domingo, 24 de septiembre de 2017

El águila manca

 
Venía en una caja de zapatos y no engañaba. Las plumas de la cola sobresalían por la tapa, su cuerpo desbordaba. El cartón caliente, palpitante. Un peso que refutaba la presencia de aire. Abrí la caja: ojos, colgados de mis ojos. Se suponía que era un cernícalo, pero ahí no había ni asomo de la dulzura que saben fingir los halcones. Una ráfaga de electricidad te atraviesa cuando te mira un águila. Algo que te obliga y te compromete a la deferencia. Como si un capo de la mafia con ojos de seda te pusiese en tu sitio. Aunque se encuentre al límite y a merced, a pesar de las estrechas e indecorosas circunstancias, un águila es siempre más que un águila: un reino sin vasallaje, una fortaleza a la que sólo puedes acceder si te invitan.

Cuando en el centro de recuperación nos dijeron que, lo siento mucho, pero probablemente habría que sacrificarla, nos miramos, la miramos. Había dado guerra durante todo el viaje en coche. A punto estuvo de zafarse de la caja y liarla. No daba el pego de animal moribundo. No lo era, de hecho. Seguía mirando como se miran entre sí los pares, experta en el trueque de respetos. Había una lumbre viva todavía, un futuro. Pero qué futuro, nos dijeron. El encargado del centro desplegó las alas de nuestro pájaro. Ah, era eso. Esa ruina: un ala espléndida, aún candente de vuelo; la otra ausente desde el codo. El hueso que asomaba seco ya, irrecuperable. 

¿Se puede vivir así? Se puede. ¿Como un águila calzada? En absoluto. Como un animal de exhibición tal vez, o como una herramienta educativa. Un recordatorio tenue de cómo huele lo salvaje en el lugar de los hombres. Un fondo de material genético. Tan triste: que en las células se conserven intactas las instrucciones para volar, las rutas en el cielo, los patrones de color y movimiento de las presas, el tejido de luz y sombra entre los árboles, y que el cuerpo constituido por ellas no pueda volar ya, migrar, cazar, hacer quiebros. Un águila mutilada sigue siendo más que un águila: mantiene su mirada hidalga, pero se ha convertido en un arquetipo de la impotencia.

Tengo cierta fijación con que los seres sean exactamente lo que tienen que ser desde que leí El dilema del omnívoro de Michael Pollan. Responder con cierta solvencia a la cuestión de si es moral quitarle la vida a un animal para comértelo requiere necesariamente que el cerdo, la vaca o el pollo que te vas a comer sean ni más ni menos que eso, animales que han vivido justo como la evolución programó que vivieran los cerdos, las vacas y los pollos. En bruto: no es demasiado lícito comer pollo si no se respeta su, ups, "pollicidad": su configuración natural, sus necesidades básicas en cuanto a dieta, espacio, movimiento o interacción social. 

Miré de nuevo al águila manca, me devolvió la mirada. El individuo que soy se retorció de horror ante la idea de que ese animal hermoso que podría sobrevivir debiera esperar una muerte inminente. La pequeña pieza de algo mucho más grande que soy también lo aceptó. Toda águila debe vivir como águila: soberana, brava y libre.

¿Y los humanos, entonces? ¿Dónde reside su humanidad última? ¿A qué punto en el tiempo nos remontamos para determinar lo que es y no es una persona? ¿Qué naturaleza básica debemos respetar para merecer una existencia digna? Pienso en lo que me diferencia de las águilas. Soy un animal terrestre y omnívoro dotado de habilidades cognitivas: manejo lenguajes, aprendo, evoluciono, soy plástica, imagino y concibo lo inmaterial. Ante todo tengo consciencia. Supongo que ese es el núcleo. Vivir con negligencia no es humano. Tan aberrante como un águila que no puede volar.


domingo, 17 de septiembre de 2017

A Cleo, con amor.


De todos mis compañeros de trabajo, hay algunos cuyo material genético debería ser conservado para futuras clonaciones. Depósitos de esperanza, semillas dignas de un búnker. A unos los admiro por eruditos, por su asombroso disco duro donde guardan no sólo datos naturales dispersos, sino las claves necesarias para relacionarlos. De otros envidio sus cualidades sociales, su agudeza a la hora de comprender y cautivar a la gente, la elegancia que despliegan en el manejo de situaciones que a cualquier otro actor podría estallarle en las manos. Los hay que no se necesitan reloj, que no se quejan nunca, que tal vez se cansan pero no lo demuestran, que parecen inmunes a los castigos del sol o del hielo. Los hay alegres, comprometidos, generosos con su tiempo y su sabiduría, barricadas contra la indolencia. Los que no han aprendido a poner excusas. Los que en un mundo defectuoso conservan unos cuantos anticuados principios. Los que prefieren centrarse en lo que ellos pueden dar, antes de en lo que los otros les quitan.

Me siento afortunada por conocerlos y rezo cada día mis más vehementes oraciones ateas para que nunca, nunca, sean víctimas de la desidia. Pero si tuviera que elegir a uno sólo como modelo me quedaría, que el resto me perdone, con Cleo. Con Aura. Con Lobo. Con Clarita. Con cualquiera de ese puñado de criaturas cuyos nombres apenas recuerdo. Ojalá algún día el trabajo o la vida misma tuvieran para mí la misma cualidad de juego y entrega que tiene para ellos. 

Madrugando en una mañana de julio para cogerle una cierta ventaja al calor, aunque después el coche de carreras del verano nos adelante sin despeinarse. Pisando suelos traicioneros de escarcha. Por pedregales que fagocitan la suela de las botas. Entre espartos que en la distancia parecen oro macizo. Bajo cielos vastos e impíos o espesuras que no recuerdan tonos azules. Los contemplo muchas veces en la distancia, seguidos de su guía, porque siempre andan más ligero que una. Han salido de su coche raudos, apremiados por una misteriosa sirena, corrido decenas de metros antes de que a mí me haya dado tiempo a colgarme la mochila. Me entusiasma ese talante arrojado que tienen, por encima de sus indiscutibles talentos. Ese hambre concienzuda de vida que en ningún momento los conduce a tontas y a locas. Lo serio, lo crucial de su alegría. 

Su intervención es decisiva, pero más que el transcendental qué, me conmueve el cómo. En una realidad remotamente justa, estos seres limpios deberían dedicarse a rastrear fuentes de vida. Pero huelen lo que los humanos no olemos: la crueldad antes que la muerte, el veneno tan alevoso que a nosotros nos resulta imperceptible. Si no fuera por ellos el monte sería todavía más un campo de minas. Siendo esta tarea importante, lo que a mis ojos los hace ejemplares es el modo en que se recrean. Cómo se zambullen en un océano de olores y no suben a superficie hasta que no dan, si lo hay, con el que nunca se desea. Lo cándido de su recompensa: unas palabras de aprobación y algo que a mi poco entender parece un guiñapo. Un juguete. Quizás también el permiso para seguir jugando.

Y yo quiero ser así. Trabajar, vivir entregada en pos de una recompensa casi imaginaria. No un elogio ni un premio, sino un sentido: un pequeño entusiasmo puesto al servicio de unos valores, ganándole la enésima partida al desaliento, la apatía o el cansancio.


domingo, 10 de septiembre de 2017

Si ves llama, a lo mejor es tu culpa


Este verano negro todavía guarda llamas. Todavía escozor y sobresalto. Todavía combustible para el pornocatastrofismo del telediario. Y torrentes de saliva, real o digital, corriendo como si de veras pretendieran apagarlas. Seguirá habiendo quien siente cátedra antes de que monte y mente se enfríen. Quien se muestre categórico y marcial delante de las cámaras. Seguirán indignando e indignándose, usando un lenguaje moral o bélico, removiendo las entrañas de la gente. Se posicionarán con firmeza frente a lo criminal, como corresponde. Pero ese dedo que acusa implacablemente al delincuente, al forajido, a veces también flaquea. A veces se muestra incómodo y entonces obvia el hecho de que detrás de muchos incendios está, por supuesto, la mano del hombre, pero no la mano vil, sino la mano estúpida.

Yo no voy a hablar sin saber lo suficiente. No voy a ser rotunda porque no dispongo de estadísticas. Uno de mis principios básicos es procurar no faltarle el respeto a las realidades complejas: no generalizar, no simplificar, no convertir un bosque de causas y relaciones en un esquema digerible. No vivimos en el más sutil de los presentes, pero aún sobreviven diferencias. Todavía podemos hacer chistes sobre gallegos, vascos o andaluces. Y quien dice chistes, dice distinciones acerca de cómo cada región se relaciona para bien o para mal con su medio. Así que disculpadme si no afirmo que, indiscutiblemente, la mayor parte de los incendios son intencionados.

También hay torpezas tan grandes que no se merecen siquiera ser calificadas de accidentes. Si quemas las ramas que has podado en tu jardín a unos diez metros del monte que rodea tu casa, en un día de poniente desmadrado, y provocas un incendio, perdona, pero si te ves delante de un juez no voy a tenerte lástima. Descuidos fatales así, a patadas. Si su número es mayor o menor que las causas intencionadas no es mi tema. Lo que a mí me interesa hoy es cómo la negligencia se trata públicamente.

He sido testigo de cómo la lengua se desata durante el mismo desarrollo del incendio. Estoy harta de verlo en las televisiones. Lo entiendo: las situaciones de amenaza son siamesas de las demostraciones de fuerza. La gente evacuada, los que tienen que soportar la visión de cómo sus casas y sus campos son devorados por el fuego necesitan saber que alguien va a ser castigado. El mal ronda a las afueras de los pueblos. Y no hay manera de evitarlo, porque la maldad o la codicia o los transtornos mentales son endémicos de la condición humana. Pero sí podemos escarmentarlo. Entonces es cuando las autoridades nos aseguran que van a encontrar a esos criminales. A los que ponen en peligro pérfidamente nuestras vidas y nuestro patrimonio.

Pero la negligencia, por definición, sí podía haberse evitado. Cuando tu mundo está siendo reducido a cenizas, eso no hay quien lo aguante. Tu calamidad no tendría que estar sucediendo si alguien hubiera puesto en sus cosas un mínimo sentido común o una atención mínima. Alguien, además, con nombre y apellidos y hasta mote, no una corporación perversa o un delincuente. Tu vecino. Tu cuñado. Tu mismo. Lo bochornoso de la negligencia es su normalidad: que, más allá de componentes morales, pueda convertir a cualquiera en responsable.

Ante eso, mejor apuntar al mal. El mal intencionado es imprevisible, inevitable, periférico. Nos absuelve porque no forma parte de nuestras comunidades. A ningún político puede gustarle insinuar que los ciudadanos somos un hatajo de descuidados. Porque probablemente somos más interesantes como entes inmaduros y porque no estamos dispuestos a que nos destapen las vergüenzas. Y nuestra vergüenza, como sociedad, es que la responsabilidad personal parece haber pasado de moda.

domingo, 3 de septiembre de 2017

Mi sillón favorito

Se me ha quedado esta imagen encallada. Como cuando hace unos años se me atrancaban cosas en la garganta. No es una metáfora. Las zanahorias, lo duro y crudo: simplemente detenían su camino y se aferraban, víctimas quizás del pánico a ser digeridas. Asomada a la boca del estómago que hace papilla todas las representaciones y todos los sucesos actuales, mi imagen a lo mejor siente lo mismo. Con toda su sencillez y su aparente inocuidad, se resiste a que la olvide. 

¿Y qué es lo que tiene? Mucho cielo mediocre. Mucha hierba de aspecto severo. Flores capturadas en un plano lo bastante amplio como para no edulcorar el paisaje. Un cordón de montes que sólo en la lejanía se perciben suaves y acariciables. Y un mullido sillón justo en medio, de lo más incoherente. Con los ojos sólo se ve eso. Con el corazón: una intemperie negociada, un desierto que ha quedado en suspenso. 

Puede bastar para atraparme. Amo el espacio abierto. Me conmueven las floraciones de lo árido. Pero hace ya mucho tiempo que metabolicé las fotos que hice un marzo en el Cabo de Gata. Compartían elementos semejantes: líneas desnudas, un vacío que no clamaba por llenarse, una sombra de amenaza que no se pronunciaba, flores amarillas, blancas y azules. Cuando descubro a mi mente holgazana pretendiendo simplificar un paisaje echo mano de aquellas fotos, para que me recuerden que el desierto es mucho más que la imagen que lo resume. El desierto está cuajado de formas, de sexo y hambre, de anhelos de pervivencia.

Pero mis fotos ya forman parte indistinguible de mí, y tengo que volver a mirarlas para devolverles un aspecto preciso. Esta que comparto hoy, en cambio, no se deshace, no sigue su camino, no pierde su consistencia. Es el sillón, me parece. Mi imaginación se ha sentado en él y ha cumplido así el hechizo. Ya no puedo levantarme. No puedo dejar de pensar que esta visión es importante.

Acomodarme en el exterior riguroso como si eso no fuera difícil. Colocar lo mejor de la casa en cualquier parte. Pararme a mirar sin avíos, y mirar, y mirar, hasta que la abundancia de realidad me empape. Seguir las narraciones naturales con la misma credulidad y la misma entrega con que me rindo a novelas y películas. Abrirme a ese espectáculo. Esperar a que se abren flores en lo que en apariencia parecía árido y vacío.

Todo eso se empaqueta en mi imagen: demasiado integral como para digerirla con ligereza.


Mi cámara registraba muchas menos flores que mis ojos y mi memoria.