sábado, 31 de agosto de 2013

Yo soy mis pies, y no mucho más


Lo estudio en busca de historia y señales. Se han portado como soldados valientes y me gustaría verlos condecorados. Maduros, robustos, un cuadro de vigor hecho de nervio y de carne. Quisiera que mis pies llevasen las huellas de mi viaje. Pero me parecen los mismos de siempre: tostados igual en agosto que en marzo, un poco de bebé en la sucesión de dedos progresivamente tímidos, y con algún que otro recuerdo mezquino de magulladuras donadas por zapatos impíos. Ni rastro de las trochas endemoniadas que han pisado; de la grava que parecía querer dejar en ellos estigmas; del agradecimiento con que saludaron cada tramo mullido de hojarasca; del alivio cuando los metí en el agua gélida de un torrente recién nacido, tan anestésica que daba miedo olvidarse del dolor y terminar sacándolos muertos. Intactos, mis pies. Como si no hubieran subido hasta el mismo mentón de las montañas. Como si después de que su cuentakilómetros haya crecido cerca de una centena, no supieran que las medidas pirenaicas son una cosa inefable, situada más allá de cualquier estándar.

Y, sin embargo, qué manera bendita de andar, y qué insaciables. Cuando uno encuentra que se le da bien lo arduo, ya no puede dejar de acometerlo con sumisión y alegría. Ahora, a mis pies farsantes les está contando un mundo volver al letargo asfáltico de la ciudad. Intuyo la Sierra detrás de un turbante de nubes, y mis tobillos caracolean y crujen como dedos de matones antes de que empiece la pelea. Quiero volver a hacerlo, calzarme esas botas con las que nunca siento un dolor abyecto de lumbares, y quedarme sin aliento a los primeros compases de la marcha. Quiero volver a escuchar claramente mi corazón, y comprobar cómo a cada paso la mente se va desbrozando.

Desde luego que no sucede a la primera. Hace falta mucho desnivel y mucho sudor para alcanzar ese punto de inflexión en el que las cosas empiezan a verse más claras, las pocas cosas que sobreviven cuando la pendiente es lo bastante pronunciada como para que no se te ocurra desperdiciar oxígeno y glucosa cavilando en chorradas tales como tu papel en el mundo o tu expectativa. La marcha no te transforma místicamente al primer paso, como muchas criaturas amamantadas y uniformadas en el Decathlon pudieran pensar al atarse las botas. Ni siquiera te transforma: la marcha feroz te deja en bragas. Así de simple. A solas con tus limitaciones y tus capacidades. El esfuerzo es un espejo severo que informa del tipo de persona que eres. Sin malinterpretación ni juicios subjetivos ni falsificaciones. Te limpia el maquillaje, y desmonta las imágenes acusadoras o benevolentes que llevaste contigo a la montaña.

La cosa sucede más o menos así. En los primeros repechos se te cae la media sonrisa, seguida muy de cerca de la fanfarronería. Al empezar eras consciente de que no estabas en un punto álgido de forma, pero, amiguita, ¿a qué es duro darse de bruces con la realidad de que, en vez de articulaciones y músculos solventes, no tienes más que bayetas? Se continúa en la cuesta por orgullo. Llevas unos pocos y risibles cientos de metros, y un par de jubilados con zapatillas de tenis está respirándote en la nuca. Empiezas a cuestionarte los nombres de las cosas: senda es una forma indulgente de llamar a esta hilada de bosque mal desbastado en la que apenas cabe un pie tras otro, a este risco resbaladizo, a este puñado de anoréxicas raíces. Reto es un apodo de la petulancia. Una revuelta, otra, otra. Procuras ser disciplinada, y no mirar hacia arriba. Gente que te adelantó hace unos minutos está ya a la altura de la azotea de un bloque de trece pisos. Pero la marcha te enseña que no eres disciplinada. Ni mucho menos. No haces más que medir con los ojos y con el desaliento un desnivel que ni por asomo parece que vaya a aplacarse nunca.

Pero subes, subes, y subes, y entonces ves reflejada tu verdadera figura en el espejo del esfuerzo. Y te guste o no, lo que ves es que tienes una escasa tolerancia al sufrimiento. Que el no siempre va por delante del sí, todavía: muda o graznando, no haces más que lloriquear que no puedes. Estás a merced de la anticipación, pese a todas tus amables y vigorosas construcciones mentales. No vas a poder con el repecho. Va a descargar la tormenta perfecta, y la entrecomillada vereda se va quedar tajada por dos torrenteras. No vas a encontrar un escondite donde cambiarte de tampón. Te vas a empapar de sangre. ¿Eras tú la que ya no se acordaba a la mínima del cáncer?

Eso te enseña la montaña. Que eres quejica, comodona, y que tienes una creatividad un tanto delirante para rastrear todo tipo de amenazas. Y que al final, por mucha aversión que demuestres a la subida, y por mucho que desconfíes de ti misma, tienes fuerza y tenacidad suficientes como para llegar hasta arriba, soltar todo ese lastre y seguir caminando. Aunque luego tus pies pasen de corroborarlo.

Y después...

viernes, 30 de agosto de 2013

Microparaísos

El pueblo lo tiene todo para enamorarnos. Un puñado de casas con líneas de simplicidad rigurosa. Una atronadora ausencia de materiales plásticos. Matas de judías que aspiran a colonizar los espacios libres. Gente que dice buenos días sin que lo dicte la publicidad de ninguna oficina de turismo. Muy poca gente, en realidad. Gallinas que se apropian de las calles con un descaro envidiable de taxista. Un alrededor en el que se codean la dulzura vacía de los pastos y una lujuria de árboles que a la vez tutelan e incitan. Hay vacas. A qué desalmado no le gustan las vacas, y hay gatos; no hace falta añadir nada. Hay de vez en cuando flores entre el pavimento empedrado, y muretes de piedra ciñendo las veredas de salida. Y montañas a la distancia justa: lo bastante lejos como para no pesar sobre el corazón y la mirada; lo bastante cerca como para mantener viva el hambre de nuestras piernas.

Me gusta también que el monte casi quiera asomarse a las ventanas. Hay una casa en particular, una de las que componen el quebrado perímetro. Tiene a ras de su fachada trasera un herbazal de revista, una mesa para comer al aire libre, un fresno que le da sombra y que nadie ha necesitado plantar. Es una concesión del bosque, una avanzadilla. Junto al murete ridícula o candorosamente bajo por el que espiamos alguien sí que plantó unas matas de frambuesa. Tal vez un retoño de las silvestres que me hicieron gritar de lujuria en la excursión que hicimos ayer. Hay una, solo una maravillosa frambuesa de seda que no soy capaz de respetar. Jose me lanza una cómica e inservible mirada de censura. Sabe perfectamente que yo habría sido capaz de vender el Paraíso hasta por una chufa que colgase de huerto ajeno.

Y con el paraíso es con lo que él compara este sitio. Quiero quedarme a vivir aquí, dice, completamente honesto durante el tiempo que dura la frase. Y a pesar del sabor a beso suave de la frambuesa, a punto está de ganarme la melancolía. Porque hemos repetido esa misma frase tantas veces que parece que llevamos colección. Hemos querido quedarnos en mil lugares cuyos nombres confundiremos en cuanto pasen los kilómetros y los días. Nos hemos posado como abejas caprichosas y nos hemos ido zumbando a libar en otros valles y otros arroyos y otras montañas. Siempre hemos pronunciado, igual que ahora en Oto, o esta tarde en Vió, o pasado mañana en Escuaín, ah, qué paraíso, un poco frívolamente, como turistas incapaces de formar en su mente la imagen de un invierno salvaje, con árboles desplumados, y frío y soledad en las entrañas, y fruta madura como la más irrealizable de las fantasías.

Pero el viaje me vuelve física y maciza. Los ojos, las tripas, los pulmones, la sangre se me van llenando de árboles, sin que me sature nunca, sin que quede un hueco vacío. La pena por la acumulación de postales que se despistarán en la memoria es una muletilla oxidada del pasado: no hay espacio ya para la nostalgia por los lugares en los que nunca llegaremos a quedarnos. Es verdad que esos paraísos donde nunca sonará nuestro despertador sólo existen en los cuentos que nos contamos los lunes que siguen al fin de las vacaciones. Pero también es verdad que podemos toparnos con microparaísos en los que alojar y mimar los presentes sucesivos. Lugares que nunca se verán contaminados por la anticipación de un futuro crudo y realista, y que se diluirán sin dolor en un pasado imparable. Lugares donde, por un instante, nos quedaremos para siempre. 

 
Esta postal de Oto ya ha sido recepcionada en varios teléfonos, pero las de Vió tienen sombras inexplicables e ineditables


sábado, 17 de agosto de 2013

Un equipaje ligero para la montaña


Cuando lo he acabado todo, ya no hay plomo en el cielo. Miro por la ventana, y ahí está, el acostumbrado aire como un aliento de horno; las formas espachurradas del ciprés y las casitas del Barranco del Abogado; la amenazante ausencia de colores por encima de la cabeza; y al fondo, el temblor casi desértico de una Sierra que se ve más de mentira que nunca. Pero ni rastro de la electricidad de hace un rato, cuando parecía como si el cielo se hubiera cubierto con uno de esos desgraciados impermeables del peor plástico con que a veces los guiris pretenden convencerse de que no está diluviando en Sevilla. Olía ya a tormenta, a pueblo y a infancia, un aroma perfectamente discernible que siempre me pone en medio de grandes portones metálicos, calientes como planchas, y de calles sembradas de cagarrutas de oveja y de cabra; de cielos que son una Capilla Sixtina, y siestas en las que hasta el libro de aventuras suda entre las manos. En medio del pueblo de mi madre.

Así que a alguien se le olvidó cumplir la promesa de lluvia. Adiós, desahogo. Adiós a esa vieja sensación de estar asistiendo a un prodigio. Pero no me preocupa, porque ya está listo mi equipaje. Comprimido en la mochila, esquematizado hasta lo abstracto. Un par de pantalones arrastrados y tres o cuatro camisetas que lo mismo valen para perder el rumbo entre hayedos un poco ariscos que para mirarse de reojo en los escaparates de panaderías francesas cursis y adorables. La felicidad hecha e-reader, porque está comprobado que la lectura después de una ducha ganada a pulso alivia el palpitar de los pies magullados. Una bolsa isotérmica propia de domingueros con la que nos dará vergüenza desfilar por la recepción de hasta el más rústico de los hoteles. Un botín de latas de caballa, de paraguayas y de ensalada de garbanzos que comeremos mañana en algún punto en medio del vacío del mapa, a no menos de treinta y cinco grados, y en rima perfecta con el alucinado paisaje mesetario. Barritas de cereales muy, muy pijas, por si vuelven a repetirse los Drama-Desayunos del año pasado, cuando a punto estuve de ser enterrada en un ataúd de pan blanco asturiano. La cámara de fotos, el boli y la libretita, en caso de que me acuerde de cómo se hacía para escribir a mano.

También una impresión ambigua, a medio camino entre el pesar y el regodeo, de estar traicionando el hábito de la escritura. La misma pueril corazonada de antes de todos los viajes que me lleva a confiar en que voy a salir de ellos cincelada, desbastada del material sobrante, corregida como a un primer borrador de mí misma. La esperanza de que cada paso dado por veredas sea una gota añadida al depósito de vitalidad. Y aunque al final no haya llovido, ni se haya amortiguado este polvo de las calles que parece envasado al vacío, también echo a mi equipaje una cosa que daba por sentada antes, cuando aún era la niña que creía seguir leyendo un libro fantástico si en agosto llovía en el pueblo, y que ahora me despellejo a diario por conservar: la fe obtusa en que tengo toda la vida por delante.

jueves, 15 de agosto de 2013

También a mí se me van cerrando los ojos


La panadería donde hacemos acopio de barras con el culo tiznado de ceniza. La frutería un poco pija donde envuelven uno a uno los melocotones en un papel marrón que recuerda a la II República, y donde te roban años de vida al cobrarte cinco euros por un solo mango, aunque luego te sean devueltos por duplicado, porque la carne de un pasional amarillo, y el jugo que te chorrea por la barbilla, eso es lo que Jesucristo debió haber enseñado a sus discípulos a compartir en misa. El bar del barrio que nos ha hecho adictos a las mini-hamburguesas rematadas con un huevo de codorniz. Los bares que pululan como electrones alrededor del edificio de la Junta, donde ya han memorizado lo que cada uno necesita para tirar de los dos tercios siguientes de la jornada. Todas las tiendas de ropa que se hacen llamar boutiques, y cuyo surtido de longitudes a media pierna, de graciosos volantitos y de cremalleras a la espalda trae a la revoltosa memoria la tipografía con que se anuncia la marca Tena Lady. Oportunamente, los contados locales de repostería más o menos fina, y la cueva de Alí Babá de los bombones que pone a prueba mi dudosa templanza. Las peluquerías donde nunca jamás volveré a meter los rizos, y las que puede que reciban una segunda y desesperada oportunidad. Las zapaterías en cuyos escaparates languidecen sandalias de esparto que tal vez ya no puedan engancharse al ciclo voraz del consumo, y que te miran con ojos de perro feo condenado a la perrera. Las dermatólogas que deberían estar aquí para distinguir si lo que tienes en el muslo es un melanoma o una inocente pupita.

Todo cerrado. Todo en suspenso hasta que lleguen los últimos días de agosto, tan aturdidos.

Paseo por las calles, no, acarreo por las calles el peso muerto en que el calor ha transformado mis piernas, y me inquieta este aire de abandono precipitado, este paisaje para distopías de un catastrofismo no muy vistoso. Las calles comerciales parecen los restos de una desbaratada fila de hormigas. Poca gente, pocos clientes, pocos de esos mirones que a lo mejor beben de los escaparates la heterogeneidad y el cambio que casi ya no esperan de la vida. Y muchas, muchas persianas metálicas echadas, como párpados de elefantes, mucho gris y mucho mutismo, y una nota baja y sostenida de rabia contra un mecanismo cotidiano que de buenas a primeras se para, aunque en absoluto me sea imprescindible, aunque su bulla habitualmente me abrume. Vale que la ciudad parece hechizada por esas sirenas invisibles que son las cigarras, y que es como si no fuera a recuperar su movimiento y su música naturales hasta que algún forastero no se presente a sus puertas con la resolución de cierto acertijo. Pero también parece como si mucho más de la mitad de sus habitantes hubiera firmado un pacto a tu espalda, y se hubiera ido a celebrar una fiesta sin avisarte.

Hay esa tirria, sí, y también un ramalazo de afecto. Las fachadas asoman tímidamente su ser sin el aparataje del comercio, y el Paseo de Salón, en la primera hora criminal de la tarde, se traviste de sendero en el bosque. Las copas de sus árboles altos y casi siempre mimetizados con el mobiliario urbano se tocan, en un túnel irreal y amable que te convierte en el minúsculo personaje de un cuadro impresionista. Y perdiendo la cuenta del número abrumador de escaparates ciegos, percibo con agudeza de cuántas maneras sabe hacerse necesaria la gente, y cuántos vínculos fugaces se establecen entre mi tiempo y el tiempo enigmático de la panadera, el frutero, el peluquero y el médico.

Quién sabe, a lo mejor también yo, cuando mañana o pasado o el lunes cierre por vacaciones esta persiana metálica, habré sabido hacerme humildemente necesaria. O a lo mejor no. A lo mejor a la vuelta no me tocará más que reabrir y darle un nuevo aire al escaparate, porque puede que este ciclo interminable de quietud y arranques sea de lo poco que uno precisa para mantenerse con vida.

martes, 13 de agosto de 2013

No me llames bloguera, llámame Lola

 
A veces pasa que la compañía de ciertas palabras empieza a empalagarte. Las escuchas de boca de otras personas, y en secreto te abochorna que las asocien contigo. Los demás las pronuncian como si te guiñasen, en un pequeño acto de complicidad ante el que no cabe más remedio que responder con una sonrisa de labios apretados, acogotada. Te repelen un poco, y eso te avergüenza, poque son palabras demasiado familiares, y si las consideras objetivamente, te das cuenta de que sólo tienes cosas que agradecerles. Te comportas con ellas como un crío que ya no soporta que sus compañeros de clase vean cómo su madre lo espera a la salida de la escuela. O como la esposa que ha empezado a considerar un poco cargantes las atenciones y gracietas de su siempre intachable esposo. Te provocan rechazo, y casi al mismo tiempo, ganas de pedirles perdón y de confesarte.

Supongo que ya he creado suficiente tensión narrativa como para seguir posponiendo la confesión, ¿no? Pues bien, a mí últimamente ese rechazo me lo provoca la palabra blog. Crujir de dientes. Sonrisa de labios apretados. ¿Hay entre el público algún cura que me dé la absolución?

Quiero creer que no es el contenido de la palabra lo que me crispa, ni tampoco su pronunciación indudablemente ridícula y foránea. Es cierto que podría haberse escogido otra más intuitiva, más amable, yo qué sé, cuaderno, diario, álbum, bestiario. Y es cierto que mi rechazo no tiene nada que ver con un distanciamiento real del formato que uso para publicar lo que escribo. A mí hasta la fecha me vale, y espero que a los cuatro gatos que me leen también les valga. Dentro de unos dos meses esta criatura cumplirá tres años, y aunque sigo echando de menos una dosis mayor de reciprocidad, todavía no me he cansado de jugar con las variaciones de textos de tamaño módico y sesgo personal que esta herramienta permite. Creo que su heterogeneidad un poco veleidosa, y la ligereza con la que se presta al salto de mata, al apunte no demasiado ambicioso, y a la consolidación del huidizo instante, la hacen especialmente adecuada para talentos un tanto erráticos. Pienso en todo lo que he ganado desde que echó a correr este coche, este medio de transporte de mi propia expresión: perseverancia, atención, solidez. Implicación, instantes de conexión mágica, farra. Cohesión de mis partes disolutas, refugio. Alegría. Repaso los hitos de este viaje, y el mapa de carreteras de los lugares donde aún no he llegado, y el sentimiento que aflora, por encima de la satisfacción o de la sorpresa, es el de la ternura.

Y sin embargo... Hace unos días, Jose leyó uno de mis post, minutos antes de que lo publicase. Levantó la vista de la pantalla, me miró con ojos chispeantes y me dijo pequeña, tienes que empezar a escribir. No sé lo que esperaba, pero desde luego que mis ojos chispearon tanto como los de una pescadilla del Mercadona. ¿Escribir?, repliqué, con una perplejidad de lo más distinguida, ¿y qué se supone que es lo que hago? Bueno, ya me entiendes..., dijo él, con su más lograda cara de tierra trágame. Y sí, lo entendía. Perfectamente. No me costó demasiado traducir su comentario como ¿cuándo vas a dejar de vaguear con el blog, y te vas a dedicar a cosas de más enjundia?

Y ahí estaba en su boca, la palabra blog, encendiéndome otra vez las orejas. Enturbiando ella misma su propio significado. Convirtiéndose en la médula de la creación. Y no se deber olvidar que un blog no es más que un instrumento. Es como si al que usa cuadernos Moleskine se le llamara moleskinero. O como si al cirujano se le llamara bisturicero. Pero claro, no es difícil hacer la asociación: usas la plataforma blog, ergo eres bloguero. No escritor. No tienes mucha seriedad. No tienes profesión.

Y, bueno, yo no voy a reclamarle al Estado que en mi DNI aparezca el oficio literario. Pero, no sé, a mí me parece que a las acciones hay que nombrarlas con su nombre más sencillo, y yo, francamente, escribo. No blogueo. Escribo. Escaneo el mundo en pos de un motivo. Trato de que la realidad me atraviese y de llegar honestamente al fondo de su naturaleza. Busco la palabra que encaja. Persigo la musicalidad. Releo, corrijo, desmocho y reciclo. Escribo. Cuando me voy al dormitorio con el portátil no digo ea, que me voy a poner a bloguear, no estoy pa nadie. Cuando mi madre me llama y pregunta hija, qué haces, yo no respondo pues aquí, blogueando un rato. Cuando hago alguna tímida prospección imaginativa al futuro, no veo colgando de mí la etiqueta bloguera.

Es una cuestión así de melindrosa y de sencilla: la palabra blog me incomoda porque camufla el hecho desnudo de la escritura.

domingo, 11 de agosto de 2013

Peregrinos (IV): Un dilema


Eso no creo que pueda llegar a hacerlo. 

 En serio. 

 Y no es coquetería, como la ceja levantada de Bíber parece insinuar cuando hablamos de ello. Ya sé que lo he dicho muchas otras veces, antes: no creo que pueda hacer esto, no creo que pueda hacer aquello. A lo mejor ni siquiera he usado palabras para expresarlo: simplemente me he ido a mi rincón, y allí me he hecho un ovillo. No puedo salir fuera de la caja donde nos han metido a la fuerza. No puedo subirme al tejado. No puedo mirar ahí abajo, donde pululan los Gigantes. No puedo, de verdad que no puedo, es imposible que yo salte del tejado y consiga volar. Y luego siempre terminaba pudiendo. Ahora temo que esa serie de mis dudas y mi resistencia y luego de mis tanteos se ha repetido tanto que cualquiera puede entenderla como una especie de función teatral que escenifico para obtener protección y aliento. Funciona así: Lento dice soy incapaz. Pit Bull replica no digas tonterías. Lento contesta: de verdad, no, no puedo. Mi Hermano gorjea: cómo que no, Lentito, míranos a nosotros, si todos podemos. Lento se atreve a añadir, con la voz arrastrada de tristeza: a lo mejor es que yo no soy como vosotros. Bíber arquea su elegantísima ceja, y puede que hasta se digne a musitar algo que todos tenemos que hacer esfuerzos activos por entender, algo que a mí me suena como no eres tan especial, Lento.

Y lo peor es que tal vez no haya otra alternativa. Me estoy muriendo de hambre. Y si me escuchara, ni siquiera Bíber se atrevería a levantar la ceja. Porque esto no lo confieso. No quiero depender de las sobras de Pit Bull por completo. A veces llega de sus batidas con algo entre las manos, y lo deposita en mi rincón, sin mencionar nada, con una delicadeza que nunca habría supuesto que tuviera. No quiere avergonzarme. Mi Hermano también me ofrece parte de la comida que él se ha conseguido. Fresca, brillante de sangre templada, palpitante todavía. Aterriza a un paso de donde estoy posado, lee al vuelo mi mirada famélica y me echa a los pies lo que trae. A que te apetece un poquito, me dice. Yo contemplo lo que ha traído, y el deseo feroz por poco no le gana al corte y a la repugnancia, pero no, le digo, gracias, ya he comido. Y así es cómo me voy quedando en los huesos. Ellos lo notan, por supuesto.

Y yo... En realidad podría soportar el hambre, y el cansancio, y a veces hasta el delirio. De hecho hasta me agradan esos episodios próximos al amanecer, cuando me siento tan consumido que intuyo que dejarme caer del tejado sería la solución más sencilla y más dulce, y cuando las imágenes de los Padres empiezan a adueñarse de mi mente, y la Gente Grande me mira con ojos redondos y habla, y de su cháchara incomprensible, a mí me parece entender algo. Me dicen que no me preocupe, que ellos no van a permitir que me muera de hambre. Y entonces es cuando salgo de mi trance con el estómago lleno nada más que de esperanza. El cielo se ve ya amarillento y rosa y hasta verde, y los vencejos vuelan alegres, como dibujando para mí sonrisas de agradecimiento. Bajo del tejado, me dirijo al rincón donde antes nunca dejaba de aparecer la comida. No levanto apenas la mirada del suelo, porque me puede la idea supersticiosa de que la comida desaparecerá si la miro. Y se ve que miro siempre, un instante antes de tiempo. Porque sigue sin haber nada. Como la noche anterior, como a lo largo de todo el día previo. Como viene sucediendo desde hace cuatro, o cinco o cincuenta mil días. Nada. Ni siquiera las hormigas.

Las primeras veces podía soportarlo con algo de aplomo. Supongo que los Lentos del mundo, por mera cuestión de supervivencia, no somos tampoco de mucho comer. Y además tenía a mi disposición una droga poderosa, una anestesia que tenía más sabor y me daba más energía que la comida más nutritiva del mundo. Es cierto que tenía también confianza en que las cosas volvieran a ser como antes, en que tarde o temprano el pequeño desperfecto ocurrido en nuestro bien engrasado mundo se solucionaría. Pero sobre todo tenía mis alas. No demasiado robustas. Sin una gota de la potencia de Pit Bull, o la agilidad de Mi Hermano, o el garbo de Bíber. Pero aptas para el vuelo como las de cualquiera. Yo contemplaba el sitio de la comida vacío, miraba a los otros, si es que estaban, y ellos me respondían con un encogimiento de hombros. Y a pesar de la desagradable sorpresa, y del temor y de la rabia, también yo terminaba encogiéndolos. Porque podía subirme al tejado, y dejarme caer, dulce, muy dulcemente, y entonces, cuando el juego se ponía serio, podía dar un par de precisos aleteos, y así empezaba a subir. A subir. A subir. Y cuando llegaba tan arriba que el aire se volvía duro y picante, adoptaba esa postura que al bueno de Pit Bull le costó sudores de sangre enseñarme: me volteaba a duras penas, pegaba las alas al cuerpo y me dejaba caer en picado, boca abajo. Y todo se derretía: las formas familiares que casi no podía distinguir desde aquella altura, y mis recuerdos, y la separación de los Padres, y el miedo a todas las cosas grandes e inciertas de este mundo, y mi propia sensación de ser un Lento y un inepto, y yo mismo, y el hambre. El cielo rugía en torno a mí, las bandadas de vencejos se deshacían a mi paso y las palomas perdían el culo por quitarse del medio, y eso me hacía tanta gracia que casi se me desbarataba la postura de la risa. Entonces dejaba de caer, y revoloteaba como quien silba, y si ningún pájaro impertinente estaba mirando, intentaba practicar alguna pirueta. Luego me iba en pos de alguna de esas palomas fugitivas que, ahora sí, venían tímidamente a mi encuentro, y todos fingíamos que las perseguía. Todos sabíamos que aquello era un juego. No voy a decir que fuerámos amigos, ellas, yo y los vencejos, porque eso sonaría un poco ridículo. Pero, aunque no hubiera comido, el cielo era todavía un recreo.

Ahora me siento tan débil que no puedo abrir siquiera las alas. Nada me evitaría perder la partida, si me dejara resbalar tejado abajo. Es cierto que dejaría de tener hambre. Pero también dejaría de experimentar el gozo sobrenatural de volar. Así que es cierto, puede que no haya otra alternativa. Puede que tenga que echar mano otra vez de un valor que no tengo. El suficiente para elegir entre morirme o ser capaz de matar a una de esas palomas con las que hasta hace poco, en otra vida, tanto me gustaba jugar.

viernes, 9 de agosto de 2013

Posos

Llevo un buen rato mirando la montaña. Es masiva, ni majestuosa ni muy elegante, de un gris contagiado del celeste del cielo. Un puñado de bolas de papel arrugado. Encinas como la que me da sombra escalan casi hasta arriba: ahora en lo que pienso es en una nariz prominente asomando por encima de una de esas mantitas rústicas de viaje. Cada cinco minutos me veo obligada a cambiar de perspectiva, porque algo en mi olor parece atraer poderosamente a las avispas. Me asedian, zumban en torno a mí con furor de paparazzi. Yo practico mi tolerancia pacifista hasta que ya no puedo más, y entonces me muevo hasta la sombra más cercana, confiando idiotamente en que las avispas no van a acordarse de que las alas les sirven para otra cosa que para ponerle una banda sonora desquiciante a mi tarde. Y con cada nuevo traslado descubro una nueva faceta de la montaña. Miro por aquí, miro por allí, miro por acá, pliegues, dentelladas en la roca, recovecos, planos desnudos, cada árbol tan peculiar como una persona, y vuelve a maravillarme lo inagotable que es el banquete de realidad disponible para oídos, nariz y ojos.

Miro intentando absorber el paisaje, guardar una miniatura dentro de mí como si mi memoria fuera algo tan accesible y sistematizado como el sistema de carpetas de Windows. Y, sin embargo, dentro de unas pocas horas, qué digo, dentro de unos minutos, todos los ángulos de la roca y toda la exuberancia estructural del mundo se habrán volatilizado. Sin dejar siquiera una huella. Tendré que conformarme, como mucho, con el olor de una huella.

No voy a negarlo: es nieve. ¿Algún problema? He tenido que rebuscar una foto vintage

Y, sí, yo sé que uno no consigue completamente la madurez hasta que no aprende a abrir el puño para que se suelten las cosas, pero a veces pienso en que sería hermoso si los lugares y los encuentros y los intercambios se quedasen marcados de alguna manera en el cuerpo, como cicatrices perfectamente legibles de nuestras vivencias. Si los amores tatuaran las intimidades de la piel, o las corvas oliesen a Venecia. Si el dibujo intrincado de las pupilas fuera una especie de mapa topográfico de las islas croatas. Si tus pulmones y tus tripas y tus ganglios se reordenasen de forma comparable al callejero de la ciudad en la que vives. Si las avispas y la brisa enriquecieran los acordes de tu voz. Si los sabores peculiares de todas las lenguas que han entrado en tu boca le dieran un bouquet característico a tu aliento. Si cada conversación gloriosa aligerara medio kilo de tu peso. Si el cuerpo contara la historia completa de una vida de maneras menos sutiles. Si la memoria pudiera funcionar como un papel de calco. Si la huella de la vida no fuera tan frágil.

jueves, 8 de agosto de 2013

Mapa a una posible noche de verano (II)

Eso, ahora qué.

Ahora ha llegado el momento de empezar a demostrar cosas. Por ejemplo, que uno puede aprender a liberarse definitivamente de ese arreo perpetuo que es la pregunta ahora qué. La teoría dice que la vida se conducirá ella sola, jubilosa y suelta como un caballo sin riendas, cuando cada momento deje de ser escrutado y obligado a ajustarse a una expectativa indefinida.

Yo la teoría – esta como tantas otras – la he asimilado perfectamente, pero la práctica me cuesta más. Es posible que haya empezado a atacar mi lista de demostraciones por una cuesta demasiado empinada. Después de husmear la noche recién estrenada en el bosque, de oler todo lo olible, los brezos, la piel rugosa como la de un codo de mi árbol, los helechos estrujados, el humus misterioso que bulle bajo la alfombra de hojas sobre la que me he sentado; después de desfogarme cantando a gritos canciones de Nick Cave y de Zahara; de tumbarme de espaldas para comprobar una vez más que el cielo que se cuela por el dosel de ramas no es en absoluto negro, sino ahumado o sepia o nacarado.

Después de tratar de exhibir ante nadie mi capacidad para moverme a oscuras y de fallar estrepitosamente; y de tropezar más que de caminar; después de sonreírle al aire como una enamorada, porque también vine a escuchar de nuevo el uh- uh- uh de los cárabos, y los cárabos sí que han venido a su cita; después de ponerle cien cortafuegos mentales a la aprensión de estar sola, solita, sola en el monte, junto a una carretera abandonada con papeletas para ser una Gran Vía de contrabandistas y maleantes; después de que se me fosilice en la cara una sonrisa demasiado curvada para ser natural, y de, mano sobre mano en el regazo, decirme una y otra vez bueno, pues aquí estamos, como si me hubiera hecho una visita de cortesía a mí misma y no se me ocurriera ningún otro tema de conversación; después de hacer todo lo factible, y de reprimir la nostalgia del hogar y la sensación de estar haciendo un poco el ridículo, después de todo eso, es inevitable dejarse tentar por el ahora qué.

Así que también me tienta la opción comodísima de hacer todo lo que hago en mi casa después de la cena, día tras día tras día. Es tan fácil como cerrar la cremallera de la tienda de campaña, conmigo dentro, y ponerme a leer a la luz de la linterna, hasta que el texto se convierta en gelatina. Y luego dormir como si no tuviera las vértebras de cristal de Murano, y no necesitara una cama auténtica más que el oxígeno. Pero sigamos a cambio con la lista: estoy aquí para demostrarme que puedo a) extirpar mi órgano del ahora qué; b) enfrentarme a situaciones potencialmente generadoras de miedo; c) averiguar lo que soy detrás de todos los complementos circunstanciales de lugar y tiempo. Qué es lo que queda de mí al eliminar mi costumbre, mi contexto y los personajes que me dan pie a la hora de pronunciar el guión que tengo aprendido. En algún instante que me pasó desapercibido en su momento, debí de pensar que, tal vez, la mística del retiro podría ayudarme a resolver algunas cuestiones que se inflaman cada dos por tres, como en un brote de dermatitis. Tal vez necesitaba estar completamente sola, sin todo el aparato físico y emocional que me allana el camino en la vida, para saber qué es lo que realmente quiero, qué me queda por cumplir, qué signo tiene ahora mismo el saldo de mi existencia. Tengo preguntas que responderme sobre la conformidad y el deseo; sobre la soledad y la compañía; sobre este hambre de intimidad amistosa que nunca termina de saciarse; sobre si estoy llevando el tipo de vida tranquila que realmente me satisface. Preguntas como resfriados que no terminan de curarse, la Tensión Vital No Resuelta que mantengo conmigo misma.

Así que, muy obediente, cierro la cremallera de la tienda, conmigo fuera y con el libro dentro. Me siento con las piernas cruzadas y echo una última mirada a los arbustos que me circundan, en busca de ojos animales. Apago la linterna. Me quito las gafas, cierro los ojos, como si no fuera acaso ciega después de todos esos gestos. Y empiezo entonces a repasar mis preguntas, como si fueran cuentas de un rosario. Qué quieerees. Quiero... Pero ahora empieza a soplar una brisa muy suave. Mi árbol mueve sus hojas como si se soplara un mechón de la frente. Quéee te mueve hacia dóndeeee. Creo oír unos pasos tímidos. ¿Un corzo, un jabalí? ¿El psicokiller de la pista forestal? Estás estancadaaaa, quizáaas. Y además huele tan bien. Debe de haber algún alcornoque descorchado por aquí cerca, y el olor como a albaricoques de su corteza desnuda me hace cosquillas en la nariz. Qué es esa inquietud subterráaneaa. Un pensamiento retozón, de repente: tal vez has leído esto, y sabes de qué carretera hablo, y puede que ese resplandor de faros de coche que intuyo tras los párpados no se termine disolviendo en la distancia. Eeeeeh, hay alguien ahiií. Pero no, no hay nadie. Yo ya no estoy donde estoy para responder ninguna pregunta definitiva. La atención al mundo ha vuelto a salvarme.

Ahora por fin puedo tachar al menos el punto d) de mi lista: he venido aquí para demostrarme que puedo vivir alegre y plenamente sin tener que demostrarme nada.


lunes, 5 de agosto de 2013

Mapa a una posible noche de verano (I)

Lo más probable es que no llegue a pasar.

Pero puedo adivinar ya la expresión sarcástica que me brindarán los requeteallegados cuando les revele mi plan, el retintín que le pondrán al apunte de que me he tomado demasiado a pecho la idea de llegar a ser, como la protagonista del libro que estoy leyendo, una reina de las amazonas, más dura que el puto pedernal. Veo escrita en la derecha de sus pupilas la palabra Quijote; leo papagayo imitativo en la izquierda. Y voy a tener que hacer elegantes fintas para no reconocer su verdad. A mí también me abochornará un poco la comparación entre la gesta narrada y la humildísima aventura que se me ha ocurrido. Es cierto que me sentiré una cutre. Pero pasará poco tiempo hasta que termine dándome igual. La opinión que yo misma y los demás tengamos de mi ocurrencia no será lo que la haga fracasar. Tan sólo el hecho de poder imaginarla vivamente volverá su realización innecesaria. En principio a mí me basta con saber que no hay factores psíquicos que me impidan ponerla en marcha.

Esto es lo que haré: llenaré con unas cuantas cosas fundamentales la mochila azul que saco del armario cuando me siento curada del tumor materialista. Agua. Melocotones. Un bocadillo de lomo en manteca y otro de queso fresco de cabra, mango y aguacate, porque así soy soy: una bígama que oscila entre el vegetarianismo chic, y el andalucismo recalcitrante. Un termo con un auto - regalito que sólo consumiré en caso de merecerlo. Unas natilllas de chocolate. El desayuno. El biquini. Un rollo de papel higienico. La inevitable bolsa de aseo. Una linterna y un libro. Mi libreta de apuntes, un boligrafo. Algún mejunje antimosquitos.

La primera parada será en el Decathlon de Los Barrios. No tengo tienda de campaña, y mi saco de dormir es demasiado famélico como para ser usado sin colchoneta. Me pasearé por la sección de camping con la creciente sensación de ser una absurda de campeonato. Estudiaré hasta la oligofrenia el vídeo demostrativo de la tienda que se monta sola, con un único plop ágil y adorable. Una vez consiga arrancarme del maleficio de las imágenes en bucle, quizás pueda plantearme la posibilidad de comprar una tienda que exija un verdadero montaje manual. Al fin y al cabo, voy a demostrarme cosas, ¿no es verdad? Pero terminaré eligiendo la tienda ideal para manos de trapo, porque lo más probable es que no vuelva a utilizarla, y quién quiere deslomarse aprendiendo los rudimentos de un arte si inmediatamente después va a tener que abortarlos.

Un par de horas más tarde conseguiré llegar adonde tenía el coche aparcado, calibrando de manera más bien optimista el peso de los bultos que acabo de comprar. Comprobaré con espanto que la hora de comer se me ha echado encima, y que el horario ha dejado de cuadrar absolutamente con el número de bocadillos preparados. Pero como soy un espíritu libre con Visa, y como es verdad que voy a demostrarme algunas cosas, pero también que no tengo necesidad de demostrarme más autosuficiencia de la necesaria, buscaré en el vecino Palmones algún lugar donde me sirvan un calamar a la parrilla tan fresco que casi tenga que darme de hostias con él .

Más cerca ya de la hora de la merienda que de la siesta, me veré de una vez caminando por una vieja carretera reconvertida en pista forestal. No tendré oportunidad todavía de embelasarme con el paisaje, porque toda mi atención deberá dirigirse al precario equilibrio de todo lo que llevo a la espalda: el modo en que hace un rato engarcé tienda de campaña, saco, colchoneta y mochila carece de profesionalidad hasta un punto que aberraría a cualquier scout con dientes de leche. Tal vez haga todavía demasiado calor, o sople demasiado el poniente, o la niebla me empape con demasiada insistencia los cristales de las gafas. Tal vez ocurra simplemente que me acostumbre un poco a la inestabilidad de mi carga, y que los árboles sean demasiado hermosos como para no distraerme con ellos. El caso es que mi marcha tendrá el aspecto aproximado de un mensaje en código Morse, todo puntos y rayas, paraditas y cortas zancadas.

La luz irá ya tumbándose cuando por fin encuentre el lugar que estaba buscando. Probablemente me equivoque en unos cuantos kilómetros respecto a la coordenada de mi memoria, pero en esta Hora Feliz en que la mirada es capaz de emborracharse en un parpadeo, cualquier sitio parece el escenario de un cuento. Puede que sí, que esta fuera la vereda por la que me apartaron del camino principal en la salida al campo de aquel curso de Flora, cuando sucumbí definitiva e irremisiblemente a los encantos de este bosque. Que este fuera el claro entre brezos del tamaño de un armario que buscaba. Y este el quejigo del que cualquier alma mínimamente sensible sabría enamorarse. La luz delira como un pintor yonqui encuadrado anacrónicamente en el expresionismo abstracto, soltando brochazos húmedos y tajantes, rosas y dorados, por todas partes. Pero no hay tiempo para el lirismo: no quisiera tener que vérmelas con el folleto de instrucciones de la tienda a la luz no apta para miopes de la linterna.

Despues de batirme moderadamente en duelo con la lona, entre su plop mas artrítico que adorable, y mis torpes mañas de virgen, mis ojos consiguen vislumbrar por fin algo parecido a un campamento base. Mi primera acampada me embarga de tal emoción que a punto estoy de tararear, con la mano derecha sobre el corazón, el himno americano. Las ramillas de mi árbol favorito me arrullan con una suave nana que a mí me suena casi a ole, machota, ole, machota, ole. El techo verde me abraza. No hace ni calor, ni frío, ni poniente de labios apretados ni mesiánico levante. Razones más que suficientes para premiarme con el más grasiento de mis bocadillos.

Me relamo los restos de manteca blanca y natillas de los dedos y los labios. Me atuso los metafóricos bigotes. Entro a la tienda a por mi bolsa de aseo, salgo de ella con un nuevo calambre de amor. Me lavo los dientes, porque soy así de pejiguera, y vuelvo a mirar hacia arriba, como buscando la aprobación de mi árbol. Apenas si distingo ya el contorno lobulado y barroco de sus hojas. Se ha echado la noche encima, sin que esta primeriza en éxtasis se diera cuenta.

Y ahora qué.

sábado, 3 de agosto de 2013

Ver lo básico

Conocéis ese tipo de sueños. Tan agudos que es como si hubieran esperado toda la noche para lanzar un ataque en la hora frágil que precede al despertar. Son tóxicos, invasivos. Avanzan por tu conciencia como una mancha de vino por un mantel limpio. A veces consiguen desarbolar la decoración completa de tu intimidad. Te arruinan el día; o te obligan a pasarte la mañana entera pronunciando mentalmente un nombre propio, como si fuera un salmo, o el estribillo de la peor canción del verano; te dejan un olor de apetito frustrado que no se te va de la nariz ni metiéndola en un frasco de curry; o hacen que te ruborices cuando te encierras en el ascensor con una persona que hasta ayer mismo te parecía anodina o aborrecible.

Anoche soñé con que mi padre se moría. No sé cómo funciona el cerebro, qué partes conectan con cuáles, o de qué manera la razón despierta consigue diferenciar la ficción de la certeza, pero anoche me quedé verdaderamente huérfana. En ningún momento tuve esa conciencia de ser una espectadora desapasionada de mi propio sueño. No me extrañé de mí misma, no pude decirme ah, no, eso yo jamás lo haría. Estaba allí, en medio de escenarios de un verismo lacerante, reaccionando con mis armas acostumbradas, protegiéndome con las mismas corazas – o con la misma escasez de ellas – que uso durante el día. Mi padre estaba muerto, y yo no veía el suceso ni el cadáver. Tenía tan sólo la noticia, y una ausencia monumental que no había manera de empezar a metabolizar. Era la muerte en su brutal esplendor. La perplejidad inapelable. Iba por su casa con una bolsa llena de ropa suya, y no podía parar de llorar. Y cuando bajé al huerto, los tomates cherry me parecieron ojos rojos, y los naranjos, un puro desamparo, y entonces, a pesar de la tristeza, adopté la firme resolución de dejarlo todo, el trabajo, la pareja, la vida en Granada, para mantener con vida el huerto de mi padre.

Yo no soy del tipo de personas que se empeñan en decodificar los sueños, porque me resisto a creer en la elocuencia de su discurso. Como mucho, admiro su estética con cierta ironía, como si fueran cuadros de un museo muy loco y muy esnob. No creo que anoche mi subconsciente un tanto memo quisiera decirme algo. Ni siquiera creo que estuviera procesando de manera subterránea el hecho de que ayer se cumplieran tres años de la muerte traumática de mi tía. Ya veis, me propuse no escribir sobre ello en cada aniversario, para no formalizar un protocolo que pudiera ir quedándose seco de contenido emotivo, y ahí me tenéis, a merced de mi cerebro – semáforo. Fue un simple sueño, punto. Otro trago de la extraña alquimia generada al agitar en un mismo envase experiencia y aleatoriedad.

Cuando me levanté, sin embargo, bajé al huerto antes de pasar siquiera por la cocina para ayudar a preparar el desayuno. Allí estaba él, regando temprano, dando vida a cambio de la excusa de una poca fruta. Yo ofrecí la mía: vengo a por tomatitos para las tostadas. Me fui a la mata, cogí cinco y seis, indiferentes, bonitos, una bendita exuberancia a la que no es tan fácil acostumbrarse. No diré que abracé a mi padre aliviada de verlo todavía vivo. Lo hice para corroborar el descubrimiento que hice nada más abrir los ojos a la luz del nuevo día: hay tanto amor desapercibido. Tenemos una costumbre de querer tan rutinaria que apenas si la advertimos. Y vamos acumulando apegos sobrevenidos y aficiones sobre los pilares de unos afectos que no precisan siquiera de ser abonados y mullidos. Hay un nivel freático del corazón.

Y también vamos decorando nuestro tronco vital de episodios y anécdotas, vistiendo con los adornos de nuestra propia historia una radical indiferencia. Somos casi ciegos para tantos asuntos fundamentales: la tierra donde crece lo que comes. Los músculos que hacen posible la sonrisa. El mecanismo que mantiene estable la temperatura de tu cuerpo, a pesar del fuego o del hielo del aire. La últimas palabras triviales que cruzaste con alguien que se perdió tanto que bien podría estar muerto. Las veces que te tomaste a broma los faroles suicidas de tu tía. La gente que te conoce desde que eras un bebé. La que te puso nombre. La que te hizo unos ojos, aunque luego tú tuvieras que aprender de veras a utilizarlos.