sábado, 29 de octubre de 2016

El feo mármol



Un día de estos, mañana o pasado, se pondrán ropa de batalla e irán al cementerio con flores de mentira y estropajos. Yo no haré ni un comentario controvertido, diosmelibre, porque cada uno batalla con la disolución y el recuerdo como puede o le da la gana. Tampoco voy a pasarme de circunspecta. A lo mejor el día de los santos no trata siquiera de reglar de alguna manera lo ingobernable, de darle una pátina social a lo salvaje, o de asumir lo que personalmente no es digerible. A lo mejor esto tiene que ver con los muertos tanto como la merienda con el hambre. Mi galletita o mi fruta vespertina es una necesidad creada por mi madre que yo he mantenido por costumbre. Y limpiar lápidas un día señalado del año es una herencia que te ata a una madre concreta y que mantienes porque lo que crece en torno a ese vínculo fragua en cemento y es casi imposible arrancarlo.

No se me ocurrirá opinar que lo que impide que esa tradición se desmorone es el ojo de las vecinas. Ni diré que la limpieza en los pueblos es un asunto que Moisés debió de borrar accidentalmente de sus tablas. No polemizaré acerca de unos usos sociales que, aunque fariseos, no le hacen daño a nadie. Allá cada uno con su día de fiesta.

Pero a cambio espero que el que pregunta por mis tumbas no me mire como si mi corazón bombeara veneno de araña en vez de sangre. Yo no me sé el plano de ningún cementerio. No sé dónde mis abuelos están enterrados. Podría haber tenido alguna vez esa curiosidad, pero francamente querida. Las lápidas me parecen horrendas. Mi cerebro no sabe tratar de otra forma el asunto. Es incapaz de dotar de personalidad al mármol. Si un día terminara visitando esas tumbas, mi neutralidad me haría sentir tarada, o instintivamente se me ocurriría un chiste.

Qué poco familiar soy, me dicen. Pero esta indiferencia no tiene nada que ver con mis apellidos. Es simplemente que no soy necrófila. No me alimento sentimentalmente de carroña. Espero que esa palabra no ofenda. Es mi modo de expresar que el lugar que señala los huesos de mis parientes no es familiar conmigo. El mármol se interpone entre sus restos y mis vivencias. Aunque no haya casa más grande que la de la muerte, ese lugar marcado con sus nombres no me albergaría ni lo podría sentir como algo mío. Tal vez he visto en el trabajo demasiados animales muertos, en todos los estados de podredumbre posibles, como para concebir un tratamiento ritual de los restos.

El lugar de mis muertos, los que cuento por ahora y los que iré cosechando, está donde los tuve vivos. Su zumbido pervive en una esquina del pueblo, en el patio de su casa, en un portal de vecinos. En las cafetería donde merendábamos. En una caja de botones, en los limoneros del huerto, en una fuente para el asadillo. Y esos sitios yo, de vez en cuando, también los adorno y los limpio.

martes, 25 de octubre de 2016

O a una fórmula química


Se me está secando la inspiración de tal forma que, en busca de algo que echarme a la boca, he llegado hasta Australia. Puede que, como Colón, haya equivocado la ruta, porque Australia no parece el lugar más húmedo del mundo. ¿Qué podría ofrecerme un continente que parece un sucedáneo, que mi imaginación confunde con otros muchos sitios? Con el delirio rojo de las tardes en Tanzania; con el Caribe esquemático; con el músculo tostado de California; con el polvo en las botas de cuero y los mugidos del Oeste americano; con el té de las cinco. Aunque a lo mejor, como Colón, me he equivocado de plano y he llegado adonde necesitaba.

El lugar es árido y marrón, como corresponde, y tiene una ausencia de ornamento que se pega a la garganta. Precisamente se trata de eso. Es una librería de aquel país Frankestein que elimina la atracción estética como motivo para elegir libros. Las cubiertas están tapadas con un burka de papel de estraza. Los títulos son prescindibles. Intransigencia de lo austero. Delirio de la democracia. Ningún libro merece que lo rescates del magma literario sólo porque es llamativo. El libro no debe ser un objeto que decore. La belleza del pavo real no hace caldo. El placer de tu ojo es un vicio. Que un título te embauque se parece a que te vayas de la discoteca con el primero que te diga guapa.

Entonces, ¿cómo eliges? Cada libro tiene marcado su riguroso hábito con cinco o seis pistas. Con esa combinación la historia se abre como una caja fuerte. Tú compras justo los nutrientes que en ese momento tu emoción necesita, por ejemplo: segunda guerra mundial / Viena / amor traicionado / terror psicológico / ciegos. Si esa mezcla te quita el hambre, adelante. Esto va de alimentarse decentemente y huir de las calorías vacías. Se acabó comer con la vista. Págalo y sólo entonces podrás desenmascarar el libro. No te decepciones si encuentras la nariz de Cyrano. Este no es país para superficiales.

¿Habrá algo para mí si busco: paisaje / franqueza / amistad / humor / albedrío ?

¿Imaginación brutal / llegar a casa / salvaje / gente corriente / amor inclasificable ?


¿Y tú, encontrarás lo que buscas? ¿Qué aminoácidos y vitaminas necesitas? ¿Existirán esos libros que se ajustan a nosotros como zapatos caros o dietas de nutricionista?


A lo mejor sí. A lo mejor no, si no los escribimos. Pero a mí me da que la literatura elegida así, sin dejarte seducir por la apariencia, sin intuición o frivolidad, sin la glotonería del ojo, se parece bastante a una dieta en pastillas.


sábado, 22 de octubre de 2016

La distancia adecuada*

 
Coño. No hay palabra mejor para nombrarlo. Todas las demás son ridículas, infantiles o merecedoras de un guantazo. La costumbre tiene la culpa de que no sea palabra bonita. No es tan diferente de paño. Y sin embargo, esta sí aparece en mi diccionario de sinónimos. El triángulo que corona tus piernas no merece un puesto entre los asuntos que se nombran de cinco o diez formas inocuas.

Pero cuando un coño desconocido invade tu campo visual no te pones exquisita con semánticas. Uno veterano y frondoso que recuerda a las parcelas cuyo cultivo se abandona y que el matorral recupera. A la distancia de un palmo cuesta imaginar que un pedazo de pelo crespo cargue con el peso de tanta literatura y tanta leyenda negra. Que se le dediquen suspiros, poemas, insultos y chistes verdes. Este no me parece amenazador o mítico. Solamente está demasiado cerca.

Y no es que me suponga un gran problema. Si tras desatarme las zapatillas y recuperar la vertical me diera de bruces con cualquier otro trozo humano sentiría igualmente que mi espacio propio se ha confundido más de la cuenta con el del vecindario. En realidad prefiero toparme con un coño que con un talón calcáreo o una señora que se corta las uñas. Me gusta haberme colocado en una coordenada vital en la que no caben remilgos físicos. Pero también me gusta que el prójimo no me tome al asalto si no es necesario.

Y en el vestuario de un gimnasio a veces el prójimo asedia. De repente el sujetador empapado que acabo de quitarme hace juego con unas bragas ajenas. Hay otro par de zapatillas donde me tocaba poner las mías. Una mujer le cuenta a otra cómo espía los chats de Whatsapp de su inminente exnovio. Una cicatriz se lleva por delante las ínfimas ganas que hubiera podido tener de operarme las tetas. Una bolsa deportiva gigantesca me hace desear que se extingan los pumas.

Interacciones que sacan tu lado felino y arrancan de tu garganta un bufido casi audible. Si no tuvieras cierta conciencia de tus gestos fulminarías con la mirada como Medusa. Defenderías tu territorio a topetazos. En lugar de eso decides hacer un ejercicio de paciencia. También en la región del cerebro que dirige la interacción social tendrás agujetas mañana.

Lo haces porque sabes que buena parte del drama humano se basa en la difícil dosificación de las distancias. En Oriente Próximo como en tu casa. Amantes que están demasiado lejos. Parejas que se han cargado todas las fronteras y de vez en cuando desean emprender su brexit y suspender todos los tratados. Padres que no dicen nada de su infancia. Cercanías postizas. Intimidades que no se crean. Vecinos que saben demasiado. Caracteres tan invasivos que alzan una pata y se mean en tu silencio. Deseo inútiles que te queman. Vecinos que sólo se enteran de la soledad que había tras el tabique cuando un cadáver apesta. Alguien que tropieza contigo y te confunde con una farola. Alguien que se marcha y convierte la lejanía en nunca. Cuerpos tan próximos e infranqueables como maniquíes. Coños en primer plano que no cuentan nada de ardor o de niños.

Manejamos tan mal los espacios relativos que la tribu se devoraría a sí misma sin pequeños ejercicios de tolerancia.


*Esta canción. Es como cuando te duchas y  te das cuenta sólo entonces de que tienes las piernas arañadas.

miércoles, 19 de octubre de 2016

Mi mente en bata de estar por casa

 
Me pregunta si me sigue pareciendo atractivo. Pues no, le respondo. ¿No? Que no, tío.

Me pregunto si le sigo pareciendo fiel a las mentiras piadosas. Yo sé que pese a las dobleces y la dispersión y los olvidos, tengo bastante buen fondo, así que no tengo por qué desconfiar de mis intenciones. No tengo que echarle salfumán a lo que pienso. Y por eso le digo que nosotros ya nos hemos pasado muchas estaciones de la fase en que nos resultábamos atrayentes. Nos conocemos mucho, es eso. Del derecho y del revés, por dentro y por fuera. Algo que atrae es algo que está lejos. Y nosotros estamos generosamente cerca. El atractivo es una forma de eufemismo: una manera de asimilar decorosamente que lo que deseas es intimar lo más posible. Eso nosotros lo hemos conseguido. ¿Cómo podría considerar atractiva, en vez de esencial, a mi mano izquierda?

A lo mejor sólo yo veo la conexión, pero algo parecido me pasa a mí con lo que guardo en la mente. Estoy compadreando de tal manera con mi psique que su hechizo se ha roto. He adquirido una nueva familiaridad con ella. Sin saberlo todo, ahora la conozco lo bastante como para saber que lo que ahí dentro bulle y lo que en el fondo soy no son la misma cosa. Mi mente es un gato doméstico que se cree el amo del mundo, pero que no puede pasar sin sus croquetitas. El abuelo que te hace poner los ojos en blanco y al que adoras.

Mi mente es un órgano fundamental que falla como me fallan los ojos. Tiene cicatrices del aprendizaje. Fijaciones. Atajos. Sesgos. Automatismos. Deformaciones. Me gusta haber llegado a ese punto de entendimiento con ella. Saber que cría pelusa en su ombligo, que deja la almohada perdida de baba cuando duerme y que tiene pelo en zonas demasiado escabrosas. Me gusta interpretarla así exactamente: como parte imprescindible e imperferta de un todo, como mi corazón y mi hígado. Como tu madre o tu padre a la edad en que aprendes a distinguirlos de ti misma.

Y la verdad es que siento una nueva libertad ahora que mis paisajes mentales ya no me subyugan; ahora que sé que Silvia es algo más que la suma de impulsos nerviosos y de humores; ahora que soy capaz de escucharme y hablarme con la ironía que se destina a los muy íntimos. Eso que pienso es una simplificación y una chorrada. Esa opinión, mera costumbre. Esa emoción, una trampa de las hormonas.

Me he habituado a mi subjetividad lo bastante como para que ya no me resulte atractiva o infalible. Y estoy contenta con esa progresión en nuestras relaciones. La confianza siempre libera, desenreda, redime, perdona.

sábado, 15 de octubre de 2016

Limpiar el polvo en un día soleado es tontería

 
Esta habitación rebosa de sol tanto que parece un acuario, una de esas casas holandesas sin cortinas que miras con el rabillo del ojo, sabiendo en lo profundo que la impudicia está en el ojo que roba y no en lo que se muestra. En la mía todo está claro y blando de polvo. Y se supone que lo limpié ayer mismo. A veces haces cosas tan inútiles y con tan buen talante que te das ternura. Si lo piensas, es algo digno y hermoso: se parece a levantarte de la cama cada día.

La luz ha cambiado después de la lluvia. Resbala por el blanco flamante y frágil de la sierra y viene a parar a mi ventana toda brazos y piernas, como el niño que recoges al final de un tobogán hecho una madeja de carne. En estas condiciones me cuesta hacer uso del lenguaje. Lo que mejor me sale es mirarlo todo con ojos de condenado a muerte. El cactus desbordando de la lata de especias que le sirve apenas de tiesto, creciendo como una forma de vida extraterrícola. Las botas del trabajo esperando junto a la puerta, demasiado castigadas como para pretender componer una metáfora, y sin embargo... La sombra del vello de mis brazos en el cristal de la mesa sobre la que escribo: la primera hierbecilla fina tras el verano, ese alivio. Las patatas que acabo de cocer y que se enfrían en el fregadero, feas, no seleccionadas, perfectas.

Así no hay quien escriba algo medio inteligible. Aunque si le das una vuelta también a esto, te das cuenta de que comprender con la cabeza es otro tierno autoengaño. Me levanto hasta el balcón del jazmín, y a la luz brutal de este sol vestido con una poquita de nieve, me miro las manos. Cuesta entender que ahí dentro haya arterias y venas y un flujo de moléculas y gases. Cuesta entender que el jabato de mi jazmín canijo sea capaz de convertir la energía de una estrella en dos o tres flores simultáneas. Cuesta entender que mis humores y soliloquios mentales sean una pura cuestión de eléctrica y química.

He accedido a lo que la ciencia dice al respecto. Estudié mitocondrias, neurotransmisores y el oscuro ciclo de Calvin. Todo eso me ha servido como anécdota. La razón es a la comprensión del mundo lo que las actividades de gimnasio al deporte: un entrenamiento. Sucedáneos. La ciencia no me basta para colmar mi asombro. Las palabras no bastan para compartirlo. Para convencerte de que mires como si fueran a ejecutarte mañana. Para convencerme de que mi conciencia tiene otras maneras de percibir y entender más allá de lo que se revuelve en la mente e intento expresar de manera ingenua.

 Como quien se cree que ha limpiado el polvo hasta que un rayo de sol se lo muestra.


Es que es muy raro este cactus. Contemplo su manía de vivir y pierdo el oremus.

miércoles, 12 de octubre de 2016

Americana

Hierba desatada. Polvo de heno en los pulmones. Arbustos grises tan pegados al suelo que parecen humillados. La nieve de repente. Un frío marciano. Montañas con perfiles tan precisos que parecen personas. Lagos grandes como principados. Abetos fantasmales. Cactus con nombre y aspecto de dinosaurio. Boñigas de vaca y alambradas. Largas carreteras abstractas. Maneras de digerir lo inabarcable. Espacio. Espacio. Más espacio. Geografía desorbitante. Caballos. Andar, y poder seguir andando hasta llegar al metatarso. Galopar, conducir, y poder seguir haciéndolo durante días como si las cosas no tuvieran bordes y la vida no fuera finita. Una inflación tan brutal de las medidas físicas que, puestos a imaginar conquistas, sólo se puede pensar en la Luna.

Llevo muchos libros viajando por Estados Unidos. He pateado sus dos espinas dorsales. He confundido lo real y su reflejo en los Grandes Lagos. Ha llegado a parecerme que el olor de los bisontes pudriéndose es el olor natural del mundo. He bendecido cada cena después de fustigar con mi tractor la tierra. Conozco California y los extremos de Colorado. Dakota del Sur. Misuri. Kansas. Idaho. Nombres tan incrutados en mi imaginación como la Atlántida o El Dorado.

No necesito plantar allí mis pies, aunque quisiera, porque América está filmada de sobra, pero todavía más escrita. Admiro ese aspecto de su literatura: la relevancia del paisaje. Quizás eso sea lo que me hace coquetear sin remedio con algunos escritores norteamericanos. El espacio abierto tatuado en el carácter. Eso y el fraseo directo y los propósitos claros. Una mujer recorriendo a pie la cresta del Pacífico; dos pringados haciendo lo propio por los Apalaches. Un hombre devolviendo a las llanuras violadas una porción ínfima de sus animales. Una mujer que construye cobertizos y doma abejas. Un chico aprendiendo a aceptar su deseo y a sajar quistes de palabras no dichas. Otro que se hace a la vez hombre y cómplice de un crimen contra lo salvaje. Steinbeck y el perro Charley cerrando el pico alegre ante el General Sherman.

Una y otra vez lo busco: el cielo limpio imponiendo un peso a cada letra. A veces el espacio aplasta. A veces atosiga y te minimiza. A veces es todo lo contrario. A veces lo que se narra es cómo el hombre asesina a su hábitat. Pero ahí están casi siempre, horizonte frente a humano. Considerando para mal o para bien la piedra, el arroyo, el animal y el árbol. Consignando todavía esa sorpresa, la turbación ante una tierra enorme, vacía y nueva.

Europa en cambio es un lugar de caminos gastados y huesos de hombres por todas partes. No puedo recordar ahora mismo haber leído ningún libro que, La Odisea y El Quijote aparte, contenga al paisaje de ese modo determinante. También es que tengo mala memoria, y que la literatura negra escandinava me deja, jujuju, fría. Pero quisiera ser desmentida. Meterme Andalucía en el cerebro no sólo a través de la experiencia directa, sino también mediante la lectura. Olores que conozco, orillas que piso descalza, el sol que me deja marcas de moreno, el consuelo de los tres o cuatro reductos casi salvajes. Quisiera ver todo eso volcado en palabras. Barnizado con ese brillo falso pero inolvidable de los libros.

Así que o me da alguien ideas o me pongo a ello.


Porque estos lugares también merecen protagonizar historias.


domingo, 9 de octubre de 2016

Que me den calabazas

 
Cocinar una calabaza se parece bastante a que de repente te caiga una herencia: algo deseable por lo que hay que pagar tantos impuestos que ganas te dan, tras el subidón, de mandarlo un poquito a la mierda. A una calabaza la tienes que conquistar con la fuerza de tus brazos y exponiéndote a daños; es un premio tierno y dulce al que sólo se puede acceder mediante la violencia. Me dirás que en las grandes superficies puedes encontrarla ya cortada y pelada. Te diré que mi comida gana cuando la sazono con sudor y alguna que otra célula epitelial de mis manos. Que alimentarte con esfuerzo te devuelve una parte de la animalidad perdida. Y que a mi padre le crecen calabazas con la misma exuberancia que el pelo en nuestras cabezas.

Así que ahí me tienes, asestando machetazos sobre la encimera de melamina. Arrancándole las entrañas a mi presa con la saña reverencial de un sacerdote azteca. Rabiando porque la viscosidad que rodea las semillas me enciende la dermatitis. Pelando casi con los ojos cerrados para no ser testigo de cómo me cerceno el pulgar derecho. Efectos secundarios que merecen sin duda la pena: mi cocina es una apología del naranja, y mi menú semanal va a presumir con una crema tan dulce y sedosa como las natillas, un potaje con alubias y espinacas, y una tarta de boletus y mozarella. Voy a comerme un otoño que remolonea. Las tardes de riego de mi padre, las puestas de sol en cinemascope, ese momento del año en que el clima te da un arrumaco y lo que acaba se aparea con lo que empieza. 


Cosecha otoñal con que mi padre trata de exacerbar mis arrebatos líricos.
 

Transformar algo todavía sucio de tierra, que pincha y suda y sigue vivo me hace aletear de júbilo como una bandada de buitres ante una vaca muerta. Tengo ese punto edulcorado. Y tengo también genes de huerta. Dame tardes lentas y una cocina grande con vistas al campo y a cambio te doy lo que quieras. Quizás esté escuchando demasiado folk americano. Sueño con una mesa robusta, fuentes de latón esmaltado, faldas que hacen frufrú, y una tarta de calabaza que huela a amor de cowboy y a especias. Tarereo sin parar Harvest Moon mientras trabajo.

Buscando esa canción por internet hace unos días me enteré de que en el folklore norteamericano se llama harvest moon, o luna de la cosecha, a la luna llena más próxima al equinocio de otoño, y que la siguiente luna llena es la hunter moon, o luna del cazador. Dentro de una semana brillará en el cielo la segunda. Llámame cursi, pero pelearme con mi calabaza sabiendo esas cosas anacrónicas y cantando una canción lo bastante vieja como para aparecer en novelas de Steinbeck, hizo que mi tarea se volviera también dulce y densa. Esforzarme en mi alimento entre una luna y otra, igual que toda esa gente muerta que miraba al cielo como a un oráculo. Hacer cálculos y darme cuenta de que mi calabaza fue recogida allá por los días de la luna de la cosecha. No creer en pamplinas paganas, y sin embargo, hacerle un guiño a visiones obsoletas. Manejar y meterme en el cuerpo un trozo comprobado de naturaleza. La cocina se vuelve así templo, foro, aula de ciencias naturales y sociales, extensión del paisaje.

Y aun sin falda que hace frufrú ni cowboy, y con mi castigada vajilla del Zara, cómo va a saber mañana mi tarta de boletus.


jueves, 6 de octubre de 2016

Ropa al aire

 
Algunas de las palabras que empiezan por co-. No cohibición, ni coercitivo, ni cobardía. Sino el co- de la mano que se inserta naturalmente en otra mano, como si la evolución la hubiera ido tuneando con ese fin expreso. Co- en colaboración, cofradía, compartir, compañía. Corazón. Dos aurículas, dos ventrículos: un órgano múltiplo de dos.

Coincidencia y su co- ausente en serendipia. Probablemente la palabra más amanerada del diccionario. Que la define como: hallazgo valioso que se produce de manera accidental o casual. En la Wikipedia leo que “se puede denominar así también a la casualidad, coincidencia o accidente”. Pero yo no creo que esta manera nuestra de encontrarnos sea fortuita. Tus aurículas y mis ventrículos han desarrollado una forma de convergencia. Ahí tienes otra de esas palabras que me gustan.

Y por eso ver ropa tendida nos conmueve a las dos. Hace muchas semanas que esta foto me hizo tilín. Un horizonte hecho de tela, la ausencia de paredes, la levedad como forma de cultura. La vi y me dije: estaría bien vivir así, tendiendo mi ropa a un par de metros sobre el mar y dejando que se seque al sol. Sin encogimiento ni estrecheces. Después vi tu foto de más ropa tendida, que ya no me hizo tilín: me enamoró. Me casaría con esa y con muchas de tus fotos. Me quedaría a vivir en tus paisajes de espacio y silencio. Soy una criatura bien adaptada a esos hábitats. Que este palabreo no te engañe.

La ropa tendida como fragilidad mostrada sin vergüenza. Intimidad que no se reprime. Trapos finos a fuerza de lavados. Fundas de almohada limpios de preocupaciones y babas. Bragas cada vez más cómodas y menos bonitas. Siempre que encuentro en el campo una de esas asombrosas camisas de serpiente pienso que de ahí ha salido un animal más grande y más fuerte. Cuando veo ropa tendida, erosionada y con arrugas, pienso qué cosa delicada y pequeña es una persona desnuda.

Pero ropa que se seca al aire libre. Que se mece con el viento y es absuelta por el sol. Sin ese último paso no queda igual de limpia, la suciedad no se indulta del todo, las toallas no huelen a casa antigua. Vivo en un piso diminuto y tiendo mis disfraces de puertas para adentro. A veces me olvido de las noticias, me pongo dramática y me digo que vivir así es indigno. No es para tanto, ni siquiera cuando una falda limpia coge olor a curry. Pero sí tengo nostalgia de azoteas: vals de sábanas, gaviotas gritando, bosque de antenas sobre bloques claros y planos. Esa fe cursi de que algo del mar se ha quedado en mis telas. De que mi ropa ha formado parte de los ciclos de la naturaleza. 


Esta foto es mala y es mía. Pero tiene justo seis años: mis sábanas aún se acuerdan del verde.
 

Amo eso en tu foto y en la otra: esa familiaridad con el aire, ese poner a secar tus cosas afuera sin temor. Se parece a hablar y a escribir de esta forma, de ventrículo a aurícula. Se parece a conocerse. Otra de esas palabras que empiezan por co-.


domingo, 2 de octubre de 2016

Ese tipo de rincones


Hay rincones en el mundo donde parece que todas las piezas encajan. Las de dentro y las de fuera. Todo lo que habitualmente está suelto y choca y hace ruido. Te colocas ahí y de repente ves claro. No es que las cosas cobren sentido. No es algo tan definitivo ni forzado. Es como cuando miras por un microscopio y al principio sólo puedes ver tus pestañas. Un telescopio también vale. Siempre hay alguien por ahí cerca que te pregunta si estás viendo lo que se supone que tiene que verse. Y tú siempre disimulas. Haces un ruidito con la garganta, mmm, un reconocimiento fingido que te sirve para ganar tiempo. Miras y miras y te sientes una paleta, hasta que entonces tus pestañas se esfuman, las manchas gelatinosas de la lente cuajan y de una vez por todas empiezas a ver cosas. Criaturas transparentes que se desplazan voluptuosas por el portaobjetos, un liquen con aspecto de galaxia sobre una pared rocosa. A lo mejor no era eso lo que precisamente tenía que verse, pero qué importa. Estás viendo claro y lo que ves te gusta, porque está ahí y no necesita explicarse a sí mismo ni que tú le des nombre.

El tranco de la puerta principal de mi casa es uno de esos rincones. La casa del campo. Mi casa familia. Palabras de un mismo paisaje semántico. Me gusta sentarme ahí tras el desayuno, un sol suave defendiendo lo que queda en mis piernas del calor de la cama. Miro y lo que está suelto, choca y hace ruido por fin encaja. Las higueras perdiendo cada día una hoja acartonada, cada día menos robustas y sexys. Jazmines iluminados como en un caleidoscopio. El suelo del porche salpicado de frutos de washingtonia: caramelos de la cabalgata de Reyes, cagarrutas. La gata enroscada junto a mis pies. Sentirme honrada por su confianza, porque no la asusto, porque ofrezco algo. Piernas calientes, barriga llena, corazón maduro. Un libro en el regazo. Ahora es el momento, de Tom Spambauer.

Oh, sí, justo ahora. Sentada al sol en un tranco con un gato y un libro. Ahora es el momento. La casa y su tranco no siempre han estado en este sitio. Antes eran una caseta de aperos y un montón de hierbas. Pero el rincón donde todo encaja es antiguo. Algunos domingos veníamos al campo a imaginar otra forma de vida y a empezar a trazarla. Me veo aún tumbada entre las vinagretas, leyendo al sol y chupando tallos. Sin piezas sueltas.

Y se trata siempre de eso. De recobrar la certeza de que uno es mucho más de lo que contiene su propio pellejo. Soy la cría que lee sobre la hierba la higuera el sol sobre las flores el suelo salpicado de frutos caramelos cagarrutas la pata de Nico sobre mis uñas color vino tinto los paisajes y el corazón de cada libro. Todo fundido y sin necesidad de sentido. Trozos de mí que no sabía que existían y que de pronto encajan. Que me hacen permeable y me ramifican.

Todo lo que leo, todo lo que miro, todo lo que busco y todo lo que escribo: se trata de dar con ese tipo de rincones donde uno y todo lo demás es lo mismo.