martes, 31 de diciembre de 2013

Me da igual, me encanta

Llevo todo el día repitiendo en mi cabeza este mantra.


Esa carita existencialista

El perrito en primer plano es mi mente influenciable y sumisa. El perrazo de atrás son los fastos del fin de año. Actúa normal, me digo. No te enredes con la publicidad de un telediario sospechosamente falto de contenidos, que ha de ser rellenado con fuegos artificiales en Sidney y camarones de a ciento treinta y tres euros el kilo. Actúa normal. No vuelvas a humillarte ante las esquinas del calendario. Sabes de sobra que la cronología es un corsé que sólo de lejos recuerda a las verdaderas formas de la peripecia humana. ¿Puedes asimilar completamente la edad que delata tu DNI? ¿Y no crees en cambio que una noche del junio pasado, o de hace ocho años, tiene más jugo todavía y presencia en tu vida que lo que hiciste ayer después de ponerte el pijama? Pues eso. La cronología es un marco con purpurina dorada, un poco chabacano. Actúa normal: el júbilo no tiene fecha.

Actúa normal. Si todo lo que eres capaz de cocinar pasada la hora de la merienda es una tortilla que siempre se queda en revuelto, a santo de qué te vas a poner esta tarde a preparar manualidades rellenas de confit de pato. Actúa normal. Lo de las uvas. A los gatos de la casa les parecerá degradante ser alimentados por gente capaz de llenarse los carrillos de fruta de esa manera gratuita.

Actúa normal. ¿Necesitas acaso un cambio de dígito para tomar impulso? ¿Se bloquea el resto del año tu capacidad de renovación? ¿El paso del tiempo y los incumplimientos te echan en el cogote su aliento? ¿Tan chapucero es tu proyecto de vida que precisa ser remendado cada año?

Actúa normal en esta noche normal, no paro de repetirme. Pero mi mente es un perro de patas cortitas. El fin de año me atrapa siempre y me muerde en la yugular. Y yo me dejo mientras finjo oponer resistencia. Es memo, pero me encanta. El numerito de las uvas y el jolgorio cuya verdad sólo dura lo que la última campanada me encanta. Los ritos forzados me encantan. El optimismo zafio me encanta. Rendirme a la superstición del progreso vital me encanta.

Me encanta la anormalidad.

Y me encantaría cumplir también esa pequeña ordinariez de consignar los logros de este año que acaba, pero en la cocina me espera un rollo de pasta brick que tendré que domar a fuerza de látigo. Y en los arbustos, unas cuantas flores de romero que tengo que recolectar para darle garra a mi postre de piña a la plancha, antes de que el último sol del 2013 se ponga para no volver nunca más.

Feliz año a todos los queriditos que no ponen reparo a dormir en los coches.

domingo, 29 de diciembre de 2013

Sin duda


Dudo muchas veces.


Dudo, por ejemplo, de que mis tobillos estén lo bastante bien colocados anatómicamente como para sostenerme de modo fiable. Dudo de la buena fe de mis cervicales. Dudo de que mi culo no sea un ente paranormal que se alimenta de un cuarto del alimento que le meto a mi cuerpo para perpetuarse y, si es posible, conquistarle todo el territorio que pueda a mis carnes.


He dudado de que mi indudable progreso en el campo de lo dinámico pueda llevarme alguna vez a considerarme curada de la enfermedad de la torpeza.


Si me paro a pensarlo, dudo mucho de mí misma como escritora. Dudo de que ese sea un rol que haya adoptado movida por una verdadera pasión. Dudo de que sea el gran amor de mi vida. Dudo de que lo que escribo tenga la menor gracia o el menor interés. Dudo de que el noble propósito de calentarle a alguien la sangre, o darle un aclarado a las lentes con las que mira ese alguien el mundo, pueda estar a mi alcance.


A veces me cuesta adaptar mi paso al ritmo con el que andan los otros, y entonces es posible que me encuentre dudando de mi lealtad. Dudo de no ser capaz algún día de vender lo más preciado que tengo a un precio irrisorio. Las tres o cuatro ocasiones en que la flema se ha apoderado de mí como de un kamikaze, he llegado a dudar de que las cosas y las personas verdaderamente me importen. Pero la mayoría de las veces dudo de que pueda aprender a dar personas y cosas por perdidas.


El ciclo hormonal me hace a veces dudar de que las conclusiones a las que llego tengan la menor originalidad. En momentos de debilidad dudo de que la forma en la que he elegido vivir tenga mucho que ver con mi propia naturaleza. En momentos de extrema debilidad, dudo que haya sido yo quien ha elegido el camino. Supongo que he llegado a dudar de saber algún día cuál es esa naturaleza que me caracteriza. Puedo dudar de que mi energía sea algo natural, y no un fruto de mi voluntad.


Pero, a pesar de esas leves indigestiones que vivir a veces provoca, no dudo de que dentro de mí hay una habitación vestida del techo hasta el suelo con ventanales. Hay un mirador donde puedo acodarme tranquilamente para hacerme una con todo lo que mis ojos abarcan. Hay también una profunda seguridad de que las dudas son células epidérmicas que no cuesta trabajo exfoliar. Un árbol frondoso de confianza que no se puede arrancar.


viernes, 27 de diciembre de 2013

Peregrinos (VI): Nochebuena

 
Me preocupaba que la Gente Grande andara rarita desde hace unos días. No es que estén haciendo cosas extravagantes, quiero decir, cosas más extravagantes de las que acostumbran. Pero, no sé, me parecía que había algo que los traía de un lado para otro en oleadas imprevisibles. Últimamente llenan las calles de una manera que ni siquiera en las noches fresquitas del verano pensé que fuera posible. Corriendo como siempre, oscuros y apenas distinguibles unos de otros con su pelaje de invierno. Casi todos cargados con bultos. ¿Comida para sus crías, algún material para adecentar esas madrigueras raras en las que se apilan? Nunca llegaré a entenderlos del todo. Luego, en el tiempo que dura un pasatiempo de vuelo, se esfuman. Dejan sola la calle, que es algo que tampoco pensé que sucedería.

En fin. Biber me aclaró parte del misterio. Me contó que los Gigantes pasan mucho tiempo estos días encerrados en sus madrigueras, comiendo y bebiendo sin parar en compañía de toda su descendencia, como si estuvieran a punto de echarse a hibernar todos juntos. Y dijo que, puesto que la Gente Grande se reunía y parecía alegrarse con ello, se le había ocurrido escaparse unas horas y hacerme una visita. Y cuánto me alegró a mí adivinar su silueta en el apostadero que solía usar cuando rondaba todavía por la azotea, alejado un poquito de la bulla que armaban los otros, espiando a su antojo los penosos aleteos en tierra que yo ensayaba cuando creía que nadie me veía. Giré la cabeza y allí estaba, impecable como siempre, pero quizás más robusto. Menos...Menos disponible para esa vieja broma de Pit Bull sobre la posibilidad de no llegar a encontrar una hembra y tener que armar un nido con el delicado Biber de huesos tan finos.

Pero sus ojos eran los mismos de siempre. Sagaces y un poco burlones. Como si todo lo que te carcome por dentro se estuviera escribiendo en el aire. No sé cuánto tiempo llevaría observándome, pero sabía que estaba asustado. Esa sombra que se estiraba amenazadora sobre el tejadillo de la azotea, y que terminó siendo la suya. El rojo tan perturbador de las luces que los Gigantes colocaron hace un par de semanas sobre la calle, como si también quisieran falsificar las estrellas. La misteriosa interrupción de su ruido. Estaba más solo que la una en un mundo donde siempre hay murmullos. O al menos eso creía. Quién me iba a decir a mí que la aparición del gatuno de Biber iba a estar a punto de hacer reventar mi frágil pechito.

Me consoló tanto su presencia, que cuando al poco apareció mi Hermano también, apenas me sorprendí. Lo recibí con la naturalidad con que se aceptan las cosas durante los sueños. No tenía un aspecto tan soberbio como el de Biber. Le faltaban un par de plumas aquí y allá, y tenía una uña astillada. Pero no se daba importancia. Mi Hermano, mi hermanito. Lo miré mucho a lo largo de toda la noche, y apenas pude reconocer en él a la criatura eufórica y un poco boba que seguía a Pit Bull como una sombra. Está más serio, ha aprendido por fin a controlar cuando le toca hablar y cuando toca el silencio. Pero noto en él una especie de contento secreto. Como si un rinconcito tibio de sí mismo, bien protegido por la cara ceñuda, estuviera sonriendo. Echa mucho de menos a su héroe, pero no sé, algo me dice que había en mi Hermano una garra secreta que se liberó con la muerte de Pit Bull.

Vaya, no paramos de hablar, bajo aquella rara luz roja que poco a poco me fue pareciendo más cálida. Mi Hermano pintó con pocas palabras un mundo apenas poblado por Gigantes, donde el frío es frío verdadero y los pájaros del cielo no son tan confiados como los estorninos. Con serenidad nos dijo que Pit Bull, tan listo y poderoso como creíamos, se había comportado como un novato cuando se zampó aquel trozo de carne muerta y negruzca que se encontró por ahí tirado. Dijo que la vida libre requería de una conciencia totalmente distinta a aquella con la que nos habíamos criado en esta misma azotea. Habló de escarcha y de estrellas, de árboles y de espacios abiertos, fanfarroneó un poco sobre las hembras bravías de los campos, y aunque no pronunciara la palabra, habló también del miedo a todos los ecos revelados por las asombrosas paredes de piedra.

Tenía mi Hermano un rayito de condescendencia en los ojos cuando a Biber le tocó describirnos su rutina de entrenamientos, y el ocio de príncipe de que disfruta desde que fue adoptado por un Gigante. Yo era sincero al decirle que daría unas cuantas plumas por ver una de sus madrigueras por dentro, pero la verdad, ese teatrillo de las caperuzas de cuero y de cazar sin ganas para darle gusto a un Gigante, cuando en ese momento quizás preferiría estar contemplando pacíficamente o echando una cabezadita... Biber rió sin que su risa sonara esta vez afectada. No vas a cambiar nunca, Lentito.

Y yo me uní con ganas a sus risas. Ellos no creyeron necesario interrogarme sobre mis novedades, y yo no pensé que mis elucubraciones sobre los Gigantes pudiera interesarles ahora más que antes. Y sin embargo, en ese momento, escuchando los relatos de sus aventuras, tratando de imaginar todas esas otras vidas interesantes, supe con alegría que intentar comprender el mundo desde mi azotea tampoco era una opción tan cobarde.

lunes, 23 de diciembre de 2013

Una palabra contra las listas


Estado de... ¿Qué palabra salta inmediatamente al primer plano de tu cabeza? ¿Sitio? ¿Excepción? ¿Bienestar? ¿Cuentas? A mí me viene la palabra gracia de manera infalible. Gracia. Repítela un par de veces. Tan redonda, tan rica en significados. Es una de mis palabras favoritas. Gracia.

Das las gracias buscando los ojos del camarero o de la dependienta y te sientes reconfortado, porque al menos la cortesía que te enseñaron tus padres sigue operando. Otras veces te tienes que conformar con dar las gracias, porque no sabes si arrancarte un trozo de carne para darlo a cambio de lo que se te ha regalado quedaría bonito. Pero de eso escribí hace muy poco.

Gracia: ese condimento prodigioso en el habla con que cuentan algunos bienaventurados. Esa agilidad en la respuesta, esa habilidad para abrir ventanas donde sólo parecía haber paredes ciegas. Ese humor que te vence y te implica y te contagia y te plancha las contracturas que la vida te ha ido anudando.

Con gracia se mueven los animales, y también las personas que no han sufrido el duro y perenne aprendizaje del retraimiento. Así bailan los que no están siempre pendientes de su efecto en el mundo. Así se desenvuelven los que no tienen apuro por hacer mal las cosas a la primera, a la segunda o a la tercera. Así vive la gente consciente de que la vida es una partida trucada.

La gracia es una pincelada sutil en la cara de alguien que a primera vista te había parecido un choco bravío. Un núcleo de materia fundida bajo la corteza del alma. Un calor imprevisto. Un tipo de belleza que no puntúa en los concursos ni pueden sintetizar los fabricantes de cremas de lujo. Una energía limpia y renovable. Una ausencia de lastre. La manifestación física de la alegría.

Para los castellanoparlantes: Esto es un choco bravío.


Vale. Ya sé que apenas si queda una semana para que acabe otro año. Es el momento de cuadrar las cuentas y de arrancar páginas emborronadas para dejarle espacio en blanco a tu historia. Es el momento crucial de enfrentarte a la posibilidad de que el año que acaba no haya sido ni más ni menos transcendental que el anterior. También de amueblar de nuevo tu casa, restaurar tus esquemas, adelgazar las grasas mentales y convertirte en un ser diligente. Es el momento de hacer propósitos y anotar tareas venideras, oh, zozobra, oh, ansiedad.

Pero yo este año paso. Nada de listas, nada de proyectos embrionarios. En el 2014 sólo me propongo trabajar para que la palabra gracia se encarne en mi vida. ¿Un plan abstracto? Quizás. Pero ya encontraré la manera de intentarlo.

sábado, 21 de diciembre de 2013

Buen tacto


Abrazo mi pelota de fitness como si el parquet del gimnasio fueran las aguas de Terranova. Abrazar es un verbo un poco elegante, quizás. Digamos que estoy echada de bruces, intentando encontrar la manera de simultanear una irrealizable postura de equilibrio sobre el ombligo, mi respiración de ballena fuera del agua y las carcajadas que llevo conteniendo desde que la clase empezó. Bastante tengo como para averiguar lo que hace el monitor a mi espalda. No sé realmente si me está colocando los codos para que no me caiga, si me ha agarrado del cuello como a un conejito, si me ha desbaratado el pelo, si se está riendo conmigo, o todo ello a la vez. A mí me da igual. Porque lo amo. Amo a casi todos los monitores de este gimnasio. Son todos dulces y tolerantes como monjes en un monasterio budista. No escatiman sonrisas. Amo los muslos de potro de uno; el relieve alomado de la espalda de otra; la carita de Virgen niña de aquella; la de nieto que acaba de recibir el aguinaldo con que te saluda el de más allá. Son todos cuerpos de una hermosura sin presunción.

Y si hace falta te tocan. Y no pasa nada. Ese es uno de los más sutiles motivos por los que me he aficionado tanto al lugar: haberme topado con el tacto libre de subtexto de otros. Manos limpias que te tocan sin miramientos, como si fueras un buen objeto cualquiera de artesanía. Sin necesidad de componer un respeto cariacontecido, sin que haya una ruptura culpable de los sacros límites de tu intimidad. Sé lo que hay ahí, parece decirte cada vez que te toca una de esas bellas personas, y no es para tanto. Se llama deltoides, conecta con esto y aquello; y esto es el psoas, y si se acorta, tendrás pupita en la zona lumbar. Yo disfruto cada vez más con ese aire de taller mecánico, con la ausencia de remilgos y la cordialidad material. Ya apenas me encojo cuando me tocan.

Al principio, la promiscuidad del vestuario femenino me apabullaba, el catálogo exuberante de tetas caídas, tetas cónicas, tetas que hasta hace un par de meses estuvieron amamantando. Muslos labrados por la celulitis, cicatrices de cesárea, vello por todas partes, pliegues y adorables hoyitos al sur de la espalda. Ahora contemplo todo el festín de carne con un afecto creciente. Como quien se admira, en uno de esos mercados antiguos, de la variedad y belleza de fruta y pescado con que la naturaleza se adorna a sí misma.

Y yo con mi piel caliente y el pelo húmedo tras las orejas, aprendo a reivindicar de una vez mi cuerpo que sabe moverse. Entiendo un poco más la materia de la que estoy hecha. La observo cada vez más manejable y más dúctil. Se desbaratan como trenzas al aire todos los años de agarrotamiento. Los quistes de timidez y miedo al ridículo, encapsulados en las fibras de cada músculo. Cada vez que alguien te toca sin doble sentido, se suspende el aprendizaje del aislamiento. Cada vez que te corrigen sin puntuar tu habilidad o tu torpeza, la parálisis cesa. La mente aprende por fin a ocupar el puesto de copiloto del cuerpo. Se siente cómoda contemplando el paisaje, olvidada de los mandos, tan tranquilita.

Y cuando los otros te tocan, no es una intromisión, sino una manera coloquial de reconocimiento. El cuerpo ya no da miedo, tu cuerpo sucio, mortal y torpe, el cuerpo inapelable de los demás. Manos desconocidas se posan en ti, y ya no te retraes como el molusco que has aprendido a ser. Cuando te das cuenta de ello, ese buen tacto se convierte en una caricia de sol en la cara. En el fin del invierno.

jueves, 19 de diciembre de 2013

Con el Gordo compraré más de lo mismo

 
Leí hace algún tiempo que para poner el mejor rumbo posible a la vida, viene muy bien responderse a esta pregunta: ¿qué harías ahora mismo si el dinero no fuera un problema? Dicho de otra manera: qué aspiración estarías cumpliendo si te vieras libre de compromisos; si ya no te funcionaran más las excusas; si tus tres vivarachas hadas madrinas te hubieran convertido, bibidibabidibú, en la persona confiada, diestra y diligente que precisas ser para extraerle todo el jugo a tus días.

Bien. Bonita pregunta. Yo sé que si no fuera tan floja, atornillaría mis codos a la mesa y no me levantaría hasta que no tuviera al menos un esbozo de Plan. Me sacaría algo de la manga, aunque al sentarme la idea me pareciera un poco postiza. Repasaría algún panteón de Gente Molona. Haría memoria de los personajes de libros y películas a los que en algún momento he querido parecerme. Anotaría una lista de las ocasiones en que, zascandileando por internet, atendiendo a la historia de alguien, o escuchando distraídamente la radio mientras desayunaba, he pensado jope, qué envidia. Compondría así mi Proyecto, pegando parches al modo de Frankenstein. Se me ocurriría quizás un Retiro Transformador, o alguna Aventura Transfronteriza que tal vez diera pie a la creación de su propio blog.

Pero aquí estoy, en mi sofá y con los codos perfectamente insumisos. El dinero no es tanto problema. El tiempo tampoco, aunque la idea de la agenda me haya ahormado tanto la mente que siempre me parezca que hay muchas más tareas pendientes que horas. Hace ya una semana que acabó mi último día laborable del año, y tendría que haber envasado el uniforme al vacío para que no se echara a perder. Respecto a la confianza, la destreza y la diligencia, bueno, sé de sobra que esos son músculos que sólo abultan la camiseta tras mucho ejercicio. No tengo pretextos para no responder honestamente la pregunta en cuestión.

Así que supongo que mi propia actividad me sirve de declaración de principios. Si el dinero no fuera problema, compraría tiempo para seguir haciendo lo que hago todos los días. No cabalgaría locamente en pos de ese sueño mil veces pospuesto. No me fabricaría una personalidad de nuevo rico. Mientras no se me ocurriera alguna Odisea Fabulosa, me conformaría con redoblar mi rutina. Sin discriminar intereses. Sin renunciar a todos esos planes que aborto para mantenerme elástica y fuerte, y para criar mejor a mis niños escritos. No tendría que resignarme a dedicar unas tardes sólo al deporte, y otras sólo a la escritura. Me haría voluntaria. Leería más todavía. Cocinaría todas las recetas de mis blogs vegetarianos favoritos, desde la A de almond hasta la Z de zucchini. Colaboraría una vez por semana en mi asociación de consumo ecológico. Haría la compra con el carro en ristre, saltando de tienda en tienda como una abeja en un brezal. Buscaría más a menudo la sombra de los árboles favoritos. No sacrificaría la siesta nada más que a requerimiento de esa lavadora maltrecha que tengo por panza.

Y no me costaría llegar a la conclusión de que, aunque sea en forma de tapa, ya tengo prácticamente la mejor de las vidas a las que aspiro.

lunes, 16 de diciembre de 2013

Criatura pequeña

 
Hay libros que te llegan dentro no por su capacidad para modelarte o recubrir con brillo dorado tu inteligencia, sino porque te despojan. Van decapando tu personalidad y tu historia, eliminando una a una las manos de pintura que has acumulado con el tiempo, hasta que debajo descubres una madera humilde, pero adornada con una veta naturalmente hermosa.

Eso me está pasando a mí ahora con Todas las criaturas grandes y pequeñas, de James Herriot. No es el libro más deslumbrante que he leído nunca. No va a cambiarme radicalmente ni me va a poner en dirección hacia tierras exóticas. Es una memoria candorosa de veterinarios y granjeros, animales que mueren y partos imposibles que se terminan resolviendo de manera jubilosa. Un libro cachorro, de rasgos redondeados y pelaje suavito, que se lee como si en el mundo no hubiera soja transgénica, angustia en el alma, humos asesinos o Corea del Norte. Con una sonrisa que tiene que ver con su propio carácter bucólico y su humor blanco, pero también con el recuerdo de algo que cualquiera ha sido alguna vez: un personaje muy novato y muy tierno.

Yo voy leyendo las andanzas de este veterinario en el Yorkshire rural de los años treinta, y ante mis ojos va apareciendo, además de un paisaje cuajado de boñigas y brezos, la pequeña persona que fui hace diez años. Acababa de inaugurar mi vida laboral, e igual que el protagonista, me codeaba con vacas, y recorría en una lata motorizada campiñas donde se celebraban orgías entre flores de todos los colores. Había una galería parecida de personajes secundarios un poco bizarros. Gente que vivía de lo más cómoda el cliché de lo rústico; que trabajaba los domingos y los días de Año Nuevo; que tenía manos grandes y oscuras como botas de vino; que apenas si eran capaces de cambiar de opinión y que no te dejaban marchar hasta que no aceptabas una bolsa de naranjas o un vaso muy rayado lleno hasta el borde de un asesino café de puchero.

Vacas, flores, vacas


Había dos hermanos solterones que se quitaban la gorra cuando hablaba con ellos, y que me miraban como si fuera la mismísima reina de las valquirias recién desmontada de un caballo de fuego. Me llamaban zeñorita, y la frase que uno empezaba, invariablemente la terminaba el otro. Había un viejo que vivía solo en un cortijo al pie de la carretera, a medio paso de un pueblo con parabólicas y supermercado, pero que tenía unos ojos tan tristes, y unas paredes tan sucias de hollín, que era como si para llegar hasta él hubiera que atravesar diez puertos de montaña y kilómetros de páramo. Había uno que se reía como una hiena a tu primer buenos días, y que ya podría haber hablado como un Einstein o un Buda, que uno sólo podía fijarse en sus uñas amarillas y retorcidas como un tirabuzón. Había un Papa Noel con bigote que dos veces, dos, tuvo que remolcar mi coche con su tractor para sacarlo de una misma cuneta, y que cuando yo ya me había mudado a Granada, encontró un papelito con mi número en su cartera, y me llamó para ver cómo estaba.

Hoy esas historias me parecen inverosímiles, porque ya no puedo pararme en los mismos cuatro o cinco cortijos, y porque defiendo con tanto celo mi tiempo libre, que ya no le doy mi teléfono a nadie. Pero entonces era todo tan flamante, que no había distinción posible entre ocio y trabajo. Todo era aprender, recibir, soltar lo que hasta entonces había sido y recoger trozos a cambio para construir una nueva persona. Yo era más boba y vivía aún con modorra, pero mi historia admitía tanta ingenuidad como las del libro que leo ahora.


sábado, 14 de diciembre de 2013

Más gratitud

 
Probablemente este post ya lo he escrito. Quizás continúe alguna lista ya publicada justo donde mi escaso autocontrol me hizo entonces dejarlo. Quizás hasta me repita. Sé que no es nada profesional por mi parte, pero no voy a comprobarlo. Las reincidencias y repeticiones contienen también un mensaje. Todos los días escoges de modo automático la misma acera de la calle para ir al trabajo. ¿Hábito? Claro; pero al principio hubo una elección dictada por tu lógica interna y tus intereses, y luego una afirmación. Tus repeticiones informan de tus valores y tus manías, y una de las que a mí me determinan es la de mostrarme agradecida. Así que me importa poco si por aquí ya se ha visto algún que otro compendio de mis reverencias. Si lo hay, yo he seguido celebrando Acción de Gracias todos los días desde entonces.

Por eso, gracias a la panadera que alegró nuestros desayunos hasta el mismo día en que la panificadora llegó a nuestras vidas. Gracias por contarme sus trucos para que la miga quede esponjosa y la masa madre, infalible, aunque eso sabotee su negocio.

Gracias a la levadura. Parece un milagro que cosas tan sosas a la vista como el agua o la harina sean transformadas por ella en una intrincada arquitectura de aire.

Gracias por la chirimoya a la evolución y a los climas de Sudamérica.

Gracias, no sé si a la genética o a la disciplina, por mi barriga plana y suavita.

Gracias al esmalte de uñas nº 610 Rebel Blue de L'Oréal. En el mínimo lapsus en que estoy sin calcetines a lo largo del día, descubro unos pies de revista.

Gracias a diciembre. No es verano, pero tampoco es el invierno impío; recibo regalos de cumpleaños, y a lo mejor tengo hasta la suerte de tener más días libres que laborables.

Gracias a la caída de las hojas por hacer de la ciudad un lugar mucho más delicado y susurrante. Gracias a la espuma dorada de las copas del Ginkgo biloba.

Había una luz prodigiosa. Unos niños tirándose montones de hojas. Un aire de haiku.


Gracias, mil gracias, Arcade Fire, por publicar el disco más condenadamente bueno del año.

Gracias a los ventanales de la oficina y del gimnasio, por hacerme sentir cuidada como una orquídea de invernadero. Como si tecleara un informe o compusiera una postura de yoga sentada en el mismo aire tibio, rodeada de toda esa cantidad de reflejos que añaden volumen y riqueza a la habitación.

Gracias a los señores muy viejos con sombrero. A veces coincido con alguno por el Paseo del Salón, y casi afino el oído para escuchar el pregón de un vendedor de barquillos o el tintineo de un coche tirado por mulos.

Gracias por la lavadora y el agua tan sumisa en su grifo, dispuesta a servirme en cuanto me levanto.

Gracias a la fotosíntesis. Con qué mutismo, con qué escasa autocomplacencia conspiran las plantas para convertir una estrella en carne y oxígeno.

Gracias a las cápsulas con extracto de helecho que están contribuyendo a que mi cerebro y mi piel atraviesen ahora un periodo de guerra fría tolerable.

Gracias por las puntas heladas de las orejas felinas. Uno de esos disimulados rincones donde se refugia el amor.

Gracias a los semáforos y al resto de códigos que la gente comparte de manera casi inconsciente, por conseguir que el mundo no se desordene un poco más todavía.

Gracias por el olor de los membrillos.

Gracias si hay alguien que me eche de menos.

Gracias a la coreografía complejísima que opera entre los órganos y los fluidos de mi cuerpo.

Gracias a los que no me quisieron, por ayudarme a entender que no los necesitaba tanto para evaluar mi valía.

Gracias a los que sonríen con todo la cara. De todo corazón a los que lo hacen achinando los ojos.

Gracias a ti que me lees. Mil gracias, si te atreves a dejar por aquí una muestra de lo que despierta tu gratitud.

miércoles, 11 de diciembre de 2013

Leo, heroína

Ya no necesito un libro para aprender a morirme. Me basta con el ejemplo de Leo. Y su método tampoco parece difícil. Consiste, simplemente, en dimitir del estado de postración, y eso es algo que, estando resfriada, yo siempre he hecho. Salir de la cama y volver locos a los virus con un fragor de fregonas o tiendas. Sabré hacerlo. A esas alturas avanzadas de mi vida, espero, habré aprendido ya a expulsar de mi mente la dulce toxina de la autocompasión. No querré que nadie me atienda ni haga de Dolorosa junto a mi lecho de muerte. Sacaré de los huesos un resto de fuerza para evitar quedarme varada.

Haré otra cosa más, como Leo. Le tomaré el pelo a mi historia. Dimitiré formalmente de mi personalidad. Leo siempre ha sido una gatita sosa. Yo quería entender su quietud, su mirada de ojos verdes e impertérritos, como una prueba de sobriedad. Leo, reflexiva; Leo, Esfinge; Leo, guardiana de algún misterio. Pero qué va. En realidad era más bien marmolillo. Toda la sangre bulliciosa, las trastadas y las gracietas de gato díscolo se las dejaba a su hermana Paquito. Su máxima ambición era poner postura de pavo asado en algún sofá previamente caldeado por un culo humano. Si podía dejar caer todo su peso encima de tu ordenador o tu libro, mucho mejor. Ante todo, Leo quería calor y atención. Se plantaba encima de ti o a tu lado, y te daba un topetazo con su cabeza de foca bebé, de animalito silvestre de mansedumbre poco fiable. Tú dejabas de leer y le hacías unas pocas caricias, y si volvías a lo tuyo, Leo alzaba una pata y con un cachetito en el brazo, en la cara, te instaba amablemente a que no te distrajeras de tu misión rascadora. Leo era una gata salvajemente doméstica. Y la pasividad militante era su fuerte.

Pero con la mudanza a Casa Azahara cambió el panorama. Desde que se puso enferma en verano, Leo era la tercera parte del gato albondigón que había sido siempre. Donde antes sólo había peluche, ahora la mano encontraba vértebras puntiagudas, una pelvis estrecha, costillas. Daba pena verla, igual que a tu abuela se la daría si te viera tras un mes de dieta. Y el nuevo lugar era una plaza fuerte de escaleras y terrazas. Demasiadas alturas, demasiados obstáculos. Demasiado espacio. Así que ¿quién iba a pensar que Leo empezara a ser quien nunca había sido? Una gata exploradora. Una gata aventurera. Una gata que se ha amodorrado diez mil veces junto a su dueña, digo, su cuidadora, viendo documentales de leonas furiosas. A los dos días escasos de llegar a la nueva casa, y cuando todo el mundo apostaba a que ya no saldría de su madriguera bajo la manta, Leo cambió. Fue ella, y no Paquito, quien inició el rastreo del sol en las terrazas. Ella quien primero bajó a trompicones, pero sin pausa, todos los escalones de aquel castillo. Ella quien se atrevió a poner las patas en el huerto de limoneros. Era, probablemente, la primera vez que pisaba tierra suelta, después de toda una vida vegetando en un piso. Y aquellos eran, probablemente, los primeros árboles bajo los que paseaba. Cuántos olores, cuánto sol acumulándose en la batería de sus mechas rubias. Cuánta vida.

En sus tiempos de gata gorda, no se habría visto el pilar que tiene detrás


Mi madre me envió ayer esta foto. ¡Bicho audaz, burlándose de los achaques y del vértigo de su dueña! Unas diez horas después, Leo estaba muerta. Y yo ya no puedo seguir escribiendo.


(Creo que tendré que eliminar lo de  (pequeñas) en el nombre de esta etiqueta)

lunes, 9 de diciembre de 2013

Cómo lo haré, cómo lo haré


Soy de esas personas que para todo necesitan un manual de instrucciones. Tanto, que a veces pienso que no voy a saber morirme si antes no corro a una librería a buscar un libro que me lo explique. Vale, a lo mejor no me doy mucha prisa, pero ya desde aquí puedo verlo: muy vieja, muy débil, y aferrándome todavía al voluntarismo. Apretando todo lo posible para encontrar la mejor versión de mí misma, y con un último miedo de terminar haciendo las cosas de manera mediocre. A ver, ¿me llevo un ensayo divulgativo o un tocho de medicina? ¿La muerte de Iván Ilich, o un texto budista? Me pones los cuatro, bonita; total, para lo que me queda en el convento, ya puedo darme caprichos sin remordimiento. Es un decir, porque si algo no he hecho en mi vida ha sido dejar de comprar libros en cantidades que desafiaban el límite de mi potencia muscular. Vale, pues no parece difícil: las manos se van quedando frías. Vaya una novedad. La respiración y el pulso se ralentizan. Siempre he tenido el pulso lentito, así que no creo que me cueste.

El caso es que siempre que me surge una duda, siempre que llego a una encrucijada vital, resuelvo la papeleta con el impulso o el propósito de buscar bibliografía. A quién podría extrañarle, si no recuerdo un día de mi vida en el que no haya querido o conseguido leer al menos un par de líneas de un libro. Han estado siempre en mi mano, ejerciciendo de guías, de pedagogos, de evangelios, de amigos. Me han enseñado que ese miedo impreciso, ese júbilo demasiado ardiente como para saber expresarlo, esa sensación de poquedad y frustración, eran cosas perfectamente normales. Los libros han sido durante treinta años mi mapa para no perderme por el abrupto territorio de la humanidad.

Hace unos días, por ejemplo, volví a cuestionarme el asunto del ego. ¿Habrá algún modo de manejarlo con inteligencia?, me preguntaba. Y como tantas otras veces, en lugar de seguir tirando del hilo, concluí que lo mejor sería darme un paseo hasta la librería. No lo hice, quizás porque mientras me vestía para salir a la calle, se me ocurrió alguna pregunta de similar transcendencia. Cuál es la manera más sana y amable de perder cuatro kilos de grasa. Cómo debe alimentarse un ser humano. Qué porcentajes de proteína e hidratos son los más adecuados. Qué dieta debo seguir para que engorde mi imaginación. De dónde se extraen las ideas. Cómo se escribe ficción de la que te arranca una carcajada en el metro o te pone la carne de gallina. Qué hacer para revitalizar un blog enclenque. Cómo componer una postura del perro verdaderamente virtuosa. Adónde tienen que estar mirando los codos cuando se hace una flexión. Cómo conseguir que el despertador cerebral no suene un par de horas antes que el del teléfono. Cuáles son las instrucciones básicas para vivir bien la vida y conservar la alegría y la calma. Cómo se hace para convertir la existencia en una obra de arte.

He buscado respuestas ya escritas para esas y muchas más dudas. Siempre he procurado encontrar un sendero bien marcado en el suelo y señalizado, en lugar de lanzarme campo a través. Claro que es pertinente: uno no puede ser tan soberbio como para pretender la originalidad en la resolución de problemas más viejos que el hambre. Y, sin embargo, últimamente siento que un día de estos debería decidirme a hacer de mi aprendizaje un proceso más creativo y empírico. Para atacar las cuestiones de arriba, y sin dejar de tantear nunca en las vidas ajenas, va siendo hora de abrir el libro de mis propias respuestas.


sábado, 7 de diciembre de 2013

Y Siberia

Nueve de la mañana. El termómetro se encuentra todavía a gusto en la zona bajo cero. No puedo decir lo mismo. Por debajo de la piel siento cada uno de los huesecillos de mis manos a punto de convertirse en cristal. Cada cosa que toco amenaza con romperlos. El asa metálica del cubo. El maletín donde acarreamos el aparato de toma de muestras. Las sondas. Un boli Bic inofensivo a priori. Folios que primero se arrugan y al instante se endurecen, como si hubieran recibido un baño de apresto. Son las cosas, no el aire gélido, las que roban el calor de los vivos a mis dedos. En este momento me parece estar viviendo un encantamiento parecido, aunque inverso, al del Rey Midas.

Pero ¿sabes una cosa? Merece la pena despertar pasadas las seis y salir de la cuna para ver esto. En apenas veinte kilómetros hemos alcanzado el país del invierno. Allá en la ciudad los árboles de los paseos y las plazas se aferran todavía a sus hojas. Sin melancolía. Cada vez que veo sus copas amarillas me parecen un estandarte de todo lo tibio y dulce que hay en el mundo. Aquí, en cambio, están desahuciados. Alguna hoja queda, como algún diente en una boca de noventa años, o algún mechón en la cabeza calva de tu abuelo. Los árboles de vaho que salen por mi boca son mucho más frondosos. 

Frío en las retinas
 

Así que aquí estamos, en este país blanco y crujiente. Deberíamos habernos fiado de los patos. Hace media hora circulábamos aún por la autovía. Ellos hacían lo propio en sus carreteras del aire, sin despegarse apenas de nuestra rueda. Unos cuantos escuadrones en uve de patazos a punto de acabar su largo viaje desde ¿Suecia, Ucrania? Imposible no emocionarse al contemplar un montón de elegantes animales viajando sin un ruido desde tan largas distancias. Hay en ello algo íntimo a lo que seres bulliciosos como los humanos no podemos tener acceso. Un silencio cargado de significado que recuerda a las conversaciones que los sordomudos mantienen entre ellos. Los demás, con nuestras palabras torpes y nuestras voces, parece que siempre estamos desperdiciando parte del mensaje.

En estas lagunas también hay patos, jugando unos a las peleítas, desperezándose otros, o nadando absortos en su propia gracia, como bailarinas. Y hay también garcillas colgadas del cable de un tendido doméstico, en busca de los primeros rayos de sol. Sé que si metiera la cabeza entre las piernas y las mirara, se verían como ropa blanquísima puesta a secar. Pero lo que le da al paisaje su carácter extremo es la vegetación. Toda la hierba, todas las hojas caídas, todos los carrizos con sus plumeros, están cuajados de estrellas de hielo. Todo se ve duro y a la vez delicado. La escarcha durará una hora más, como mucho, y nosotros somos espectadores de excepción. La joyería abierta de par en par, sólo para nuestros ojos y nuestro adorno.

Las acequias que drenan esta llanura despiden el mismo vaho que mi boca. El sol calienta tímidamente la espalda abrigada con tres capas que hace un momento parecían poca ropa. Ya mismo va a acabarse esta hermosura que ocurre en silencio. Y, sí, merece la pena arrancarse de la comodidad sobrecaldeada de nuestras casas, trabajar cuando hasta los patos han llegado a su destino de vacaciones, sólo para ser testigos de este lapsus inofensivo de invierno. Pisar un suelo duro cuya frialdad se ríe de la suela de mis botas altamente técnicas. Desplegar bien la espalda para demostrarle al frío que no tengo miedo. Y saber que, a pesar de las manos todavía agarrotadas, podré seguir confiando en la tenacidad con que mi cuerpo se mantiene caliente. Es algo que en verano se nos olvida: bajo la piel, siguen ocurriendo prodigios.


jueves, 5 de diciembre de 2013

Belice


Me calentabas las manos mientras decías que cualquier día de aquellos nos escaparíamos a Belice. Ni más ni menos, te respondí yo, mirándote como si llevara gafas y pudiera atravesarte por encima de ellas. Te pensarías que era una manera de devolverte la broma, pero en realidad sólo intentaba esconder mi turbación. 
 
- ¿Por qué a Belice, si se puede saber?
- Bueno, allí hace calor, y todo el mundo se larga a Brasil. Pero a nadie se le ocurriría buscarnos en Belice. ¿Tú sabes cuál es la capital? Yo tampoco. Esa es la cuestión.

Y me envolvías las manos como si las tuyas fueran manoplas, sin frotar, sin mostrar mucha prisa. Yo me conformaba con entender la mitad de lo que decías. 
 
- Ahí las tienes, calentitas de nuevo.

Me devolvías las manos con una palmadita y te ponías a otra cosa, tan orgulloso de tu prodigioso poder de calefacción. Asaltabas la máquina de café, releías alguna historia clínica traspapelada, o te sentabas en el sillón y con los ojos cerrados, ponías cara de gato al sol. Yo me quedaba todavía unos instantes de pie junto a la ventana, encerrando en círculos de vaho los edificios más altos que veía tras el cristal. Calentabas, vaya que sí. Pero ese era un punto que había que anotar en el hecho de que me agarraras, más que en la bondad de tus arterias.

El invierno en que me ofrecí a cambiar lo que no está escrito de guardias fue de los más fríos que recuerdo. Tú necesitabas pasta para comprarle un coche adaptado a tu madre, yo necesitaba verte a menudo. Enero era enero en cualquier parte de este hemisferio, punto. Todos llevábamos más de un jersey bajo la bata, todos menos tú, con tus poderes y tu circulación sanguínea y tu acento de pueblo soriano. Las enfermeras nos invitaban a su salita de estar cada vez que pasábamos moqueando por su puerta, y allí nos refugiábamos un rato, sólo porque a ti te encantaba inventarte diminutivos personalizados para cada una de ellas. Te adoraban, tú hacías como que las adorabas a ellas, y yo creía que sólo era a mí a quien le calentabas las manos. Allí yo ensayaba el teatro del frío por si te dabas por aludido, aunque el brasero me achicharrara las piernas. Escondía la nariz en las vueltas de mi bufanda, me soplaba las manos. Aquella mesa camilla tenía unas faldas de terciopelo sintético calcadas a las que tenía mi abuela en su casa. E igual que cuando mis padres me obligaban a visitarla, yo me moría porque el tiempo pasara deprisa. Por salir de esa jaula de faldas color marrón caca y largarme a jugar a lo que fuera contigo.

Pasé así mil horas pegajosas, dando golpecitos con el pie en la tarima de la mesa camilla. Me froté las manos como si quisiera llegar hasta el hueso. Belice, capital Belmopán, Belice, capital Belmopán, se me metió en la cabeza, como un estribillo idiota de anuncio. Lo había buscado en la Wikipedia, pero no quise decírtelo, por superstición. Isabel II es la reina de Belice, y allí viven los garífunas, gente peculiar. Hay arrecifes y selvas, y podrías pasarte el año entero en tirantes. Una de aquellas tardes, hijo perfecto, apareciste en el hospital con un paquete de guantes tejidos por las manos santas de tu madre. Un par para Mariniña, otro para Carmela, otro para Conchitina, otro para mí. Ellas te hicieron la ola, adivinaron que preferías el tiramisú antes que el brownie, y compartieron contigo sus infalibles recetas de berza.

Yo miraba mis guantes plantados sobre el cristal de la mesa. Eran rosa cerdito, los dos de la mano derecha, y tú, bueno, supongo que tú eras demasiado buen chico como para llevarme  a Belice algún día.

martes, 3 de diciembre de 2013

Será trasto


Andaba yo batiéndome el cobre con un embrión de relato, cuando sonaron un par de timbrazos.

La puerta de casa. Qué raro. Ningún vecino del reino de paz que es este bloque llamaría de un modo tan imperioso. Jose se ha llevado su manojo de llaves. ¿Es que habrá llegado hasta aquí el loco del chándal? Salgo de la habitación con pasos amortiguados por calcetines, llego de puntillas hasta la entrada, me cuelgo de la mirilla. Un bulto gris verdoso ocupa todo el círculo. Alguien ha cargado su peso contra la puerta. Oh, my god.

El bulto se mueve. Trata de arrancarle una melodía a un timbre que sólo sabe pronunciar monosílabos. Ahora distingo el perfil. Es Jose. Cargado a su vez con dos bultos. Este demonio. Este ángel. Este hombre. Abro la puerta en un estado levemente alucinatorio. Pero qué. ¡Felicidades, los Reyes! ¡Felicidades, los Reyes! Pero qué. ¡Mira lo que te he traído! Entra en la casa, miro los bultos, logro encajar mi mandíbula inferior en su sitio. No sé si colgarme de su cuello o zarandearlo. Planta su carga en la mesa del salón. Dos cajas. Sin papel de regalo, blancas, vociferantes de marcas. Qué, me interpela, con los brazos en jarras. Yo las contemplo como si fueran, no sé, un ornitorrinco en un frasco de formol.

No voy a decir que no me esperara una sorpresita. Al fin y al cabo, mañana es mi cumpleaños. Y este hombre es así. Le daba pena que fuera un día como cualquier otro, de madrugón y uniforme, gimnasio y ordenador. No ver este año en mi cara los ojos de niña chica abriendo ávida sus regalos. Hace seis meses no pudo esperar a comprarme el e-reader. Yo, en junio: que no. Él: que sí. Yo: que no. Él: considéralo un anticipo. Desde entonces ya me he embuchado doce libros digitales. Este Hombre es Asín. Se echó a la calle a eso de las cinco de la tarde. Inocente de mí, yo pensaba: espero que se acuerde de que sólo puedo ponerme braguitas de algodón o de seda. O: me apuesto a que serán justo los pendientes negros que necesito. En ningún momento consideré que pudiera traerme algo que no cabría en los bolsillos de su chaquetón.

Y ahí están, todavía sobre la mesa, palpitando como fetos de cuarenta semanas. El bulto de la panificadora. El bulto de la yogurtera. ¿No querías hacer tu propio pan y tu propio yogur? Pues vualá. Bate sus pestañas de jirafa. Venga, me cuelgo de su cuello. Veo los bultos con el rabillo del ojo. Ahora soy yo la que se pone flamenca. Pero, tío, ¿esto qué es, el sueño americano? ¿Kansas City, año 1954? ¿Soy yo la dueña del par de piernas con tacones que aparecen en la cocina de Tom & Jerry? ¿Te has vuelto loco, colega?

Bueno, como estabas medio tristona, responde, y pone esa cara de travesura y arrobo que es el verdadero regalo. Los bultos preñados de objetos electrófagos son una excusa. Y que haya terminado confirmando mi tesis no importa. Es cierto que desde hace unos días sufría punzadas de una crisis de la mediana edad especialmente precoz. La vida que se estanca y a la vez se escapa por un agujerito, como una alberca mal diseñada. Los días que van necesitando algún tipo de restauración. Blablabla. Con mi sesera de vocación adolescente, me sentía poco preparada para enfrentar el maratón de los treincicinco. Contra eso, la mesa de mi salón, una oda al materialismo.

Pero francamente, queridos, me importa un bledo, ahora mismo. Un día de estos devolveré la yogurtera. Ya sabéis, por eso de ser medio coherente con el espejismo de una vida más simple e inocua hacia el que me dirijo, en mi travesía por este desierto de vatios. Pero el otro bulto ya ha parido su carga. Tengo todavía muchos años por delante para seguir amasando pan e ilusión.


domingo, 1 de diciembre de 2013

Ahora soy mejor persona

 
A propósito del último post.

Se llamaba Tammi, y lo conocí en una playa de la isla de Djerba. Yo paseaba sola, poniendo arena de por medio entre mí misma y el resort torremolinesco adonde un viaje organizado me había obligado a pernoctar. Quería alejarme de los preadolescentes franceses, los recién casados catalanes que a todo le ponían pegas, los escoceses a los que les quebaba estrecha la camiseta a la altura de la barriga. Tenía que salir de aquella burbuja en la que la experiencia vacacional se podía equiparar a una toalla comprada en los chinos.

Ya había contemplado desde el barco el perfil irreal de la isla, plano y desnudo en la distancia como un taco de madera sin barnizar. Conforme nos íbamos acercando al puerto, empezaron a distinguirse las palmeras más altas y flacas del mundo. Parecían, con su penacho casi perdido en el cielo, un signo de exclamación. Navegamos un trecho paralelo a la costa, y la sensación de irrealidad no hizo más que aumentar. El único relieve de la isla lo formaban las casitas de cubierta semiesférica, y un poco más adelante, los hoteles. Dañaban la vista, por supuesto, pero la tierra firme era tan recta, se extendía la orilla hasta un punto de fuga tan inabarcable, que cada uno de ellos era una isla dentro de otra isla. Y entre medias, sólo parecía haber arena. Como una gigantesca galleta, así es como se veía desde el barco la isla de Djerba. Como si el mar entero fuera a salir disparado hacia arriba, a poco que uno escarbara el suelo con el pie. Quería ver eso. 


Y lo vi.
 

La playa era un Caribe un poco harapiento. Arena blanquísima, palmeras y más palmeras flexibles como juncos, y por todas partes, montones secos de algas y jirones vegetales. Al fondo, un morabito de lo más fotogénico. Por allí andaba también Tammi. ¿Siguiéndome las huellas, o viniendo hacia mí desde el extremo opuesto, como en una escena romántica? Ahora ya no me acuerdo. No había ni un alma alrededor, y el cielo estaba sospechosamente rosa. Pero no guardo memoria de haberme sentido amenazada. Era alto y flaco como las palmeras, y tenía una alegre mirada de ojos redondos. Chapurreaba un español aprendido ex profeso para servir cubalibres a turistas de la Meseta. Tampoco recuerdo si era tunecino, o de algún otro rincón del Magreb. ¿Marroquí? Puede ser. Claro, debe ser. Cambiamos unas cuantas frases. Me contó sus planes, le conté mi viaje, se admiró de que viajara sin marido ni novio. Inocente como un dibujo animado. Fue la primera charla con un hombre joven, desde que puse los pies en África, en que no me sentí una guiri sexualmente codiciada.

Sin darse importancia, me dijo que un par de años antes había llegado en patera a Canarias, y que, antes de poder darle las gracias a Alá, había sido devuelto a la orilla contraria. Me dijo que estaba a punto de volver a intentarlo. Me dijo que trabajaba esa noche. Le dije que a la mañana siguiente, tempranísimo, volaría de vuelta hacia España. No quise que perdiera tiempo acompañándome hasta el hotel. Se fue por donde había aparecido, con mi teléfono anotado en alguna parte. No tengo ni idea de por qué se lo di.

Cuando me llamó unas semanas después, no quise contestar. Sabía que era él, porque me había mandado un mensaje para avisarme. Dejé sonar una y otra vez el teléfono. Hasta que se cansó de insistir. No estaba dispuesta a que nadie me importunara.

Hace muy poco que volví a acordarme de aquello. ¿Habría conseguido llegar entonces a la Península? ¿Le habría decepcionado comprender que hay europeos que se olvidan de ser amables cuando las vacaciones terminan? Pienso en la historia que mi apatía no supo arrancarle hace ocho años y me preguntó qué habrá sido de Tammi. Qué cosas habrá vivido, cómo de abultada estará su biografía con respecto a la mía. Qué necesidad suya fui incapaz de responder.

Al menos puedo consolarme de mi antigua indiferencia con la certeza de que a veces los años, más que erosionarte, te pulen y te restauran.