martes, 28 de febrero de 2012

Algarve


En el camino de vuelta a Granada, me dormí durante un minuto y, quizás por efecto de la cantidad de couldinas, paracetamoles, inistones y pastillas del Dr. Andreu  (existen. Flipo) que mi hígado intentaba metabolizar, soñé con la ciudad vieja de Faro. Y pensé que, si bien hoy pensaba escribir sobre las casas que he coleccionado a lo largo de mi vida, había llegado el momento de empezar mi relato de Portugal. Que, quiero creer, no deja de ser otra casa.

Pero ¿por dónde empiezo? ¿Por qué puerta entro a esa casa? ¿Entro en autobús, por el puente Vasco da Gama de Lisboa, como la primera vez, hace cuánto, Antonio, siete, ocho años? ¿Por arriba, por el medio, por abajo? Quizás lo mejor sea dejarse de rodeos, y entrar por la puerta que se abrió en el sueño. Por Faro.

Así que Faro. ¿Vamos a entrar por el Algarve, como todos los guiris cansados de la chulería y los precios abusivos de los vecinos de al lado? Por qué no. Ese Algarve de folleto turístico yo no lo conozco tanto. He huido siempre de él, como una beata de las calles malas. La primera vez que pisé el sur radical de Portugal fue en Tavira, y fue un idilio. Y, sin que sirva de precedente (lo que odio esta frase, en realidad), siempre he mantenido la cabeza fría con respecto a ese idilio. Protejo ese recuerdo bello de un lugar bello de manera intransigente: mediante actos de amor apasionados y sin compromisos. Nada de conocerse a fondo, nada que huela a familia. Ya he visto lo suficiente del Algarve. Me gusta lo que he visto, y no quiero que nada me altere esa imagen. Es un poco idiota, ¿verdad? Pero es que presiento que, como pasa en todos los enamoramientos, esa imagen es frágil.

Los alrededores de Faro hay que atravesarlos con los ojos cerrados. Luego viene una muralla y, dentro de ella, lo blanco. Vila Adentro, es como se llama la ciudad antigua. En lo más profundo de esta almendra, en su germen, hay un súbito silencio submarino. Hay un aire de cripta sellada. Hay, en un rectángulo de vacío que simplificaremos llamando plaza, unas cuantas mesas de restaurante que todavía no han sido vestidas. Hay unas buganvillas viejas derramándose por encima de una tapia. Portones de talleres, en los que sólo podemos imaginar que se arreglen barcos. Y también portones descascarillados de almacenes, que quizás alberguen los trastos de algún palacio devastado. Hay algo del momento inmediatamente posterior a un gran terremoto. Tanto, tanto silencio. Pero cómo es posible, si fuera hay coches y turistas y campos de fútbol. Hay un lenguaje de sueños.

Un hueco en la muralla da directamente a la marisma, que es un paisaje que a mí me parece el colmo de lo irreal, porque me cuesta distinguir si es una cosa o muy, muy vieja, o muy, muy nueva. Se ve tan ajena a las medidas humanas, al tiempo y a las palabras. Y, sin embargo, yo he visto pasar sobre la marisma aviones que estaban a punto de aterrizar en el aeropuerto de la ciudad, tan bajos que, dentro de ellos, los pasajeros casi debían de oler a cieno y a sal. Y he envidiado su posición privilegiada, desde la cual podrían ver el paisaje como si quien mira un mapa, con su horizontalidad absoluta y su sistema circulatorio de agua, los canales, capilares, recodos intestinales, las maderas podridas, a lo mejor hasta una chancla de hace veinte años. Pero era tan improbable, la idea de la máquina sobre esa tierra en estado embrionario, en medio de una noche con colores casi radiactivos, que parecía más fácil creer que dentro del avión no había nadie, porque el avión de repente ya no era tal, sino un ave jurásica.

Pare, escuche y mire (la marisma en Faro)


Esa noche dormí en un hostal situado encima de una funeraria. Antes de dormirme, me dio por pensar si la misma cama quedaría justo encima de algún ataúd, y si habría una especie de tráfico entre mis sueños y la memoria de algún muerto reciente. Un lugar extraño, Faro.

Tavira no es extraña. Es bonita. ¿Por qué se ha devaluado tanto la palabra bonita? Porque Tavira es tan bonita. Dos veces he llegado a la hora española de la siesta, o a la hora universal de la playa. Las calles del centro estaban tan vacías, que parecía como si estuviera andando sobre un estereotipo mediterráneo. Sí, pero además había un cielo tan ancho. Porque, a diferencia de todos esos lugares que tan bien conocemos, allí el horizonte no está trabado por gigantes de hormigón. En el tramo de costa entre Tavira y Faro, hay un montón de islas que, con la marea, crecen o menguan, como si respirasen. La gente llega hasta ellas en lanchas. Desde lejos se ven sombras que parecen haber perdido su respectivo cuerpo, verticales, paseantes abstractos, y unas pocas sombrillas de colores que parecen el reflejo invertido de las barcas varadas en el lodo. Cientos de conchas visten de lentejuelas la arena. Pequeños montículos de vegetación y dunas embrionarias puntúan el texto de la playa. Yo me digo que a lo mejor hacen falta acantilados para soñar con viajes y descubrimientos. Porque aquí lo que pega es tumbarse y olvidarse hasta de uno mismo.

Cacela Velha (Una foto un poco frita que, a esta hora, no me voy a poner a editar)


Mi memoria quiere obviar ahora la blancura de esta ciudad pequeñita, con sus salinas, y una iglesia que desde lejos parece satinada como un merengue. De repente me apetece editar mi imagen de Tavira con un filtro sepia, para encontrarme con el niño que fue mi padre. Porque algo me dice que la Estepona de hace cincuenta años pudo parecerse a aquella, salvando las diferencias de relieve y de forma. Hay allí un pacto, dirigido a convencerme de ello, entre las casas bajas y blancas, la costa sin paseo marítimo, esta barbería de película, los huertos con naranjos y algarrobos de los alrededores. Ah pero no, estos colores, no, esto es intrínsecamente portugués, estos ribetes, estos fachadas de azulejo, exclamaciones dentro de lo blanco.



Lo que he aprendido a amar de estos lugares son sus arrugas: en ciertas calles, las casas se asolean igual que viejos en un parque. Por alguna misteriosa razón, a nadie se le ha ocurrido mandarlas a un asilo, o hacerles un grotesco lifting, o simplemente sustituirlas por bloques de apartamentos. No ha existido, en estas calles, o en otras de pueblos, como Alcantarilha, esa neurosis de lo moderno. Por eso allí se puede fotografiar, como si una estuviese de safari, una puerta de madera con llamador, un dintel de piedra, este balcón que quiere imitar al encaje. ¿Soy ingenua, pueril? ¿Estoy envenenada por cosas tan empalagosas como el amor por la ruina o el pintoresquismo? No creo. Esta arquitectura tradicional no me parece más bella porque sí, por esencia, sino por el ejercicio de diálogo, sostenido a lo largo del tiempo, con el medio que crea y que la rodea. Es como si la voluta en la ventana, la chimenea de bruja, el panel de azulejo, hubieran sido destilados gota a gota de la luz, del cielo o del aire salado. Hay, entre las formas humanas y las naturales, convivencia y armonía. Es una belleza sinérgica.


domingo, 26 de febrero de 2012

La grima (III)


(Post que habría publicado ayer si, en medio de su manufactura, un señor no me hubiera secuestrado para ponerme en la casa de mi padre, a ver si se me cura el resfripe a fuerza de contemplar mar y naranjas. “Resfripe”: dícese del estado intermedio entre refriado y gripe, que aniquila sólo el 45 % de las capacidades psicofísicas del afectado, lo que le impide calzarse las botas de monte, pero no darle a la cabeza en busca de tontunerías que, con toda probabilidad, no le interesen a nadie)

Supongo que sacar una tercera entrega de la Historia Universal de la Grima resulta un poco excesivo. Sobre todo porque no me considero una persona especialmente melindrosa. No voy por la vida como si todo me oliera a caca. Creo. Si fuera así, tendría arrugas, y las fosas nasales siempre dilatadas, y oyes, que yo me miro en el espejo, y veo una carita cándida como la de Heidi. ¿Será la cara el espejo del alma? ¿Tendré, por el contrario, las entrañas podridas? Me parece que no puedo elegir: tengo que votar por la segunda opción. Porque, de todas las entidades grimosas de la existencia, la gente que abusa de los refranes se lleva medalla. Así que, sin más preámbulos, tiremos de lista otra vez. Venga, amiguitos, vamos a envenenar un poco el aire.

  • Así que los refranes, claro. Un pueblo en cuyo acerbo relucen perlas como “En boca cerrada no entran moscas” o “Quien bien te quiere te hará llorar”, se merece un porvenir de relaciones sexuales con ladillas, y de corrupciones mezquinas del tipo robar folios de la oficina/abrir y semidevorar tabletas de chocolate del Carrefour/reutilizar hasta seis veces los posos de una cafetera.

  • La elección de la reina drag del Carnaval. Es gracioso, porque tanto a mi medio pomelo como a mí el Carnaval nos produce escalofríos. Será que no somos muy verbeneros. Sólo que a él le lo que le da miedo son las máscaras narigudas del veneciano, y yo no puedo ni mirar a esos engendros con cuernos de porespán y plataformas de medio metro, cuyos movimientos obscenos de pelvis TVE se empeña en retransmitir desde Tenerife. Como si con ello pretendiera borrar su pasado de mi-limón-mi-limonero. Esos labios perfilados a diez centímetros del contorno real de la boca. Esa orgía de purpurina. Esa ausencia absoluta de pelo. Es diabólico.

  • Isabel Preysler. ¿Soy la única persona en el mundo que piensa que esta señora ha sido sobrevalorada de manera flagrante? Su elegancia...Bueno, hasta Carmen de Mairena terminaría por ser elegante si se hubiera casado consecutivamente con el cantante latino más famoso de todos los tiempos, con un marqués y con un ministro de Economía. Su misterio... Por amor de dios, ¿sólo por tener cara de china, y pinta de hacer guarrerías chinas para cazar maridos? Su glamour...Si vendió su imagen por un puñado de ferrero-rocheles, que es la cosa más asquerosa que concebirse pueda (es que las avellanas me dan casi tanta grimita como la mencionada señora) Sus pactos con el diablo... Isabel, querida, revisa las clausulas del contrato, porque el Maligno te la está pegando. Si no me crees, fíjate en el el cuello de iguana que te han sacado en los últimos vídeos de los programas del corazón.
  • Las caras a tope de bótox. Cosa más horrible no ha podido inventar la industria química, aparte de las sopas de sobre y el napalm. Que digo yo que mucho más honroso será parecerse a una iguana, que al fruto de los amores contra natura entre Camilo Sesto y la duquesa de Alba. ¿Por qué a todas (y todos) se les termina poniendo cara de pan Bimbo?

  • Las espinas del pescado. ¿Por qué no hay placer sin remordimiento? ¿Amor sin impuestos? ¿Aventura sin pánico? ¿Por qué mi malagueñez no me alcanza para disfrutar del pescado sin pensar, impepinablemente, que voy a morir con una raspa atravesada en la garganta?
  • Planchar. Si yo cometiera un crimen de alturas edípicas, recomendaría a las autoridades del inframundo que me impusieran la pena de planchar la ropa infernal por toda la eternidad. A ver, se da por sentado que el canon estético es una cosa cultural que varía con los vaivenes de la historia. Entonces, ¿cuándo demonios vamos a conseguir que la arruga sea elevada a los altares del arte? ¿ O es que sólo a mí me pasa que, por cada arruga que plancho, salen ciento?
  • Ya que andamos con castigos eternos, la catequesis. Que quede claro que esta es una grima retrospectiva que ha perdido el poder de afectarme. Pero sólo de imaginar la cara de espanto con la que debí de llegar a mi casa, una tarde de hace, caracoles, unos veinticinco años, me dan ganas de meter a mis padres en un geriátrico. Yo era una tierna criaturita fantasiosa e impresionable que alimentaba las incipientes riquezas de su mundo interior a golpe de Julio Verne y Las 1000 y una noches. ¿Qué efecto pensaba mi catequista que iba a causarme su descripción del infierno? “Para siempre...” “No puede ser. ¿Para siempre, siempre?” “Sí,para siempre, fuego, fuego y más fuego, para siempre”. Hacía tanto frío en aquel cuarto trasero de una parroquia mohosa de Málaga, que casi te daban ganas de cometer algún pecado mortal para estar cerca de la lumbre hasta el fin de los tiempos. A mí la catequesis me parece una forma no muy sutil de maltrato infantil. Ahora veo mis fotos de comunión, y no me sorprende que el fotógrafo me pillara con esa cara asustada. Me salió hasta una calentura en el labio.
  • La movida. Si a las pintas deleznables de los años ochenta le sumamos la retórica de la juventud loca, más la pose de malditismo, más el supuesto glamour de las noches de sexo y coca a gogó, más la nostalgia de la inocencia arrasada por el sida y los Consejos de Administración, más los cardados de Pedro Almodóvar, ¿qué nos queda?: arrrgghhh, la grima total.
  • Que me toquen el ombligo. Me entra una mala leche insondable. Un verdadero horror existencial. Nick, si me rozas esa zona cero en nuestra noche loca, te degüello y borro todos tus discos de mi ordenador.
  • Los cruceros. Se merecen dormir, todos, en el fondo del mar. Sin más.
  • Las clientas del supermercado del Corte Inglés. Con sus chaquetas de paño verde botella, con el camafeo de la abuela Dorita en la solapa, y los pendientes de perlas auténticas, con sus largos dedos de bruja acabados en afiladas uñas color coral, señalando a unos salmonetes grandes como tiburones, que cuestan lo mismo que un carro de la compra cargado hasta los topes en el Mercadona. Con sus mechas casi blancas. Con ese aire que da lavarse la cara con agua bendita.
  • El labio incorrupto de Aznar. Los mítines. El sabor a Fairy del cilantro. La sección de deportes del Telediario, y sus símiles floridos. La Feria de Abril. Los regalitos chorra de boda. Pasar el trapo del polvo. Angelina Jolie. Las manitas de cerdo con pelos. Internet, que es hipnótico e infinito. La gente quejica a la que todo le da grima.




viernes, 24 de febrero de 2012

La vida parda


Hace una hora que me he levantado del sofá y he apagado la tele. Medio en trance, he hecho las camas, que todavía conservaban la arquitectura del madrugón, he desincrustado las manchas de una semana de cocina tradicio-chic (confort food, parece que lo llaman ahora), y me he metido un puñado de fresas entre pecho y espalda. Y, haciendo eso, apenas si veía. Porque seguía en Costa Rica. Yo, que no puedo con los documentales de La 2, he sacrificado la siesta vital del viernes por culpa de uno de ellos. Y, en apenas media hora, me he enamorado a) de un ex-cocainómano barrigón que ha encontrado en el surf una manera de trascender el peso tóxico de su propia vida; b) de un vaquero de la jungla que, de lunes a sábado, no escucha más voz humana que la suya propia, tarareando tangos, y cuyo únicos achaques son los derivados de la resaca; c) de una bióloga y antigua bailarina, cuyos retazos de vida se corresponden fielmente con retazos de alguno de mis sueños, porque sabe andar sola por la selva, y hacer un fuego en la playa, para pasarse la noche viendo cómo desovan las tortugas, porque domina la resistencia de sus propias articulaciones mediante posturas diabólicas de yoga, y porque es capaz de volar en una avioneta de mentirijillas sin que se le altere el semblante de iluminada; y d) del paraíso que comparten todos ellos, y que, pardiez, sólo puedo concebir como un producto de Photoshop. Me he enamorado demasiado rápido de demasiado: soy así de fácil.

Y, sin embargo, conforme voy escribiendo, pienso que, efectivamente, esos son amores obvios, elementales. Que lo fácil es engancharse al carrusel de lo vivo en un paraje virgen como los que yo he visto esta tarde, o en los bosques a los que añoro volver en cada fin de semana que empieza, allí donde la clorofila emborracha y un millón de ojos silvestres parecen acecharte detrás de cada mata.

Lo fácil es llenar los pulmones en lo alto de una montaña, con un aire tan puro que quema, y dejarse llevar por la intuición de que quizás Ícaro no fuera, después de todo, un puto chalado.

Lo fácil es componer cantos de amor y comunión en domingo, cuando logro escaparme de la servidumbre de los horarios, y manejo mi propio tiempo todo lo libremente que puede llegar a hacerlo un ser humano.

Lo fácil es levantarse de la cama de un salto, cuando no tienes que forzar mucho para que pasión y trabajo rimen.

Lo fácil es prendarse de calles de adoquines gastados por el paso de zapatos, a lo largo de muchos, muchos años.

Nada de eso exige mucho de ti, y amarlo, soñar con ello, es casi reglamentario. Pero la vida tiene muchos más registros. Es mucho más imaginativa que nuestra esperanza. Tiene más tonos, estridentes o bajos, más texturas, y mucho, mucho más material de relleno. Esta semana ha pasado sin que me diera cuenta. Una vez más, se me van amontonando los fines de semana, como si entre medias de ellos no hubiera nada, porque mi memoria comodona se conforma con almacenar sólo lo fácil.

Y, sin embargo, a lo largo de estos días, cómo he bregado. Lo valiente que he sido al empeñarme en amar lo que hago. He dejado la nostalgia a un lado y, al final, si no me he encandilado con lo difícil, al menos he sabido tolerarlo. El paisaje de los barrancos que rodean esta ciudad sigue siendo áspero, pero esta semana me he empeñado en verlo con la mirada limpia de adjetivos y querencias y, vaya, de repente, he sido capaz de verle un perfil un poco épico, entre tanto esparto, tanto polvo y tanto cortado. En al menos un par de ocasiones me ha parecido estar andando por el fotograma de un western. 

Por estos parajes he sido vista zascandileando
 

Y, sí, el aire de Granada ha vuelto a espesarse. Y los coches, y el Camino de Ronda, trabado por las vallas de la obra abandonada del metro, y los edificios groseros que, vistos desde lejos, parecen recién trasplantados desde cualquier república ex-soviética. Y mi pobre, delicado cuello, adonde van a cebarse todas las tensiones del trabajo, (aunque haya a quien le parezca broma que una funcionaria del ramo del medio ambiente pueda tener derecho a su poquita ración de estrés laboral). Y la garganta como si me hubiera tragado media botella de salfumán. Y la escasez de horas y de energía mental para escribir con un poco más de constancia.

Me he pasado toda la semana entrenando con todo ello y poniéndome fuerte. Porque los días en los que la vida se vuelve parda sólo toca perseverar, perseverar, perseverar. Hoy me siento orgullosa de mí misma por haberlo conseguido. Así que, ahora, como si me regalara chocolate después de volver del gimnasio, voy a darme el lujo de tumbarme en la cama un rato, y soñar con un paraíso asquerosamente verde.

(Que, por cierto, a ver cuando vuelvo a perseverar en el gimnasio)

Y hoy, por ser viernes, os voy a propinar otro temita de Oh-Él. Porque no se puede ser más sexy, a pesar de ese peinado y ese traje, que podría haberse puesto mi abuelo en la boda de mi madre. Por esa manera de coger el micrófono, señor. Porque, creedme o buscadla en internel, la letra mola mil.

 

domingo, 19 de febrero de 2012

Mi playa privada


Quiero hacerlo aquí, ahora mismo, en esta cama todavía sin hacer. Quiero escribir sobre el sol, con el sol presente. Hacer lo que esté en mi mano para abolir el retardo que tan bien conoce el que escribe: se vive un poco (o mucho, según el grado de implicación de cada uno) para después escribir lo vivido y, sin embargo, cuando escribes, es como si no estuvieras vivo del todo, o como si vivieras de otra manera. Como si escribieras sobre un personaje y no sobre ti mismo, y tú, el que escribe, fueras un espía de tu propia vida. Hoy no. No voy a esperar a la tarde para dar cuenta de mi día. Nada de luz eléctrica, nada de balances ni de presupuestos. Quiero hablaros de mi playa privada en vivo y en directo.

Son las once y cuarto de la mañana, y no me he puesto todavía las gafas. A veces, cuando no tengo que madrugar, me gusta retrasar el momento de ponérmelas, hasta que me lío con el ordenador, o me pongo a barrer (no le puedo dar la más mínima opción a esas zorras pelusas) o a trastear en la cocina. Leer puedo hacerlo, hasta cierto punto, sin gafas. Basta con cubrirme la cara con el libro. A veces pienso que, en realidad, en esos momentos leo con la nariz. Huelo las palabras. Pero es que me gusta dejar de sentir ese peso perenne sobre la nariz, y cómo de repente se difuminan los contornos, y la realidad se convierte en manchas de colores, como si fuese un cuadro de Kandinsky. Ahora, por ejemplo, con las piernas a lo indio y el ordenador en el regazo, apenas si consigo ver las letras del teclado. Ah, pero he conseguido aprenderme sus posiciones, aunque a mí mis padres nunca me apuntaran a mecanografía, en la lejana época en que eso se llevaba. Las frases de la pantalla... Como si no fueran mías. Quién sabe lo que puedo estar escribiendo, y las palabras que mis dedos deben de estar inventándose. No importa. No voy a mirar todavía, no voy a corregir. Sólo quiero este ruido continuo, el repiqueteo de las teclas, que a veces me suena a lluvia, y seguir teniendo el sol de cara.

Porque aquí, en mi playa privada, donde no hace falta cambiar pijama por bañador, el sol calienta, pero no quema. Este sol de febrero, aunque esté separado de mis mejillas por una ventana, es un don. Consigue que los músculos, acostumbrados ya a las contracciones del frío, se relajen. El cuerpo deja de amontonarse sobre sí mismo, y encuentra espacio. Hay hueco dentro de él para respirar mejor. La piel se siente respetada, como si el aire fuera por fin solidario. Y luego está la fe: el sol hace que te creas que estás donde tú quieras. Si yo ahora dejara de escribir y cerrara los ojos, si apartara el ordenador a un lado y me repantigase en este amasijo de almohadas y sábanas de flores (yo conozco playas así, con la arena sembrada de flores), me olvidaría rápido de que esto es una cama, y este, mi pisito de Granada, y aquello que brilla ahí enfrente, Sierra RequeteNevada.

Igual podría estar tumbada en una piedra blanquísima, junto al mar irreal (por transparente, por puro y por turquesa) de Croacia. O en Bolonia sin levante, salivando ya, a estas horas, por el plato de choco en salsa que dentro de un rato me voy a regalar. O debajo de una encina con la copa como un planetario, a unos treinta kilómetros de Évora. O, como entonces, cuando la casa de mi padre todavía no era más que un chambao de aperos, e íbamos a pasar el domingo a la parcela. Yo me tumbaba, me tumbo sobre los tréboles con el Pequeño País medio desbaratado, estiro los brazos, y los colores de las viñetas se vuelven diáfanos, como una oreja atravesada por el sol. Y ahora me doy la vuelta, y me pongo a examinar el mundo misterioso de las hierbas, chupando un tallo de vinagreta. El sol, la caricia del sol, es el hilo que une todos estos momentos. Estando yo bajo el sol, todo lo demás, el tiempo, el espacio, es intercambiable. Cierras las ojos. Puedes creerlo. Estás aquí, cualquiera que sea su nombre. El sol hace religiones.

Y aquí, como siempre en la playa, tengo a mi libro esperando. El pobre, que pensará de este cacharro, el ordenador, que tantas horas de mi tiempo le está robando. Si me hubierais visto hace un momento, antes de que se me ocurriese compartir con vosotros esta esquinita soleada del mundo. Cómo me reía con las peripecias de “Mi tío Oswald”, de Roald Dahl. Si la querida Marina de massobreloslunes (no la enlazo porque está ahí al lado, en puestos de honor) se paseara por aquí, se encontraría de nuevo con mi agradecimiento. Porque ha sido gracias a su blog que me he reencontrado con uno de los héroes de mi infancia. Cuántas veces, de pequeña, no leería yo El gran gigante bonachón, tantas que apenas puedo ver un helicóptero sin nombrarlo, para mí sola, como el bueno del gigante me enseñó a hacerlo, belimpómpero. Más de una vez me he sorprendido, entre risas, deseando sacarle los zapatos a alguna horrorosa, no sé, a la celadora de mi centro de salud, a la secretaria de mi superjefe, o a Angela Merkel, para comprobar que, efectivamente, todas ellas tienen los pies cuadrados, sin dedos, que, como Roald Dahl le reveló al mundo, es como tienen los pies Las brujas.

El gran Quentin Blake, y sus adorables criaturas hociquilargas.
Y no me había vuelto a acordar de él, al menos conscientemente, hasta que vi el dibujito del perfil y del blog de Marina, que tiene el sello inconfundible del ilustrador de aquellos libros, y leí las recomendaciones entusiastas que la misma Marina anota en el blog sobre la obra de Roald. Ahora, de nuevo, me he topado con esa maravillosa sensación (no, no es una sensación, sino una forma aguda de sabiduría) de la lectura como jolgorio, esa manera de leer de los diez años que casi te ponía a dar saltos sobre la cama. Hace un rato he dejado el libro a un lado. Me quedan muy pocas páginas, y pienso aplazar su lectura para esta noche, cuando ya esté acostada. Quiero dormirme con la misma alegría, con esta levedad que, combinada con el sol, me ha impulsado a escribiros una postal (otras) desde mi playa.

Dos horas después: he cocinado algo parecido a un dhal, un curry de lentejas rojas, que estaba para chupar el plato. Francamente. Dahl/Dhal, especias picantes comunes, rimas curiosas de la vida.

Exquisito, a pesar del cilantro.

Cinco horas después: sigo riéndome por dentro. Es genial ir por la calle portando este secreto de alegría. Se siente una importante y responsable. Dentro de media hora empieza, en el teatro Isabel La Católica, Bienvenido, Mr. Marshall. Voy a tener suficiente energía fotovoltaica en mi cuerpo como para no tener que comer en toda una semana.

Ocho horas después: mi madre me dice al teléfono que nuestra vecina del campo ha muerto. Hay ciertos seres luminosos de los que el cáncer, hijo puta, se enamora. Y ella era tan cariñosa, tan dulce, abrazaba con tanta honestidad y tenía siempre tan poco empacho en decirte cosas bonitas a la cara, que me niego a pensarla en pasado.

Nueve horas después: nerviosa por los últimos tres minutos de la Copa del Rey de baloncesto. Quiero que gane el Madrid para que Jose haga el avioncito por toda la casa. Es tronchante. Es la única persona que conozco que suda de emoción. A veces sale del cine con la espalda empapada.

Casi once horas después: al que empiece a estar empalagado de tanta felicidad dominical le comunico que a) las lleva claras, porque he decidido crear una etiqueta que se llame precisamente así; y b) que no desespere: en breve aparecerá en los mercados la tercera parte (tras las Grandes aberraciones estéticas de la humanidad y las Frases del horror) de la Trilogía de la Grima.