domingo, 17 de diciembre de 2017

Sigamos entrenando


Hay árboles y chavales de todos los colores en el camino hacia el gimnasio. Unos dejan que el viento les arranque las hojas. Otros parecen aguardar con inquina a que les caiga algo. Me cuesta tan poco elegir entre ellos que me asusta. Es mucho más sencillo amar a los seres sin conciencia que a los humanos.

Camino bajo el castaño de Indias, ya casi desnudo y todavía hospitalario, o cerca del pino tortuoso que no se conforma con su vida urbana y busca sierras. No dejan nunca de conmoverme. Se empeñan en recordarme que aunque nos hayamos aclimatados relativamente bien a este medio, en realidad nosotros tres anhelamos otros aires. Sé que cuando las bocas de las hojas se abren para digerir la luz por ahí también se escapa agua. Y que cada molécula que se pierde pone en marcha una bomba que, tronco arriba, succiona la humedad del suelo. A veces me parece que yo formo parte de esa estructura: los árboles tiran de mí y, como el agua que transpira, yo también me escapo.

Y sé que los vegetales emiten y distinguen señales químicas. Quién sabe, a lo mejor criaturas de otros reinos somos algo sensibles a su presencia. Yo no entiendo sus mensajes, pero tal vez algunas células mías pueden captarlas. Un gas orgánico, una fitohormona que me cautiva y me corrompe y me vuelve ajena a las inquietudes de mi especie. Alguna sustancia que hace germinar en mí semillas salvajes.

Paso así junto al grupo de adolescentes y me cuesta sentir hacia ellos lo mismo que hacia los árboles. Me preocupa. Siento que me disputan fuerzas contrarias: la naturaleza sin hombres y la empatía. No me gusta hablar mucho y muchas veces me incomoda la gente. Pero me inquieta que me siente perfectamente el traje de ermitaña. La misantropía es una de esas posturas poco exigentes a las que una se acostumbra. Muchas veces querer a la gente, o respetarla, o comprenderla, o tolerarla al menos, es un entrenamiento más duro que el crossfit. Pero yo disfruto haciendo deporte. Considero una postura ética ponerle trabas a mi aptitud para el retraimiento. No estoy dispuesta a que la hosquedad me gane ni a que mi compasión se marchite.

Pero por el amor de dios ¿y lo de las bicis?

De repente te encuentras una bicicleta amarilla por cualquier coordenada de esta ciudad áspera para las novedades. Una sola al principio, plantada sin cadena en tu calle, una apuesta subversiva por la confianza. Al día siguiente en la otra punta: un guiño. Y otra, otra, y otra, en lo que ya parece una conjura, hasta que te acercas a una de ellas y un cartelito te informa de que, usando una aplicación, puedes alquilarla. Da alegría verlas en Granada, espinosa de coches y cuestas, como especies amenazadas que  tímidamente van recuperando su hábitat. Y como si de verdad fueran criaturas vivas, es desolador verlas destrozadas.

Te enteras de cosas así, y los árboles vienen a reclamarte. Tiran de ti de nuevo y te incitan a que te alejes, a que tildes a la humanidad de plaga sin riesgo de equivocarte. Nada en la naturaleza es gratuito, te dicen, ni la crudeza de la predación ni la belleza de la orquídea. La arbitrariedad es una innovación del Homo sapiens. La gente no merece confianza.

Y, claro, no se equivocan en absoluto. Pero a ver cómo les explico yo, que soy más de hierba que de gente, y más de silencio que de charla, que a mí también me van las apuestas locas.


domingo, 10 de diciembre de 2017

Seguro que llueve.


Cuidado conmigo ahora. Literariamente soy tierra yerma. Mi piel es fina en los intercambios con el paisaje: también a mí la sequía me asola. Pasa un día y y otro y otro, y ya no te acuerdas de cuándo fue la última vez que oliste a lluvia. Un día y otro y otro, y las fuentes se secan, la inspiración se marchita, las frases se acartonan. No es un drama: tengo pocos talentos, pero entre ellos está el de ser notablemente adaptable. Resiliente, que se ha puesto de moda. Mis cromosomas tienen una cintura ágil: si no llueve, me enrosco como una rosa de Jericó y aguardo. Y no escribo si las palabras no brotan. Tan fácil. De vez en cuando miro al cielo. Pero ya no me impaciento como antes. No voy a sacar santos. No me voy a poner plumas en la cabeza ni a patear el suelo para invocar a las musas. Mi ego como escritora está afortunadamente muerto.


Pero cuidado conmigo, repito. Hay semillas durmientes aquí adentro. Un día un chaparrón breve te enfanga el coche. Al día siguiente los solares revientan de tréboles. No hay oído capaz de percibirlo, pero la tierra seca palpita. Marca un ritmo secreto al compás del deseo y la mansedumbre. Unas pocas gotas caen y la carrera por ser se desboca. Yo llevo tanto tiempo escribiendo, con una asiduidad más o menos cumplidora, que el lenguaje ha dejado en mí sus semillas. Germina. Brota. Florece. Fructifica. El fruto se abre y la simiente se esparce por el suelo. Es un ciclo que por fin respeto.


Comprenderlo me ha liberado de la ansiedad de contar y seguir y seguir contando. Para mí escribir no es un fin sino un medio. Vertebra mi percepción del mundo. Propaga la belleza y la compasión que recolecto. Abre puertas. Con suerte, planta en tu corazón el arrebato de estar vivo y consciente. Lo esencial es cómo miro y abrazo. Escribir es ni más ni menos que una herramienta para trabajar en el huerto.


Así que te lo advierto. Ahora mismo soy una tierra árida y vehemente. Cualquier cosa que hagas o digas puede ser para mí lluvia. Riégame con un gesto, abóname con una astilla de historia: seguro que las palabras me crecen como tréboles. 


Así ando yo últimamente: algodonosa.