domingo, 25 de febrero de 2018

Esperando a las abejas


Silencio absoluto. Terrorífico.

Brotas a la luz del mundo, acabada, completa. Llevando un vestuario de gala que primero confundirás con un uniforme y después no sabrás distinguir de ti misma. Y eso es bastante lógico, porque hay quien dice que tú no eres otra cosa que tu belleza. Podría decirse que, a diferencia de otras partes del sistema, no haces nada de provecho. En el sentido atareado y activo, occidental, del verbo. No extraes, no generas, no sostienes. Más que nada eres una trampa. Permaneces a la espera.

Y aguardas, aguardas, aguardas a que alguien dé contigo y caiga en ella. Ser percibida de lejos y magnetizar así el aire. Tu tarea vital es ser fascinante. Eso convierte en dramática la paciencia. ¿Qué pasa si nadie se acerca? Si en torno a ti nada vibra, nada baila ni merodea. Si a la hora adecuada, cuando el sol no hiere y el día no tiene arrugas, te ves radicalmente sola. ¿De qué sirve tu belleza si no hay nadie que pueda verla?

Si no hay a quien darle tu tesoro. Porque desde luego eres más que una cara bonita. Tienes eso ahí adentro, disponible. Ese meollo nutritivo y dulce que enloquece. Lo entregas gustosa a cambio de que vengan hacia a ti y te fecunden. Eres generosa. O comprendes que la belleza por si sola no basta. Si no hay un intercambio real, la seducción es perversa. Por eso ofreces algo que va más allá de la hechicería. Una trampa, sí, una argucia. Pero también una dádiva. Donar esa parte de ti te hace más rica. Te conecta a la red económica del beneficio mutuo.

¿Pero cómo evoluciona en soledad esa dulzura? ¿Cuánto se puede esperar antes de que la promesa se ponga agria? Si no puedes darte no vales, así de simple. Si no es posible el intercambio. Así que esperas, sigues esperando. Y te consuelas a ti misma de cualquier forma. El sol te atraviesa y tu hermosura casi, casi se justifica a sí misma. El frío pule los contornos del mundo. Tú, en el paisaje como en medio de un rostro curtido y seco, eres la sonrisa. El frío, eso es. Lo que impide que los invitados lleguen con sus regalos y la fiesta comience. Todo el mundo sabe que a las abejas les irrita el frío. Pero la mañana avanza, la temperatura sube. Este abandono se está quedando sin excusas. La mesa está puesta, la cama tendida; tú, todavía, tan inútilmente perfecta.

Las alarmas empiezan a dispararse. No hay vibración de alas en el aire, pero entre lo vegetal la inquietud cunde. ¿Y si este año las abejas no vienen a la cita? ¿Y si el tejido de la naturaleza se desgarra? Alguien está tirando negligentemente de algunos hilos. ¿Y si el temblor vegetal no es lo suficientemente elocuente? Si nadie atiende a su desasosiego. Si las flores se quedan para siempre solas. ¿Y si la belleza y la dulzura ya no sirven, porque no hay nadie que las acoja? ¿Qué esperanza le queda al mundo entonces?



domingo, 18 de febrero de 2018

Del mar y también del aire


Me he acordado de La Línea, y no por el narcotráfico. Me vienen de pronto imágenes de cuando viví allí de niña. El Peñón en cada toma, como el dios de una religión despótica. Alquitrán en los pies. Encaramarme a un cañón de adorno que disparó, seguro, bombas reales. Monos. Latas de carne con bí. Pinares. Y ahora descubro que, a pesar de tener la edad correcta, entonces nunca me fijé en que, en aquel lugar positivamente feo y raro, había animales fabulosos colgados en el aire.

Resulta que, cuando estoy agotada de mi vida como ser humano – de elucubrar, anticipar, desear, planear, adivinar intenciones ajenas, alarmarme, impacientarme, deplorar, hablar por no estar callada, – busco estampas naturales a las que encomendarme. A veces, pocas, es un bosque; a veces es un árbol del parque. Cuando no estoy tan alejada del núcleo de las cosas basta con oler las naranjas del huerto. Cuando necesito terapia intensiva y de choque, busco fotos para que la ola desmesurada de la vida en este planeta me ice y me arrastre.


Fliying fish in motion
Es de Michael O´Neill, vía National Geographic, y seguro que no les sentará mal porque está compartida con toda la admiración y el asombro del mundo. 


Hace un par de días encontré esta. Y me arrojó sin más preámbulo al territorio de la fábula. Pez con alas. Criatura híbrida. Pertenecer al agua y un poco también, como quien va seriamente de aventura o de fiesta, al aire. ¿Quedarán entonces espacios inexplorados en en los que terminaremos descubriendo la presencia de sirenas y unicornios? Quizás en las incomprensibles fosas marinas, o en selvas microscópicas. ¿Hay algo que la evolución no haya soñado y ensayado antes que el hombre? De pronto me parece consolador pensar la imaginación como una especie de memoria. Un pescar en la piscina inmensa de la herencia genética. Todo lo que ha sido o podría ser en la naturaleza está quizás herméticamente codificado en el desván de mis células. No somos tan especiales. No estamos tan solos, como individuos y como especie.

Y tras bucear un instante en la memoria del ADN, me salpicó mi propia memoria. Yo conocía de sobra a este pez rematadamente exótico, a esta quimera. Vi otros como él colgando como sábanas en algunas fachadas de La Línea. Volaores*: he olido su olor a mar espeso y rancio. Los he tenido en la boca, me han pinchado la lengua, me la han arrugado. Collares de peces secándose en el matraz del poniente: esa, y no las que inventarié al principio, es la imagen icónica de mis seis o siete años. Acordarme de mis volaores justo después de entender la naturaleza como un pozo de fábulas me informa de que, sin darnos cuenta, vivimos nuestras vidas en la frontera de lo real y lo mítico.

Así es también La Línea. No solo esa frontera sui géneris con una colonia que se disfraza de chascarrillo para hacer negocios a lo loco. La Línea, el Campo de Gibraltar entero, es un puro borde entre lo novelesco y lo cotidiano. Entre el orden impostado de las aduanas y el código penal graciosa o ferozmente desdeñado. Entre lo muy, muy simple en los ojos de las vacas, y lo intrincado de refinería y centrales térmicas. Entre un presente de submarinos nucleares, paro y brexit y hábitos que, como el de poner a secar volaores, datan de fenicios y romanos. Entre la Roca omnipresente y la vida humana azarosa, las carreras y lo inmutable. Entre los peces y el contrabando.

Y así es también la vida de cada uno cuando, en vez de vivir de espaldas, la afrontas. Cuando recuerdas fragmentos de tu infancia que el tiempo bruñe, suaviza y cambia de tono pero no maltrata. Cuando percibes que formas parte de una red evolutiva que te ata a seres extraordinarios.



* Si os apetece oler a sal y cosa vieja, mirad las imágenes de este fotógrafo. Gracias, Marcos Moreno, por ponerle cuerpo a mis recuerdos.

martes, 13 de febrero de 2018

Las raras veces en que despertarse y despertar se parecen


El desvelo, ¿lo he dicho alguna vez?, pone a cada cual en su sitio.

Me pregunto cómo he podido tardar tanto tiempo en crear una etiqueta dedicada al insomnio. En sentido estricto no puede decirse que me suponga un trastorno. Pero unas cuantas veces al mes me despierto a horas hoscas, en medio de un charco de vigilia a medio digerir que he vomitado. Y es como si andando, andando por una hermosa ciudad europea, de repente fuese a parar a un barrio que no distinguiera los matices que hay entre supervivencia y vida. Me pasó la primera vez que fui a Lisboa. Iba yo, íbamos, andando, andando, arrullados por fachadas y modales no gesticulantes, y de pronto a las miradas les fueron creciendo colmillos. Cuando en medio de la noche te quedas a solas con tu propia mente tienes las mismas ganas de llegar a casa y caer en una inconsciencia amable.

Lo que pasa a esas horas en mi cabeza no es precisamente feroz. Tan solo irritante. Es un olor de día que se ha puesto rancio. Ducharte y tener que ponerte las mismas bragas sucias. Desfilan en bucle por mi mente todas las posibilidades de trabajar mi culo en el gimnasio. El mismo párrafo vacuo de un informe se escribe y se sobrescribe en cientos de variaciones infinitesimales. Las emociones se vuelven ásperas como un resto de té que se queda frío. Las expectativas mantenidas a raya durante la vigilia se desbandan y, especies invasoras, alteran el ecosistema íntimo. Hay nombres que se repiten como si en vez de un atasco en los circuitos cerebrales fueran el evangelio. Hay canciones de verano. Hay una gotera incesante que me repiquetea en el cráneo y me dice que si no escribo ni vivo una vida ortodoxamente creativa voy a marchitarme. Hay la consecuente retahíla de cuidados paliativos. Un al carajo, seguido de arrepentimiento, seguido de una persecución maníaca de gracias y extrañezas que todavía deseen ser escritas, seguida de un segundo, monumental al carajo. Alcarajoalcarajoalcarajo.

Pero entre ese revoltijo de mierda a veces se encuentran cosas útiles. Un banquito abollado al que encaramarse. Una lente de telescopio rayada. Unos zancos. Te subes a ellos y miras el panorama pringoso. Y entonces, por un instante, intuyes que tú no tienes tanto que ver con la montaña de residuos. No son ni más ni menos que productos de excreción cerebrales. Tú no eres exactamente el discurso lineal o disparatado de tu mente. La vida rica y misteriosa que te anima no se reduce al twitter simplificador de tu conciencia.

El desvelo se convierte así en una mirilla por la que espiar la forma en la que opera la mente. Ese aluvión de representaciones tergiversadas, sentimientos contradictorios, ideas vagas, no ocurre sólo durante el insomio. De día la consciencia no es mucho más cabal o brillante. Como mucho se camufla con lo que se hace. Y lo que se hace y lo que se piensa casi nunca coinciden. La mente es una ocurrencia sensacional que se le ha ido al cerebro de las manos.

Vislumbrar eso te pone en tu sitio. Lo que percibes, piensas o sientes no tiene por qué ser a priori exacto. Tus prejuicios, tus opiniones, tus explicaciones, los esquemas que te haces del mundo. No hay una correspondencia cerrada y estrecha entre la realidad y cómo la experimentas. Eso es una lección de humildad. Y se agradece. No hay como aprender a ser humilde para quitarle hierro a la vida que se desvela y evitar conflictos.

domingo, 4 de febrero de 2018

Otra forma de ser infieles


Se interpone entre nosotros, aparentemente inofensivo, ominoso. Tragándose como un agujero negro las palabras. Hay objetos y situaciones que son el negativo de los altavoces. Atraen hacia sí los argumentos y en vez de amplificarlos para darlos al mundo, los amordazan. Secuestran la comunicación y una, muerta de cansancio, ya no puede ofrecer más rescate. Se claudica entonces; admites que eso está ahí, lo quieras o no, le haces un hueco en casa. Y cuando vuelve a salir de él, del sitio donde lo habías ocultado, procuras ignorar su presencia, no hacerle el menor caso. Las palabras inservibles bullen adentro, como una perdiz triste encerrada en una jaula. La paz de espíritu es un mito cuando eso flota en superficie.

Para algunas parejas es un escarceo, cualquier modalidad de caza furtiva. Para otras, una suegra que restriega por las paredes su mierda. Un acuerdo imposible sobre tener o no tener hijos. Una asimetría en el cariño. Un desequilibrio flagrante de fuerzas. Nosotros, bendita fortuna, no tenemos tales lastres. Un frasco de zanahoria: eso es lo que se atraviesa en nuestro acuerdo.

No hay en él nada que no me ofenda. Virutas impostoras que se hacen pasar por, pero que carecen del sabor y del crujido de las zanahorias. El grosero azúcar añadido. La demencial cantidad de energía que ha sido necesaria para que esté en mi cocina ahora mismo. Para cosechar la materia prima dios sabe dónde. Transportarla a sabe dios qué fábrica. Pelarla. Rallarla. Cocerla. Envasarla. Volver a transportarla. No me atrevo a estimar cuántas veces multiplica ese gasto de petróleo a las pocas calorías de las que alardea la etiqueta. Para hacerme una ensalada con zanahorias reales sólo tengo que asaltar el huerto de mi padre o conformarme con la frutería. Y después usar manos y dientes como cualquier herbívoro.

Y la tapa del envase. Este asunto me tiene muy trastornada últimamente. Abro un frasco de cristal, lo vacío, arrojo el vidrio adonde toca, no sé qué hacer con la tapa. Me quedo varada en mitad de su historia. ¿Es una cosa metálica, realmente? ¿De qué mina la han extraído entonces? ¿Qué residuos ha generado? ¿Qué es la película blanca que la reviste por dentro? ¿A qué cubo la tiro, demonios? Tirarla a uno u otro, ¿importa? ¿Es acaso posible reciclarla? ¿No será más bien un gesto para aplacar la culpa? ¿Crecen en los vertederos arrecifes de tapas? ¿Cuánto tiempo ha tardado en desaparecer de mi cocina el contenido del envase? ¿Cuánto tiempo tardará el envase mismo?

Son preguntas tan de parvulitos de conciencia ecológica que me enerva que se disipen en el aire cargado de buenas intenciones y actos negligentes. Es una especie de castigo de Sísifo. Siempre procuro recolectar o escoger lo que considero menos lesivo. Siempre encuentro en el mismo carro de la compra los mismos frascos, la misma montaña de conservas y envases. Es más, siempre termino empujando un jodido carrito de supermercado. Siempre claudico ante lo fácil. No soy lo bastante autosuficiente. No voy de la frutería a la pescadería a la tienda que sea que venda a granel, en peregrinaje. No sigo sermoneando a mi novio ad infinitum.


Transijo. Que a veces es una forma de pecado. Luego me toca arrepentirme. Miro a mi alrededor. Todo lo que poseo y lo que me posee. Lo que digiero y lo que expulso. Mi carne y mi aliento. Mi tiempo de recreo. Lo que me viste. Donde me cobijo: ¿hay algo en mi existencia que no ofenda absolutamente a nadie, en ninguna parte del mundo?