jueves, 15 de agosto de 2013

También a mí se me van cerrando los ojos


La panadería donde hacemos acopio de barras con el culo tiznado de ceniza. La frutería un poco pija donde envuelven uno a uno los melocotones en un papel marrón que recuerda a la II República, y donde te roban años de vida al cobrarte cinco euros por un solo mango, aunque luego te sean devueltos por duplicado, porque la carne de un pasional amarillo, y el jugo que te chorrea por la barbilla, eso es lo que Jesucristo debió haber enseñado a sus discípulos a compartir en misa. El bar del barrio que nos ha hecho adictos a las mini-hamburguesas rematadas con un huevo de codorniz. Los bares que pululan como electrones alrededor del edificio de la Junta, donde ya han memorizado lo que cada uno necesita para tirar de los dos tercios siguientes de la jornada. Todas las tiendas de ropa que se hacen llamar boutiques, y cuyo surtido de longitudes a media pierna, de graciosos volantitos y de cremalleras a la espalda trae a la revoltosa memoria la tipografía con que se anuncia la marca Tena Lady. Oportunamente, los contados locales de repostería más o menos fina, y la cueva de Alí Babá de los bombones que pone a prueba mi dudosa templanza. Las peluquerías donde nunca jamás volveré a meter los rizos, y las que puede que reciban una segunda y desesperada oportunidad. Las zapaterías en cuyos escaparates languidecen sandalias de esparto que tal vez ya no puedan engancharse al ciclo voraz del consumo, y que te miran con ojos de perro feo condenado a la perrera. Las dermatólogas que deberían estar aquí para distinguir si lo que tienes en el muslo es un melanoma o una inocente pupita.

Todo cerrado. Todo en suspenso hasta que lleguen los últimos días de agosto, tan aturdidos.

Paseo por las calles, no, acarreo por las calles el peso muerto en que el calor ha transformado mis piernas, y me inquieta este aire de abandono precipitado, este paisaje para distopías de un catastrofismo no muy vistoso. Las calles comerciales parecen los restos de una desbaratada fila de hormigas. Poca gente, pocos clientes, pocos de esos mirones que a lo mejor beben de los escaparates la heterogeneidad y el cambio que casi ya no esperan de la vida. Y muchas, muchas persianas metálicas echadas, como párpados de elefantes, mucho gris y mucho mutismo, y una nota baja y sostenida de rabia contra un mecanismo cotidiano que de buenas a primeras se para, aunque en absoluto me sea imprescindible, aunque su bulla habitualmente me abrume. Vale que la ciudad parece hechizada por esas sirenas invisibles que son las cigarras, y que es como si no fuera a recuperar su movimiento y su música naturales hasta que algún forastero no se presente a sus puertas con la resolución de cierto acertijo. Pero también parece como si mucho más de la mitad de sus habitantes hubiera firmado un pacto a tu espalda, y se hubiera ido a celebrar una fiesta sin avisarte.

Hay esa tirria, sí, y también un ramalazo de afecto. Las fachadas asoman tímidamente su ser sin el aparataje del comercio, y el Paseo de Salón, en la primera hora criminal de la tarde, se traviste de sendero en el bosque. Las copas de sus árboles altos y casi siempre mimetizados con el mobiliario urbano se tocan, en un túnel irreal y amable que te convierte en el minúsculo personaje de un cuadro impresionista. Y perdiendo la cuenta del número abrumador de escaparates ciegos, percibo con agudeza de cuántas maneras sabe hacerse necesaria la gente, y cuántos vínculos fugaces se establecen entre mi tiempo y el tiempo enigmático de la panadera, el frutero, el peluquero y el médico.

Quién sabe, a lo mejor también yo, cuando mañana o pasado o el lunes cierre por vacaciones esta persiana metálica, habré sabido hacerme humildemente necesaria. O a lo mejor no. A lo mejor a la vuelta no me tocará más que reabrir y darle un nuevo aire al escaparate, porque puede que este ciclo interminable de quietud y arranques sea de lo poco que uno precisa para mantenerse con vida.

2 comentarios:

  1. Anónimo entre comillas16 agosto, 2013 22:55

    Creo que sabes (con la humildad necesaria) que los que nos asomamos a tu escaparate lo hacemos con ilusión, con el asombro de ver que tantas veces se convierte en ventana abierta. Andamos tan escasos de ventanas...

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  2. Se que los mantendrás tan abiertos como acostumbras-los ojos-para deleitarnos a tu vuelta.

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