sábado, 30 de abril de 2016

Nuestra charla allí donde sabes

 
Esta vez, si me lees de nuevo, sabrás que te estoy hablando. A ti, con tu específica combinación de nombre y apellido, elegante como la denominación científica de una planta. La del té, por ejemplo: Camellia sinensis.

Frase a frase te irás dando cuenta de que eres tú, y de que esas dos letras unidas, t+u, logran abarcar tu riqueza de modo mágico. Al principio tal vez te incomode. Se te calentará la punta de las orejas pensando si no podía haber elegido una forma de interacción más personal para decirte lo que fuera. Pero quiero creer que poco a poco la lectura dejará de ser un asunto de ojos. La forma se hará irrelevante, y ya no importará que lo que es sólo para ti pueda ser cazado por otros.

Esto no será más la botella arrojada al mar por un naúfrago, o el Patri, me gustas que cualquiera lee a vuelacoche en un puente de la autovía. Será nuestra charla delante de un café con tarta. O en esa playa perfecta que nos deberíamos estar bebiendo con la mirada, en vez de parlotear como urracas. Nos rodearán italianos demasiado bien peinados como para resultar seres humanos creíbles. Mi tarta de requesón y membrillo merecerá versos octosílabos. Te preguntarás cómo es posible ese mar turquesa mientras me escuchas. Seguiré pensando que hay pocas cosas más bonitas que unas pestañas mojadas, mientras te hablo.

Pero todo eso será sólo atrezzo. Entre tu mente y la mía habrá puentes recios, hombro con hombro, manos que se tocan. Así, desafiando a nuestras propias palabras, hablaremos de lo que significa estar solo. Nos miraremos, y en el meollo de la comunicación, sabremos reconocer que uno es uno y los demás, aproximaciones. Que la madurez es ir aceptando la soledad como una enfermedad que te acompaña hasta la tumba pero que no te mata, si te acuerdas de tomarte la medicina. Un material raro: un vacío que construye, ladrillos de aire para levantar la casa de uno mismo. Con mi soledad yo he sabido hacer: una manera de mirar arrebatada. Saberme insignificante y por tanto libre. El principio de que mi vida será valiosa por lo que sepa dar, más que por lo que de ella obtenga. Y la escritura.

Después te declararé mi admiración rendida ante los que no temen andar por el mundo sin asirse al brazo de otras personas. Los que viajan solos, van solos por el bosque, se atreven a criar solos; los que llegan a casa y están solos y a lo mejor les duele, pero no importa, porque los sentimientos no son tan significativos como lo que hacemos a partir de ellos, o a su costa.

Medio en broma, medio en serio, nos retaremos a hacer solas lo que nos asusta. Y mientras estemos en ello, nuestro puente seguirá siendo firme. La soledad, inevitable y a la vez inverosímil, esa cosa paradójica.

martes, 26 de abril de 2016

Primas segundas

 
Piensa en gaviotas. Reacciona. ¿Te ha dado un pinchazo de grima? Entonces nos parecemos en algo.

Visualiza sus ojos. Esa malicia escrita. Si repasas miradas animales, puedes inventariar: ternura, sobresalto, curiosidad, indiferencia, memez, alcurnia... O esa cosa indecible de los reptiles: un eón que te examina. Pero si una gaviota te permite acercarte a ella, ves en sus ojos algo que te pone los pelos de punta. Una veta de cruedad gratuita. Como si a todas horas se estuvieran preguntando el modo de superar la ferocidad de la supervivencia.

Y, créeme, van a dejar que te acerques. Porque las gaviotas son promiscuas. Populacheras, escandalosas, adictas a andar en pandilla. Lo más parecido que hay en el reino animal a una horda de ultras de fútbol. Me acuerdo de cuando estuve en Lagos. En el Algarve, no en Nigeria. Toda la noche tuve sueños inquietos, en aquella habitación con cabeceros metálicos y tapetes de ganchillo que podría haberme alquilado cualquier tía abuela de la Península. Gritos y carcajadas, quejidos como para componer la banda sonora de una pesadilla. Nunca había oído nada parecido: una algarabía que parecía de aquelarre. Las calles blancas y viejas del centro daban toda clase de facilidades para que los guiris se emborrachasen. En cada bar había una pizarra donde hasta un ciego podría haber leído happy hour y caipirinha. Y, sin embargo, aquella madrugada ninguna garganta de persona se atrevió a decir viva la vida. Las gaviotas celebraban su propia hora feliz, y nadie ponía un pero a si la dedicaban a matarse entre ellas y a insultarse. O a difamar y tramar venganzas contra los seres humanos.

Resumiendo: las gaviotas son en realidad gente. Morralla que chismorrea y rapiña, que te pone la zancadilla y se burla, que no te quita los ojos de encima. Parte de tu vecindario. Por eso resultan tan antipáticas: porque son el espejo en el que contemplamos rasgos poco atractivos de nuestra especie. Las gaviotas no incitan a la nostalgia. No apelan al poso de inocencia que en lo hondo de nuestro hipertrofiado cerebro conservamos de cuando fuimos animales. 


"Venecia es nuestra"
 

Ah, pero esta mañana me he acercado a Málaga por asuntos de trabajo, y allí me las he encontrado. Bajarte del coche y comprobar que el ecosistema ha cambiado mucho antes de que la mirada déspota encuentre una pista. Las gaviotas me han gritado y han volado sobre mí y se han reído, y yo he vuelto inmediatamente a un mundo de azoteas planas y antenas, ropa tendida y preñada del viento, alma blanca y oxidada. Disimulaban un poco, pero sé que me estaban dando la bienvenida.

Y yo disimulo también, pero tierra adentro las echo de menos un poquito.

sábado, 23 de abril de 2016

El olvido es mutuo

 
Cuándo piensa dejarme en paz esta vieja, piensa Carmen, mientras desmenuza la bolita de miga que se guardó esta mañana en el bolsillo. Tiene que hacerlo con cuidado: formar bolitas más pequeñas, todas las que pueda, todas bien redonditas, para que no se les atragante en el buche a los pájaros. Luego reunirlas en el puño, sin que se escape ni una. Si no, su hermana le birlará la falda cuando se la quite e irá a enseñarle los bolsillos vueltos a su madre. Mamá, mira lo que ha vuelto a hacer la niña. Y su madre pondrá esa cara de cansancio que hace que se parezca a las lagartijas. Le dirá: mañana vas tú al lavadero, Carmen, a ver si no te da asco encontrar porquería entre la ropa. Con la boca dura, porque su madre no grita para que las vecinas no la escuchen. Carmen no entiende por qué se toma tantas molestias. En su calle, y en las demás calles por encima de la iglesia, todas las mujeres gritan. Manolitooo, vete a buscar a tu padre a la cantinaa. Es que me hierve la sangreee. ¿Quieres que me quite la alpargaaata? Su madre también dice todo eso, pero ha aprendido a hacerlo sin mover los labios. Da bastante grima.

Y ahora Lucía también ha aprendido. Ya nunca le tira del pelo ni se le agarra al brazo a mordiscos. En vez de eso se pone muy tiesa, aprieta los labios y cuchichea: ya verás cuando mamá se entere. Y siempre se termina enterando. Así que no puede escaparse ni una sola bolita. Pero la vieja sigue dale que dale.

Mi hermana es que se cree que el pan nos sobra, abuela, está diciendo Lucía. ¿Sabe usted lo que hace? Pellizcar el del desayuno para tirárselo a las palomas. A mí las palomas me dan mucha cosa. Lo dejan todo que apesta. Pero si un día padre trae palomas, pues se despluman y si no hay más remedio, a la cazuela. No pongo esas caras cuando me ponen delante puchero de hinojos. La Carmen debe de pensarse que somos alguien.

La abuela no le hace mucho caso. Vete tú a saber, a lo mejor ya está perdiendo la cabeza. O sea, más trabajo. ¿A quién te crees tú que va a tocarle desvestirla todas las noches y acostarla, con lo que pesa? ¿A Carmen? ¿A su vivito retrato? ¿La única de su prole que ha heredado sus ojos azules? Qué va, esas son faenas para Lucía. Abuela, sácate las manos de los bolsillos, que luego hay que remendarlos.

Pero qué rollo de palomas y de hinojos se traerá ahora esta vieja, sigue Carmen. No escucha muy bien qué le cuenta, seguramente porque habla como si no moviera los labios. Otra, qué manía. ¿No será la tía Luisa? No, la tía Luisa tiene los mofletes gordos y los párpados de abajo le cuelgan, y ésta es un palo viejo que no tiene siquiera párpados. Vaya una cara de lagartija.

Para cuando la celadora viene a buscarlas, Carmen tiene todas sus bolitas dentro del puño, y a Lucía se le han acabado las quejas. Frente a frente en el comedor, como cada día, una se preguntará quién es esa vieja tan pesada, y la otra, que por qué a ella la abuela nunca le hace caso.

martes, 19 de abril de 2016

Ángeles creíbles

 
No, nunca creí en la posibilidad de un cielo. Puede que para tener fe en la resurrección sea necesario nacer con el gen correcto. O que mi catequista no se esmerase tanto en la narrativa de la salvación como en la del infierno. Tenía un gran talento dramático y la mente envenenada de Barroco. Describir las llamas eternas la excitaba tanto como a un bombero de baja médica. Pero del cielo pasaba olímpicamente. Supongo que, para ella, un católico recto no merecía recompensa. Quizás le parecía cutre, como una discoteca de verano o una sala de fiestas para puretas: toda esa gente conocida reuniéndose tarde o temprano, mirándose de arriba abajo en busca de algo criticable, los viejos enseñando el cotarro a los nuevos y presentando entre sí a sus relaciones: “mira, Carmen, por fin está aquí Rosa, me casé con ella después de que el cáncer te llevase, o te trajese”.

Creo que el primer muerto del que tuve consciencia fue mi abuela paterna. Confieso que en clase le eché cuento y exageré un poco mi tristeza. Que fuese una niña patológicamente tímida no significa que no se me diera bien el teatro. Puse una cara compungida tan verosímil que la catequista dio su brazo a torcer y me consoló prometiéndome que, si conseguía escapar del infierno, volvería a verla. Y ya entonces esa hipótesis me pareció muy improbable. No sólo porque fingir no me pareciera el mejor de los billetes al paraíso. Es que no le veía más que pegas. Si yo me muriese con su misma edad, ¿cómo iba a reconocerme mi abuela?. ¿Y por qué iba a querer pasarme la eternidad a su lado, si lo poco que la traté en vida bastó para asustarme? ¿Qué edad tenía la gente allí arriba? ¿Estaba lleno de viejos lastimeros?

En realidad no me diferenciaba tanto de mi catequista: ella creía en el fuego, y yo, en las historietas de Simbad el marino. El cielo era para otros: para gente con genes candorosos.

Y, sin embargo, mientras me desembarazaba de la siesta esta tarde, me he dado cuenta de que no me cuesta tanto imaginar un cielo para animales. Quizás sea porque una vez que crecen y adoptan su personalidad definitiva, nuestros gatos y nuestros perros parecen volverse inmutables. Tú cumples años y vas dejando desvíos por el camino, y ellos, bueno... Zara siempre andará en busca de piedras y las dejará a tus pies para que se las tires. Bola se tumbará cual gorda es en el peldaño en ángulo de la escalera, no importa la edad que tenga. En una vida obligada al cambio, los animales de casa nos sirven de referencia. Son la forma blanda y calentita de la confianza.

Así que ahora miro por la ventana y casi espero que las nubes adopten la forma de Vito. El gato estoico que parecía entender mejor que nadie que vivir es estar solo, y que a pesar de ello se pirraba por el jamón cocido. O la de Leo, que te miraba como queriendo decirte que en realidad era una persona encerrada en un cuerpo jaspeado. O la de Suki: nubecita recortada y mandona que nunca dejará ya de vigilar su casa albaicinera.

sábado, 16 de abril de 2016

Una de esas cosas que sé hacer sin creérmelo


Ayer. La camisa arrugada y húmeda: diez centímetros de espalda en contacto directo con la mochila. El romero está aparatosamente en flor. Después de una hora en el campo, el zumbido de las abejas se asocia con las partes más blandas de tu mente y se convierte en una seria amenaza psíquica. Uno de esos días en los que para andar hace falta estar doctorado. Bloques de piedra tirando a feroces, amontonados en la zona de rechazo de una cantera. Se trata de adelantar un pie en el vacío e ir confiando. En que tobillo y rodilla van a seguir haciendo equipo. En que el cerebro sabrá calcular las distancias de modo que, sin parar de moverte, sepa exactamente que ahí está lo sólido y ahí, la grieta, la caída, el hueso astillado. En que no habrá espíritus malignos en las piedras que a última hora las muevan. En una ilusión de estabilidad.

Ahí, a una distancia astronómica del mar en términos sentimentales, un malagueño me dice que se nota que estoy acostumbrada a andar espigones. No le respondo porque todavía no me sale hablar. Las últimas piedras las he saltado pensando. Mal, muy mal. Porque pensar es lo contrario de confiar. En términos evolutivos, la conciencia es como una brújula cuyo norte fuera el peligro. Por ahí está el daño, por ahí tienes que escapar. Y cuando estás en medio de una escombrera en pendiente, con metros y metros por detrás donde no crece la hierba, no hay escapatoria posible. Sigues adelantando un pie tras otro, pero sin inocencia ya. No eres una cabra montés, sino un humano haciendo cosas estúpidas. Pensar cuando no era necesario en absoluto. Recordar toda una trayectoria de incompetencia física.

Sorteo el último bloque y llego por fin a tierra blanda. Espigones, claro. ¿Cuántos años han pasado? Del rompeolas adonde el grupo de amigas nos refugiábamos sólo quedan tres piedras tristes que asoman en la arena como huesos. Recuerdo mañanas sin clase ni protección solar, noches después del helado. Llegabámos hasta la punta de la escollera y nos sentábamos con los pies colgando. Mirábamos el mar hasta ponernos bizcas. De día las esquirlas plateadas, de noche el caleidoscopio de la orilla. Apenas hablábamos. ¿Para qué? Hubiéramos dicho que qué aburrido, qué inútil estar ahí sentadas. El lugar se nos hacía estrecho. La adolescencia era tener demasiado tiempo y no saber en qué emplearlo.


Superviviente


Ahora entiendo que no era inútil. Había que llegar hasta la última piedra. Aprender a esquivar los huecos sin apenas mirarlos. Guardar la brújula del miedo en el bolsillo. Luego nos sentábamos y la agilidad se estropeaba. Pero algo debió de quedar. Una destreza que tengo y que sólo se ve desde afuera.

Me pregunto cuántas de esas habrá.

martes, 12 de abril de 2016

Menú a 5´50


Tienes el cráneo igual de transparente que las pupilas. Los chicos siempre me dicen: vaya par de ojos azules que tiene tu madre. Y yo he pasado de querer partirles la cara a sentirme orgulloso, a guardarme para mí el secreto de que, si los miras según qué ángulo, tus ojos en realidad parecen blancos. Pues igual tu frente. No me cuesta saber lo que estás pensando. ¿Te acuerdas en el velatorio de papá, cuando por fin me atreví a decirte que había echado la preinscripción en la Escuela de Periodismo? Pues aunque supiste poner la cara de decepción que tocaba, porque eso suponía que te iba a dejar tirada con el restaurante, yo sé de sobra que por dentro estabas haciendo palmas. Loca de contenta de que tuviera un proyecto de vida. Créeme: veo tus pensamientos como a peces en una pecera.

Ahora sé, por ejemplo, que tras la excitación de volver a poner todo esto en marcha, te angustia la idea de estar timando a los clientes. Te avergüenza tener que cobrarles por tan poco como crees que ofreces. De primero, tus famosas patatas asadas. De segundo, lomo en salsa. Nada de opciones, ninguna cosa que no se pueda preparar de antemano. Pero qué vamos a hacerle. Allá donde pisas hay una trampa puesta por tu marido. El pobre no terminaba de creerse que los proveedores no eran exactamente sus colegas. Ya habrá tiempo de pensar en pasteles salados y lechuga fresca cuando las cuentas cuadren. 


Photo of the Week, March 1st, 2016. National Geographic Creative.
Amarás a National Geographic sobre todas las cosas.


Pero no te preocupes. Tienes el cielo de tu parte. Completamente blanco. ¿Sabes qué temperatura hace ahí afuera? Dieciocho bajo cero. He estado jugando en la calle a ver qué figuras adoptaba mi aliento. Como la gente hace con las nubes. Oye, y barro por todas partes. Vamos a tener que darle un buen fregado a esto cuando todos se marchen. Porque van a venir, que no te quepa duda, y van a dejar en tu suelo la media montaña que traerán pegada a las suelas. Entrarán maldiciendo y frotándose las manos. Dirán que tienen escarcha en vez de sudor, y lodo en las venas en vez de sangre. Y cuando huelan la comida de la que te avergüenzas, ya no querrán marcharse. Cruzar tu puerta es ser perdonado de la intemperie.

Se quedarán extasiados al ver la mantequilla derretirse, como si la menor demostración de calor les pareciera un milagro. Las feas patatas les traerán recuerdos de hogueras de hace muchos años, noches de historias de miedo, excursiones por el río en las que empezaron a actuar como hombres. Y las nueces de tu carne en salsa... Sabes que todo el mundo tiene un nogal en su parcela. Es como el protector de la casa. Todos llevan en sus cromosomas un mantel de hule y unos granos de arroz en el salero. Tu cocina es la de toda madre y toda abuela.

Todos te guiñarán un ojo en broma cuando les traigas un café y el pedazo de tarta. Han sido sus mujeres las que te han regalado calabazas y manzanas para hacerla. Todos preguntarán como caballeros viejos si la reproducción de Vermeer en la pared es tu retrato.

sábado, 9 de abril de 2016

¡Funciona!

 
- Hay que ver el corazón, qué traicionero – dice – estás tan tranquilito durmiendo, y de repente...

Todo lo contrario, respondo. Hay que ver qué profesional y qué fiable. Los infartos son incidentes puntuales en una trayectoria impoluta. Latir, bombear, latir, contraerse y dilatarse, latir sin descanso, sin vacaciones ni días de asuntos propios. Mientras la conciencia se esfuma durante el sueño, y el sistema digestivo espera al siguiente turno, y las hormonas dejan de hacer sus piruetas un rato. Mientras ves en el sofá un par de capítulos de una serie, haces la compra o lloras picando cebolla; mientras cagas, te duchas o te desenamoras. Mientras se te ocurre que la vida humana probablemente sea un poco absurda. Desde que eras un embrión de cinco semanas, un gusano alienígena sin cabeza, hasta el the end de tu película. Todas las horas de todos los santos días. Y soportando suspicacias, encima: ah, el corazón, qué inconstante, qué poco cabal, qué caprichoso. "Adónde me llevas, corazón mío, ¿por qué nunca te conformas?" Cuando es todo lo contrario. Pom pom pom, tú quejándote de tus 35 horas semanales mientras él trabaja como un chino; pom pom pom, tu órgano más maquinal y monótono.

Apoyada en la pared del pasillo, sufro uno de esos ataques de pasmo tan intensos que parece que no van a dar paso nunca a la alegría. Estar vivo, tío, qué cosa. Todo eso funcionando ahí adentro, de forma autónoma y a su antojo. Da susto. Dentro de un instante tocará maravillarse y dar las gracias, pero ahora, joder, riñones, pleura, meninges... 

En la sección de Cardiología del hospital, los médicos se mueven a toda velocidad haciendo ondear sus batas como supermanes. Un par de atildados visitadores zumban alrededor suyo: nunca te fíes de hombres con zapatos de punta larga y cara más suave que la tuya. Enfermeras de todos los tamaños y grosores, todas elegantes en sus pijamas. Gente que se gana la vida escudriñando y arreglando cuerpos, apaciguándolos si no pueden otra cosa. Gente capaz de visualizar el mecanismo y de descifrarlo. Y a pesar de ese conocimiento, sigue charlando y se ríe, y bebe café de máquina. Si yo supiera lo que ellos, creo que perdería el juicio.

Pienso a menudo que en una de mis vidas alternativas más creíbles podría haber sido médico. Hoy en cambio agradezco no conocer los detalles de cómo  la vida se mantiene a sí misma. Prefiero quedarme con las ideas generales. Mirar los cuerpos que quiero con más fe que ciencia. Las orejas de mi padre están suaves como siempre, rosadas y calentitas. Su sangre le sigue siendo fiel, andando como puede por sus circuitos. Esta tarde al menos elijo no ser consciente del trabajo que le cuesta, ni de las zancadillas que puede encontrar en su camino. Lo que ahora toca es maravillarse.

miércoles, 6 de abril de 2016

Volver a lugares de los que nunca te has ido


Había una casita en medio del bosque que hace más de diez años amenazaba ruina. Así al menos la viste mi memoria, y ya sabéis cómo trabaja esta furcia: cómo traviste, cómo maquilla, cómo dramatiza la cosa. Mi cuerpo no ha vuelto al lugar desde entonces. Los ojos de mi cara no han visto si se ha combado alguna otra viga, o si el techo ha cedido del todo, y una hipotética colonia de murciélagos ha tenido que volar con lo puesto como criaturas de Siria. Pero los ojos de adentro sí han visto, y para ellos todo sigue tal y como estaba. Renqueante y desconchado, pero en pie y con el corazón indemne. Tengo unos ojos miopes pero enamorados.

Vuelvo allí cuando no funciona ningún otro truco para dormirme. O cuando me puede el síndrome de abstinencia de clorofila. Siempre hay sol en mi imaginación, como aquel primer día. La cronología del flechazo se repite. Ahora ese juego hipnótico de luces y sombras. Ahora el olor condenadamente dulce de los brezos, como de siesta infinita. Ahora algún bicho volante: un abejorro, o una de esas mariposas pequeñitas que le escamotean al mundo su preciosa espalda lila. Una curva a la izquierda, y entonces. Ah: el árbol más guapo del mundo, o quizás no, pero cómo olvidarlo a partir de ahora: la robusta delicadeza, su silencio franco, la transparencia, el verde de otro planeta. En cuanto abandono el camino y me meto bajo su copa, sé que en adelante, si la desolación me cerca o la ausencia me da zarpazos, encontraré un resquicio y un punto por donde vadear lo oscuro. Un espacio de confianza. Miro hacia arriba y sé que la alegría es una buena estrategia.

Y junto al árbol está la casita. Puede que el bosque la haya ido reclamando a lo largo de los años. Es el único cambio que introduzco: los varios tipos de verde que la acorralan. Con el tiempo lo vegetal siempre le gana el pulso a lo humano. Pero ahí sigue, y ahí quiero entrar de nuevo, a escuchar cosas, como si fuera posible hacerte pequeña y entrar en una caracola. A respirar un aire que aunque reciclado un millón de veces por las hojas, quizás todavía sea el mismo que infló el pecho de otras personas. Gente que mamó bosque, y lo aborreció, y ya nunca tuvo paz si se marchó a esos lugares donde la vida se organiza en líneas rectas. Trato de revivir a esta gente. Un guarda forestal quizás, soberano en el monte, con la gorra entre las manos sudadas si había que bajar al pueblo. Un ángel para algún maquis o un asqueroso chivato.

Pero no escucho más que el frufrú de los árboles y zumbidos. Nadie viene a visitarme, pero no me siento sola en absoluto. Tengo ese resto de aire secreto en mis pulmones. Me voy volviendo verde poco a poco. Miro al árbol más guapo del mundo por un hueco sin cortinas ni cristales, y no tengo ya tan claro que haya un adentro y un afuera. Sé que puedo irme si quiero. Ya no hay desvelo ni síndrome de abstinencia.

domingo, 3 de abril de 2016

Universo Marvel


Paro en un semáforo y miro por la ventanilla como si quisiera hacerle pagar a la ciudad mi hambre, y mis ganas de llegar a casa, mi fastidio. Entonces vuelvo a ver a ese revoltijo de ángulos imposibles. Y me avergüenzo de mí misma. Mira a ese hombre, tatúatelo en la mente, me digo. Mira cómo sale al mundo y se mueve a pesar de que hacerlo debe de suponerle un suplicio. Sujeto a un andador que probablemente juegue un papel más importante en su vida que su propio bazo. Andando de puntillas como un títere. El cuello tronchado, la vista ya para siempre anidada en su hombro derecho. Dios, el tirabuzón de la espalda. Y esos pasitos que desafían a los académicos de la Lengua a proponer nuevos verbos. Andar, pasear, caminar, deambular: no son lo bastante precisos.

Contemplo a ese hombre con los restos de empatía que han sobrevivido a una jornada de trabajo y pienso en lo fácil, lo justificado que estaría si no volviera a salir nunca de su casa. Oh, vamos, si ir del sofá al cuarto de baño en ese estado ya merecería un poema épico. Pero ahí está él, en la calle y no en la cama, hecho un pincel con sus pantalones de pana y sus zapatos. Lustrados zapatos de cordones en lugar de zapatillas. Un aura invisible de amor y cuidados. El tiempo que tarda un semáforo en pasar de rojo a verde no le da para cruzar el ancho de mi ventanilla. Sus metros, mis kilómetros. Llegar a la esquina de la calle debe de ser para él lo que para mí ir andando a Málaga.

Este sí que es un héroe. Sin disfraz ni especialistas para las escenas complicadas.

Este, y la vieja ciega que va siempre mirando al cielo como si un dios le contara chistes, mientras la que empuja su silla de ruedas respira con desgana. Y la pareja de sesentones que se da el lote en un banco con una pasión que deja Los puentes de Madison a la altura del telediario. Y los autillos, que pesan lo que un paquete de gusanitos, y que después de cruzarse media África aquí están de nuevo, anunciando obsesivamente el buen tiempo con su canto de submarino. Y los trabajadores de los retenes contra incendios. Y mi tía, que emplea horas de vida sin cuento para hacer de la ciudad un lugar menos hostil a los gatos. Y mi madre, que dobla montañas de ropa y prepara paquetes de comida.

Y todas las personas y criaturas que hacen de la vida una cosa de película. Un cómic de la Marvel.

Y Andrew Bird, que da puntadas de hermosura como para vestir a todo el planeta.