuelan en picados y tirabuzones incomprensibles. Una cabecita temblona y fea asoma de un huevo fuera de calendario. Un zorro o un jabalí gourmet se ata la servilleta al cuello y empieza a afilar el cuchillo de sierra. Ese nido que, tras una exploración del trigal que ni la de las fuentes del Nilo, iba a recompensar tu dedicación con un espectáculo de suaves y torponas bolitas blancas, lo encuentras vacío. Abandonado. Depredado. Limpio y mudo como la huella de un platillo volante. Dramáticamente sucio.

Buscando una sombra y encontrándola sólo en tu cabeza, escupiendo polvo y paja, espantando mosquitos de modo maníaco, rascándote, oh, cielos, rascándote como si quisieras que manara sangre para ponérselo fácil a los bichos, haces cálculos y no te salen las cuentas. ¿Tantas horas y tanto esfuerzo para esto?

Entonces vuelves a pegarte los prismáticos a la cara, porque sí, porque se han convertido en una prolongación de tus ojos, y espiar la vida de lejos, en un gesto innato. Y observas que ese pájaro que creías una hembra andrajosa y cansada ya de ponerse en celo, incubar huevos y cebar pollos para dárselos a los zorros, es en realidad un pollo. Se parecen bastante. Un nuevo pájaro que ha estado creciendo en la intimidad del trigal, precozmente, escabulléndose travieso de tus fórmulas magistrales.

Y te das cuenta de que la naturaleza habla una matemática pura con sólo dos cifras enteras: el cero de la muerte, el uno de la vida, y entre ambas, un espectro de decimales que expresan su bendita varianza.

 Claro que vale la pena.

domingo, 14 de junio de 2015

Cómplices

 
Pienso en las criaturas que tú y yo hemos engendrado juntos, los recuerdos que compartimos.

Tú con tu representación singular del pasado, yo con la mía, y sin embargo, ambos custodios de algo que nadie más ha sentido como nosotros. Tú registraste un diálogo, yo he conservado un olor. Tú le has dado a nuestro recuerdo tu oído exquisito, yo mi peligrosa tendencia a que la ternura haga saltar de golpe los puntos del corazón. Tu capa de información, mi capa: las dos superpuestas formando una imagen que nos supera a los dos. La historia y la percepción de cada uno fusionándose y creando. Hay algo ahí, en nuestras mentes, y a veces creo alocadamente que también en algún rincón físico, que no existiría si alguna vez no hubiéramos intimado.

Hemos puesto un botín a buen recaudo. Somos cómplices de haber vivido.

Es posible que haga tiempo desde la última vez que nos juntamos. O quizás nos vemos todos los días, pero estamos más enfocados hacia el ahora y lo venidero que hacia el tiempo pasado. No importa. No hace falta que reeditemos a menudo lo que sucedió. Incluso es muy probable que no volvamos a coincidir nunca. Triste, o conveniente, pero aceptable. Yo tengo fe en que esa imagen resultante de combinar tu visión y la mía de alguna manera sobreviva.

Yo tendida sobre la panza, con los codos apoyados en la cama; tú arrodillada frente a tu armario, rebuscando detrás de los zapatos hasta dar con tu caja de cartas secretas. Entre las dos las vamos leyendo. Tienen mucha más azúcar que nuestros sandwiches de Nocilla. Nunca las leerá quien las inspiró.

Ya de noche, después de habernos conducido todo la provincia, cargando las pilas en un lugar neutro antes de que cada uno tire a su olivo. Bebes una coca-cola para espabilarte, devoro las galletas que he sacado de una máquina. Hace poco que nos conocemos, y ya sabemos que este humor que compartimos tiene mucho peligro.

Tú y yo surcando el Tajo en el cacilheiro, deseando que termine de una vez un trayecto que debería embaucar la mirada. Mudos; tú severo, yo medio mendiga, incapaces de reconocer que nuestra historia sólo es creíble en películas ñoñas.

Hacemos cola en el peaje del puente, cantamos como descerebradas amímegustalagasolina. El viaje de ida se acaba, la tarde naranja se estira. No nos importa si nos están mirando. Las ventanillas bajadas, las dos morenas y sucias de Algarve. No sabemos dónde vamos a dormir todavía. No sabemos nada.

Un bocadillo de queso en la playa de Bolonia. Hablamos mucho pero también nos gusta callarnos. Poniente, cada uno en su hamaca envuelto en una toalla. ¿Nos hemos quedado traspuestos? Yo me restriego los ojos y me parece haberlo soñado todo. Este paisaje inconcebible, esta facilidad de estar con alguien. Sin vergüenza. Sin hambre.

Has entrado en mi coche casi nuevo para explicarme dónde está la palanca del capó. Me hago la tonta sin necesidad de actuar mucho, porque a tu lado toda la maquinaria del mundo se difumina. Tu mano izquierda trasteando bajo el salpicadero, tu voz de moqueta diciendo aquí, toca. Mis dedos rozando tus dedos. Tu mirada de animal silvestre. La mía abrasada, obligada a la huida. Como lo que después de aquel roce ya nunca más sucedió.

Tu y yo paseando de noche, aprendiendo al unísono el delicado arte de parar y quedarse a las puertas. 

Tú y yo al filo del acantilado, siguiendo el vuelo de la misma gaviota.


jueves, 11 de junio de 2015

También ahí

Me apoyo contra una pared de azulejos marrones. Puro delirio decorativo del que pudo mamar el cliché Cuéntame. Oigo cómo se llena la cisterna de un váter. Uno de esos trasnochados, boca ancha como un pelícano, sopera en la que flotan tu...chorrito de jerez, tus...picatostes. Indiscreto a más no poder. A poco menos de un metro de distancia noto aún el calor de mis líquidos. Llevo todo la mañana meando en esta marmita, y ahí estoy entera. Yo trabajando con eficiencia. Depurando el café del desayuno, las fresas. No había agua para tirar de la cadena, y sólo ahora se me ha ocurrido buscar la llave de paso. Amarillo pis, rojo sangre, verde hiel. Llevamos el arco iris dentro. Sólo si lo dices es cursi.

Esta sarta de memeces no puede interesarle a nadie. Y si digo que soy agudamente feliz mientras escucho el agua caer contra la porcelana, ¿interesa?

A mí sí. Sigo coleccionando esos instantes en los que el contento se disfraza de mediocridad. Trata de pasar desapercibido, pero yo lo espío, lo acecho, me abalanzo sobre él. Zas. Ya eres mío. Contento de pasar un trapo por una superficie peluda de polvo. Echarte saliva en una picadura de mosquito recién puesta. Ver cuajarse la clara de un huevo. Malgasté mi primera juventud a la espera de una felicidad que viniera vestida de sí misma, grande y regia.

Por eso este feo cuarto de baño me concierne. Disfruto con el sonido del agua. No porque me recuerde a un arroyo de montaña. No hay sucedáneos. Podría cerrar los ojos e imaginar que estoy en medio del monte, y no en la séptima planta de un edificio detestable. No necesito imaginar. Estoy donde estoy. Es un buen lugar.

Porque en ningún otro sitio me había dado cuenta de que un váter respira. ¿Demasiado tiempo frente al ordenador? Mapas que no se imprimen, tablas con cifras que no dicen nada ya del mundo de afuera, palabras sin tinta. No es raro entonces que cualquier cosa tangible me cautive. Lo miro mientras se llena y, en serio, me parece como si tuviera pulmones. Inhala, exhala. Sé que es un efecto óptico inducido por mi propio movimiento de respiración. Pero de repente no me resulta tan disparatado que los objetos del mundo se me acompasen. El lavabo, el cilindro de las toallas de papel. También lo hacen. Como cuando cantas sin voz por la calle las canciones que escuchas en los auriculares.

Y me pone alegre creer por un momento en la fantasía de que las cosas están vivas y acompañan. Tranquilas y relativamente comprensibles. Dialogando con mi ojo y mi tacto. Me cuentan que cada esquirla de mundo puede ser interesante.
 

domingo, 7 de junio de 2015

Cuna


Ayer me llevaron a un dormitorio y me enseñaron la que fue mi cuna. Ha dormido un número obsceno de años en una cámara, que es como llaman al desván en el pueblo de mi madre. Es una cuna vieja, pero se ve intacta, y de vez en cuando resurge. Como el fuego en un volcán. Se saca de su embalaje y se monta para otro niño. Asombrosa, insultantemente intacta. Como si en cada uso fuera barnizada con esa diminuta y flagrante vitalidad.

Estudio mi cuna vacía. Los barrotes un poco demasiado torneados, el barniz de ese color castaño que sólo existe en cabezas teñidas, el color de lo que no se quiere que delate un origen natural. Barrotes. Inevitable que acudan imágenes opresivas. Al poco de nacer, esa cárcel, bla, bla, bla. Una cuna no es una cosa tierna. Puesta al lado de la cama grande, habla de una primera separación sangrante que marca la vida. Quizás no sepas que tu naturaleza está vertebrada por la ruptura con el cuerpo de tu madre. Te expulsaron de su útero y poco después de sus brazos. Te obligaron a ser una persona sola. A apañarte como pudieras con tu propio calor, cada noche. Y desde entonces te duele sin que te des cuenta. Toda la vida intentando calmar tu vieja hambre de atención y cuidado. Buscando la seguridad de aquel primer amor.

Si lo piensas así, la cuna se parece al lugar que Adán y Eva se buscaron tras el desahucio.

Luego me enseñan unas fotos y toda este psicodrama se hunde. Un bebé con vestidito y calcetines de croché. Ensayando el bipedismo gracias a la estructura fiable de su cuna. Apoyado en ella con la confianza de un hacendado orgulloso de sus tierras. Yo era ese bebé alegre. Al principio. Mi cuna era mi reino. Mi pentagrama. En las fotos posteriores ya ha dejado su huella la timidez. 
 
La legislación sobre derechos de la infancia me prohíbe mostrar una imagen más clara


Mi cuna se ve intacta y yo he recordado que uno puede apoyarse en lo que le falta para crecer. Todavía vive dentro de mí chiquitito e intacto, el bebé.


viernes, 5 de junio de 2015

F & Q

 
La playa te devuelve tu cuerpo, si es que lo has dejado en empeño a favor de esa cosa pegajosa y ambigua que es la mente.

Te desnudas con permiso de más de un solo par de ojos. Te echas crema, que es una manera relativamente decente de acariciarte en sociedad a ti misma. Te tumbas. Te entregas a sustancias primordiales y simples. La radiación solar en todo su coloreado espectro, ese bonsai de desierto que es la arena pisoteada, el agua del mar. Si lo piensas bien, en realidad nada es simple. Todo eso que está ahí sin darse importancia narra una biografía y una crónica de viajes que dejan en bragas a todo logro humano.

Pero no te has tumbado para seguir pensando. Hay un discurso dentro de tu cabeza, pero apenas tiene que ver contigo. Las olas arrastran los cantos rodados de la orilla y también tus rutinas mentales. Dónde estás. Adónde te diriges. Cómo se te ve desde la posición que estás ocupando. Qué has hecho y qué te queda por hacer todavía. Si darte cuenta de que estás a gusto forma parte de tu hábito, entonces eso sí permanece. Todo lo demás se restriega en la tabla de frotar de la arena; se enjuaga en el mar y se seca. 

Al menos a mí me pasa. Tengo ocurrencias, pero es como si el paisaje me las pensara. Soy una médium para esas cosas sin lenguaje.

Me pongo las manos bajo el ombligo, y no sé por qué, recuerdo que ahí debajo sigue maniobrando y urdiendo intrigas toda una tribu de hormonas. Dichosa química. Mi cuerpo y mi ánimo brujulean a su antojo. Mi presente y mi historia son lo que precipita tras un billón de reacciones químicas. Me mosquea y a la vez me conmueve: saber que soy naturaleza bruta. Demuestro las leyes de Newton y de la termodinámica sin tener que hacer ni una cuenta. Los libros de texto de entonces hablaban de ti y de mí todo el rato.

Y pienso, o lo piensa por mí el paisaje, en todas las fuerzas externas que intervendrán y charlarán de continuo sobre este cuerpo tendido. Los sonidos del mundo que escucho y que no, las radiaciones que no ven mis ojos, el magnetismo de las rocas bajo el suelo y en las sierras. Neurotransmisores y hormonas dictan mi microclima. La geografía por la que me muevo sugiere que copie su clima general. Los espacios por donde ando y me paro construyen mi vida tanto como mi química propia y mi voluntad.

Yo digo así sea. Tumbarte en la playa y saberte permeable a todo tipo de influencia es una forma de felicidad.


(Este blog no sería el mismo sin su texto anual de alabanza a la playa. Es como un ave migratoria que todos los años regresa a criar a la misma costa. Como un socorrista de la Cruz Roja)

lunes, 1 de junio de 2015

Abono


Mis balcones dan a una cuesta que es una barricada para coches y un cuello de botella para el peatón. Una especie de molleja que tritura tipos humanos y los sirve de alimento a mi mirada. Veo un documental cada vez que me asomo: rituales de apareamiento, la tormenta química de la pubertad, la socialización de niños fuera del campo de visión de sus padres, las formas y edades del caminar. Chicos y maduritos ahumados dándose el lote, ciclistas kamikazes lanzándose cuesta abajo a todo trapo, madres primerizas que intentan domar las ruedas bravías del carrito en sentido contrario. El turista que baja encandilado a primera hora de la mañana sube a las nueve de la noche con unos cuantos años más. El trío de jubilados con pantalones de chándal y camisa te desafían a que adivines su edad. Una mujer que juró hace décadas no volver a usar tacón alto se pasea con los brazos enlazados a la espalda. Gente con monos de trabajo y gente endomingada.

Veo trastornados de varios tipos: el que brama andanadas contra Franco y Carrillo. El que baja un escalón de izquierda a derecha y el siguiente de derecha a izquierda. El que anda a saltitos como un gorrión. El que se para contra la tapia del parque, arranca una mala hierba que brota entre las mellas del empedrado y se marcha con la frente bien alta. Si no fuera tímida le pediría que por favor no lo hiciera más.

Las malas hierbas me chiflan. Son la resistencia francesa en ciudades y campos. Una isla de inutilidad en un mundo ordenado. Eso es lo que parece a simple vista. A lo mejor son el barrio de un tipo muy concreto de bicho. Para mí son un rastro. Las miro desde mi balcón, sólo un poco más agrestes que estos cactus míos con complejo de liana. Matas todavía verdes que en un par de meses serán puro fotograma del verano. Están ahí porque queda un vestigio de tierra olvidada por el urbanismo.

Una tierra que es un libro de historia. Quisiera coger un poco de ella en una cucharilla y ser capaz de analizarla. Por aquí arena de aluvión del río. Minerales de esquisto arrastrados desde las faldas de Sierra Nevada por la Acequia Gorda. Polen de ciprés. Un fragmento de grano de trigo. Una esquirla de hueso. Un trocito mínimo de perdigón.

Veo esa tierra en mi microscopio imaginario y trato de calcular los espesores que hay aquí debajo. Lo que sin saberlo vamos pisando a diario. Documentales subterráneos. Escribo sobre mi cama que está sobre otro piso, y sobre un par de niveles de garaje, y sobre unas tierras que fueron vecinas de un cuartel, de un molino harinero, de unos campos. Y trato de visualizar esos otros paisajes y cuadros. Cuesta más tirar tabiques en la mente que en el mundo. Deshacer el hechizo del ahora mismo.

Siempre me pregunto si la vida que pasa por la cuesta se incorporará de alguna forma a la tierra. Si la hierba crecerá sobre nosotros. A nuestro pesar o gracias a nuestro abono.