sábado, 3 de septiembre de 2016

Ya no me sale

 
Dicen que los adictos no dejan de serlo nunca. Por mucho que se suelten de sus cadenas tóxicas; por mucho que madruguen y se den al yoga; por mucho que brinden con fanta y se conviertan a la religión vegana. Su hígado se depura pero su cerebro no pierde su vocación por el autosabotaje. Cada celebración familiar, cada paseo por el supermercado, cada vez que oscurece a las seis de la tarde puede ser una trampa. Debe de ser agotador tener minas en la mente y no saber cuál de los pasos que des puede llegar a denotarlas.

Me pregunto si con el aburrimiento pasará lo mismo. Si habrá alguna configuración de fábrica que te condene a la desgana de por vida. Si pese a haberte pasado años sembrando tu jardín de apetitos y regándolos con alegría, no llevarás contigo siempre las esporas del tedio. Traidoras y latentes, esperando a que tu vitalidad baje la guardia para cubrir de malas hierbas tu conciencia.

Y me ha surgido la duda porque ya no me acuerdo de lo que es aburrirse. Hablo de ese paisaje mental sin horizonte ni relieve, incoloro y cansino, no de las noticias del Congreso ni de deseos transitorios de tirarte por la ventana de la oficina. Hablo de que el tiempo te venga largo y te estorbe como un flequillo en los ojos. Mirar la hora y resoplar porque aún queda mucho para la cena. Sentirte contigo misma como con un extraño al que tienes que dar palique. Agotar todos los temas de conversación y que el silencio interior te abrume. Estar siempre a la expectativa de algo y no tener bastante fuste como para concretarlo.

Yo era así de niña y de jovencita. Una perfecta inútil a la hora de entretenerme a mí misma. Carecía de iniciativa para empezar juegos. Cuando no me salía leer más, las horas se me hacían infinitas. Me dejaba resbalar por ellas como si no tuviera ni un hueso. La diversión era siempre un tipo de fenómeno atmosférico: algo que venía de fuera y a lo que había que ceñirse. Era una yonqui del estímulo externo. Plantaba la cara sobre una mesa, como un perrazo agobiado por su propio pelo, y repetía una y otra vez me aburro para que alguien me rescatase.

A lo mejor aún no le había cogido el tranquillo al tiempo. No terminaba de entender que los estados no duran y que las cosas pasan. Pero, vamos, que la vida acaba sin que dominemos del todo esa asignatura. Te quitas el pijama y al rato te lo estás poniendo de nuevo. Tu historia parece una rueda eterna de entrar y salir de la cama. El tiempo es matemática y el cerebro, sobre todo, grasa. A lo mejor no hay modo humano de entenderlo.

Puede que ya no me aburra porque mi ovillo de tiempo se ha acortado y ahora parezca que las horas corren y se agotan con dos o tres cosas que haga. O puede que me haya acostumbrado por fin a estar en silencio conmigo misma. Puede que haya desarrollado la capacidad de quedarme absorta. Que después de ir probándola haya descubierto que la vida, sin más, me gusta.

Y, no sé, a veces echo de menos no tener muchas más ganas que tiempo. Un poquito. Como un antiguo borracho a la primera cerveza del día. Sentarme con toda la tarde por delante y caer en el viejo vicio del y ahora qué, maldita sea. Pero creo que esa mina se ha desactivado sola. Soy fuerte y seguiré limpia.

4 comentarios:

  1. El problema es que aburrirse es peligroso para el sistema, porque tenderíamos a ver sus problemas. Por eso buscan la manera de mantenernos estimulados las 168 horas de las semanas, para que, en última instancia, no pensemos. Ni se nos ocurran nuevas ideas tampoco.

    Suerte,

    J.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Por eso es por lo que a veces lo echo de menos: hacerme un hueco en medio de mis propias ganas para ver si se me ocurren otras nuevas.

      Eliminar
  2. Gustar!
    El texto y lo que se lee más allá. Gustar :)

    ResponderEliminar