miércoles, 28 de septiembre de 2016

Lo de las citas


Mi padre deja por fin de hacer zapping. A veces pasa así, que llegas a algún sitio que te gusta justo cuando estabas a punto de hacer paralelismos entre tu vida y el cambio de canal maníaco. Se hunde un poquito más en su sillón y nos mira, como un perro deseoso de que le tires una piedra. Nosotros nos hacemos los duros. Levantamos sólo una ceja del libro que cada uno intenta leer heroicamente, entre anuncios cayendo como bombas. No, hoy no toca, lo habíamos decidido. No queremos empacharnos demasiado pronto de First Dates. La semana pasada empezábamos a coquetear con la bulimia. Esta noche, pues, ayuno. Mi padre: hombre, lo de las citas. En su voz hay anhelo, un volcán de chocolate caliente flotando en natillas. Lo hemos convertido en adicto y ahora nos levantamos de la mesa.

¿Pero qué circuitos cerebrales del placer activa este programa para que nos cueste una tonelada de voluntad desviar la vista de la tele y ponernos a leer, que es lo que más nos gusta, y para que un setentón circunspecto se enganche? Dos desconocidos en torno a una mesa, escogidos según una pauta de compatibilidad a veces obvia, a veces sibilina. Un documental muy esquemático acerca del cortejo sexual humano.

Todos hemos pasado por eso. Reconocemos ese punto crítico. Y quizás precisamente sea eso lo que nos cautiva. Más que el morbo o la oportunidad para el cotilleo, la evocación de ese proceso crucial en que un extraño se incorpora poco a poco a tu vida. La tercera persona del verbo transformándose en segunda. Es un momento mágico, en el sentido de que la magia cambia de dirección  las cosas y las transmuta. Pero también peligroso. Hay esa excitación no sólo de adivinar si algún trozo de la persona que tienes enfrente llegará a introducirse entre tus trozos, sino de saber si el dueño o dueña de esa carne resultará digno de confianza.

Piensa en los arcaísmos de tu mente. Piensa en cuando los humanos se organizaban en pequeños grupos, y cualquier extraño podía ser un potencial enemigo. La timidez, ¿qué sentido psicológico tiene? Es un mecanismo de defensa. Te cierras como una cochinilla para que el extraño no te vea, no te juzgue, no te excluya. Eres un animal social y tu mayor temor es el rechazo. Los desconocidos tienen ese poder, aparte del de abrirte la cabeza de una pedrada para arrebatarte tu piel de mamut y tus amuletos. Estar con alguien a quien no conoces se parece mucho a estar solo. Empezar a conocerlo tampoco lo arregla. Por eso las personas se miran a los ojos con reticencia. Por eso cara a cara nos cuesta más expresarnos que a través del correo, el teléfono y sus sucedáneos.

A mí First Dates me atrapa por ese punto flaco. Me conmuevo pero también me regodeo con la timidez de la gente. Todos son tan apocados como yo lo soy o he sido. Todos usan las mismas llaves para abrirse y la misma ortopedia. Hasta el que aparenta seguridad se ve frágil. A veces la falta de química te abochorna tanto como ver a un chiuaua intentando ventilarse a una mesa. A veces el truco funciona y te das cuenta de que en esa risa en concreto hay futuro. A veces un cruce de miradas te recuerda a aquel cruce definitivo.

Y otras veces simplemente flipas. Cuando gente que aún no ha cumplido los veinte dice perseguir ya relaciones serias. Cuando te das cuenta de que los tiempos del corazón se han comprimido y acelerado tanto como el de la información o las comunicaciones. Cuando se vende el mensaje de que sin una primera fascinación no hay posibilidad de formar pareja. Cuando a la compatibilidad de gustos se le da un peso determinante. Cuando tantos buscan en el de enfrente copias de sí mismos. Cuando te da la impresión de que el conocerse y darse a los otros es otra forma de zapping.

domingo, 25 de septiembre de 2016

Esta vez no huyo


Hace dos días se cerró una puerta. Mientras estuvo abierta, vi a través de ella otra vida posible. No es que me entretuviese mucho mirando. Gracias a lo que sea, soy capaz de entretenerme de un montón de maneras. Qué demonios, supongo que gracias a mi propia alegría, compuesta de talentos e incompetencias. Tengo curiosidad y tengo levedad, no sé muy bien si eso es una ventaja o una tara, y además sólo veo bien de cerca. Diseccionar el futuro como si fuera algo sólido no es tarea para miopes. Y yo me distraigo hasta con el dibujo de mis venas.

El caso es que no me demoré en ese umbral. Sólo a ratitos, y sólo como si estuviera poseída. Detrás de la puerta vi mis bosques y el aire color pastel de los lugares húmedos. Todo eso lo usó una Silvia del pasado para segregar nostalgia. Ahí es donde puedo vivir mejor, me decía esa criatura. Lejos de los bloques de pisos y de los atascos. Dentro del verde sin arriates. Lejos de los tabiques finos. Cerca de la madera y el humo de leña. Lejos del ruido y de la gente. Cerca de unas cuantas personas. Es que aquella Silvia fue una gran constructora de mitos. Solventes y duraderos como las cosas que se hacían en la era analógica. El mito de que siempre hay un lugar mejor, allá lejos. El mito del hábitat ideal donde la persona al fin fructifica. El mito de que cambiar siempre suma.

La Silvia de hoy es más realista. Convive con esos mitos porque les tiene cierto cariño. Son como esos cachivaches de tu infancia que guardas en los altillos. Peluches mohosos, libros de texto y cuadernos de ortografía. No sirven para nada pero no tienes tripas para mandarlos a la basura. La Silvia de hoy se pregunta por qué el adjetivo “realista” tiene un matiz peyorativo. ¿Será parte del legado de Steve Jobs? ¿Otro síntoma de la patología consumista? Tira lo que tienes y cámbialo por otra cosa. Sueña, aspira, persigue.

Pero la realidad es un asunto complejo y tan difícil de agarrar como una trucha salvaje. A este y al otro lado de las puertas. Y me da la impresión de que los mitos solamente simplifican. Idear un lugar mejor es como creer en el paraíso. Buscar un atajo para llegar al futuro. Desistir de pescar el presente con las manos. Cambiar de escenario en lugar del guión de tu obra.

Por eso he dejado que esa puerta se cierre. Desde la inacción he decidido no participar en un concurso de traslado. Lo que significa que he ido dejando correr el plazo sin planteármelo muy seriamente. A la larga me ha parecido una forma de plantearlo. ¿Podría haberme mudado a lugares muy queridos? Podría. Pero si no he corrido es porque no tenía prisa. Ningún mito venía azotándome con su látigo.

miércoles, 21 de septiembre de 2016

Tiempo al tiempo

¿Tú eres Ricardo o Julia? Ricardo, con su manojo de pelo asomando por el cuello de la camiseta, no sabe si responder con gracia o con esa aspereza de mal despertar que siempre le reprocha Julia. No son ni las doce, y los cuatro o cinco desayunos que ha servido hace un rato no son suficiente rodaje para que el papel de camarero compadre le salga naturalmente. Pero todavía sigue queriendo interpretarlo. El bar no lleva abierto dos meses y la limitada variedad de comportamientos propia de un local de barrio aún no ha llegado a agobiarle. Si se ve de refilón en los espejos como de fonda de camioneros que hay detrás de la barra, piensa que no tiene la cara de palo de los taberneros del Oeste. Pero tiempo al tiempo. ¿Cómo puede sentarse la gente en un taburete y soltar a un perfecto desconocido la primera cosa ramplona que le cruza por la mente? Quizás Julia tuviera razón en lo de quitar los espejos. ¿Acaso tenemos casetes de Los Chichos?, dijo ella la primera vez que plantearon lo de darle un aire más siglo XXI al sitio. El sitio de ambos. A eso tampoco se ha hecho.

A pesar del nombre en las servilletas. A pesar de las gordas letras blancas sobre fondo rojo en la fachada, que le siguen pareciendo un pelín ostentosas. Ricardo y Julia. Cada mañana, después de aparcar la moto y acercarse con las llaves en la mano a la puerta metálica, siente como si lo señalaran. Como si, aparte de su nombre y el de su chica, el letrero revelara también su DNI o el resultado de su último análisis de sangre. Él hubiera preferido llamar al bar de una forma más neutra. Bar Cerveza, por ejemplo. ¿Por qué no se conocen bares que prometan poco más que eso? Una cerveza que te haga cosquillas en la nariz y te alimente y te enfríe el hastío al menos un minuto. Un espacio en el que no se te juzgue ni se te estafe. Es cierto que el nombre que ellos, que ella ha escogido no promete más que cercanía y confianza. Aquí estamos, con nuestros nombres de pila. En la cocina y detrás de la barra. Dos seres humanos y ninguna estrategia de marketing.

Pero a Ricardo no se le quita de la cabeza la impresión de que se están exponiendo demasiado. Ve el letrero, su cerebro de seis y media de la mañana abroncándole la falta de cafeína, y no puede evitar pensar en los idiotas que le piden matrimonio a sus novias en público. Qué pasa después de los ooooh y los aaaah y los aplausos. ¿Y si la chica no lo tiene claro? ¿Y si pasan los meses y el idiota prefiere no volver a aquel restaurante por si alguien se acuerda y quiere ver fotos de la ceremonia?

¿Y si él empieza a aburrirse? Si deja de aguantar los chistes fáciles, las confesiones de barra o el menudeo del ligue. Si a Julia le sigue oliendo el pelo a aceite refrito incluso después de la ducha. Si ella le echa en cara que el proveedor siempre se la cuele y meta en la cuenta más Red Bull del que se beberá nunca en la provincia. Si después de unos años siguen ahí los espejos. Si la sordidez de un barrio sin árboles es incurable, por mucha humanidad que uno ofrezca. ¿Qué pasará entonces con Ricardo y Julia? ¿Y con Julia y Ricardo?

Pero tiempo al tiempo. ¿Yo? Pues Julia, hombre, responde él por sexta vez desde que abrieron.

domingo, 18 de septiembre de 2016

Sustancia gris

 
Escoges un tema, un motivo, una emoción, una estampa, y te pones a darle palustre y argamasa. A partir de esa primera piedra levantas poco a poco un edificio. Y luego relees tu texto y te asombras de que ahí adentro se pueda pasar un invierno, y de que cuando el ordenador se apague, la cena esté en la mesa, una última persona lea tus cosas y los días vayan pasando, lo que has construido no se caiga.

Porque no es tan sólido como esperabas. Los materiales vienen con defecto de fábrica y quien hace de albañil usa trampas. Sin apenas enterarse, conste. La mayor fullería es creer o hacer creer que lo que escribes es una copia fiel de la vida. No lo es, aunque no mientas, ni exageres ni adornes. Por mucho sangre propia que uses al formar las palabras, por muy franca que hayas sido, siempre parecerá que tu texto es un sucedáneo de su modelo de carne y hueso, o de deseo y recuerdos. Una falsificación más o menos buena de tus días. Una casa de cartón piedra en un Oeste de mentira.

Vuelves a lo escrito y te da una punzada de extrañeza. ¿Esa de ahí soy yo? ¿Esa ha sido mi vida? Te reconoces sólo a medias en esas pocas pistas. Las únicas pistas que vas dejando de tu paso por la tierra. Es como andar por la playa, mirar hacia atrás y que tus huellas se te hagan raras. Supongo que a ti que no escribes puede ocurrirte algo parecido, porque la memoria también es una forma de libro, un puñado de historias que te cuentas sobre ti mismo. Repasas mentalmente tu biografía, la foto de tu boda, las heridas y los adioses, la luz de las tres de la tarde sobre un amante dormido, y también te parece raro que la vida se reduzca a ese resumen, a ese montoncito arqueológico de cosas brillantes y duras.

Y eso pasa porque para contar una historia tienes que hacer descartes. Escoges un tema, un motivo, una emoción, una estampa, y todo lo demás se hace ruido. Coleccionas en tu recuerdo la espalda desnuda de tu amante, y lo que en ese momento había en las paredes de tu casa lo olvidas. No puedes guardarlo todo, y aspirar a apuntarlo todo es obsesivo. Le vas escamoteando momentos a tu historia como en el juego ese en el que hay que ir quitando palitos. Sin los detalles cotidianos y triviales tu vida se vuelve porosa. Por eso al final tu recuerdo o tu texto se parecen más bien poco a ti misma.

Sin las ridículas canciones que te parasitan el cerebro. Sin la técnica que has desarrollado para picar zanahorias en cuadraditos bien chicos. Sin la manera en que te pones calcetines y botas sin sentarte. Sin la urgencia que cada día te saca de la cama nada más abrir los ojos, no porque estés atareada especialmente, sino porque la vida en pie te reclama. Sin esa nueva loción corporal que huele tan rico y te deja la piel tan suave que no puedes dejar de rozarte un muslo contra otro, ni de sentir cómo las distintas partes de tu cuerpo se enamoran. Sin las ganas de abrazar a la camarera colombiana cada vez que te dice reina. Sin la vista desde tu oficina después de la primera lluvia, tan vulgar como siempre y tan definitivamente distinta. 

Sin el odio repentino a la gente que pasea mientras tú trabajas. Sin la compasión repentina ante la vieja que pierde el paso en la clase de zumba y se tropieza contigo. Sin el dolor repentino de ver una nuca cualquiera y acordarte de una muerta. Sin el deseo repentino por un par de antebrazos desconocidos. Sin el orgullo repentino de tocarte el culo y comprobar que está duro. Sin el amor repentino por toda la gente que sonríe mientras camina.

Sin toda esa sustancia gris que ni se escribe ni se recuerda, pero que logra que te parezcas a ti misma.

martes, 13 de septiembre de 2016

También es arte

 
Me despierto supurando frases, el cerebro abierto, pura llaga. Respirando al mismo ritmo con que el cursor de un procesador de textos titila. Daba una vuelta en la cama de madrugada y me salía un argumento. En mis sueños los personajes zurcían párrafos, los reciclaban, alteraban el orden de las palabras, hacían con el lenguaje colchas patchwork. Me crecían oraciones que se derretían luego como flores de escarcha. Llevo escribiendo sin pausa desde hace una semana, aunque tú que merodeas por este blog no lo notes. Aunque no lo note más que mi cansancio, tan leal ya y tan constante como un amigo invisible. El parloteo mental convertido en mi camarada.

Me desfondo expresivamente en la oficina durante medio día y después ya sólo quiero callarme. Ayuno, dieta depurativa de sudor y silencio. O si tengo turno de tarde me reservo, como el atleta casto que antes de la carrera reniega del sexo. Mis jornadas tienen un perfil alpino: picos de energía comunicativa y valles de mutismo. Mi mente es una especie de mar distraido, salpicado aquí y allá por islas concentradas. Por eso nunca podré ser escritora a tiempo completo. Por eso, y porque más allá de la página en blanco la vida tienta con muchos y ricos anzuelos.

Siento un poco de remordimiento, claro. Si no, estaría ahora mismo en un parque mirando nubes, o cargando la dinamo de la mente en el gimnasio. Pero es sólo el residuo de un prejuicio: ese que decía que la creación es un asunto estanco, y que sólo la escritura personal o novelesca es digna de la belleza del lenguaje. Que todo trabajo vinculado a un sueldo está desprovisto de narrativa. Termino un informe, tomo aire, y en el tiempo que tardo en soltarlo se me cuela la desazón de haber dejado de lado la producción de estos borradores de mi vida. Exhalo y me quedo completamente vacía. Empiezo el siguiente informe: índice, introducción, descripción de las actuaciones, anexos.

Y suena cursi, pero yo sé que frente al teclado hay por ahí una cosa que podría llamar sonrisa interna. La misma que me calienta cuando consigo vertebrar mi experiencia en palabras. Libertad o trabajo, vida oficial o secreta. En ambos casos creo y ordeno. En ambos arranco lo mejor de mí misma. A ambos le encuentro suficientes motivos. Escribir la vida propia es un parche de contención frente al olvido. Y respecto al trabajo...


Hace un par de tardes estaba en la oficina, al borde de un punto de saturación asesino. No daba más de mí, había abusado de la lógica, no soportaba más el ejercicio de seguir buscando la palabra justa. Quería y quiero terminar informes pendientes antes de empezar vacaciones este sábado. De pronto sonó el teléfono. Teníamos que dejarlo todo, salir de ahí, conducir por media provincia y recoger un bicho herido. Y entonces, claro, saltó el resorte del enojo, la contrariedad, la sensación de abuso. Todo eso se esfumó cuando llegamos al sitio y vimos al águila perdicera. Tenía una garra paralizada y se dejó meter mansamente en la caja. Inmediatamente se me borró el enfado, y también el cansancio de tener que argumentar contra la tortura del cepo y la vileza del gatillo fácil. El antídoto estaba ahí: en esa mirada de águila a la vez vulnerable y fiera.

Todo ahí: la justificación para dejarse piel y cerebro en el campo, en la oficina, en casa o frente a la pantalla: ser capaz de mirar de tú a tú a un trozo de vida ajeno, y de incorporarlo a una misma sin arruinarlo.

martes, 6 de septiembre de 2016

Cárabo


¿Eso es un..?” Cruzamos la mirada y nos callamos. Inclinamos los dos el cuello para adoptar una bonita actitud de escucha. Si es lo que pensamos, volveremos a oírlo, porque en la naturaleza hay sonidos que son como la luz de un faro. Cortan la noche, se interrumpen y luego vuelven a trazar otro círculo. Y te hacen sentir como si navegaras en un barco, en el momento crítico de aproximarte a casa. El lugar que es a la vez un deseo de llegar y un peligro. Esos sonidos – faro siempre te ponen a las puertas de algo.

No nos hace esperar mucho. Tres sílabas cortas que se solapan y una larga, a punto de quebrarse. Ulular. Es una de esas palabras que apenas se usan, y cuando toca, te sientan como una joya heredada. Claro que sí, es un cárabo. Con su voz profunda y rica. Hay bichos que suenan planos, estridentes o mecánicos. Este parece como si se hubiera fabricado un instrumento con una cañita y lo estuviera soplando. Tiene cambios de carácter, matices. A veces parece arrogante, otras asustado. O al menos así le suena al oído humano. Que ya sabemos cómo destiñe.

Como no estoy nada asustada, a mí me parece que cuando este cárabo se queja, en realidad se está parodiando. Haciendo un numerito. Ni él ni yo comprendemos que su canto remita todavía a algún recelo atávico. Noche. Espesura. Fiera. El cárabo es el sereno de lo salvaje: el hombre lo escucha y rápidamente intuye que debería estar en otro lado. Cerca del fuego o bajo techo, pegado a su propio rebaño. ¿Te acuerdas? Eso es lo que parece decirme.

Por eso me recuesto en la hamaca, cierro los ojos y trato de acordarme de algo. Es difícil, porque ese algo está enterrado en el fondo genético de la especie. Cómo era estar emparentado aún con las bestias. Vivir a oscuras y consolarse con la luna. Dormirte con el miedo a los lobos. Adentrarte en el bosque con reparos. Carecer todavía de la arrogancia del jefe. Admitir la existencia de poderes más fuertes que el tuyo y el de tu grupo. Sentirte inseguro, no porque no te acepten o no seas lo bastante apto, sino por temor a ser devorado.

¡Tan difícil! Estoy en mi porche, huele a jazmines, dentro de la casa mi padre ve una película a todo volumen. Los coches se persiguen por la autovía. Las estrellas no alumbran tanto como las luces de las urbanizaciones vecinas. Qué demonios hace un cárabo en este ambiente litoral y suburbano. El bosque no queda lejos, pero parece que ambos nos hemos despistado.

O no, porque el cárabo es un bicho dúctil. Aunque es una especie forestal, puede vivir en parques y en casas de campo. Es un trocito de bosque portátil. A lo mejor la pertenencia es otro de esos prejuicios que destiñen. Este es tu sitio, este es el mío, nos decimos a nosotros mismos y se lo decimos también a todo lo que no es humano. Pero sólo en la mente los límites son impermeables. Lo salvaje, lo natural, si lo prefieres, sigue enterrado en el desván de las células, y puede brotar en tu salón o en medio de cualquier atasco.


sábado, 3 de septiembre de 2016

Ya no me sale

 
Dicen que los adictos no dejan de serlo nunca. Por mucho que se suelten de sus cadenas tóxicas; por mucho que madruguen y se den al yoga; por mucho que brinden con fanta y se conviertan a la religión vegana. Su hígado se depura pero su cerebro no pierde su vocación por el autosabotaje. Cada celebración familiar, cada paseo por el supermercado, cada vez que oscurece a las seis de la tarde puede ser una trampa. Debe de ser agotador tener minas en la mente y no saber cuál de los pasos que des puede llegar a denotarlas.

Me pregunto si con el aburrimiento pasará lo mismo. Si habrá alguna configuración de fábrica que te condene a la desgana de por vida. Si pese a haberte pasado años sembrando tu jardín de apetitos y regándolos con alegría, no llevarás contigo siempre las esporas del tedio. Traidoras y latentes, esperando a que tu vitalidad baje la guardia para cubrir de malas hierbas tu conciencia.

Y me ha surgido la duda porque ya no me acuerdo de lo que es aburrirse. Hablo de ese paisaje mental sin horizonte ni relieve, incoloro y cansino, no de las noticias del Congreso ni de deseos transitorios de tirarte por la ventana de la oficina. Hablo de que el tiempo te venga largo y te estorbe como un flequillo en los ojos. Mirar la hora y resoplar porque aún queda mucho para la cena. Sentirte contigo misma como con un extraño al que tienes que dar palique. Agotar todos los temas de conversación y que el silencio interior te abrume. Estar siempre a la expectativa de algo y no tener bastante fuste como para concretarlo.

Yo era así de niña y de jovencita. Una perfecta inútil a la hora de entretenerme a mí misma. Carecía de iniciativa para empezar juegos. Cuando no me salía leer más, las horas se me hacían infinitas. Me dejaba resbalar por ellas como si no tuviera ni un hueso. La diversión era siempre un tipo de fenómeno atmosférico: algo que venía de fuera y a lo que había que ceñirse. Era una yonqui del estímulo externo. Plantaba la cara sobre una mesa, como un perrazo agobiado por su propio pelo, y repetía una y otra vez me aburro para que alguien me rescatase.

A lo mejor aún no le había cogido el tranquillo al tiempo. No terminaba de entender que los estados no duran y que las cosas pasan. Pero, vamos, que la vida acaba sin que dominemos del todo esa asignatura. Te quitas el pijama y al rato te lo estás poniendo de nuevo. Tu historia parece una rueda eterna de entrar y salir de la cama. El tiempo es matemática y el cerebro, sobre todo, grasa. A lo mejor no hay modo humano de entenderlo.

Puede que ya no me aburra porque mi ovillo de tiempo se ha acortado y ahora parezca que las horas corren y se agotan con dos o tres cosas que haga. O puede que me haya acostumbrado por fin a estar en silencio conmigo misma. Puede que haya desarrollado la capacidad de quedarme absorta. Que después de ir probándola haya descubierto que la vida, sin más, me gusta.

Y, no sé, a veces echo de menos no tener muchas más ganas que tiempo. Un poquito. Como un antiguo borracho a la primera cerveza del día. Sentarme con toda la tarde por delante y caer en el viejo vicio del y ahora qué, maldita sea. Pero creo que esa mina se ha desactivado sola. Soy fuerte y seguiré limpia.