jueves, 30 de enero de 2014

Como hojas en el torbellino

 
Más sobre la probabilidad cotidiana del desastre. 

Reconozcamos que cuelga sobre nuestras cabezas con más gracia que nuestro pelo ingobernable. Hace equilibrios como un libro sobre la coronilla de la aprendiz de modelo. ¿Pesimista me hallo? En absoluto. No hago más que deducir perogrulladas del discurrir de los días más normales. Eso a mí me ayuda a rectificar la costumbre de estar viva. Cada vez que juego al ajedrez con mi precariedad, y la reina negra muerde el polvo del tablero, a mí me dan ganas de cantar aleluyas. La fragilidad es un arma que las religiones han sabido explotar. Hoy me paseo por las segundas rebajas de las obviedades.

Esto viene a cuento del coche oficial. No debería publicarlo, porque luego mi mamá padece al leerme, pero de repente, en plena circunvalación demencial de Granada, donde las salidas se funden graciosamente con las entradas, el coche se para. Pum. Muerto. Apenas con el aviso de un par de tirones discretos que, si hubieran sido síntomas de un infarto, no habrían alarmado ni al más hipocondríaco. Con una viveza poco acorde con la hora de siesta a que empezamos la jornada de tarde, mi compañero logra conducir el marmolillo metálico hasta el arcén. Que es estrecho como bigote preadolescente. El ictus de nuestra máquina nos ha colocado justo en una de esas salidas por las que la ciudad se desangra a las tres de la tarde. Y sólo ha pasado media hora de esta. Somos un trombo en una pierna, un tronco caído en el desagüe de una tormenta.

Y así es como se percibe cuando estás parado junto a la corriente: remolinos de coches pasando a tu vera a una velocidad pornográfica, coches frenando a menos metros de tu espalda de lo que una mente yonqui de lo seguro se atrevería a calibrar. Nuestro congénito mundo sobre ruedas se convierte en una cosa marciana. Como podemos nos refugiamos entre el parapeto del coche y el murete de cemento que ciñe la carretera. Queremos creer que el chaleco amarillo es una prenda mágica que nos asegura la invulnerabilidad. Hacemos chistes en espera de que aparezca la grúa. Estar vivo es una rutina muy gorda. Eludir con alegría la verosimilitud de la muerte, nuestra cabezonería más terca. Hemos disipado la ansiedad hacia asuntos tan secundarios que apenas si reconocemos el peligro real.

Y, sin embargo, tú y yo sabemos que cualquiera de esos coches podría llevarnos puestos al mínimo paso en falso que diéramos. Hay gente hambrienta en el vientre de cada uno de ellos. Gente que esta mañana, o esta noche, le dio zarpazos al despertador allá por las cinco. Gente que es al desvío hacia su ciudad dormitorio lo que Rodrigo de Triana a la costa de América. Piezas de un engranaje mecánico fabricadas con carne y bostezos. Y cualquiera de ellos podría convertirse, por arte del despiste, en la persona más decisiva de nuestra vida. Más que los amores y los parientes, los maestros y los gurús. La experiencia de cada uno le debe más derechos de autor a creadores anónimos de los que estamos dispuestos a pagar.

Y comprender esto de nuevo, darte de bruces con el obtuso poder que tienen los otros sin nombre, y que tú tienes respecto a ellos, asusta, claro, e inquieta terriblemente hasta que te olvidas a los pocos segundos. Pero también es una especie de acto intrincado de amor. Un reconocimiento del papel crucial de la segunda y la tercera persona sobre nuestro devenir tan autocomplaciente. Y un deslumbramiento que se renueva mil veces: la vida es un hecho pura y milagrosamente circunstancial.

martes, 28 de enero de 2014

Amenazas que a veces se cumplen

 
La acaban de obligar a que abandone su casa. Fuera no hemos escuchado gritos ni forcejeos, tan sólo dos rotundos out pronunciados con una autoridad tan excesiva que apenas resulta creible. Y ahora está ahí, hecha un guiñapo, junto a la fachada de la que no quiere separarse, con todo el aspecto de una criatura regurgitada por el mar. Las piernas fetales, la cabeza sobre el brazo estirado, el perfil oculto tras una masa de pelo mojado que recuerda mucho a las algas. Sólo un vecino se acerca a ella y se suma a la custodia del guardia civil. Es como si los demás estuviéramos hechizados por el desgarro.

Pero poco a poco va reaccionando. Con un lamento muy flaco se queja de que se ha caído por las escaleras y le duele la espalda. Le dicen que una ambulancia viene en camino. Eso no parece importarle. Sólo pregunta por los bomberos. Y ya están llegando, ya están llegando, ya llegan, ya se meten dos o tres dentro de su casa grande y bonita. Y es lo mismo de siempre, lo que yo ya he vivido un par de veces: esa sensación de alivio fatalista, de que por fin alguien va a hacerse cargo de algo que se ha hecho demasiado grande como para que tú puedas manejarlo. Esa dificultad para creer que debajo de los cascos brillantes y los uniformes espesos pueda haber frágiles seres humanos.

Ella ya se ha puesto de pie. Hay algo obsceno en la contemplación de unos pies desnudos sobre el piso por el que ruedan los coches, en una noche de enero. Seguimos mirando como liebres deslumbradas por los faros de un coche. Está tan empapada, y debe de haber tragado tanto humo mientras confió en que solos los dos podrían liberar a su casa del fuego. Pero el sentido biológico del estrés se vuelve ostentoso a su costa. El bienestar le importa ahora una mierda. Su casa está ardiendo, y lo que a partir de ahora suceda está fuera ya de su alcance. Dentro suena una motosierra. Hay extraños que están amputando su hogar.

Y ahora por fin se abrazan los dos, como si la tensión dramática de la escena requiriese una nueva vuelta de tuerca. Él igual de descalzo que ella, igual de mojado. Se van acercando cada vez más vecinos. Hay un aire de shock en este pueblo tan sumamente tranquilo que yo, para dormir, necesito los mismos tapones para los oídos que uso en la ciudad, de tan imponente como es el silencio. Pero la gente se va moviendo también. Personajes secundarios que improvisan bien su papel. Sacan mantas para abrigarlos, calcetines para que la desnudez de sus pies no sea tan flagrante. Una y otra vez les ofrecen ropa para cambiarse. Una y otra vez son rechazados. Su cabezonería cabrea a los buenos vecinos. Dan ganas de mandarlos al carajo. Ya se sabe cómo son estos extranjeros: llevan dos años aquí y nadie sabe siquiera su nombre. Y total, va siendo ya hora de la cena. Los bomberos están adentro; apenas si se ve humo saliendo por las ventanas abiertas.

Ellos dos se quedarán ahí quién sabe por cuánto tiempo. Sentados en el suelo, ella abrazándolo a él, arropados con mantas como dos mexicanos. Contemplan su casa desconsolados. Sólo ellos saben cuánto han porfiado hasta que la cosa se fue de las manos. Cuánta carne de sus cuerpos gastaron en el empeño de armar la isla perfecta en este rincón del planeta. Cuánto de sus vidas quedará esta noche reducido a cenizas.

Y los demás volveremos a nuestros refugios. Con nuestros padres, nuestros hermanos, nuestros hijos y nuestras parejas. Miraremos la mesa puesta igual que todas las noches, conmocionados aún, y también un poco culpables, por saber que seguimos intactos.


viernes, 24 de enero de 2014

Supuesto práctico de etología emocional

 
Al individuo A le gusta el individuo B. Realmente no es un acontecimiento digno de estudio, porque el individuo A tiene una capacidad desconcertante para prendarse de todo tipo de ser animado o inanimado. Pero es que el individuo B tiene una sonrisa de alto voltaje; una de esas sonrisas que te hacen sentir como si fueras la persona que justo se estaba esperando. A procura no usar la palabra “adorable” para pensar en B, porque considera que no tiene edad ya para hablar como un personaje de Mujercitas. Prefiere considerar que B es de una simpatía que casi raya el nivel de amenaza. Debería ser vigilado por el CNI, el FBI y la CIA. Y además resulta que B está bueno. O buena. Este es un caso hipotético. Cada uno que le asigne a tal o cual individuo el sexo, la edad y la profesión que prefiera.

B tiene una pasión completamente ajena al ámbito en el que nuestros dos individuos coinciden en tiempo y espacio. Pongamos que es un loco del aeromodelismo, del descenso de cañones o de la viola de gamba, camuflado detrás de un quiosco de prensa, de un puesto de administrativo en la oficina del Inem, o de una bata de farmacéutico/a. La gente tiene esa irritante manía de ocultar vocaciones intensas bajo una máscara de neutralidad. Pero resulta que A conoce la afición sigilosa de B. Y a A le seduce especialmente el hecho de que allí donde se encuentran, sólo con él/ella pueda charlar B un ratito sobre el asunto, logrando así que unos pocos minutos de martes plomizo se transformen en toda una luminosa mañana de sábado. A se asoma con vehemencia a esa ventanita de intimidad. En el tiempo que duran cinco o seis frases, nuestros dos individuos forman una cofradía a la que nadie más tiene acceso.

Se da la circunstancia además de que A tiene cierta capacidad facilitadora con respecto a lo que a B le apasiona. Contactos, conocimientos, influencia. Puede que a B le chifle correr y que A sea fisioterapeuta; que escriba poemas desde los ocho años y que el cuñado de A trabaje en una editorial; que la pesca submarina le quite el sentido y A tenga un barco. A se recrea en ese pequeño poder que, al mismo tiempo, pone en entredicho su ego. Porque ¿y si resulta que el encanto de B responde nada más que al interés? ¿Y si su sonrisa hipercalórica es como un faro que ilumina sólo el perfil de aquella dichosa afición? ¿Y si hay unas manecitas ocultas que se retuercen bajo la alegría que le produce ver a A llegar a comprarle el periódico, sellar el paro, o llevarse lo que su tratamiento para la alergia requiere?

Visto este caso hipotético, ¿qué podemos pronosticar sobre la naturaleza de la relación y el comportamiento de nuestros dos individuos? Elija la respuesta que considere correcta:

a) La cuestión se reduce a que el individuo B es patológicamente simpático/a, no sólo con A, sino con todo bicho viviente.

b) Al individuo A le va tanto el drama que se pondrá a sí mismo/a en la tesitura de elegir entre el orgullo o la atracción.

c) Al individuo B le mola A también, por lo que sea, pero, sobre todo, porque compartir con alguien aunque sea sólo un ratito de la propia pasión contagia a ese alguien del brillo que uno le otorga a lo que le apasiona. Parte de la química entre las personas puede achacarse a la monomanía individual.

d) El individuo A llega a comprender que todo intercambio humano pasa por el filtro del interés, y que él/ella no se está comportando precisamente como Vicente Ferrer/ La Madre Teresa. Se ha prendado de B porque le presta atención, porque es un/a yonqui de la gente simpática o porque, en una coyuntura un poco menos hipotética, no le importaría zumbárselo/a.

e) El individuo A decide adoptar la pasión de B y convertirse en su hada madrina, porque lo que haya detrás de una sonrisa perfecta no importa tanto como la propia sonrisa. Tal vez un día el karma le premie y alguien se encargue de allanar su pasión.

miércoles, 22 de enero de 2014

Peor virus que el de la gripe


¿Y qué hacemos con la imaginación?

Yo desperdicio horas de sueño efectivo zurciendo escenas que no he podido o sabido resolver en la parte de mi vida que tiene testigos. No sé dormir de un tirón monolítico por culpa de esa manía de corregir y adornar y estirar mi experiencia con las calzas de la imaginación. No estoy despierta, no estoy profundamente dormida. Completo diálogos perfectamente intrascendentes y hago cosas que, si lo pienso un poco, apenas tienen que ver con mi personalidad oficial.

Y la cosa no mejora de día. Venga a rellenar con la espuma de la invención los muebles un poco raquíticos que ofrece la realidad. A veces me gustaría haber conservado un ramalazo de la superstición que me dominaba cuando veía el telediario de pequeña, y me creía que el presentador podía ver perfectamente cómo me hurgaba la nariz o hacía una mueca de asco sobre el plato de crema de lechuga. Entonces pienso que ojalá la luz del sol dejara en cueros lo que imagino, y que eso me causara tal pudor que no me quedara más remedio que centrar mi atención exclusivamente en el material cribado por mis sentidos.

¿A ti no te sucede lo mismo? ¿No dedicas una porción monstruosa de energía mental a inventar parrafadas justicieras contra ese compañero de trabajo que te revuelve las tripas? ¿No has aplacado tu ira contra él partiéndole mil veces la boca, rayándole al menos el coche, en tu fantasía? ¿No te has dado el lote con la cajera del piercing del Mercadona, con tu dentista, con el tío que esquila el rollo de shawarma a dos calles de tu casa? ¿No te has declarado mil veces a gente con la que apenas has intercambiado un cauto buenos días?

Uno se pasa la vida construyendo avatares y replicantes, y poniéndolos en circulación en mercados ficticios. Creando dobles que lo sustituyen en los rodajes de escenas de riesgo. Así se elude una parte de los impuestos que impone la realidad. Se pasa de estraperlo sucesos que no han ocurrido. Y no es un trato tan malo. Muchas familias podían sortear la miseria en tiempos de la posguerra gracias al menudeo en el mercado negro. También uno crece y se alarga y se multiplica gracias a la imaginación. Se burla un poco de esa obtusa cartilla de racionamiento que es tener una identidad más o menos clara y un tiempo limitado de vida.

Pero no basta, ¿verdad? Una coca cola fresquita no te quita la sed de la misma manera que el agua. Y puedes conmoverte y reírte vía whatsapp, pero ningún icono molón logrará contener nunca las toneladas de química afectiva que se generan en una conversación cara a cara. Con lo que uno imagina ocurre lo mismo: apacigua pero no resuelve el hambre de vida. Consuela el deseo sin curarlo. A veces, qué digo, siempre, lo aviva. A veces uno le coge tirria a la desenvoltura y agilidad de sus replicantes. Se empacha con los happy endings de sus propias novelas. Se pregunta qué narices sería de los personajes radiantes que inventa si la imaginación dejara de proveerlos de perfectos encuentros casuales y palabras dichas a tiempo. Si, como tú y como yo, tuvieran que bailar al son del azar.

A veces uno se topa en el ascensor con el compañero del que abomina, y tiene que tragarse el remordimiento ficticio de haberle dejado hecha un cristo la carrocería. A veces uno se sonroja realmente por las indecencias imaginarias que la noche anterior le infligió a su dentista.

lunes, 20 de enero de 2014

Eh, tú, frío


(Lo leeis un lunes, pero se escribió el día anterior. Maravillas de la publicación programada)

Mañana glacial de domingo. Por más que barro no deja de aparecer una pelusa tras otra. Me conmueve su perseverancia. Sé que si volviera a vivir sola, terminaría hablándoles e interesándome por la salud de toda la familia escondida bajo el sofá. Soy de ese tipo de personas capaces de coger cariño a velocidad demencial. Y hoy el cielo muestra ahí afuera una hostilidad tan enorme, que la presencia de la pelusa, silenciosa y ligera aunque invasiva, tampoco es tan mal recibida. Cuando el tiempo se pone feo, el hogar se ramifica. Sorprendo una nueva pelusa ovillándose como un gato debajo de la butaca, otras cuantas tapizando la inclemencia de las esquinas, y pienso más que nunca en cómo los pájaros construyen su nido, usando su propio plumón, trayendo de aquí y allá ramitas y musgos. Nuestra casa está mullida con el material de nuestro propio desgaste.

Cuando me doy cuenta de que la limpieza es una guerra perdida, me largo al gimnasio. Sensación térmica que recuerda a la tundra. La lluvia pegando bocaditos de piraña en las pantorrillas. No hay cola hoy delante del kiosko de churros; no hay padres modernos flirteando junto al columpio donde juegan sus niños; no hay ningún señor con sombrero dejando que un par de barras recién sacadas del horno y un periódico casi igual de aromático y crujiente expresen toda su satisfacción respecto al curso de su vida. Los pocos coches se suceden como estrellas fugaces. El sonido de sus ruedas chirriando sobre el asfalto mojado persiste más que su marcha. ¿Qué hace la gente ávida de calle en un día como hoy? Toda la gente que no encuentra placer en un libro, en un ordenador o en la pura contemplación. La ciudad se ha convertido en un gigantesco complejo de madrigueras. Criaturas apelotonadas unas contra las otras. El pulso que se ralentiza. Pelusas por todas partes. El frío no despeja en absoluto la mente. Otro gran mito caído. El frío te hace fantasear con la posibilidad de hibernar.

Y ahí estoy yo, buscando la calle igual que en abril o en una noche de agosto. No hay ninguna ansiedad. Mi propio tejado no se me cae sobre la cabeza. No estoy huyendo de nada. El aburrimiento y yo hace tiempo que rompimos nuestra relación. Y vaya si encuentro placer en los libros o en el ordenador. Podría escribir el comienzo o la mitad de un puñado de historias; pasarme la mañana drogada con el olor opiáceo del pan en plena cocción; embobarme con las gotas de lluvia deslizándose sobre los cristales. Pero sigo de pie en la intemperie, dirigiéndome exactamente al lugar adonde iría si hoy no hiciera un día de perros.

Este otoño pensé que mientras en mi interior mantuviera intacto un trocito de la calidez y la expansión del verano, el frío no se me haría tan odioso. Bastaba con conservar imágenes soleadas y confiar en que la piel que hoy está triste lucirá en unos meses su aspecto de enamorada. Hoy ese repliegue me parece un poco cobarde. Prefiero la actitud que ayer mismo mi tía me aconsejó: frente al frío, pecho en alto. Salir de la madriguera cuando una lluvia antipática arrecia no es más que mi manera de llevar a la práctica esta nueva estrategia de supervivencia. 

 
Maldito frío, a la vez hórrido y bonito

Pero la cosa no es tan dramática: en casa me esperan toneladas de amistosas pelusas, y un par de habitaciones caldeadas por el aliento de un buen ser humano.

sábado, 18 de enero de 2014

Chapotear


Eran sin duda mis pies, y ni siquiera en sueños me podía creer tan osada como para andar descalza por aceras y asfalto. Iba pisando grasa, hojas más viscosas ya que crujientes, un folleto del Telepizza. Leía la rutina urbana con la piel. Un poco intimidada, he de decirlo. Ninguno de los dos hogares que en mi vida me han incluido ha sido amigo de la huella desnuda. Mi madre protestaba porque dejaba marcas en el suelo. Jose, por su fe en la ubicuidad de la infección. Yo, soñando, llevaba impresa en mi mente la huella infecciosa e indeleble de sus sermones. Sabía que estaba haciendo algo inconveniente, y precisamente por eso, me derretía de placer. Había charcos que reflejaban la luz de letreros luminosos y semáforos, y mis pies se teñían de verde, de rojo, cada vez que chapoteaba gloriosamente en cada uno de ellos.

Detesto la narración de los sueños, pero había tal redención en esa viñeta, que no puedo dejar de recordarla para ver si mi vida consciente es capaz de contagiarse. Oh, sería tan bueno andar siempre de esa manera, sin miedo a que la realidad te ensucie, desprevenida de ir dejando huellas. Sorda por un momento ante lo apropiado.

Tan bueno, chupar la salsa de los platos en un restaurante, con rendido agradecimiento de fetichista.

Reconciliarme con mi naturaleza zoológica, y no volver a depilarme.

Comer chocolate hasta que el hígado dijera basta.

Dejar de separar la basura. Ya bastante odioso es tener que esconder en la cocina un solo cubo inasequible a la higiene perfecta.

Levantarme un día curada de la necesidad infantil de ser atendida.

Canturrear de viva voz. En los probadores de las tiendas, en la oficina, en los pasos de peatones, esperando mi turno en la frutería, en los vestuarios del gimnasio.

No responder a las provocaciones de charla de las peluqueras. En general, no verme obligada a mantener una sola conversación de conveniencia. Compartir una ceremonia del silencio de ecos japoneses con alguien no demasiado íntimo.

Pero, también, ser flagrantemente amistosa en los encuentros casuales. No atragantarme nunca con mis mejores palabras. No desplazar a la imaginación los diálogos que debiera haber mantenido. Ser un agente activo en la promoción de la cercanía. Extirpar una parte del tejido maligno de la cautela. Qué rematadamente bueno sería no tener pudor para decirle a ciertas personas cuánto me gustan.

Qué bueno, permitir que la libertad personal se alimentara de vez en cuando con chucherías como estas.

jueves, 16 de enero de 2014

Colateral

 
A Carmen le preocupaba moderadamente el tema de la dignidad. Cada vez que volvía a quedarse sola, la palabra merodeaba en torno a lo que estuviera haciendo, y terminaba por incrustarse en su mente. Como un parásito que se hubiera aprovechado de un lavado no demasiado pulcro de la lechuga para la cena. La palabra dignidad tenía cara y tenía voz. Tres caras, concretamente. Furiosas, estupefactas, de un tono bronceado que ni el prohibitivo maquillaje lograba hacer pasar por natural. Podía imaginarse cómo reaccionarían sus amigas si se enteraran de todo. Pero Carmen, ¿es que no tienes dignidad? Ella se obligaba a pensar que el hecho de que considerara el asunto en esos términos indicaba que sí la tenía. Pero muy en el fondo, en un lugar adonde no llegaban las palabras ni los códigos de conducta ni los juicios ajenos, sabía que la dignidad era una cosa muy secundaria.

Considerada friamente, la situación no la denigraba tanto como hubiera pensado cualquiera, empezando por ella misma. Y lo mejor es que ni siquiera tenía que echar mano de una forzada reserva de imparcialidad. Le bastaba con escuchar a su corazón, que era lo que cacareaban los libros y las revistas que alimentaban la opinión de sus tres mejores amigas. Y su corazón le decía que hacía tiempo que en casa no se respiraba una placidez semejante. Fernando había vuelto a mirarla como si se estuvieran conociendo de nuevo; a escuchar el resumen de lo que había hecho a lo largo del día con un interés que ella notaba sincero. Poco importaba que la culpa estuviera detrás de su cambio. Ni siquiera Carmen se había dado cuenta de hasta qué punto había echado de menos que su marido le prestase atención.

Y en realidad, tampoco le parecía que se lo debieran todo a la culpa. Fernando se veía alegre de veras. Rejuvenecido. Eso era. Volvía a ser el chico resuelto y un poco cursi con el que había empezado a salir hacía más años de los que se atrevía a contar. Tampoco es que hubiera empezado a hacerle regalos sospechosamente caros, como en las películas. Esa manera de comprarla sí que le hubiera parecido indigna. Carmen se conformaba con que su mirada mortecina de los sábados por la mañana, cuando las lavadoras en marcha y las colas en el Alcampo y la sopa de almejas en casa de su madre, hubiera dejado de impregnar el salón como el olor a fritanga en los bares. Ahora su marido se interesaba por las cosas de nuevo. Hacía planes sobre pasar una quincena en algún sitio verde y tranquilo del norte. Se peinaba antes de bajar a desayunar. Escamondaba el jardín. Asistía con ella a las reuniones de la AMPA. Había vuelto a mirarla a los ojos cuando hacían el amor.

Y Carmen sabía que no pensaba en nadie que no fuera ella en ese momento. Había en su mirada como una sorpresa de tenerla a su lado. Una especie de brindis a la memoria de todos los años de vida en común. Sin su presencia, la excitación con que Fernando vivía su aventura probablemente no hubiera tenido el mismo sentido. Sin el riesgo, se habría sentido sólo la mitad de fresco. Ahora era ella la que recogía los frutos de esa frescura. Fuera de temporada, además. Que su marido estuviera siéndole infiel no parecía un trato tan malo para ninguna de las partes en juego. ¿Es que no tenía dignidad? Bueno, puede que no. Pero hasta sus amigas habían envidiado lo bien que se llevaban los dos en los últimos tiempos.


lunes, 13 de enero de 2014

Tanta neurona dilapidada

 
De qué me sirvió saber que la auriñaciense, la solutrense, y la magdaleniense fueron culturas del Paleolítico, si nunca llegué a saber si los hombres de entonces tenían celos y se enamoraban hasta las trancas, o sólo se montaban unos encima de otros despreocupadamente.

De qué nos sirvieron todos aquellos análisis morfosintácticos, si ni en la frase más inocua pronunciada por un amigo aprendimos nunca a distinguir un matiz de burla de otro de cariño.

De qué me sirvió saber lo que era el cuerpo lúteo y la progesterona, si uno de cada tres meses mis ovarios ácratas le ponen una bomba al cuerpo de conocimientos de la fisiología reproductiva.

De qué me sirvió dudar un instante entre ética y religión, si ninguna de las dos disciplinas me incitó a indagar y elegir mis propios valores fundamentales.

Para qué las horas malgastadas peleándome con la tinta china, el cartabón y el compás, buscando ese Santo Grial del dibujo técnico inmaculado, si la vida es guarra y el arte que prefiero es un puro manchón de color.

De qué me sirvió aprender a resolver integrales o derivadas, a mí que tanto me cuesta a veces mantener la cohesión entre todas mis partes; que tengo que darme sartenazos en la cabeza para no derivar más.

De qué sirvieron las toneladas de vergüenza y la sensación crónica de ineptitud cada vez que había que saltar al potro o encestar una canasta, si con los años iba a terminar enamorada de mi propio sudor.

De qué sirvieron Machado y Hernández, si Serrat puso a reverberar sus poemas, y yo les cogí odio de tanto como mi padre ponía esa banda sonora en el coche. ¿Y saber que el amor cortés nació hace sólo mil años me libró de aspirar a ser adorada?

De qué me sirvió el Panta rei y todos los presocráticos, si a duras penas me cabe en la cabeza que hace 2500 años hubiera gente tan preocupada como yo por el morir, el amar y el vivir con serenidad.

De qué sirvió saber que hay un movimiento uniformentemente acelerado, si toda la realidad conspira para que vayamos a trancas y barrancas. Y de qué sirvió el asombro de descubrir que la materia está casi completamente vacía. ¿Me hizo ese conocimiento más desapegada, más tolerante a la frustración?

¿Y los estromatolitos, por dios?


Probablemente tanto absorber, tanto copiar, no sirviera de nada, pero desde mi instituto se veían las higueras y también una casita que habría reconocido mi abuelo, y la tierra cambiando de color si llovía. Y aunque yo no fuera consciente de ello, todo lo que veía tenía una relación íntima con aquello que estaba aprendiendo.


sábado, 11 de enero de 2014

Pom pom pom

 
Mientras ensayo una imitación de Kandinsky en el dorso de mi mano, buscando un tono de pintalabios que me alegre el invierno.

Mientras me maravillo de que la combinación de tempestades menstruales, agujetas y un par de grados de fiebre no baste para tenerme postrada.

Mientras me aprieto las zonas acosadas por las agujetas, reconociéndolas como un recordatorio de amor; el moratón en el cuello tras una noche de canibalismo adolescente.

Mientras pego la nariz al cristal del balcón, azuzando sin palabras al cielo para que se decida a llover de una vez. Mientras vigilo con el rabillo del ojo que no me vea Jose. Mientras disfruto de ese tacto frío con un placer de furtivos.

Mientras interrumpo la limpieza del váter para chequear el avance de mi absurdo propósito de terminar el año encadenando al menos diez flexiones bien hechas. Mientras decido que cinco semiflexiones no son un balance muy malo. Mientras calculo cuántos fregonazos me costará eliminar las huellas de mis manos del demoníaco mármol.

Mientras acepto como un ejercicio espiritual el enésimo caritativo comentario sobre la comodidad de mi corte de pelo, por parte de la enésima peluquera de tinte alarmantemente descuidado.

Mientras pincho esta canción de Jarvis Cocker una y otra y otra y otra vez. Mientras me emociono una y otra y otra y otra vez. Mientras compongo un videoclip con las historias fallidas de mi vida.

 

Mientras echo de menos bailar con mi amigo. Mientras caigo en la cuenta de que a lo mejor nunca hemos bailado juntos los dos. Mientras intento decidir si duele más el deseo de que aquellos viejos instantes rutilantes sucedan de nuevo, o la nostalgia de un brillo que la realidad nunca pudo aplacar.

Mientras que no puedo dejar de subrayar párrafos radiantes de mi libro. Mientras me contagio de todo ese amor, y aprendo a mirar con amabilidad al tirador bizco de uno de los cajones de mi cocina; al único clavel que entre andrajos de tallos se ríe de la cuesta de enero; a las guayabas que mi padre regala porque en casa sólo me gustan a mí. A la dependienta del Corte Inglés a la que se le ha ido la mano con el colorete.

Mientras me miro la mano derecha y lo más descolocado que veo es un diminuto ojal en la laca rosa chicle del índice. Mientras que, ahora que parece que estas latitudes de piel se han curado, paro lo que esté haciendo y me fijo en la rareza y en la dulzura de llevar en el corazón el anillo de mi tía muerta.

Mientras me mosqueo por tonterías y me carcajeo por tonterías mayores aún. Mientras me enamoro tres veces al día y no me parece tal crimen. Mientras me acuso de no tener consistencia. Mientras cada instante al que atiendo me responde que no hay motivos para preocuparse.

Mientras voy dando esas puntadas que en definitiva componen mi vida, nunca me acuerdo de mi corazón. Que nunca se pide un día de asuntos propios y nunca se para. Que no se vanagloria de su constancia. Que no se queja ni hace aspavientos. Que siempre me acompaña en los momentos redondos y en los vulgares. Llevo en mí esa banda sonora que me demuestra, y apenas si soy consciente de ella.



miércoles, 8 de enero de 2014

Por compartir

 
Uno no suele preguntarse por qué respira, y yo tampoco suelo preguntarme el sentido de dedicarle lo mejor de mi atención a la palabra escrita. Salgo a la calle y el remolino de colores y formas se reordena en mi mente en forma de frases. A veces atravieso la realidad con la esperanza de que lo que quiere ser escrito me empape. Otras, me zarandeo para ver todavía un poco más, para adivinar la historia oculta detrás de un frunce fugaz en las cejas de la monitora de yoga que siempre sonríe; o del cuidado que pone una mujer en la frutería para sacar exactamente una de entre todas las monedas que abultan en su cartera. Me obligo a hacer taxidermia de lo que veo como se supone que hacen los escritores auténticos. La mayor parte del tiempo escribo por hábito, como me lavo los dientes o me limpio la cara antes de irme a la cama. Empujada por la fe de estar haciendo algo bueno para mi propio cuidado.

Pero sí que hay veces también en las que me cuestiono la razón de que siga perseverando. Pese a lo que pueda parecer, esa duda no aparece cuando el termómetro de la confianza marca temperaturas de enero. Pasó ya ese momento del oh-qué-mal-escribo-oh-nadie-me-lee. Si un día me parece que estoy a punto de sufrir una recaida, simplemente aprieto los dientes y zapateo sobre el teclado. No. La incertidumbre sobre el sentido de la escritura se entromete justo en los instantes más plenos. Cuando lo que experimento está tan lleno de sí mismo, que parece trivial querer aportar una interpretación particular de los hechos. Un zorro viejo que debe de conocer de sobra a qué suena el eco de una escopeta, se me planta un instante delante del coche. Mira como Gary Cooper en la peli que todos sabemos. Le miro como...bueno, como si fuera el mismo Gary Cooper recién afeitado. Y luego se aleja por el campo en barbecho, con su mueca sonriente, con un garbo al que yo nunca tendré acceso. Como si hubiera llegado a alguna simpática conclusión sobre la naturaleza de los seres humanos. Es un ejemplo. Otra veces es un halcón que se entrega al catalejo. Una luz que vuelve de bronce todos los árboles. Una sonrisa que contiene todo el espectro de las emociones más sanas.

A veces la hermosura con la que uno se topa es tan grande, que el único modo de que no salga huyendo es permanecer muy quieto y en completo silencio. Las palabras completan y ordenan. Pero si lo que quieres transmitir es un estado de gracia, las palabras no valen. Cuando el equilibrio parece el estado natural de las cosas, una mínima intervención puede llegar a convertirse en un trauma.

Pero sigo escribiendo aunque no aporte nada. Por la sencilla razón de que tú no estuviste allí, ni viste lo que sólo yo sé que traducido en palabras quedará mutilado.

lunes, 6 de enero de 2014

Me quedaré tuerta de tanto guiñar

Terminar las vacaciones significa decir adiós al atracón de lectura. El tiempo se achucha, ceñido por la faja del horario laboral, y como no puedo renunciar al ejercicio físico ni a la escritura, se me hace obligatorio podar buenos ratos del tiempo que dedico a leer. Podría decirse que, de vuelta a la rutina, leo bonsais. Por suerte, el libro que he elegido para comenzar el año permite esta dedicación veleidosa. La vida simple no está alegremente compuesto de frases simples, sino de fogonazos. No es un libro aquejado de verborrea. No se deja leer de corrido. Cada sucesión de palabras acotada entre puntos tiene pleno sentido y revienta en imágenes como una piñata. No hay prosa apenas, ni discurso vacío. El tono es austero y cada cosa que se dice, necesaria. Uno piensa que está leyendo poemas, o escuchando cómo le hablan los árboles. Es un tratamiento de choque contra el ruido de fondo y la atención dispersa por la contaminación de mensajes.

En uno de esos momentos de entrega intensa a las palabras de otro, doy con lo que sigue:

Hacerle un guiño a un pequeño servidor de la belleza: un copo de nieve, un liquen, un arrendajo.

Leo eso, y ya no puedo dejar de mirar debajo de las alfombras del mundo ni de rastrear mi memoria en busca de algo a lo que guiñarle. Lees belleza, y quieres devolver belleza a cambio.

El nacimiento de un helecho: ese erizo tímido, blandito y forrado de fieltro, que más que vegetal parece una criatura marciana; concentrado en sí mismo como un embalaje de Ikea, portando ya, a escala reducida, todos los elementos de su futuro esplendor.

Una nariz adulta salpicada de pecas. Rastros físicos de una infancia que no terminó de pasar.

Los mochuelos, plantados en una tapia a última hora del día, con sus ojillos redondos y sus cejas autoritarias y blancas. Parece que te están reprochando algo, a lo mejor todo el ruido que montas, pero en realidad yo creo que juegan a ver quién se ríe el primero.

La noche en las carreteras terciarias, esas que ni siquiera tienen líneas reflectantes, cuando están flanqueadas por árboles. Aparecen con la luz de los faros, le echan un vistazo al interior de tu coche, desaparecen de la misma manera. Si no hubiera más, te sentirías desamparado, pero siempre hay más. Podrías pasarte la vida conduciendo así, iluminando presencias, compartiendo el silencio con árboles de tronco encalado y un copiloto de confianza.

Más sobre luces. Le guiño a las cadenetas de farolas que hacen de la circunvalación un lugar algo menos hostil. A las luces intermitentes que señalan la presencia de molinos eólicos: constelaciones efímeras. Mensajes a pueblos de otros planetas.

Entre Tarifa y Barbate, los molinos de viento tampoco es que necesiten un alumbrado publicitario para ofrecerte cápsulas de belleza. Un día que se acaba, un coche a no mucha velocidad, es todo lo que hace falta para ver bailar a esas criaturas timidotas y desgarbadas.

A la misma hora, en el mismo sitio, hincos de acebuche sosteniendo las mallas de alambre de espino. Se vuelven negros contra el cielo mucho más claro, y parecen recién salidos del taller de un escultor con tormentas internas.

Los terrones rojos a punto de ser sembrados. Granada es pálida, por la nieve y la escarcha, pero también por el color enfermizo de sus tierras de cultivo. Es un placer y un alivio encontrar un trozo un poco más subido de tono, como esas mejillas después del ejercicio a las que con gusto darías un mordisco.

La escarcha también, por supuesto, esa piel rutilante.

Las manchas de óxido en los portones de chapa. A mí me gustan. Y qué. También las placas antiguas para el número de las casas.

El morro de un becerrito, húmedo, desvalido.

Y los albaricoques. Nada que añadir a ese regalo definitivo de los primeros días de verano.


Podría seguir toda la tarde, pero mi libro me espera. Ahora, si quieres, sigue tú el ejercicio. Te darás cuenta de que, así de atendida por tantos sirvientes minúsculos, nunca nos faltará la belleza.

sábado, 4 de enero de 2014

Fábula de una tortilla


Hace tiempo que no lo hago, pero me gusta escribir sobre mis contiendas en la cocina. Entro en ella de lo más aguerrida, subiéndome las mangas de la sudadera. Porfío, me soplo un imaginario flequillo. A veces me da la impresión de que me muevo como una bailarina; otras me gustaría que me amputaran las manos y las sustituyeran por una prótesis biónica. Me pongo en jarras cuando estoy al borde de abandonar. Y al final termina saliendo algo que no es especialmente pulcro y bonito, pero que reconforta el estómago y a lo mejor hasta sabe a algún buen recuerdo. Me gusta cocinar y escribir sobre ello porque siempre encuentro correspondencias que me sirven para entrenarme en la vida.

Llevaba días emperrada con la idea de hacer tortillas de maíz. Adoro ese sabor que recuerda a un recreo pringoso de gusanitos Rufinos. Justo después del desayuno me pongo a elaborar un borrador. Ya me ha pasado otras veces que me dejaba llevar por una ventolera gastronómica que, a las dos de la tarde, y con el reloj de la jornada laboral marcando torvos tictac, se terminaba revelando improductiva. Suerte que siempre tengo algún boniato de emergencia, un bote de garbanzos cocidos y toneladas de curry para no marcharnos a trabajar con el estómago sucio de bocadillos. Hoy me he empeñado en que eso no pase.

Paso de buscar recetas por internet. No debe de ser tan difícil. Total, harina de maíz, sal y el agua que admita. Lo echo todo en un bol que siempre me recuerda a la marmita de Panorámix, y remuevo con una espátula, hasta que el devenir de la masa me advierte de que ha llegado el momento de ensuciarse las manos. Ojalá las señales en el día a día fueran tan claras. Moraleja número uno: quizás es más sencillo que eso; quizás la masa en que se va convirtiendo la vida exige siempre una implicación física instantánea. Ahora, y no cuando estés preparado, es el momento de pringarse.

Así que me pongo a amasar algo intrínsecamente inamasable. El abc de la panadería dicta que una masa necesita gluten o algún otro ingrediente más propio de la alquimia que de la despensa para convertirse en un material dócil y elástico. Y mi hermosa pasta amarillo fideo carece de ese tipo de magia. No tengo más que un puñado de arena gaditana en las manos. No es algo que precisamente me desagrade, pero aquellas costas alimentarán siempre mi amor, apenas mi panza. Sigo dándole con ferocidad a nudillos y dedos. Moraleja número dos: a veces uno pierde la perspectiva, y creyendo que está haciendo cosas importantes y serias, se olvida de que se trata de un juego.

Al fin consigo una bola sólo un poco chapucera. Media hora de reposo, que empleo leyendo ese libro revelador que es La vida simple. A continuación toca darle forma al asunto. He visto cómo se hace: coges un trozo de film, emparedas dentro tu bola, y pasas por encima el rodillo. Alehop. Ahí tenemos de nuevo el mapa de Francia. En fin, esto no es más que un borrador. Cuando llega el momento de pasar la pseudotortilla a la plancha caliente, se desencadena el desastre. Francia acaba de ser pulverizada por una ola de terremotos dantescos. De la tortilla sólo quedan esquirlas. No pasa nada. Recompongo la bola. Añado un poco de harina. Moraleja número tres: la vida es un borrador que nunca sale bien a la primera. Así que recompón como puedas, tantea, sigue amasando y corrigiendo la mezcla. Persevera.

Dejadme que os diga que insistiendo, improvisando, y aceptando el hecho de que los borradores jamás tendrán un aspecto impecable, terminé obteniendo algo parecido a una tortilla de maíz. O a un torto, o a un talo, que es como llaman al invento allá por el frondoso Cantábrico. Nombres que iluminan otros pocos recuerdos, como el polvo revelado por un rayo de sol. Vuelvo a ver el mundo impoluto de los maizales, los caseríos que desde la distancia se veían orgullosos como alcázares. Moraleja número cuatro: no hay autonomía en las experiencias. En cada cosa que hacemos reverberan otras cuantas. Yo hago pruebas en mi cocina, y a la vez, juego, emprendo, entreno, o revisito lugares que me cautivaron.

Una tortilla mal hecha te recuerda que no hay actos insignificantes.


Soy fea, pero simpática. Y reboso de hummus de lentejas y cosas prehispánicas.

jueves, 2 de enero de 2014

Receta para el día a día


El mismo día de Año Nuevo me pareció que había que seguir peleando contra las frases de molde, por muy risueñas que estas resulten. ¿Feliz año? Bueno, seguiremos trabajando en ello y deseándolo a los demás. Pero ayer me limité a preparar mi receta para una felicidad transitoria. Una alegría en monodosis. Una manera cómoda de estar en el mundo que no tuviera que compendiar necesariamente lo que espero para el 2014.

Puse ingredientes y usé métodos de cocción que no sonarán nada exóticos a la gente que conoce de sobra el sabor de mis platos. Pero ahí va otra vez la receta. Yo no soy de las que se llevarán a la tumba el secreto de las cosas ricas.

1. Despierta sin drama y acata la ruptura involuntaria del sueño, aunque tus prejuicios sobre la vida sana te culpen de estar durmiendo un número rácano de horas.

2. Ensaya el entusiasmo al saludar a las criaturas que comparten tu techo. A tu padre, a tu novio, a la persona que te despierta todas las mañanas meando como una vaca, pero que todas las mañanas también se encarga de llenar y enroscar la cafetera, porque sabe que a ti eso te asquea. A tu gato, a tu perro, a tu canario, y por qué no, a la estampita de San Cristóbal, o a esa foto de cuando tenías veinte bárbaros años y estabas delgado.

3. Sigue preparando el desayuno sin meterle prisa a nadie. El cielo no crujirá si las tostadas esperan por una vez a que suba el café.

4. Mientras coméis todos juntos, haz que dure la resaca de risas de la noche anterior. Vanaglóriate de tu vocación por la chorrada hilarante. Si en la cocina estáis sólo tú y la nevera, mira por la ventana, o detente en los objetos que adornan tu casa. Creo que no tardarás en percibir que la vida es una cosa muy grande y muy rara.

5. Deja los platos sucios y las camas para dentro de un rato, y acude a la cita con el sol. Quítate antes ese disfraz de peluche desahuciado que es el pijama. Ponte guapa. Te parecerá que el sol es de esos donjuanes que flirtean con la camarera en cuanto tú vas un segundo al servicio, pero créeme, en cuanto salgas de casa, lo tendrás absolutamente postrado, todo a tu disposición.

6. Mientras te cambias de ropa, admira tus pies, tus rodillas, el andamiaje gracioso de tus caderas. Enamórate un poco más de esas piernas que expresan tu voluntad y te sostienen. Compone poemas a tu paciente y agradecida piel. Proponle matrimonio a tus manos, al encaje de bolillos de tendones y huesos, a la bendita capacidad de agarrar, romper, escribir, acariciar.

7. Empieza un libro el primer día del año, sin que te avergüence pensar que estás consultando un oráculo. Yo escogí La vida simple, de Sylvain Tesson, una historia sobre un retiro en Siberia. Este año pienso retirarme a mi propio verano interior. Viviré con poco y, cuando me dé la gana, cantaré a gritos y sin recato.

8. Acepta al gato cuando se te suba encima e interrumpa tu lectura, tu escritura, tu costura o tu simple galanteo con el sol. Acéptalo. Nunca se sabe cuándo querrás tú subirte al regazo de alguien.

9. Levanta la vista y deja que la alegría humedezca tus ojos. Es el primer día de enero. Las hojas tienen un filo cortante de brillo y el cielo es azul – cotillón.

10. A lo mejor se cumple la amenaza del viento o las nubes que oíste sin mucha atención mientras vestías tu mesa de Nochevieja. Toléralo. La mansedumbre perfecta caduca tarde o temprano. Apréndelo. Uno se vuelve grande aprendiendo a mudarse del paraíso. Celébralo. Vendrán días gruesos y días enclenques. Días grises y días siniestros. Guarda un fondo de contento para ellos.