martes, 28 de julio de 2015

Si no puedes dormir, ¿todo parece un sueño?


Reykyavik
Reykiavyk
Reykjavik

He escrito hasta ocho permutaciones en una servilleta, antes de empezar a escribirte. Todas me sonaban bien, perfectamente islandesas, inconcebibles como Odín manda. No creas que estaba jugando a fabricar anagramas para ayudarme a encontrar un sentido a este sitio. Sólo es que de repente no tenía ni idea de cómo se deletreaba. He tenido que mirarlo en la guía. La buena es la última. En la servilleta no hay dirección impresa. Como si ese tipo de maniobras de visibilidad fueran propias de un bar El Cruce cualquiera, un trozo rancio de pasado cubierto de moscas y abandonado en Almazán o en Trebujena. Me siento un poco cateta.

He aterrizado, he llegado a Rey-etc, he buscado el hotel, he dejado la mochila. Alargando cada acción como en el taichi para que me diera la hora de la comida. En mi habitación todo es blanco, salvo una orquídea blanca con manchas oscuras. El negativo del vitíligo. Me pregunto si será fresca, si venía en el mismo carro de arreglar habitaciones donde traen el papel higiénico y los botecitos. No lo creo. No sé, tiene esa pinta de haber visto demasiada gente de paso. Ah, y no hay persianas. No sabría cómo permutar esta evidencia para encontrarle sentido. No Hay Persianas. Me he tumbado en la cama un rato. Hubiese jurado que la orquídea me miraba. Así que he salido a la calle – calles montadas por algún obseso del Lego – y he dado con este sitio coqueto.

Acabo de pedir mi segundo sandwich de pan negro y lo-que-sea-que-haya-dentro. No intentaré adivinarlo. Vaya a ser que me crea que es salmón y sea ballena. O carne de frailecillo - ¡de frailecillo! - o algo que no voy a intentar pronunciar siquiera, pero que mi guía traduce como testículos de carnero macerados. Bendito idioma cuajado de espinas consonánticas: como un condón para evitarle embarazos a forasteros aprensivos. Este sitio es demasiado moderno como para privarse de esas cochinadas arcaicas.

Cada uno de los taburetes de madera maciza que se codean en la barra tiene las patas de un color amable. Rosa yogur, azul bebé, amarillo natillas. Todo es dulce, cálido y amenazante. Mírame: soy Paco Martínez Soria en su primera incursión en Escandinavia. Ellas llevan vestidos floreados; ellos, cómo no, tienen barba. Imposible distinguir si por la mañana te harán un capuchino con corazoncito en la espuma, o te meterán hecha tiras en el ahumador de la casa de sus padres. Yo me iría con cualquiera que tuviera un cuarto con persianas.

¿Te he dicho que mi hotel no las tiene?

Leo, veo pasar gente, mastico. Le pego una frase chorra a esta carta. Hay algún que otro coche con tubo de escape, transeúntes con bolsas de plástico del supermercado, semáforos. Síntomas de ortodoxia urbana un poco decepcionantes. ¿O serán decorado? Un atrezzo de show de Truman para que confíes en la normalidad del sitio. Yo no confío. Y por eso estoy aquí refugiada, en esta cafetería llena de hipsters que, salvo por la oferta de ballena/frailecillo/criadillas, podría estar en La Latina.

Confieso que me intimida la rareza de Islandia. Recelo de un país sin árboles. ¿Tú has visto fotos? Minerales marcianos, vetas de colores rabiosos, hielo parecido a bolitas de mercurio. Presiento que voy a caminar por una pintura abstracta. Tierra rota y volcanes. Un planeta abierto en canal. Paisajes a los que tu tranquilidad no debería enfrentarse. Como leer el diario de tu marido. A mí me asusta quedarme imantada. No poder dejar de mirarlo. No querer volver a ningún otro sitio. Enamorarme como esas veces, de la persona equivocada, con el hígado, el útero y el páncreas. Querer abandonarlo todo, echarle ácido a la cara de alguna novia, no responder a las llamadas de mis padres, no comer más que yogur caducado y pipas porque la pasión te inutiliza para bajar a comprar algo. 

No quiero ver estas fotos de cerca
 
Así que sigo de cuarentena en esta cafetería tan vulgar, a fuerza de moderna y bonita. No he metabolizado aún la tonelada de diazepam que me metí para el vuelo. En mi habitación no hay persianas. Si me fuera para allá, me tumbaría en la cama y pensaría otra vez que una orquídea me espía. No quiero que den las once p.m. y que la noche no acuda a la cita. Las horas pasarán en un terrible instante de luz coagulada que empapará mi antifaz y lo volverá inservible. No voy a poder dormir en dos semanas. Este país no es posible.

sábado, 25 de julio de 2015

ITV

 
Yo no debería estar aquí, ahora, con esta compañía. Eso es lo que me inspira el trance de pasar a mi coche por la ITV, así, a primera vista. Miro a mi alrededor y veo:

Coches que no van a ninguno sitio, varados, repulsivos como un amontonamiento de elefantes marinos.
Piernas masculinas desnudas asomando por sus puertas.
Chanclas que se columpian de pies peludos.
Máquinas abolladas que arrojan cuerpos abollados. Máquinas vocingleras expulsando gargantas huecas. Gente que se parece sospechosamente a sus coches.

El mar.
¿El mar? Ojalá: la calima.
Un cinturón de almendros raquíticos que tiemblan, que flotan como algas bajo el calor aplastante de... por dios, las nueve de la mañana.
El aire un tanto apocalíptico de los polígonos industriales.

Camisas de mangas cortas del Carrefour.
Jubilados no tan seniles como para saber que hay un teléfono de cita previa al que tienes que llamar si no quieres convertirte en parte del mobiliario.
Una sospecha: lo saben, pero se lo esconden a su conciencia para poder venir a refugiarse a este oasis de la espera y la queja.

Al otro lado del cristal, la nave donde tiene lugar el escrutinio. Combinación inquietante de sala de autopsia y aula para oposiciones. Taller sin grasa ni calendarios guarros. Técnicos que siempre hablan de usted y acongojan.

Vamos, que no debería estar aquí. Se me han acabado las vacaciones, y la contracción en el tiempo que el horario laboral me impone ya me aprieta de más las costillas.
Debería estar leyendo/escribiendo/dando pedales/bailando/a lo bartola.

Yo no debería estar aquí, en este sitio que ni en el Carbonífero olió a clorofila.
Debería estar en la playa /en el bosque/en Islandia.

Yo no debería estar aquí. Si vuelvo a ver a un tío con bermudas y camiseta de lycra me enclaustro.

Y entonces lo veo. Esta es también una especie de inspección técnica del estado de mi psique. Un examen de mis simpatías y mis desafectos. De la fluidez o el peligro con que circulo por el tiempo y el espacio.

¿Resultado? Tengo mis achaques. Demasiada fricción con el mundo: simpatías recortadas en velcro que no me sueltan ni me dejar ir y venir libremente. Desafectos que penalizan ciertas cosas vividas. Muchas cosas que prefiero, muchas lugares y ratos que ojalá desaparecieran de mi historia y mi paisaje.

Y no quiero más eso. Desde ahora me propongo trabajar para que cada momento se abra sin un exceso de valoración por mi parte. Sin que automáticamente les asigne un positivo o un negativo. Voy a plancharme las circunvoluciones cerebrales para que las experiencias se igualen. A meter la retroexcavadora ecuánime por mi topografía sentimental.

Todos los lugares, toda compañía, todos los momentos: al ras.

miércoles, 22 de julio de 2015

Mano inocente


A veces una se divorcia de su contexto un rato y se descubre haciéndose preguntas tontas. Ahí me tienes, una de la tarde, junto a un cortijo en ruinas, otro día en que el calor no por redundante se hace más verosímil. En mi canalillo se podrían cocer macarrones. Y en lugar de cuestionarme si lograré driblar a la lipotimia de nuevo, me veo pensando en si una mano puede ser inocente. Verano del infierno.

Tengo el brazo metido casi hasta el codo en una caja llena de garras y picos. No te fíes nunca de un mochuelo, eso es lo que hoy he aprendido. Con su ceja blanca de viejo maestro con narcolepsia, con su contemplar indulgente de las cosas humanas. A mí me encantan. Y eso no lo cambia el hecho de que carezcan de modales en las distancias cortas.


Athene noctua - Mochuelo europeo
Gracias, señor fotógrafo


Yo trato de ser comprensiva. Disculpo los mordiscos, el bufido que casi consigue intimidarme. Porque hay terrores que todas las especies compartimos. Imagina que te meten en una caja opaca junto a cuatro desconocidos. Imagina que cada tanto tiempo la caja se abre por arriba, la luz te ciega, y una mano tan grande como tú agarra al que se arrebuja a tu lado. Nunca más volverás a verlo. Sabes que a ti te tocará tarde o temprano.

Y a este mochuelo matón le ha tocado. Es hora de regresar al olivo, amiguito. De buscarte sustento y pareja. De ser testigo de un mundo rural que se desmorona. De poner en cada atardecer una pose mitológica. La dura y envidiable vida del animal libre. ¿Y te resistes?

De verdad que procuro no hacerte daño. Estate quieto y acabamos con esto rápidamente. Por favor, no te pongas otra vez boca abajo. ¿No entiendes que no puedo abrir la caja del todo? No quiero que tus dos amiguitos se escapen. ¡Pajarraco del carajo! Eso ha dolido. A ver si con la tontería no te parto una pata. Al menos espero que de esta refriega los dos aprendamos algo.

Tú, que a veces lo mejor es no moverse para que sea la libertad la que venga a nosotros, en vez de destrozarnos persiguiéndola.

Yo, que igual que la prisa es tóxica, también lo pueden ser los remilgos. La delicadeza. La aprensión del daño que puede acarrear un movimiento mal ejecutado. A veces lo mejor es hacerlo a bruto y sin pensarlo. Devolverle a la mano su inocencia. Olvidar que puede lastimar y ser lastimada.

Hacer lo propio con el resto del cuerpo. Con la cabeza.

domingo, 19 de julio de 2015

"La vida te elije con los labios pintados"


Hay una canción de Quique González que no puedo dejar de cantar mentalmente al desandar Main Street.

La vida te lleva por caminos raros.

Miro a los dos lados de la acera y veo tiendas y más tiendas, gente colgada de aparatos y más aparatos, profesionales de la sonrisa postiza, y me digo que esto no es raro precisamente, sino una nota que casi no se oye de tan sostenida.

Por la esquina más perdida de los mapas.

Oh, vamos. Gibraltar es la chica popular de la cartografía. Un nombre que se repite mil veces en los mapas, una fisonomía inevitable. El letrero de neón por excelencia de esta geografía. Por supuesto que es una esquina, uno de esos ángulos en los que el torbellino de la historia pierde fuerza y adonde termina acumulándose la pelusa. Pero ¿perdida? En absoluto. La Roca es imán para la mirada y los cuentos. Imposible dejar de encontrarla.

Por canciones que tú nunca has cantado.

Este verso sí es pertinente. Llevo meses actuando en una película inédita. Yo nunca he sido esta persona que pide, insiste, busca, rebusca, espía vidas ajenas, se entrevista con desconocidos. Investiga.  Persevera. Anula su propia biografía.

La vida te lleva por caminos raros.

Entonces será la combinación de elementos lo que me hace sudar de rareza. Caminar por un sitio que es la quintaesencia de lo extranjero, sólo porque está al lado de tu casa y comparte parte de su jugo, pero no es tu casa en absoluto. Como si el cerebro dejara de construir imágenes simétricas, y de repente nada casara con nada.

Es este bochorno que se pega a la piel y se convierte en vestido, que parece un disfraz de tienda de los chinos para caracterizar a una colonia.

Es el idioma chocante, increíblemente gracioso. La zona cero de la amabilidad.

Es la retina todavía impregnada de un irracional jardín botánico. Bienvenidos a Gibraltar, puño de piedra inconcebible caído del cielo. Sin huertas, sin pastos ni granjas ni flota, sin nada que llevarse a la boca que haya crecido en esta tierra, sin agua segura más que la que llega de fuera, pero con varias hectáreas ocupadas por las formas vegetales medio marcianas de África o Australia.

Es haber cambiado los olores cotidianos de mis siestas (hierba gratinada, protector solar, higuera) por la transpiración del papel viejo. Haber metido nariz y emoción en los restos de una vida contenidos en treinta y una cajas de plástico. Cuadernos escritos a mano, fotos de picnics de hace treinta, cincuenta, ochenta años. Estremecerme como siempre que encuentro un rastro de vida, un érase una vez, una pluma suelta, una huella en caminos embarrados.

La vida se acerca con los labios pintados.


Eso es. Eso es.

jueves, 16 de julio de 2015

Ídola


Dice que su manera de vivir me da rabia. Que me exaspera. Que no puedo tolerar la manera en que se columpia en cada minuto. Eso no lo dice, pero yo lo leo así en una mirada que por detrás de la sorna me reta. No sé por qué tenemos las dos impresiones de esa calaña. Supongo que la competencia fraterna se aplaca con los años, pero nunca se erradica.

La miro desayunar una hora más tarde de lo que yo lo he hecho. Me he sentado en el brazo del sillón para que entienda bien que la espero. El olor de mi crema solar mezclándose con el de su huevo al plancha. Mastica mientras cambia los canales de la tele. Ha empezado ya el monólogo de las chicharras. Cuando me levanté la niebla seguía colgada de los árboles, como si alguien la hubiera puesto a secarse. Pues bien, ya han recogido la colada. Hay una falta de sombra preocupante. Es tarde. Tarde para decidir ir a Tarifa. Tarde para andar por caminos rurales en busca de un pedazo superviviente de río. Tarde para no tener nada planeado.

Ella mastica y me enseña las burbujitas perfectas que ha conseguido cuajar en la clara. Yo achino los ojos y le ordeno por fin, venga tía. Y echando un trago de café con una elegancia de geisha me dice que está de vacaciones y que no tiene prisa. Que se conforma con lo que quiera traerle el presente. Mira como si ella fuera una gurú perroflauta y yo una burguesa recalcitrante. Y entonces me suelta lo de la rabia. Como si su despreocupación fuera un logro que a mí, previsora y ansiosa, me irritara.

Se equivoca. Porque su aparente falta de necesidad de hacer a cada momento me admira. La facilidad con la que abre un ojo en la cama y vuelve a quedarse dormida, sin hacer caso del apremio de la mañana. Esa manera suya de repantigarse en cada minuto. Como si el tiempo fuera una hamaca.

A mí me maravilla todo eso. Lo envidio. Quiero apoderarme de ello como una urraca de las anillas de las latas. Para mí el tiempo es un látigo. Tengo en carne viva la espalda.

lunes, 13 de julio de 2015

Ñam ñam


Me defino muchas veces, la última hace dos o tres entradas, como una lectora glotona, y no creo que eso sea algo de lo que pueda jactarme. Claro que también hay quien alardea de sus taras, pero no es el caso: yo tengo la íntima convicción de que leer vorazmente es una forma de insuficiencia. Y no sólo leer. Atiborrarme de páginas porque no hay manera de apaciguar el impulso de saber más, entender más, apoderarme de más vivencias. Pasar por los libros como un incendio por el monte, o Don Juan por un convento. Y como ellos, abandonarlos después, humillarlos. En la memoria queda algún árbol en pie, alguna frase de amor intacta. Un rastro de olor, un me gustó / me entusiasmó.

Leer así es devorar ardorosamente y sin paciencia, sin cubiertos y con los dedos y la barbilla relucientes de grasa. Se tantea al peso lo que se lleva y lo que queda. Se lee sin capacidad de reflexión ni mesura. Sin que una pueda separarse de lo leído un momento para, desde el púlpito de su identidad, calcular cómo se ha fabricado el artefacto de la lectura. No es que no haya respiro ninguno; no es una cuestión de velocidad. A veces te paras, sí, pero es sólo un respiro, una pausa para zambullirte a una sensualidad aún más profunda. Igual que cuando en tu vida sientes necesidad de abrir el pecho y suspirar aaah. Hay una identificación casi perfecta entre lo que lees y tu sustancia. Pero cuando acaba el libro, la compenetración cesa. Se corta el cordón umbilical. ¿Te queda algo de él con el tiempo? Cariño, más que nada.

Leer así es como salir a mojarse intencionadamente bajo un chaparrón de verano. Te empapas, saltas en los charcos, cantas como Gene Kelly, y luego entras en casa y te cambias.

Y la pasión es una cosa hermosa y envidiable, pero complicada de llevar en las manos. Como Homer Simpson manejando su barrita de uranio. Se te cae, y adiós, buenas. El libro termina, y con él, el romance. Siempre me he dicho que debería leer de una manera más marital, más sosegada, para que los ecos de cada libro se extendieran más allá del tiempo entre páginas; para que la lectura fuera capaz de generar descendencia.

Y sin embargo, leyendo anoche al fresco, me pasó algo. Deshice el camino del sentido. Mi cerebro dejó de correr inconscientemente por las líneas impresas y de traducirlas automáticamente en imágenes. De repente sólo vi letras. Letras, letras, letras. Montones de dibujitos. Que se buscaban unos a otros y entonces, oh, cada grupito equivalía a un objeto o un concepto reales. Palabras que tampoco podían dejar de encontrarse entre sí, siguiendo unas férreas normas de etiqueta para así construir frases.  Frases que iban revelando poco a poco el mundo como si fueran un baño fotográfico.

Todo eso lo hace habitualmente mi cerebro sin darse la menor importancia. Como si no fuera un verdadero prodigio. Desde anoche, leer compulsivamente ya no me parece una pequeña derrota de mi inteligencia, sino un acto de magia.

viernes, 10 de julio de 2015

Y si


Nunca he visto la serie Cómo conocí a vuestra madre. Desconozco el tono que emplea su protagonista a la hora de hablar con sus hijos. Pero si yo fuera una guionista de imaginación limitada y tuviera que usar mi experiencia para escribir esa escena, me saldría probablemente una cosa desconcertante por la que ninguna productora con un sentido mínimo de la comercialidad estaría dispuesta a pagarme.

En mi guión el padre hilvana unos cuantos retales de pasado que a oídos de sus hijos podrían resultar o incoherentes o demasiado calculados. Los hijos se moverían inquietos en sus sillas, mientras que los cereales empapados en leche de sus boles se irían convirtiendo en engrudo. Ninguno de ellos estaría cómodo. La fascinación acerca de la vida ocurrida, en el caso del padre, o de sus orígenes, en el de los hijos, sería un recurso demasiado fácil como para usarlo sin temor al empalago.

Sé de lo que hablo. Yo he sido uno de esos niños. Con dos salvedades. A mis padres hubo que arrancarles su historia sin anestesia. Y el abadejo frito que había sobre la mesa estaba demasiado rico como para dejar que se enfriara y se convirtiera en cosa incomible.

¿Estaba yo acaso incómoda? No es eso. Escuchaba la narración de cómo se construyó la relación de mis padres desde un punto de vista inédito. Por primera vez fui capaz de darme cuenta de que aquello no era una especie de cotilleo de sobremesa. Tampoco una de esas ocasiones en las que te ves forzada a transigir con la idea de que los padres tuvieron alguna vez, tienen incluso, una vida autónoma respecto a su rol de criadores. Simplemente vi que aquello tenía absolutamente que ver conmigo. No era una peliculita, sino más bien un asunto escabroso. Si cualquiera de las carambolas perfectamente azarosas que dieron lugar a su encuentro hubiera fallado aunque fuera por poco, mi boleto en la lotería de la existencia no habría tenido premio.

Por supuesto, una sabe eso de sobra. Conoce la aleatoriedad a la vez humillante y soberbia de estar viva. Pero es uno de esos conocimientos que yo llamo de corteza. Cosas que se saben como la raíz cuadrada de 144: aprendidas en lugar de sentidas en las tripas. Te enseñan que el sol sale por el este y se pone por el oeste; lo sabes internamente cuando tienes que pensar en la orientación de ventanas más conveniente para que alquilar piso no se convierta en un suceso oscuro y triste. Te dicen que ahí adentro tienes un corazón que late; lo sabes cuando al apoyar una oreja en la almohada oyes un pum pum pum que parece querer decirte algo importante.

Una mujer marcha a trabajar a Francia junto a unos primos. Uno de ellos tiene a su novia en el sur de España. La mujer conoce a otro español en tierra gabacha y se terminan casando. El matrimonio hace una visita a la familia del esposo, allá por la Mancha. Les acompaña el primo que tenía a la novia en España. El esposo también tiene primas. Una de ellas vive y hace las tareas en su casa. También tiene un novio que se ha ido a trabajar a Mallorca. El primo del sur y la prima manchega se conocen. Y ya está. La novia andaluza sale de la historia. El novio manchego está muy lejos. Al final el primo y la prima se casan.

Mis padres.

Contada así, su historia parece irrevocable. Así se construye la memoria y la literatura. Se parte de una premisa como si fuera el cabo de un hilo. Se podan todas las otras combinaciones posibles. Se termina desembocando en algo. El presente, la conclusión del relato: todo parecía orquestado.

Y para nada. Para nada. Repasas la historia, y te abruma el número de Y si…? que surgen. Si una mujer no hubiera ido a Francia. Si no hubiera tenido cierta relación con su primo. Si no hubiera conocido a un hombre. Si no hubiera habido un viaje al centro de España. Si otras historias sentimentales no se hubieran malogrado. Si alguien no hubiera sentido necesidad de tirar de aquel hilo...

Te abruma. Te desconcierta. Te libera. Descarga de peso tu vida.

martes, 7 de julio de 2015

Tipos de mugre


He estado arrodillada en el porche un buen rato y ahora por fin me levanto. Miro mis rodillas: un archipiélago de motitas negras y piel señalada como la de un elefante. Disfruto viendo las cosas tan de cerca. Es como cuando pronuncias varias veces una palabra. Percha-percha-percha. Lámpara-lámpara-lámpara: lo común se hace raro, tu idioma tan acostumbrado que resulta invisible parece algo de otro. Con los ojos a ras de piel, tu cuerpo se vuelve geografía: montañas y cauces contemplados desde la ventanilla de una avioneta.

Si pudiera verme así la cara, me asustaría. Habría ahí un barrizal, lo que queda después de la inundación. Llevo una buena media hora limpiando las hojas de romero que se acumulan en la canaleta del porche: barriendo, recogiendo broza y tierra con una palita donde la escoba se vuelve torpe. He encontrado caracoles secos y crisálidas vacías de bichos potencialmente asquerosos. Seguro que cuando me duche encontraré dentro del sujetador agujitas de olor montuno. Y necesito esa ducha. Me corre el sudor desde debajo del sombrero, abriendo surcos entre el polvo y el protector FP50. Estoy hecha una cerdita. La camiseta sucia de chocolate, los pies mugrientos de andar descalza. Toda la ceniza de Pompeya sobre el  fucsia metalizado de mi pedicura.

Y me importa un pepino. A nadie le importa. Alguien que yo sé pondría ojos de madre furibunda en Granada; en otra casa, otra vida. Conozco sus frases: eso, tráete la mierda de la calle en los zapatos y luego anda descalza. Y te quejarás de tener la piel mala. A mí me en realidad me hace gracia. Me gusta imaginar su mente acosada por gérmenes letales como en un videojuego antiguo. Aquí en la casa de mi padre no me echa cuentas. Me dan ganas de recordarle que podría pillar el tétanos si me empeñara. Pero soy bastante buena gente.

Eso me lleva a pensar que la mierda es un elemento relativo que depende del contexto. En un piso, el polvo sobre la tele es un gran dedo que acusa. En una casa de campo, te absuelves entendiendo que sólo es otro indicio de los ciclos naturales. La tierra se seca, el viento sopla, las puertas y ventanas abiertas crean corrientes; lo que hace un momento era suelo ahora se posa en tu cabeza. La suciedad urbana tiene matices morales: los goterones en un suelo de mármol te saltan directamente de la vista al alma. Las paredes rozadas quedan demasiado cerca y se estrechan como las del templo maldito de Indiana. El lavabo opaco clama por su chute de líquido azul y acre. Todo se desordena y degenera a un ritmo más rápido. Si dejas dos días los melocotones fuera de la nevera, en las ventanas empezará a posarse una colonia cada vez más descarada de mosquitas. La ropa en el armario sigue a rajatabla la ley cruel  de la entropía. Y ay si descubres una telaraña. Te rondarán ideas de qué está pasando en tu vida. Toda esa mugre denuncia una falta malsana de tiempo y espacio.

En cambio, en el campo los bichos son mascotas. Las telarañas no te censuran. Ya las sacudirás mañana con la escoba envuelta en un trapo. Las plantas de tus pies son amigas del suave suelo de barro, que tan bien disimula las huellas, que es tan magnánimo. La naturaleza disculpa tu dejadez con su ejemplo. La suciedad es congruente con la constitución de la vida. Al campo no se le puede imputar ese delito.

Y luego, cada mínimo acto de limpieza, hecho libremente y sin la carga urbana de agobio, es una forma de elegancia. Limpiar de hojas la canaleta del porche, pasarle un paño a las ventanas para quitarle el salitre. Ducharte. Como la luz después de la lluvia.


(Dicho lo cual, Madrede, en esta entrada se te veta el acceso a los comentarios)

sábado, 4 de julio de 2015

Gravitar


He encendido el ordenador con una idea en mente y el momento me la ha robado. Qué ratero.

Iba a contarte acerca de tres libros a los que me condujo una gravitación íntima, la última vez que estuve en la librería. Buscaba uno de versos. Inaudito, porque lo contrario de la gravitación me mantiene alejada de la poesía y de los decires sin narrativa. Será que tenemos la misma carga, y por eso nos repelemos. Es que soy una lectora lastrada por la voracidad y el entusiasmo. Me cuesta asomarme al balcón, al borde del acantilado de las palabras, y contemplar con morosidad la corriente bravía de significados. Buscaba este libro más de anatomía que de versos, porque me lo dio a conocer una amiga (hola, amiga), y porque se me ocurrió que leer algo que no fuera prosa me serviría de entrenamiento para la escucha.

No di con él. Lo agradecí, casi. No porque me  intimidara la perspectiva de tener que parar a las puertas de cada imagen propuesta para ver hasta dónde pueden llevarme, sino porque me gusta dejarme algunas cosas pendientes, lugares sin visitar todavía. Y entonces me puse a explorar los pasillos de la librería sin mapa ni brújula. Sin una lista de must have ni ideas preconcebidas. Y así, abejeando, fui encontrando mis libros, o ellos me fueron encontrando. Lo de la gravitación que te decía.

Hace unos días me contaba un amigo (hola, amigo) cuánto le ha gustado desde siempre buscar el significado de las palabras en el diccionario. Eso que compartimos. Yo de chica cerraba los ojos, pasaba un dedo por los tomos de la Espasa como si tocara un xilófono y escogía al azar uno de ellos. Lo abría por donde se dejara y leía la primera palabra o nombre que me saltase. Palabras pulga que terminaban chupándome el tiempo y la sangre. De ahí iba a otra, a otra, a otra. Fin de la cuña memorialística. Un día de estos volveré a jugar a ese juego. Ahora no, que me disperso (más todavía). Acabo de mirar cómo define gravitación la RAE:

gravitación.
1. f. Acción y efecto de gravitar.
2. f. Acción atractiva mutua que se ejerce a distancia entre las masas de los cuerpos, especialmente los celestes. Teoría de la gravitación universal.

Esa segunda acepción, ¿no es poesía? Pues eso es lo que me pasó. Aquel día en que no encontré versos, otros tres libros me atrajeron con toda la posibilidad contenida entre sus tapas. Yo los atraje a ellos con mi hambre. No estaba apuntado que fuéramos a encontrarnos. Lo mejor ocurre siempre de forma azarosa.

Y mi idea esta tarde era compartir esas lecturas y ese azar radiante contigo. Hablar enamorada primero de esta. Luego de esta. Terminar con la última preciosidad. Pero el presente tiene un poder gravitacional del que las propias ideas carecen, salvo que seas, no sé, Adolf Hitler.

Y yo estoy por fin en la terraza del Levante. Me enchufo a este fresco perfumado de higueras, jazmín y tierra caliente como a una máquina de diálisis. Lo siento entrar en mi cuerpo, limpiándome el cansancio de los últimos días, los bloqueos, el calor paralizante. Una vez más, tengo savia en vez de sangre. Nico ha cazado una lagartija y nos está regalando acrobacias. Las cigarras cantan con algo menos de saña que en Granada, las perras se rascan. Los dos hombres que hay a mi lado se ponen al día en materia de fichajes y, ejem, descargas ilegales. El joven le enseña al viejo fotos de nuestro trabajo guardadas en su móvil. El viejo las contempla como si nos pagara la National Geographic. Luego se pone a desgranar un cubo de guisantes secos. Las vainas traslúcidas crujen y cantan.

Hay una especie de fulgor secreto en el momento. Es un suelo en el que las ideas no crecen. Sólo la entrega y la escucha. La gravitación y la poesía viva.

miércoles, 1 de julio de 2015

Arrieros somos

 
Me pongo al volante por solidaridad, y porque en una parcelita carca de mi mente todavía se oye el rumor de que las mujeres que conducen tienen algo. Pero me repatea, lo confieso. Aquellos turbios desfallecimientos que me asaltaban al conducir son cosa ya del pasado. Se me nublaba el cerebro y de buenas a primeras, tras 128 kilómetros, pongamos, me desgajaba de mí misma y, como pasa en los sueños, me parecía que en realidad me traía entre manos la Soyuz, y que iba a dejar de controlarla antes de que pudiera apartarme sin daños. Yo llenaba los pulmones, soltaba el aire a buchitos y me repetía que aquello no era más que un ataque de pánico. Arbitrario, por supuesto, porque a mí conducir nunca me había acogotado. Para nada era un ictus. No iba a desmayarme. No iba a hacer picadillo a los cincuenta scouts que cantaban canciones idiotas en ese autobús que el hado planeaba ponerme de frente.

Poco a poco se me iba pasando. Ya no me pasa nunca. Pero la primera marcha que meto siempre tiene que aguantar un arreón de fastidio. No porque el miedo se me haya hecho duro como un cálculo, sino porque mi atención es dada al zanganeo. He entrenado mi mente hasta el virtuosismo para contemplar lo que se desliza. Fragmentos de tiempo, paisajes por una ventanilla.

Y cuando estoy al volante a veces pienso que no soy digna de mi linaje. Cómo puede no gustarme conducir, habiendo sido mi abuelo camionero, y mi bisabuelo miembro de la admirable casta de la arriería. Claro que ambos evitaban la deshidratación sin echar mano del agua, y a mí con un par de vinos hasta la tabla del uno se me olvida.

Probablemente sea un prejuicio. Puede que a ninguno de los dos le gustase salir de su casa a comer geografías. Pero a mí me gusta imaginar a mi bisabuelo reprimiendo un suspiro de alivio cada vez que, al volver la cabeza, la iglesia de su pueblo empezaba a verse borrosa. Acariciando las crines de sus mulas con una ternura vedada en el trato con su esposa. Haciendo camino a un ritmo que todavía hacía posible pasar y quedarse en lo mirado un ratito. Perdiendo la cuenta de encinas. Rondando ciudades libres de polígonos industriales. Fanfarroneando en cada venta a costa de la resistencia de su hígado. Pensando, quizás un poco deslumbrado, en la gente tan rara con la que a veces uno se encuentra. Olisqueando el aire antes de tiempo en pos de aromas salinos. Llegando por fin a Chiclana. Desdeñando el mar de boquilla como buen mesetario, pero por dentro...ah, qué cosa tan grande.

Me gusta imaginarlo, y la imaginación misma se queda corta. Puede que un día emprenda ese viaje tal como él lo hacía, a su velocidad, sin mi fastidio, y que mi experiencia y la suya se den la mano en un libro.


Carreteras de España a finales del siglo XIX
Carreteras de mi bisabuelo