jueves, 30 de octubre de 2014

Lo peor y lo mejor

 
El hijo fuerza la espalda para afeitar a su padre. Lo ha arrancado del sofá y llevado hasta la cocina con la esperanza de que el tubo fluorescente alivie la oscuridad de la casa. La silla donde está sentado el padre tiene las patas cortas; las piernas del hijo son largas. Los dos están concentrados, como si realizaran una tarea intelectual sofisticada. El padre levanta la barbilla en el momento oportuno, sin necesidad de que el hijo lo pida. Tiene la mirada de un niño grave y valiente que está a punto de quedarse sin amígdalas, y no dice palabra. El otro sigue con la máquina los contornos de un rostro que a veces no reconoce. ¿Es ese el hombre sobre el que se tiraba en tromba en la cama de matrimonio, los domingos por la mañana? ¿El que compensaba con cinco duros furtivos alguna regañina de la madre? Pasa por las mejillas vacías, los labios desdibujados, el mentón que cada vez más a menudo descubre temblando. Como si en vez de pelo quisiera quitarle años. Como si fuera un mueble viejo al que, decapando la enfermedad, estuviera restaurando.

Están los dos tan concentrados que no se dan cuenta de que ahora mismo representan lo mejor y lo peor de la condición humana: el amor al lado de la caducidad consciente. El cuerpo entero del padre suena a alarma de evacuación; él la escucha y a veces no tiene fuerzas ya ni para conformarse. El hijo lo mira con un sentimiento hondo de injusticia, porque nadie nace sabiendo que la vida se da la vuelta a sí misma como un guante. Tienes que aprenderlo todo sobre la marcha: los que cuidaron han de ser cuidados, los sostenes de tu infancia apuntalados sin mucha esperanza de que aguanten otros pocos años. Nadie te da un manual de intrucciones para ese tipo de materias.

Pero se aprende más o menos rápido. Cualquiera puede reconocer esta otra mirada del hijo que ha sustituido a la de rebeldía. Yo la he visto, y tú, y la cajera del Mercadona y ese señor calvo que está doblando la esquina. Todas las criaturas con una mínima suerte fuimos obligados a la vida por una mirada amorosa de nuestras madres. Tenemos esa cicatriz indeleble enterrada en la mente, esa primera huella en la Luna. Alguien te sacó de la nada, te sostuvo en su regazo y te miró cuando estabas más indefenso. También sin palabras te dijo: aquí estás, cosa pequeña y preciosa, no te preocupes que aquí estoy yo para cuidarte. Exactamente como este hijo mira ahora a su padre.

Para hacerlo bien en la vida uno no necesita más que rescatar de sí aquella mirada y transmitirla a quien la precisa.

lunes, 27 de octubre de 2014

Nombres que se caen de los mapas

 
Las ruinas son una constante en mi paisaje. Las llevo coleccionando desde que empecé a trabajar hace casi doce años, desde el mismo día en que subí vestida aún de señorita a un Land Rover que me llevaba un montón de veranos. No había un camino de campiña, de monte cerrado, arrimado a una vega o tirado entre trigales, que no me llevara a algún cortijo abandonado. Fastuosos o esquemáticos, fotogénicos o miserables. Tantos, que desde aquel principio en que apenas me daba cuenta de cómo estaba cambiando mi vida, me dije que algún día haría un inventario. Una foto, un nombre debajo. Un cementerio de paredes hundidas.

Me gustan. No de manera morbosa, ni por melancolía. No me pongo de perfil y pronuncio ah, el tiempo, cuando sumo una nueva ruina a mi lista. Carezco de romanticismo. Sólo es que me gustan las líneas simples de la arquitectura de los campos. Un triángulo encima de un cuadrado, el círculo de la era o el redil vecinos. Un par de palotes: dos árboles para tener una poca de sombra en agosto. Un diseño que cualquier mente infantil, limpia de borrones, pillaría al vuelo. Me gustan sus colores de esqueleto, y cómo terminan confundiéndose con la geografía: si las tierras son ricas y rojas, las fachadas se tiñen de óxido; si están rodeadas de rastrojos, se vuelven amarillas; si las plantaron en medio de una dehesa, cada ventana mellada parece de lejos una encina. 
 

Estás muerto por dentro si no te gusta este lugar

Me gustan y al mismo tiempo me irritan. Siempre me acerco a ellas con esperanza. Paro el coche, piso algún cardo, me acerco expectante de encontrar huellas de vida. Pero nunca veo nada. Si acaso, el hollín de un hueco que ya no acaba en chimenea, un trozo ridículo de lebrillo, un frasco de medicina para cabras. Las ruinas están mudas. Son una página en blanco de las que te arrancan la fe en la escritura. No responden una sola pregunta. Siguen autistas su camino hacia la nada. Hacen que se me ponga cara de analfabeta: yo quiero leer ahí historias humanas y no entiendo ni palabra.

Preguntas, preguntas: hasta cuándo estuvo habitada, desde cuándo. Cuántos bebés nacieron bajo esos techos caídos, cuántos muertos fueron velados. Cuánto se parecía el ruido de sus mentes al de la mía. Qué sentían al acostarse, aparte de un cansancio asesino de brazos, cuál era su primer pensamiento al levantarse. ¿Había resignación, vivían pendientes de alguna promesa? ¿Les asustaba quitarse otra vez la ropa de trabajo y sospechar lo rápido que pasan los años? ¿Vivían pendientes de algo? Un acontecimiento, un encuentro, algo que permitiera distinguir un día del siguiente. ¿Había frustración, había desidia, había esa burbuja de alegría que sin venir a cuento te empieza a crecer en el pecho y amenaza con ahogarte? ¿Deseaban lo que no tenían o se conformaban? ¿Hacían balances rutinarios del curso de sus vidas? ¿Se preguntaban a sí mismos lo estoy haciendo bien o y si me muero sin haber hecho lo que quería? ¿Sentían que algo los carcomía por dentro y no entendían lo que era? ¿Se escapaban a veces al monte y gritaban donde sólo los escuchaban las cabras? ¿Hacían conjeturas sobre otras vidas posibles? ¿Diseñaban proyectos distintos de la siguiente cosecha o paridera? ¿Se apasionaban? ¿Tenían hambre de atención? ¿Le daban miguitas de pan a su ego? ¿Se creían a veces invencibles? ¿Se sabían más libres que sus perros?

¿Tenían las mismas preocupaciones y las mismas certezas que yo? ¿Se me parecían? Es lo que nunca saben contarme las ruinas. Y a pesar de ello me gustan.


Mudas y preciosas

sábado, 25 de octubre de 2014

Ronronear es de sabios


Vas encontrando tu hueco en la calle. Te parece milagroso llegar hasta la plaza sin haber pisado a nadie y sin que nadie te haya pisado. El paseo por el cogollo de la ciudad te recuerda a esos ejercicios estúpidos que practicas con un texto cuando te aburres: unir los espacios en blanco de un párrafo para formar una red de caminos. Vías de escape. Eres la gota de lluvia que serpentea una trayectoria sobre el parabrisas mojado. Hay demasiados cuerpos, demasiados pies cuyo calzado de invierno no rima con la ropa veraniega que hay encima, y viceversa. Demasiados turistas, demasiada gente tratando de aparentar que no está mamada, o todo lo contrario.

Sigue tu camino. Deja atrás los puestos de souvenirs que huelen a explotación infantil y cuero malo, los grupos de franceses que esperan al autobús porque no pueden ya con su alma. Obliga tus piernas a la cuesta. No mires a las gitanas que te ofrecen romero. No mires con suficiencia a las pobres muchachas que tratan de venderte una entrada para algún lamentable espectáculo de flamenco. No te entregues al encanto de imaginar cómo sería la ciudad sin estos prostíbulos del turismo. No pongas los ojos en blanco cuando delante de ti se tambalee una pobre infeliz que esta mañana no supo elegir en su hotel un buen par de zapatos. No saques tu sonrisa de matón kosovar si te topas con unos novios disfrazados de novios haciéndose fotos para el álbum. Has atravesado la puerta monumental. Estás por fin entre árboles.

Mira hacia arriba como si no hubieras estado aquí nunca. Rastrea los síntomas de un otoño que se está haciendo el remolón. Haz inventario de amarillos. Agradece el milagro de encontrar un cachito de bosque en una de las cocorotas de la ciudad. Lamenta que todas esas castañas del suelo no sean comestibles. Inspira, expira: captura en tu cuerpo la sombra y la humedad. Afina un poco el oído: un rugido que se acerca, el tren turístico que te rebasa, su onda expansiva que se esfuma, y luego nada más. Como mucho, los mirlos, la gente que pasa con las manos enlazadas a la espalda, la poca charla que la cuesta permite. Aquí no hay coches particulares ni bares de tapas. Apenas cosas que se compren y se vendan: una lata de coca-cola y un bocadillo gomoso en algún kioskillo, un poco más adelante. Las entradas para la Alhambra. Todo lo demás sale gratis.

Estás en un ecosistema, aunque sea artificial. Y mira, ahí están plantadas las fotos que ibas buscando. Grandes paneles con animales exóticos que no lo son tanto porque los has visto mil veces en los documentales y en el Waku Waku de antaño. No te dicen gran cosa: la imprescindible ballena, el guepardo y sus manchas que se estiran con la velocidad, el tontito del oso panda, los guacamayos y los monos japoneses en su spa. Mira qué bonita, la infinita y enfermiza fragilidad del mundo salvaje, y blablabla. Pero no te hagas la dura. Ha estado bien volver a subir a esta parte del mapa, ver una manada de leones bostezando en medio de la ciudad. 


Exposición animales salvajes en el bosque de la Alhambra
Gracias, Señor Pepe Marín
 
Y ver a las hordas de hipopótamos que echan un sueñecito húmedo con la barbilla apoyada en el culo del que tienen al lado. A las morsas apretujarse unas a otras contra el frío. La carita de gusto de doscientos leones marinos apiñados en amorosa promiscuidad. Todos esos animales que hasta en fotos desprenden vaho y palpitan te han recordado algo. Ya ha pasado un par de horas desde la siesta, pero tu piel aún conserva el calor del cuerpo junto al que te has apretado. Dentro de ti conservas una especie muy primitiva de santidad. Pegarte a otro ser vivo, entregar tu nombre propio, cantarle a la ternura sin voz. Apretar carne como un gato satisfecho, ronronear. Crear una burbuja de solidaridad. Miras las fotos de todas esas siestas salvajes, y te das cuenta de que la parte más hermosa de tu conciencia es animal.

miércoles, 22 de octubre de 2014

Qué peso me estoy quitando


A veces me encuentro con que no tengo gran cosa que decir. O con tres o cuatro retales que no sé muy bien cómo unir para que me den un tapetito apañado. A veces el ritmo de publicación que me he impuesto se comporta con mi pobre experiencia como un entrenador personal sanguinario. En ocasiones así el sentido común me sugiere que me meta las manos en los bolsillos antes que teclear cualquier cosa que no sea digna de interés. Pero, amigos, si los escritores se caracterizasen por su sentido común, y conste que no me incluyo en esa etiqueta, la historia de la literatura sería una merienda de iluminados. Y no: los escritores suelen ser pobres personas con más dudas que certezas, y más vidas de humo que anécdotas.

El caso es que cuando debo sacarme algo de la manga para que mis desamparados lectores no lloren por las esquinas no romper mi compromiso con la escritura, pero por mucho que rasque, no encuentro nada-de-nada-de-nada, saco el cuaderno donde escribo con la pezuña. Donde me cito conmigo misma al final del día. Donde me toqueteo y me doy permiso para ser torpe, sucia y descuidada. El ordenador ya está encendido. Es una gran boca hambrienta que reclama trozos de mi vida. Un perro que hay que sacar de paseo para que no lo deje todo perdido de caca. El cuaderno no reclama nada. No exige orden ni estructura, no da pie a la hipótesis de un juicio. Es poco más que un váter adonde van a parar los restos del día digerido. Escribir un post es un partido de competición; tomar apresuradas notas a mano es botar la pelota de basket en un solar vacío y lleno de charcos; botar, botar y botar, como quien pasa cuentas de un rosario; como quien medita. Es entrenarse. Por eso recurro a él cuando no sé por dónde meterle mano a lo serio: con la esperanza de que el rasgar del boli sobre la hoja vacía encienda la mecha de las palabras. Es mi abrelatas de la expresión.

Hace un momento me senté frente al ordenador. Ya tenía el cuaderno preparado. Sabía de antemano que hoy estaba desnuda frente a la pantalla, miope, sin la lente de un tema que me ayudara a enfocar mi visión. Estoy sola en casa y quiero leer, quiero ir a un vivero a comprar plantones de rúcula y lechuga para hacerme un huertecillo de balcón y darle así una salida a todo lo que mi anulado genoma campesino está ávido por demostrar. Quiero ponerme a partir almendras con una martillo, que es una cosa absurda que, consumada dentro de un piso minúsculo, me parece el colmo de la diversión. Quiero, yo qué sé, hacer queso parmesano vegano, zumba con un vídeo de Youtube o sentir mi respiración. Cualquier cosa que no me deje huella en el entrecejo.

Pero aquí estoy, tecleando frases que cuestionan mi interpretación de lo que es digno o indigno. Entrenándome más que compitiendo para ganar. No he llegado a abrir el cuaderno. No ha sido necesario. No me ha dado corte hacer nudismo frente a la pantalla. Es porque se están produciendo cambios en mi manera de entender las cosas de la escritura: estas han perdido su cualidad de solemnes. Han dejado de ser lo serio. Para mí son vitales, como es vital jugar para un crío. Pero precisamente son eso, un patio de recreo. No una profesión, ni un dogma ni un estado del alma. Ya no me asustan, ni hacen que me avive la dermatitis a fuerza de rascarme. No me ahondan las arrugas. Darme cuenta de que sin una Gran Ambición Escritora puedo pasar y hasta hacer pasar un buen rato está siendo un gran paso. Ahora soy más libre. Disfruto más del asunto. No me doy humos, no me importo tanto. Aprendo a hacerme amiga de mi tiempo. Estoy madurando.

Y creo que eso puede tener cierto interés. No por lo que a mi infumable caso respecta, sino por lo que, al usarlo como espejo, vosotros podáis obtener.


              Y ahora... Cositas como estas me dan la vida. No soy yo, obviamente. Menda tiene la mitad de tetas pero el doble de gracia. Húngaras...


 

domingo, 19 de octubre de 2014

Donde el gato te lleve

Tres mujeres en un coche pequeño y un próposito que a oídos de cualquiera sonará idiota. Paradas que no estaban previstas. Quince horas de viaje por carretera que se convertirán en siete días. Por improvisación, por gusto de sentirnos cautivadas y libres, a lo mejor porque terminamos llamando a la grúa. Pensaremos todo el tiempo que nos ha tragado una road movie. Querremos quedarnos a vivir para siempre en cien sitios distintos, y volver cien veces a casa en el primer autobús que deshaga un poco el camino. Será algo supuestamente divertido que no habíamos hecho antes, y que probablemente nunca volveremos a hacer.

Trabaremos alianzas a dos bandas. Jugaremos a dejar a la tercera en la estacada. Propondremos en broma parar en los hoteles más caros. Alzaremos una ceja socarrona cuando alguna proteste por lo cara que nos va a salir una cuenta. Luego dormiremos en sitios tan familiares que pagar nos dará un poco de apuro, y cada vez que comamos un plato de más de diez euros nos sentiremos empachadas. No por tacañería, sino porque nada nos sentará mejor que un trozo de pan con queso y las manzanitas picadas que robaremos subidas a linderos de piedra. Pararemos en pueblos y el GPS del olfato nos conducirá como a ratas de Hamelin hasta las panaderías. Tendremos una bolsa llena de migas de tarta, croasanes y pasteles de verdura. Rellenaremos las botellas de agua en el baño de bares. Cuando la fotogenia de un paisaje nos embriague, compraremos vino blanco. Mi madre se mojará los labios y sentirá que camina on the wild side. Cualquier cuneta nos paracerá buena para echar una siesta.

Protestaremos. Habrá silencios largos. Me cansaré de curvas y abrazaré el progreso en forma de autopista con alegría rencorosa y salvaje. Miraré hacia los precipicios mientras conduzco para que os hagáis pipí de miedo. No me despistaré nunca, porque he heredado el miedo a las alturas. Nos tomaremos el pelo a costa de los camareros. Imitando a Thelma y Louise, coquetearemos con señores feos. Nos haremos selfies con gafas de sol y la cabeza envuelta en un pañuelo. No ignoraremos a veces, discutiremos. Alguna pondrá especial empeño en hacer una parada o no hacerla bajo ningún concepto. Pero cada etapa del viaje irá fraguando en nuestra mente como el cemento. Nos costará imaginar después que podría haber sido mejor de cualquier otra forma. Agradeceremos al deseo o al azar nuestras fotos. Haremos desvíos a Arcachon y a la Dordoña, a las playas normandas y a Oleron. Nos darán risa los castillos del Loira. Nos subiremos a un barco fluvial con ánimo sarcástico y nos tendremos que tragar la emoción.

Y cuando el viaje se nos esté haciendo largo, y el plan nos parezca cada vez más memo, llegaremos a la meta: Tours a 23 kilómetros, a 17, a 5, Tours. La fachada de la casita cuya foto nos habían enviado por guasap. El dueño que planeábamos entre risas convertir en mi padrastro. Macizos de hortensias bien recortados y el enésimo manzano que empezará ya a olernos a nostalgia. Unos cuantos perros ápaticos, y apoltronada en un sillón de mimbre más apolillado que elegante, la causa de nuestro viaje. Mil quinientos kilómetros en línea recta, más otros mil en desvíos, para volver a ver a una gata. Chiti, puro pelo y devaneo. Chiti, encarnación de una época de nuestras vidas que no se parecerá a ninguna, un puñado de domingos en que maldijimos al viento y nos metimos en vena azahares.

Ella se levantará majestuosa y gorda y se nos restregará por las piernas, toda profesional. Nos prestará la atención justa y haremos como que no nos importa. Una gata que apareció de improviso en la casa entre los naranjos y acabó en Francia. Apuraremos nuestras tazas de café y nuestros macarons. Le daremos la mano al educado dueño de Chiti que nunca será mi padrastro. Volveremos parando sólo cuando anochezca. Hablaremos menos, se nos hará raro el paisaje. La caricia de Chiti fue breve, pero nos dejó tanto.


Venid, venid a Francia, so incautas


viernes, 17 de octubre de 2014

Yo soy cualquier chorrada que esté haciendo en este momento

 
Una casa muy pequeña, dos seres humanos, no quiero saber cuántos cientos de miles de ácaros. Un solo cuarto de baño en hora punta. Fuera, aunque nadie pueda creérselo, el arranque de la mañana. Se obligan los coches a ello, nos obligan los despertadores a obviar el muy obvio hecho de que hay una noche negra al otro lado de la ventana.

Uno de los seres humanos se me parece en el cuerpo y la cara. Si le preguntas cómo se llama probablemente responda que Silvia. Pero no estoy segura de que sea yo. No me reconozco del todo en esa criatura que sólo necesita volver a cerrar los ojos para vivir una vida plena. Hace sólo unos minutos estaba soñando que tenía un camión. Subía a la cabina como un monito por una escalerilla empinada, desplegaba la litera, dormía en áreas de servicio sin tristeza. Todavía hay una sonrisa en esa cara que podría ser la mía.

El café empieza a hacer su trabajo y así voy reconquistando posiciones dentro del monito desorientado que está sentado en el sillón. Células obedientes las mías, lo bien que se pliegan a la química elemental de cada desayuno. Pero el esfuerzo de enfundarme mi cuerpo como si fuera un neopreno ha hecho que pierda la batalla del váter. Se me ha adelantado el otro ser humano. ¡Otro ser humano, en esta casa de muñecas! A veces me parece tan raro como si viviéramos en una de esas bolas de cristal en cuyo interior cae la nieve.

Bueno, pues a esperar. En estos momentos de saldo siempre suplico que ninguna emergencia me ponga en la calle: con los faldones de la camisa sobre unos pantalones de Cantinflas, el cinturón fláccido colgando sobre las caderas, y los pies con calcetines embutidos en unas chanclas todavía de verano, no estoy nada presentable para que los bomberos me rescaten. En absoluto uniformada para ser una heroína. En momentos así también echo cálculos sobre el porcentaje de tiempo que ocupan los menesteres más insustanciales de lo cotidiano: cuántas horas o meses emplea una persona moderadamente limpia en enjabonarse, cepillarse, lavarse los dientes, abotonarse, pasarse una esponjita por las botas, comprobar el contenido del bolso, buscar las llaves, buscar la cartera, buscarlo todo antes de descubrir que lo primero que tendría que haber buscado eran las gafas.

Si lo busco en Google, seguro que encuentro la cifra. Y seguro que me espanto. Como me espanta lo poco que recuerdo de mis rutinas en otros años y otras casas. Adónde habrá ido a parar toda esa cantidad de vida muda. Cómo no se derrumba el edificio de la memoria con toda la argamasa que falta.

Y para no seguir pensando, porque pensar en momentos de flaqueza puede ser peligroso, abro el primer libro que pillo. Tengo unos cuantos preparados al efecto, encima de la mesa-orquesta donde apoyo el plato de lentejas, el ordenador, las bragas que voy doblando conforme se secan. Lecturas salvavidas para los minutos en tierra de nadie. Hoy ha tocado El milagro del mindfullness, de Thich Nhat Hanh. Lo abro al azar y me topo con esto:


Yo soy la mandarina que me estoy comiendo. Al igual que la planta de mostaza que estoy plantando (…) Limpio esta tetera con la misma atención que pondría si estuviera bañando al Buda o a Jesús cuando eran unos bebés. No hay nada que debas tratar con más solicitud que todo lo demás.


Y esa imagen deliciosa del Buda bebé ha desactivado el espanto que a veces me provoca la matemática perversa de la rutina. Porque comprendido el tiempo de esa otra manera, no hay rutina que valga. No hay minutos mazacote, ni compases de espera entre dos o tres notas brillantes. La conciencia atraviesa todo lo que ocurre como si fuera una flecha. No hay jerarquías de sucesos: nada que haya que añorar, ni nada por lo que estar expectante. No hay ninguna pirámide vital que haya que esforzarse en escalar.

Así que ahora estoy segura: esta cara que sonríe por supuesto que es la mía. Yo soy mis manos sobre el teclado, la oreja que oye agradecida cómo el otro ser humano tiende mis pantalones de Cantinflas, la ensalada que estoy a punto de prepararnos, la certeza de que no hay mejor vida.


martes, 14 de octubre de 2014

Ser o no ser (Mujer)

 
Su cara me llamó la atención muchas veces entre el resto de libros: su par de ojos azules como el Faro de Alejandría, la melena de Morticia, y ese puñadito de arrugas propio de los que observan, eligen, descartan y no vuelven a preocuparse. Me atraía su mirada perpleja, una estación de salida hacia la patada en espinilla ajena o la carcajada. Y ya estaba a punto de coger el tomo con manos amorosas, de alabar otra vez el peso perfecto de los libros de Anagrama, el querido amarillo pollito de sus portadas, que es como volver a ver la estampa de tu pueblo en la distancia. Al final su título siempre me retenía. 


Pelazo

¿Cómo ser mujer? Tía. Sólo un poco menos decepcionante que un bombero jamón que se te acerca con la sonrisa más satinada del mundo y una pregunta sobre tu signo del zodiaco. Nunca llegaba a coger ese libro. No leí su contraportada. No supe que era un libro “muy, muy divertido”, sesuda opinión que me hubiera bastado para tirar de ahorrillos. Te fregaste conmigo, Caitlin Moran. Me perdiste como lectora. Pero claro, cómo ibas a saber que a mí las Cuestiones de Género me ponen los pelos de punta. Que me estimulan tanto como una siesta con moscas.

¿Desde cuándo? Desde siempre. O al menos desde que la naturaleza me obligó a llevar cada mes un trozo de almohada apestosa entre las piernas. En su momento apenas me di cuenta, pero la regla fue una impresión en toda ídem. Un trauma que se inscribía puntualmente en el libro de visitas de mi inconsciente. Supongo que de todos esos garabatos fue surgiendo la rabia: yo no quería ser diferente. Quería andar como los chicos, sin tener que apretar los muslos por miedo a perder aquel repulsivo paquete. Quería dejar de sangrar por ese agujero que me sugería que no estaba del todo terminada. Y no estaba en absoluto dispuesta a que mi comportamiento se viera condicionado por prescripción de la naturaleza. ¿Tenía que ser dulce y delicada por huevos, o por ovarios? ¿Abnegada, tentadora, bien planchada? ¿Tenía que ser, de alguna manera dirigida? ¿Adaptarme a una categoría? Ni de coña. Mi razón no entendía la restricción hormonal. Renegaba del feminismo tanto como del machismo. Odiaba la militancia. ¿Orgullosa de ser mujer? Qué chorrada. ¿De algo que yo no había elegido? Tan ridículo como si lo estuviera de mi miopía.

Pero qué ilusa: mientras mi inteligencia se sentía insultada por ese corral psicológico que divide a las personas en mujeres u hombres, yo seguía depilándome y sintiéndome desnuda sin pendientes; evitando combinar rojo y amarillo en el mismo hato; teniendo miedo al andar sola por calles oscuras; elaborando argumentos para cuando me preguntaran cuándo iba a ser madre; mordiéndome la lengua para no decirle al bombero jamón hipotético: Sagitario. Calla y vente a mi casa.

Por suerte, cada cumpleaños te brinda la ocasión de volverte amable y elástica. Te pule las aristas como las olas a los cantos rodados. Te limpia los prejuicios y te saca de la barricada. Te conduce suavemente a la coherencia. A reconocer que, Silvia, has sido programada para comportarte de modo femenino. Que ser mujer es una cultura diferente a la de ser hombre, una cultura ostentosa y vergonzosamente oprimida. Que si feminismo es la sana, humana y lógica pretensión de que el cincuenta por ciento de la población tenga los mismos derechos y libertades que la mitad restante, entonces, como Caitlin Moran, eres una feminista exaltada.

Y así es como he vuelto a enamorarme deuna escritora. No voy a enumerar razones por las que deberíais correr como posesos a por su libro. Tan solo que es muy, muy, muy divertido. Y a la vez, muy hondo, muy sabio. Absolutamente generoso y franco. ¿He dicho que es divertido? El ejemplar que saqué de la biblioteca ha sido martirizado a fuerza de doblarle los picos, que me perdonen los lectores granadinos. Podría copiar un montón de pasajes brillantes, pero voy a dejar sólo este que, entresacado mediante, pone un broche a 350 páginas de verdad maciza, sin edulcorantes artificiales, sin colorantes ni conservantes:


Así que, al final, supongo que el título de este libro es poco acertado. Durante todos estos años de tropiezos, humillaciones y sorpresas, pensaba que lo que quería era ser mujer (…) Encontrar algún modo de dominar todas las artes arcanas del ser femenino (…) Pero, con el paso de los años, me he dado cuenta de que lo que realmente quiero ser, en resumidas cuentas, es un ser humano. Sólo un ser humano productivo, honrado, tratado con cortesía. Uno de “los Muchachos”. Pero con un pelo realmente asombroso.

domingo, 12 de octubre de 2014

Mi mantra (marca registrada)

 
A lo mejor tienes un cajón lleno de herramientas mentales, consejos que has ido recogiendo aquí y allá, en revistas y en libros, de boca de amigos o en blogs bienintencionados. No sueles hacer mucho uso de ellos, pero tampoco terminas de desecharlos. Total, no te piden de comer ni ocupan mucho espacio. Si un día te levantaras con furia limpiadora, si decidieras expurgar lo superfluo en tu vida, empezarías por otros sitios. Por el cajón de los chismes culinarios, o por el del maquillaje. Por la carpeta donde conservas unas cuantas fotos de tu amor fallido. ¿Cuántas veces te has dicho: para qué quiero yo realmente tantas boquillas de manga pastelera, tantas sombras de ojos, estas escenas de felicidad burlesca que no puedo mirar sin que se me revuelva la tripa? Si la repostería no es tu fuerte; si nunca te maquillas porque el espejo te devuelve la cara de una muñeca de cómic; si muy en el fondo deseas que esa persona a la que te abrazabas sea todo lo desgraciada como se pueda ser en la Tierra. Pero nunca haces limpieza, por si acaso algo de eso te hiciera falta un día cualquiera.

Luego la ocasión nunca llega. Con la inspiración y los buenos consejos que recoges pasa más o menos lo mismo. Yo nunca he podido usar una frase motivadora sin que a los dos minutos se desactive. Haz lo que amas. Escribe a diario. Sal de tu zona de confort. Conócete a ti mismo. Di siempre que sí. Atiende más todavía. Lo que he leído no ha logrado hacer de mí una persona más sólida o más libre. Mi caja de herramientas mentales nunca me ha llevado realmente a ningún sitio: no era el GPS más preciso, ni mucho menos el combustible, sino ese tipo de explicación sobre cómo encontrar una calle que olvidas en cuanto emprendes el camino. Tengo tratados sobre cómo vivir la vida la mar de decorativos. Como la sombra de ojos dorada que conservo por si me invitan a una fiesta, o el cacharro de sellar empanadillas. Todas y cada una de las veces en que me he sentido confusa he olvidado repasar lo que aprendí sobre psicología.

Y, sin embargo, puedo decir que he encontrado una frase fetiche. Mi herramienta definitiva. La llevo colgada del cuello, la manoseo si me hace falta, y nunca pierde su brillo. Me ha salido de lo profundo de las entrañas, y cada una de sus palabras entiende de electricidad y de bilis. Es una cosa muy tonta y no demasiado bonita, pero que funciona siempre que la uso. Y vaya si la estoy usando. Es algo tan simple como esto:
                                           
                                                            ESO AHORA NO TOCA.


¿Verdad que suena un poco idiota? Eso ahora no toca. ¿Hacía falta un post en torno a tal idea de bombero? Eso ahora no toca. ¿Lo ves? No me canso de repetirla. Me agarro a ella como a un chupete, como un yonqui a su jeringuilla. Es terriblemente adictiva, porque es terriblemente efectiva. Puedes usarla cuando te convenga, en cualquier situación que te encharque los sesos, ante cualquier problema. Si estás dando vueltas en la cama y no puedes dormirte, porque esta mañana alguien dijo esto y tú no supiste responder aquello: eso ahora no toca. Si durante el domingo te ves sobrepasado por la agenda de la semana que empieza: eso ahora no toca. Si te inquietan los resultados del análisis de sangre que ayer te hiciste: eso ahora no toca. Si te preocupa que tu avión se estrelle antes de comprar el billete: eso ahora no toca. Si te aflige la intuición de que los episodios más excitantes de tu vida puedan ser cosa del pasado: eso ahora no toca. Si nunca serás el crack que soñabas: (lo vas pillando) eso ahora no toca Si nunca estás muy seguro de si tomaste las decisiones correctas: (todos conmigo) ¡eso ahora no toca!

Úsala cada vez que la inquietud te agarre, cuando las ondas sísmicas te recorran de arriba abajo. El ahora puede ser todo lo ancho o estrecho que quieras: un ahora de un minuto, o hasta que el despertador te taladre; un ahora que dure lo que la vida. Lo que no puedas decir a los ausentes. Lo que no tengas al alcance de los pies o las manos. Lo que no puedas resolver en el instante, con una sola acción directa y diáfana. Lo que no sea respirar, responder cortésmente a quien te pregunta o ser buena persona, sinceramente, no toca.

miércoles, 8 de octubre de 2014

Lo que me hace fuerte

 
Descubrir que he estado llevando en las tripas un Mal absolutamente eficaz y discreto, que sin una voz ni un aviso y mientras más sana me sentía, ha transformado mi carne preciosa en compost. Entender, con la primera palabra vaga del médico, que estoy a punto de pasar del sofá al tarrito de las cenizas sin apenas transición.

Que este gracioso lunar en la cara interna de mi muslo empiece a parecerse cada vez más a un cruasán. Que un día me deje una manchita de sangre en los pantalones del pijama. Que, uno tras otro, los músculos de mi cuerpo se empiecen a rebelar. Ser una conciencia obesa dentro de cincuenta y seis kilos de carne incapaz.

El Ébola. Un positivo en un test de embarazo. Los disruptores endocrinos. La comida tóxica. La anestesia general. Los pasillos de los hospitales psiquiátricos. Que mi padre olvide mi nombre. Que mi madre, tan orgullosa y tan pulcra, me diga gimoteando que se ha hecho caca encima. Que Jose ya no se acuerde de que hemos echado unas mil trescientas siestas juntos. Que yo me olvide de todo lo demás. Que dentro de cuarenta años lea algo mío, muy íntimo, y me pregunte quién ha escrito esa mierda preciosidad.

Los aviones. Vistos por dentro y desde fuera. Los que están a punto de aterrizar. Los que rugen, a punto de despegar. Todos los que se interponen en mi camino hasta Tailandia, Carolina del Norte, Nueva Zelanda. Los trenes demasiado rápidos. El humo con olor a combustible que empieza a colarse en el vagón de un tren portugués. El vejete que se olvida de que las autovías no son de doble sentido. El chófer de un autobús de línea que se pica con un conductor quinqui. Los adelantamientos. Las curvas cerradas hacia la izquierda. La niebla mientras conduzco.

Las ratas. Los perros sueltos en el campo. Que se sequen los alcornoques y las encinas. Que las abejas y los abejarucos se extingan. Dejar de hacer pie en el mar. La zona de las piscinas donde cubre. Los pozos y los pantanos. El pasajero que podría llevar una bomba en su equipaje de mano. La instauración de un califato extremista. Las mafias que trafican con carne humana. El mendigo que oculta un cuchillo jamonero debajo de siete jerséis. Que me desplumen cada vez que, usando una red wifi, pago con Paypal. Las drogas alucinógenas. Corea del Norte. El telediario. Los maniquíes desnudos. Las tiendas de ortopedia. Los muñecos de más de diez años.

Hablar en público. Leer algo que he escrito. Los lugares atestados de gente. Ser muchedumbre. Que nunca más vuelva a dolerme la barriga de risa. Asomarme al mundo como al brocal de un pozo y escuchar sólo mi eco si digo hola. No saber dar en su momento ni una sola respuesta adecuada. Perder el tiempo. Ir siempre con prisas y dejarlo todo a medio hacer. No tener hambre ni ganas de nada. Despertar a media noche y ser cruelmente consciente de mi caducidad. Morirme decepcionada. No saber manejar el miedo. Ser incapaz de querer.

lunes, 6 de octubre de 2014

Lo del cántaro a la fuente no me afecta

 
Lo supieron antes que yo y no quisieron informarme. Como si estuviera desahuciada, pero sin esa piedad fastidiosa cuyo olor debe de quedárseles pegado a las batas. Pero siempre presentí que había algo raro en mí, y que ellos lo notaban. Esa repentina manera de mirarme por encima de unas gafas imaginarias. Ese instante de reconocimiento: el momento en que otro número más se convierte en un caso especial. La conexión a su pesar. Esa desconfianza. Por supuesto, tenían que ocultármelo. No fue hasta ayer, en el Hospital Costa del Sol, cuando lo descubrí por fin: yo, señoras y señores, no soy como los demás.

¿Y por qué tanto secreto? Pues muy fácil: porque mi diferencia los deja en entredicho. Refuta su necesidad. Cuestiona su formación tan abultada, los largos años de carrera, las noches eternas tragando apuntes y nudos de náusea en las guardias de Urgencias. Para ellos soy lo que un activista vegano a un gaucho de la Pampa: una amenaza. Una enmienda a la totalidad. Al toparse conmigo no saben si, ingenuos, me habré reproducido, si habrá más gente como yo. Cuando mi novio o mi madre me siguen consulta adentro, su recelo se extiende también a ellos. Como si tuviera 39 de fiebre y acabara de llegar de Liberia.

Podría ser generosa y decirles que no tienen de qué preocuparse. Mi familia no está infectada, por seguir con la comparación. Digamos que ellos son... bastante normales. Están hechos con los mismos materiales que el resto de los Homo sapiens: los pilares, el mortero, los ladrillos que aquellos a quienes tanto molesto se encargan de restaurar. Mi madre se ha roto el coxis dos veces y tiene artrosis cervical. Mi padre acompaña cada tostada con un comprimido de Condrosan. Mi hermana, bueno, en su encarnizada lucha por robarme el protagonismo que como primogénita me corresponde, consiguió que le escayolaran espectaculamente un brazo tras una caída más bien sosa. Que yo recuerde, mis primas han usado muletas. Hoy mismo le operan un pie a una de ellas. Con Jose no hay problema ninguno: tiene un codo de tenista, rodillas de mazapán, sinovitis de muñeca. Y yo no pienso reproducirme. Ni con él, hombre frágil, ni con nadie más. Si a pesar de saltarse a mis parientes más próximos resulta que mi peculiaridad es genética, entonces sus efectos quedarán enterrados en mi carne. Soy el cementerio nuclear de lo que reta a la Medicina.

Pero no seré yo quien tranquilice a sus profesionales. Ellos me han hecho perder un tiempo precioso en salas de espera atestadas de gente verdadera o vocacionalmente enferma. Podría haber pillado cualquier cosa. Gripe, tuberculosis, sarampión. Y lo peor es que sus diagnósticos siempre me han hecho sentir una lerda. Una y otra vez me han avergonzado con expresiones ominosas como no es nada más que el golpe, o una simple contusión. Como si el dolor que tenía fuera inventado. Como si yo fuera un despojo psicológico ávido por llamar la atención. Me han abandonado a merced de mi torpeza. Como si no pudieran entender que la única manera de redimir tanta caída, porrazo, resbalón, tropiezo, costalada como desde la infancia he sufrido sería colgarme una Medalla al Mérito Traumatológico: un yeso firmado por compañeros del colegio, un buen par de muletas heroicas, un fracturita; qué menos que una baja laboral de veinte días para curarme un esguince.

Podrían haberme ahorrado todo eso, si hubieran querido. Sólo tendrían que haberse sentado en el pico de sus mesas para revelarme que no era necesario que volviera nunca más a Urgencias. Que, por algún raro azar, he resultado ser una criatura biónica: mis huesos están fabricados con una aleación infalible de amianto y titanio. Las capacidades de mis ligamentos harían sonrojar al inventor de la fibra de carbono más dúctil. Mis cartílagos son un sofisticado biogel capaz de amortiguar el impacto más brutal. Ya puedo caerme mil veces. Protagonizar todo un especial de Año Nuevo de cualquier programa de zapping. Puedo forzar hasta el martirio a mi rodilla derecha. Puedo derrumbarme de espaldas, de boca, por ambos costados. Puedo caerme en ríos, terraplenes y acantilados. Puedo repetirlo tan primorosamente como ayer lo hice: ni el más experimentado de los actores extra de Hollywood sería capaz de reproducir la Hostia Perfecta que perpetré. Ahora que lo pienso, podría ganarme la vida con ello.

Porque yo, mis amiguitos, soy jodidamente inmune a los golpes. Una criatura indestructible. Y por eso los traumatólogos me odian.

sábado, 4 de octubre de 2014

Tren-hotel (ese bicho)

 
Lo suyo sería empezar con unas cuantas generalidades sobre el coqueto mundo ferroviario, pero, amiguitos, los andenes ya tiemblan. Un tren que parecía novelesco como El Dorado está a punto de materializarse. 23:37, hora portuguesa. No queda tiempo para teorizar.

Hace una vida que el jefe de estación se encerró en su garita con una caja de pizza. ¿Jefe? Dejémoslo en operario. Este muchacho que sale ahora, bostezando y remetiéndose la camisa, se reventaba granos en alguna aldea alentejana hace sólo un par de años. ¿Desde cuándo tiene este trabajo? Una alarma sonora proferida por un millón de tyranocigarras parte en dos la noche en esta estación alejada de todas partes. Llevo aquí tres horas y media, y durante la primera me tentó seriamente la idea de arrojarme a las vías. Resistí, y ahora me he vuelto más fuerte. Soy una tía dura. National Geographic (NG) debería dedicarme un reportaje. Pero este pobre chico no parece que vaya a jubilarse viejo. Sus nervios deben de tener todo el aspecto de un potito. Y el tren que llega no va a detenerse más de dos minutos. Noche cerrada, caras de sueño, alarmas apocalípticas. Una urgencia que desbarata.

Y ahí lo tenemos, vomitado por la noche, raro como un pez de la fosa de las Marianas. No me afecta la prisa: si no suelto esa morcilla lírica me pongo mala. El tren es bajo de altura, como si las vías se hubieran hundido agobiadas por el peso de su importancia. Va a Madrid, va a París, cuidadito, y tiene un nombre redicho, Lusitania. Me inquieta la posibilidad no tan remota de equivocarme de vagón y amanecer en Hendaya. Dentro de mi cráneo aguerrido viven criaturas que a la mínima dudan. Pero no tengo por qué preocuparme. Por mucho que me sabotee a mí misma, soy un ser humano solvente.

Minuto y medio después, en la panza del Lusitania. El tren resuella como un runner incapaz de obedecer los semáforos. Estoy en el vagón correcto, y desde ya sé lo que va a pasarme: el pasillo es estrecho como la reina Victoria, y la bestia de la hipocondria está a punto de dar un zarpazo. Se está haciendo omnívora: cáncer, y ébola, ELA y yihadistas. Estoy embutida en una masa indistinta de acero y carne humana, y la cosa pinta muy gore. Jose no ayuda: me está mirando como un corderito en un 23 de diciembre, porque nuestro viaje en común se interrumpe justo ahora. Segragación sexual en pleno siglo XXI: caca, basura. ¿Hay uniformes nazis ahí afuera? ¿Somos personas, o somos bestias?

Cambiemos un cuento del Holocausto por otro de Poe. Mi cabina está cerrada con pestillo. Un viajero tras otro me aplasta contra la puerta, mientras yointento manipularla. Consigo abrir una rendija, pero por dentro hay un cierre de gancho. De pronto unos dedos de mujer rozan los míos. Forcejeamos: un pulso de metal y uñas largas. Empiezo a considerar la opción de dormir en el suelo del vagón-restaurante. Entonces la puerta se abre. Vaya, no me reciben criaturas viscosas y pálidas. Sólo la oscuridad. Tiniebla de serie Z. La puerta se cierra de golpe. Es lo bueno de la literatura de subgénero: que siempre sabes lo que va a pasar. 


Me zamparé tus carnes jugosas y sólo dejaré los huesitoooos.
 
Pero llevo mi móvil encima. Soy la McGyver del Lusitania, la Indiana Jones. La pantalla ilumina brevemente cuatro literas, un pasillo, un millón de maletas. Soy Howard Carter en la tumba de Tutankamón. De nuevo tinieblas. ¿El interruptor de luz? Estás en un lugar arqueológico, zopenca. Y tinieblas. Sólo las dos literas superiores están vacías. Tiniebla. No hay escalerilla. Tiniebla. Tendré que dejar la mochila en el centro mismo de la cabina. Tiniebla. Agarro la bolsa de plástico donde he metido mis más valiosas pertenencias: un short para no plantar el muslamen en sabe dios qué sábana sarnosa, kit dental, tapones para los oídos, crema hidratante de las caras, antifaz. Tiniebla. Si pongo un pie aquí, y una mano allá, y luego, alehop...tiniebla. ¡Bravo! No he pisado ningún cuerpo. Me quito las zapatillas, me quito las gafas, me contorsiono para sacarme los vaqueros, y ahora ¿dónde dejo todo esto, adónde habrá ido a parar el móvil de la salvación?. Lo rescato. Hay un altillo encima de donde se supone que tiene que ir mi cabeza. Tiniebla. Espero que el tren tenga frenos ABS. Tiniebla. Tiniebla. Tiniebla. Propósito número uno para cuando llegue a Granada: escribirle una carta al presidente de Renfe Adif Renfe. Solicitarle educamente que a) revise la política de apartheid sexual en los tren-hoteles; b) se haga cargo del agravio sufrido por los viajeros que suben a los mismos en puntos intermedios del trayecto; c) considere seriamente la posibilidad de remodelar por completo el diseño de los convoyes, porque en caso de accidente, sólo será posible separar metal y carne picada mediante imanes. Tiniebla. Si me pongo del lado izquierdo me dan ganas de vomitar.

¡Luz de quirófano! La Primera Ley Universal del Regomello dice: pasarás mil penalidades antes que molestar a tu prójimo. La Segunda: el número de penalidades sufridas es inversamente proporcional al tiempo que el prójimo empleará en molestarte. Cuando estoy a punto de quedarme frita, uno de los inquietantes bultos que ocupaban las literas inferiores se transforma en persona y pulsa un interruptor secreto que yo no había tenido oportunidad de descubrir. ¿Lo ve, Sr. Presidente?: la gente que subió al tren en Lisboa conoce mejor su medio y tiene más probabilidades sobrevivir. A la altura de Ciudad Rodrigo regresa la tiniebla querida. A la de Medina del Campo, me duermo. Traducción simultánea: caigo en algo a medio camino entre la vigilia paranoide y el coma suave: dormir en una cama que traquetea, tiembla, pega botes y se mueve en cizalla es tan natural como enjabonarse con un trozo de tocino o lavarse los dientes con gasóil.

Cuando el tren se posa en Chamartín, como si no hubiera roto una vértebra cervical en su vida, soy una walking dead de aliento fresco y cara suave que ha ganado dos certezas: una, que el regomello es un arcaísmo propio de especies inadaptadas. Y dos, que añorar la Aventura es memez en rama, porque los momentos NG pueden seguirte hasta el sillón más cómodo de tu casa.


miércoles, 1 de octubre de 2014

Qué tíos

 
Ellos no tienen ni idea de que son mis héroes. Quizás porque son muy modestos, o porque se encuentran relativamente cómodos dentro de sus trajes de Clark Kent. A lo mejor ya ni se acuerdan de que debajo de los vaqueros o el chándal llevan un uniforme de valientes. A lo mejor nunca fueron conscientes de ello. Yo nunca se lo he dicho, desde luego.

Porque nunca lo he sabido realmente. O lo supe de muy chica, y se me olvidó poco después. Se me fue de la cabeza, junto a todas esas cosas que dejaron su sitio a lo que hay que aprender para ser uno mismo. Los números y las letras empujan de la mente al infinito, el juicio a los juegos, la autonomía a los vínculos. ¿Por qué me doy cuenta justo ahora de con quién he estado tratando? No lo sé. A lo mejor ya me he cansado de darle de comer y sacar de paseo a mi ego.

Así que ahora puedo verlos bien. Reconocerlos por fin como héroes. Y se merecen que se los recuerde. Es algo que les debo. Porque confieso que más de una vez he puesto los ojos en blanco al mirarlos. Qué mundana era yo, con mis currículum y mis viajes, mis alquileres sin cargas y mi soltería interminable. Qué de pueblo ellos. Tan sometidos aún a la ley de su origen, a las pautas de pensamiento de sus padres, al argumento de su película costumbrista. Llegué a ser tan mezquina como para imaginar qué hubiera sido yo si él fuera profesor emérito en neurocirugía y ella tuviera una galería de arte. Si hubiera resultado una persona más precoz, más arrojada, más brillante. La herencia tiene esa doble cara: te restringe y te libera a la vez. Te ofrece el dudoso privilegio de lavarte las manos de vez en cuando respecto al curso de tu vida.

Pero aun saliendo como salí, lenta, indecisa, normalita, no dudé en medirme con ellos y en sentirme tan ufana como cuando de pequeña comparaban mi talla con la de mis primas, y mi culo estaba siempre más duro y las tetas me crecían con más ganas. El árbol genealógico se hacía más fuerte con cada rebrote. Yo misma era un arma de la evolución. Más libre que ellos. Más lista.

Pero no, señora. NO. Resulta que ellos protagonizaron la revolución íntima de este país, y yo sólo he visto Cuéntame. Abrieron surcos sin darse cuenta ni importancia en una tierra áspera. A mí siempre me ha caído la fruta encima sin agitar una sola rama. Conquistaron libertades que hoy me parecen innatas. Mi padre esperó bajo la lluvia a que su inminente suegro le diera entrada a su casa. Tu madre se fue a trabajar a Barcelona sin el permiso de tu abuelo, que siempre pensó que eso eran cosas de fulana. Mi madre aprendió a hacer croquetas para otros cuando era una cría. Llegó a Madrid cuando cada kilómetro que la separaba de su pueblo valía medio año*.

Tuvieron que desarrollar estrategias de adaptación al deshielo. Colonizaron la modernidad. Fueron pioneros. Rompieron con el determinismo de sus familias. Sembraron en un erial. Construyeron para nosotros la normalidad, y eso los volvió excepcionales. Sólo nos separan veinte, treinta años. ¿Tan sólo? Mis padres le dieron un empujón al tiempo. Eso sí que es un superpoder.


*Torrenueva, Ciudad Real, queda a trece kilómetros de Valdepeñas, que está justo a 200 de la capital. O sea, que mi mamá salió de su pueblo allá por 1870.