miércoles, 12 de octubre de 2016

Americana

Hierba desatada. Polvo de heno en los pulmones. Arbustos grises tan pegados al suelo que parecen humillados. La nieve de repente. Un frío marciano. Montañas con perfiles tan precisos que parecen personas. Lagos grandes como principados. Abetos fantasmales. Cactus con nombre y aspecto de dinosaurio. Boñigas de vaca y alambradas. Largas carreteras abstractas. Maneras de digerir lo inabarcable. Espacio. Espacio. Más espacio. Geografía desorbitante. Caballos. Andar, y poder seguir andando hasta llegar al metatarso. Galopar, conducir, y poder seguir haciéndolo durante días como si las cosas no tuvieran bordes y la vida no fuera finita. Una inflación tan brutal de las medidas físicas que, puestos a imaginar conquistas, sólo se puede pensar en la Luna.

Llevo muchos libros viajando por Estados Unidos. He pateado sus dos espinas dorsales. He confundido lo real y su reflejo en los Grandes Lagos. Ha llegado a parecerme que el olor de los bisontes pudriéndose es el olor natural del mundo. He bendecido cada cena después de fustigar con mi tractor la tierra. Conozco California y los extremos de Colorado. Dakota del Sur. Misuri. Kansas. Idaho. Nombres tan incrutados en mi imaginación como la Atlántida o El Dorado.

No necesito plantar allí mis pies, aunque quisiera, porque América está filmada de sobra, pero todavía más escrita. Admiro ese aspecto de su literatura: la relevancia del paisaje. Quizás eso sea lo que me hace coquetear sin remedio con algunos escritores norteamericanos. El espacio abierto tatuado en el carácter. Eso y el fraseo directo y los propósitos claros. Una mujer recorriendo a pie la cresta del Pacífico; dos pringados haciendo lo propio por los Apalaches. Un hombre devolviendo a las llanuras violadas una porción ínfima de sus animales. Una mujer que construye cobertizos y doma abejas. Un chico aprendiendo a aceptar su deseo y a sajar quistes de palabras no dichas. Otro que se hace a la vez hombre y cómplice de un crimen contra lo salvaje. Steinbeck y el perro Charley cerrando el pico alegre ante el General Sherman.

Una y otra vez lo busco: el cielo limpio imponiendo un peso a cada letra. A veces el espacio aplasta. A veces atosiga y te minimiza. A veces es todo lo contrario. A veces lo que se narra es cómo el hombre asesina a su hábitat. Pero ahí están casi siempre, horizonte frente a humano. Considerando para mal o para bien la piedra, el arroyo, el animal y el árbol. Consignando todavía esa sorpresa, la turbación ante una tierra enorme, vacía y nueva.

Europa en cambio es un lugar de caminos gastados y huesos de hombres por todas partes. No puedo recordar ahora mismo haber leído ningún libro que, La Odisea y El Quijote aparte, contenga al paisaje de ese modo determinante. También es que tengo mala memoria, y que la literatura negra escandinava me deja, jujuju, fría. Pero quisiera ser desmentida. Meterme Andalucía en el cerebro no sólo a través de la experiencia directa, sino también mediante la lectura. Olores que conozco, orillas que piso descalza, el sol que me deja marcas de moreno, el consuelo de los tres o cuatro reductos casi salvajes. Quisiera ver todo eso volcado en palabras. Barnizado con ese brillo falso pero inolvidable de los libros.

Así que o me da alguien ideas o me pongo a ello.


Porque estos lugares también merecen protagonizar historias.


6 comentarios:

  1. Ruego por ambas, por las ideas y por tu valentía. Un abrazo, OV.

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    1. Ojalá alguien te escuche, porque me hace falta una buena cantidad de ambas. Bueno, más que valentía, dedicación exclusiva.

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  2. Qué hay de Asia...? El continente que atrapa...

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    1. Oh, sí. Oh, sí. Asia me intoxica la imaginación. Pero también las bibliotecas y las librerías son occidentocéntricas. Tengo que rastrear vuelos literarios hacia el lado aromático del planeta.

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