jueves, 29 de noviembre de 2012

La realización celular

Las epifanías son sucesos traidores: te atacan cuando menos las esperas. La mía de hoy me pilla a eso de las cinco de la tarde, bajo unas sábanas que todavía no han conocido hoy una mano que las alise. En condiciones normales, seguir a esa hora bajo el iglú del edredón significa lloriquear. La campana de la iglesia de San Cecilio suena cinco veces, y yo me siento como si estuviera a punto de ser conducida por el corredor de la muerte. La vida es un brete, en tales circunstancias. Porque fuera hace ya taanto frío, y en la cama se está tan, pero taaaan calentito, que levantarse es como robarle la infancia a un niño.

Sólo que hoy la normalidad no ha querido guardar las cuatro esquinitas que tiene mi cama. He escuchado las campanas, y me he dicho, solemnemente, “al carajo. ¿Acaso no soy, desde que me quito el uniforme, dueña y señora de mis horas? ¿Y qué si me quedo aquí un ratito más?” En esas, la epifanía se ha metido bajo el edredón conmigo, y me ha abrazado por la espalda, como si fuéramos un par de cucharas recién compradas. De repente me he sentido liberada de todo mis compromisos verticales. Si estoy perfectamente a gusto en la cama, ¿para qué voy a levantarme? ¿Para poder rendir cuentas al final del día, mediante la demostración de mi lista de tareas tachadas? ¿Para justificarme y sentir plenamente mi derecho a la vida? El caso es que, así, neutral y mansa,me he sentido ostentosamente viva, sin más atributo que mi respiración, y el calor que desprende mi cuerpo.

Es bueno recuperar la conciencia del propio calor, así, metida en un nidito, incubándome a mí misma. Mi calor constante y presumido, frente al frío que, ahí afuera, ha dejado de ser un juego. Lo irrefutable de su presencia demuestra que, pese a las veleidades dermatológicas o menstruales, sigo siendo un ser vivo eficiente. Todos mis billones de células, a esa hora, son una fábrica donde se están quemando los músculos del atún, la celulosa de la lombarda, la dulzura soleada de la naranja que me comí hace un rato. Mi calor, fruto de tantas prodigiosas reacciones de combustión y rotura de moléculas, es el envés de la energía empleada en el crecimiento de todo eso de lo que me alimento. Mi calor me conecta a la secreta química de los suelos y de los mares, a los ciclos de lluvia y sequía, a los jaleos atmosféricos. Mi calor le devuelve al sol lo que es suyo.

Y es asombroso todo lo que mi cuerpo no deja de hacer por mí. Me redime de todas las tareas a las que lo someto, y de toda esa presión de rendimiento que acarrea querer vivir una vida rica y bella. Con solo elaborar mi lote de calor automático, ya puedo echarme a descansar: no es preciso que haga esto, aquello, lo otro, para demostrar que mi tiempo está siendo aprovechado. No necesito producir nada, no consumo más que un poco de oxígeno. He dejado de ser un Homo economicus. Así que puedo quedarme en suspenso, tan ricamente, nada más que respirando. El resto de mis gerundios, yo escribiendo, yo respondiendo, yo actuando, no son ya tan perentorios.

Pero es que también tengo una memoria, y una imaginación que, aunque no sea muy fulgurante, me concede volver a los lugares que he amado, y continuar conversaciones pendientes con personas que he perdido. Tengo también la caja fuerte de las sensaciones que he ido ahorrando. Meto la cabeza bajo el edredón, y huelo la corteza color salmón de los alcornoques recién descorchados. Siento en mi lengua la gotita afrutada que se obtiene al chupar el tallo de una flor de madreselva, y en los pies, el tacto de polvorón de la arena mojada en la playa de Bolonia. Siento como si una mano me subiese rodilla arriba, al recordar la forma en que Nick Cave (venga, hacía mucho que no lo sacaba a pasear) arrastra la frase bring it on. El tirante del sujetador sobre un hombro quemado. El nudo en el esófago mientras espero en una sala de embarque. Mis dedos que no se atreven a rozar siquiera el agua salvajemente turquesa en un puertecito en Croacia. Un beso muy, muy apretado sobre la mejilla. Casi puedo tocar los hoyuelos que aparecen en tus mejillas al sonreír.

Ni en mi memoria ni en esta foto hay gota de Photoshop

Sigo nadando en mis tesoros, como el tío Gilito, cuando Jose se revuelve, y haciendo de mí misma, lloriquea. Él tampoco quiere levantarse, pero lo hace, porque ha decidido salir hoy a comprarme regalos de cumpleaños. Hombre adorable. Y yo, que soy solidaria, cierro la tapa de mi cofrecito de recuerdos físicos, y me levanto con él. En poco tiempo estoy desmintiendo los términos de mi epifanía. Hago la cama. Hago unas lentejas para mañana. Hago una diminuta vida social a través del chat de Facebook. Hago como que escribo las primeras líneas de este post. Hago, hago, hago. Voy al Corte Inglés a por leche de coco y huevos ecológicos. Voy a la carnicería, para comprar un salchichón que le gusta mucho a Jose, y devolverle así un poco de su gentileza. El aire de la calle me cura la cara como si fuera un jamón de Trevelez. Y, sin embargo, si fuera lo bastante insensata como para meterme una mano gélida bajo la camiseta, volvería a encontrar mi precioso calor. Llegue adonde llegue, y consiga lo que consiga, mi fabrica de tibieza y recuerdos irá conmigo. Todo lo que vaya sumando a ese depósito de suerte será un rendimiento neto. Y eso porque, a pesar de la letra pequeña, y de la credulidad con que nos tragamos la gran estafa final, la vida es un buen trato.

martes, 27 de noviembre de 2012

La mujer de mi jefe


La mujer de mi jefe me gustó desde el principio. Yo estaba predispuesta a que me gustara, porque soy elegante, y tengo un orgullo lo bastante fino como para buscarme siempre buenos rivales. Pero reconozco que la precocidad de mi simpatía por ella fue una sorpresa. La noche en la que celebramos la pasada cena de Navidad procuré llegar antes que ellos al restaurante. Salí de mi casa con una ducha de tres cuartos de hora en el cuerpo, ilógica y perfectamente depilada, con un maquillaje natural tan calculado que hasta a mi madre le hubiera costado echarme años. Mi segundo mejor vestido se había quedado hecho un guiñapo sobre la cama, desconsolado, porque a pesar de los dos días que se había tirado en la tintorería, terminé eligiendo unos vaqueros, y la blusa de seda que me pondré si algún día asisto como protagonista a una ceremonia de pedida.

Cuando llegué al sitio, me sumé a los compañeros que sobrellevaban con una primera cerveza la espera de los demasiado puntuales. Ellos estaban ya allí porque son unos tristes. Yo, porque tenía una estrategia. A la mujer de mi jefe tenía que recibirla, estudiarla mientras se quitaba el abrigo y los guantes, y se enfrentaba a los saludos escrutadores de un montón de desconocidos que llevaban una temporada cotilleando sobre ella. Me subí a uno de los taburetes de la barra, crucé las piernas, y me coloqué de manera que pudiera observar la puerta de entrada en el espejo donde relumbraba una doble hilera de botellas.

Entró ella primero, seguida de la mano de mi jefe sobre su cintura. Yo no habría envidiado más ningún otro adorno que se hubiera puesto, la verdad. La estudié, efectivamente, mientras se quitaba el abrigo (no llevaba guantes), y era presentada a los lameculos de los becarios. Supe así que es tan guapa como para no defraudar el buen concepto que tengo sobre el gusto de mi jefe, y no tanto como para que su belleza constituya una amenaza. De hecho, uno no podría nombrar la mejor cualidad de su cara con esa palabra, “belleza”. Olga es...Lozana. Eso es. Tiene las mejillas de un angelote barroco, y una ausencia flagrante de ojeras que hace pensar en catorce horas seguidas de sueño. Tiene esa sonrisa sin asomo de condescendencia ni ironía, y pone los ojos redondos cuando te escucha, como si fuera verdad que le importases. Y por mucho que la estudié esa noche, no pude detectar ni un indicio de rímmel en la largura de sus pestañas. Pero no soy capaz de concretar lo que llevaba puesto. No iba muy arreglada. No lo necesitaba. Porque la mano de él no dejaba de posarse sobre sus hombros, de nuevo sobre su cintura, mientras la llevaba de ronda por nuestro corrillo.

Sí recuerdo sus primeras palabras. Tú tienes que ser Lola, me dijo. Con esa sonrisa de niña que se te ofrece de candidata a mejor amiga. Saber que mi jefe le había hablado de mí lo bastante como para que pudiera reconocerme a primera vista consiguió que su mano ubicua dejara de irritarme tanto. Lo miré con mi mirada más compinche, queriendo expresar gráficamente un “qué le habrás contado, bellaco”. ¿Le habría contado, solamente, que en mí habría encontrado por fin a un arquitecto con el suficiente criterio propio como para respetar el espíritu de los lugares donde trabajamos? ¿O acaso le habría comentado de pasada lo que nos reímos en los descansos del desayuno? ¿O que no son raras las veces en que nos escapamos del resto de compañeros para comer solos? Seguro que no le había dicho, como a mí, cuánto añora la soltería, o lo que le tienta la idea de dejarlo todo. Todo, Lola, me decía, con una vehemencia que esa mano cariñosa sobre los hombros de su mujer desmentía.

Cuando me acosté esa noche, hice mis cálculos, y reconocí que, a pesar de la dichosa mano, había salido ganando. Ahora tenía una nueva amiga. Durante la cena Olga buscó sentarse a mi lado. Sus ojos redondos se bebieron todo lo que yo tenía que decir sobre estructuras diáfanas y jardines verticales. Apartó, igual que yo, la espesa salsa de setas del solomillo. Rió mis chistes incluso una fracción de segundo antes que mi jefe. Y terminó invitándome a la clase sobre cocina macrobiótica que iba a dar en su casa a un grupito selecto de amigas. Su casa. La de ellos dos. Así que por fin iba a entrar en la casa de mi jefe. Iba a comprobar la intimidad que allí se cocía. Iba a estar aún más cerca de él.

Mis pies conocen ya el plano de esa casa de manera casi instintiva. ¿Qué puedo decir de Olga? Que sus redondos ojos nunca mienten. Que lo que yo cuento le importa de veras. Que la blusa de seda que llevé la noche en que nos conocimos cuelga ahora de su armario. Le gustaba tanto, y yo no sabía cómo devolverle todos esos regalos que siempre han dado en el clavo. Sé perfectamente en qué estante de la cocina guarda las especias tailandesas, y su caja de bolsitas de té. Allí me he acostumbrado a beber una infusión después de las comidas, no en previsión de una mala digestión, porque lo que Olga cocina cae en el estómago como una caricia, sino por gusto de ver cómo el vapor sube en volutas, mientras que mi jefe friega los platos, y las dos, con gruesas rebecas gemelas, nos quedamos charlando. Hay una taza reservada para mí en el aparador. Y además soy capaz de andar a oscuras por toda la casa. Eso es bueno. Porque así puedo volver fácilmente del cuarto de baño al dormitorio principal, sin que las cremas, las toallas, los libros, los cuadros, el olor de Olga, puedan reprocharme que el marido de mi mejor amiga me esté esperando en su propia cama.

domingo, 25 de noviembre de 2012

2 x 1: Mis diez mandamientos

 
(Pido perdón de antemano: hoy traigo dos post al precio de uno, como el amigo Paco Principiante.)
 
El potaje de castañas del que hablaba en el primer post de este lote anda ya en proceso de digestión. He amontonado una pila de cojines sobre la almohada de mi cama, como si estuviera a punto de iniciar un periodo de dulce convalecencia. Lo cual no es completamente metafórico: las cinco horas de caminata que mi cuerpo humano se llevó ayer de regalo todavía no han sido del todo asimiladas. Y un bebé fantasma me está metiendo mordiscos en los ovarios. Hoy escribiré, pues, con las piernas en alto. Puedo ver cómo mis pies asoman por detrás de la pantalla del ordenador, que se mantiene en equilibrio sobre mi regazo. Y veo también la pared de enfrente, completamente vacía, salvo por el tono melocotón de la pintura.

Resulta que me he propuesto una labor mosaica (ver primera acepción del diccionario de la RAE). Voy a elaborar mis propias tablas de los mandamientos. Así: buscaré en internet fuentes tipográficas atractivas y gratuitas. Imprimiré cada uno de mis mandamientos en un folio. Compraré marcos y colgaré una composición de cuadros sobre mi pared vacía. Saldré en estilosos blogs de decoración. Y todas las mañanas, cuando abra los ojos, me toparé con las letras borrosas de mis mandamientos. No importa cuanto tarde en ponerme las gafas: a fuerza de verlos todos los días, ya tendré interiorizado su mensaje. La rutina de vestirme y desvestirme, de hacer las camas, de refugiarme en el dormitorio a escribir, se convertirá en mi catequesis. No podré olvidar ya cuáles son los principios rectores que, en esta etapa de mi vida, he decidido utilizar como guía.

  1. No pospongas la alegría.

    Puede que os suene, porque no es la primera vez que lo anoto. Está escrito con tiza roja en la pizarra que tengo en la cocina, y puedo asegurar que funciona. Muchas veces estoy picando cebolla, con ojos de Magdalena, quejándome para mis adentros de la humillante velocidad del tiempo. O estoy preparando la ensalada, reservando para mi plato el trozo más grande de aguacate, porque mentalmente sigo discutiendo con Jose. Entonces alzo la vista, y veo mi primer mandamiento. La sonrisa que sigue es automática.

  2. Alégrale a alguien el día.

    No importa de qué manera. Llama a tu padre, mándale un correo a tu amigo, no busques pelea con tu pareja. No pongas cara de mártir durante el desayuno. Pregúntale cómo le va el negocio a la panadera. No importa lo poco que dure: tu día valdrá la pena si puedes ser un lapsus de desahogo en el de otra persona.
  1. Dí que sí.

    Alguien te dice ven. Dí que sí. Alguien reclama tu ayuda. Dí que sí. Alguien tiene un plan. Dí que sí. Alguien pregunta “¿me quieres?”. Dí que sí.

  2. No te escapes.

    No hay suelo tan duro como para que no puedas enraizar. No coloques tu bienestar más allá de donde puedas alcanzar con las manos, o de donde puedas llegar con las piernas. Que la nostalgia no te envenene la sangre. No anticipes. Si quieres saber el tiempo que hará mañana, espera a asomarte a la ventana, mañana.
  1. Atiende más todavía.

    Un ojo no es lo bastante ancho como para que entre de golpe toda la riqueza del mundo.

  2. Identifica tus fuerzas. Tolera tu debilidad.

    No te dejes ganar por el discurso subliminal sobre ganadores y perdedores. No hay solamente una pregunta correcta en el examen de la vida. No compares tu puntuación con la de los demás. Compite sólo con aquello que desactiva tu plan de vida.
     
  3. Suelta lastre.
    Piensa en todas las cosas y en todos los hábitos de los que podrías prescindir, sin que tu vida se viera amenazada. Piensa en la cantidad de energía que empleas en mantener a esas cosas girando alrededor de ti, como basura galáctica.
  1. Haz cosas incómodas.

    El amor duele. Los amigos terminan por marcharse de la ciudad. Un coche podría atropellar a tu gato. Siempre habrá alguien dispuesto a reírse de lo que no te sale a la primera. Salir a correr es un coñazo. Hacer las compras en tu barrio es un coñazo. Volver cargado con las bolsas es un coñazo. Levantarse del sofá es un coñazo. Los cambios dan miedo. Implicarse supone un gasto de tiempo y energía. Los vínculos te atrapan. ¿ Es que vas a decirle que no a todo eso?

  2. Actúa de la manera en que quieres llegar a ser.

    No esperes a ser valiente, a ser locuaz, a ser divertido, a ser culto, a ser fuerte, a ser organizado, a ser brillante, para hacer lo que quieras hacer.
     
  3. Eres insignificante. Eres libre. 

    No tengo mucho más que decir. Aparte de que tu existencia particular es un porcentaje tan irrisorio en las cuentas del espacio y del tiempo, que lo que hagas o dejes de hacer tampoco tiene, al fin y al cabo, tanta importancia.

    (Antes de que busques tu propia pared vacía, y de que elabores las tablas de tu ley, lee el segundo post del lote, por favor!!)

2 x 1: Ir sin planos

Entonces se abren ante ti dos caminos: el de tu derecha es llano y poco exigente, y tiene un firme bien asentado; el de tu izquierda sube más de lo que tus gemelos, a estas alturas de la excursión, están dispuestos a admitir. El de la derecha discurre por un prado de hierba tierna donde pastan seis o siete vacas de ojos mansos. El otro se interna en un enredo de árboles, de formas y de sombras, de seres vivos que se dejan ver lo justo como para despertar en ti el entusiasmo de perseguirlos e identificarlos. Este camino te excita. Aquel sabes que te calma. ¿Cuál de los dos te llevará antes adonde has dejado el coche, cuál te aportará más? La verdad es que no has preparado la excursión con mucho ahínco, para variar. Has llegado hasta aquí sin plano ni GPS. Has vuelto a optar una vez más por la improvisación. Y ya has recorrido kilómetros suficientes como para que desandar el camino que traías sea una opción.

Así me encuentro yo esta mañana: dividida ante la alternativa de escribir o un relato, o un nuevo ejercicio para mi rutina de entrenamiento vital. Hay días en que sé que las palabras no van a fluir. Hoy es uno de esos. En días así no me queda otra que ir encadenando pasos. Recojo el zafarrancho de mieles y mermeladas del desayuno. Me lavo los dientes. Y decido que lo mejor será dejar la comida hecha, antes de ponerme a escribir, para que, llegado el momento, no pueda aferrarme a ninguna urgencia para levantar la vista de la pantalla. Logro demorarme tres buenos cuartos de hora pelando castañas. En una situación crítica como esta, viene bien encontrar un chivo expiatorio al que poder maldecir a gusto. La piel de las castañas es culpable, hoy, de que vaya ir de cabeza al infierno por blasfema, y no mis dudas acerca de lo que me convendría escribir.

El potaje de castañas y calabaza que se me ha puesto entre ceja y ceja cocinar, borbotea ya a ritmo de cocina de abuela. Ha llegado la hora de encender el ordenador. Bien, es cierto que podría tumbarme en la cama con un libro, o vagabundear un rato por internet. Pero he andado ya lo bastante como para que volver por el camino de la pereza sea una opción. Y, sin embargo, sigo aplazando el momento de elegir la primera frase. Miro el correo. Me levanto a echarme crema en las manos. Vuelvo a levantarme, una, dos, tres veces, para ver cómo va el chup-chup de la olla, para mear, para bailotear el Theme from Shaft de Isaac Hayes. Me recuerdo a mi padre, que siempre se para a estudiar toda esparraguera, o cualquier otro matorral aprovechable por el diente humano, cuando no puede seguir el ritmo vietnamita que le meto a nuestros raros paseos por el campo.

Entonces es cuando decido cortar de raíz mi creatividad dilatoria. Estoy por fin en el cruce de caminos. Tengo un duendecillo en el hombro derecho que me sugiere que me deje llevar por mi deseo, y que escriba por fin la lista de los diez mandamientos que quiero que gobiernen mi vida. En el hombro izquierdo, otro duendecillo gruñón me señala con el dedo, como el entrenador de baloncesto en un tiempo muerto, y me exhorta a dedicar un poco de esfuerzo a la ficción. Me dice que me estoy regodeando más de la cuenta en los simpáticos cuentecillos del crecimiento personal. Me advierte de que, si no empiezo a echarle más horas a lo que de verdad me cuesta, o sea, a la narrativa, nunca lograré avanzar. Y vuelve a darme la murga con eso de que uno no se merece ser llamado escritor hasta que no es capaz de dar vida a unos personajes, y levantar un mundo de la nada.

Mis duendecillos están a punto de llegar a las manos, cuando decido agitar mis hombros como una bailarina profesional de salsa. Fuera los dos. Porque, en este punto de duda, consigo recordar que no importa el camino que elija. Da igual lo que voy a dejar de aprender, o las zonas de mi musculatura creativa que voy a dejar de reforzar, si elijo tirar por este camino, en lugar de por el de al lado. Da igual si uno es más duro, pero más directo, o si en el otro tendré que dar cien complacientes rodeos para llegar al mismo sitio. Da igual cuál es ese sitio al que quiero llegar. No importa si no termino de definirme como escritora. El hecho de que estos apuntes míos de antropología personal no puedan ser amparados por la ley de la literatura no es, en realidad, significativo. Porque lo fundamental es que me siga moviendo, y que siga nutriendo esa imagen de mis manos sobre el teclado que tanto aprecio. Uno es escritor cuando escribe, no por lo que escribe.



jueves, 22 de noviembre de 2012

Eres insignificante. Eres libre

 
Nos separa poco más que la anchura de una de las albercas del patio del Alcázar. El espectáculo de agua y luz que nos ha regalado el Ayuntamiento de Córdoba no está mal, de verdad, si eres de Wisconsin y no tienes referencia alguna sobre lo que fue la Costa del Sol en los años ochenta. Y si no te has levantado a las cinco de la madrugada para hacer un viaje de dos horas, y tirarte luego otras nueve escuchando un número inclemente de ponencias. Es de noche, no el tipo de noche postiza característico de las tardes de noviembre, sino la noche que empieza a partir de las horas prudenciales en las que el cuerpo humano necesita una cena. La coreografía de surtidores y chorros de agua en parábola está durando ya lo mismo que cualquiera de los abusos denunciados por Amnistía Internacional. Por todo eso, porque estoy agotada, hambrienta, amodorrada, y porque el recuerdo es a veces de una avidez que apabulla, es por lo que llevo unos minutos mirando a ese hombre de ahí enfrente.

Es tan delgado como la persona a la que ahora recuerdo, no tan alto. Tiene la misma sombra incrustada bajo los pómulos. Aquella intuición de vello oscuro y fino asomando irremediablemente por el cuello de la camisa. Las manos dentro de los bolsillos de un pantalón al que le sobra tela. El tono de voz parecido, si es que no me lo he ido inventando con el paso de los años, delicado y vacilante como el de un monje tras un retiro de silencio. Ambos portugueses. Faltaría más.

¿A cuántos metros estamos uno de otro? ¿Quince, veinte? ¿Y cuántos años hace que conocí al original? Más de seis. Hay poca luz. Desde entonces me ha crecido la miopía. No es tan raro confundirse. Miro a este pobre hombre, inocente de mis cicatrices, que, como yo, tampoco presta atención a los dichosos chorros de agua. Y me parece estar protagonizando una secuela de escaso presupuesto de mi propia vida. La noche de entonces fue en un julio que daba caricias. Hoy nadie se va a enamorar del aire. Córdoba es una bella ciudad. Lisboa es subyugante. Entonces unos ojos desconocidos me contemplaron desde la distancia. Esta noche todo el mundo anda por aquí igual de dormido.

Fue un encantamiento entonces, lo sé. Uno de esos lapsus preciosos que vienen de la mano de las vacaciones, y de los que es mejor no sacar ninguna conclusión. Vete a dormir, si estás a tiempo, con la huella de unos besos inocuos aún fresca en la boca. Y si ya es el día siguiente, coge tu maleta y continúa el viaje previsto. No hagas literatura de una postal. Mi razón podría haberme dictado esto. Todo hubiera sido más dulce e higiénico. Pero mi razón estaba anestesiada. Y ahora, en Córdoba, descubro la causa.

Pasó que aquella noche, en Lisboa, V. me prestó atención. No fue el paisaje, aunque algo sí sazonó. No fue que derrochara un particular encanto. No fue culpa del verano ni de la tregua del viaje. Simplemente, V. me miró desde una distancia parecida a la que ahora me separa de su doble dudoso. Me contempló. Y cuando mi prima y yo pasamos a su lado, camino del hotel, me interceptó. Me habló con esa voz cartuja. Me llevó a un mirador sobre el río. Luego fuimos andando un buen par de kilómetros hasta donde teníamos que separarnos. Y al final nos besamos. Una historia de verano como tantas. Pero yo me enganché porque me prestaron atención. Es posible que fuera un guión tan interiorizado que ni él mismo se daba cuenta, pero me dijo que descubrir que yo venía de Andalucía le había hecho gracia. Porque me había visto acercarme, allí donde nos encontramos, y le había parecido que yo andaba como emitiendo un reguero de luz. Andalucía... Anda luzzzz, tarareó. En mis circunstancias, fue demasiado. Estaba deseando que alguien me dijera algo bonito en un lugar tan bonito. Y mi corazón picó.

Ahora creo que no fui especialmente boba, o infantil. Fui humana. No importan cuantos años vayamos cumpliendo: nos pasamos la vida reclamando atención. Desde los primeros lloros tiránicos, descaradamente, en los primeros años. Mira lo que hago, mamá. Me duele aquí, dame un besito en la herida. Todas las veces que de niña me caí, me indignó que la cosa se solventara con un moratoncillo, en lugar de con una carrera hasta Urgencias y una buena escayola en el brazo. Y poco a poco vamos perdiendo la gracia, y la venia que nos concede la tierna edad. La atención mengua, mengua. Y duele tanto, que en la adolescencia uno quiere desaparecer. Fundirse en su grupo, encerrarse en un cuarto. Y, sin embargo, deseas ser descubierto por alguien. Quieres que te rescaten. El anhelo de atención se va haciendo sutil. Ni tú mismo te das cuentas de cuánto necesitas que los demás te den la medida de tu propia valía. Así van viniendo las comparaciones. Los complejos. La rigidez en ciertas situaciones sociales. La vergüenza. El miedo de no poder responder con eficacia a la atención de los demás. Los celos. La competitividad emocional. ¿Es que vas a largarte otra vez con tus amigos? ¿Podrías dejar de mencionar de una vez a tu mamá?

Esta noche, en Córdoba, vuelvo a recordarme encandilada, enamorada de la atención que V. tuvo a bien dispensarme un rato. Y me veo otra vez rota, como una yonqui, cuando al cabo de pocos meses me retiró brutalmente esa atención. Miro al hombre tan flaco y portugués como él, que bosteza y hace esfuerzos por interesarse mínima y cortésmente por el espectáculo. Desde donde estoy le dedico una sonrisa minúscula. Vuelvo a fijarme en los chorros de agua. Acabo de descubrir con alegría lo reconfortante que es no necesitar la atención de nadie.

Gato lisboeta


miércoles, 21 de noviembre de 2012

El desvelo cutre


En momentos así, el silencio no es buena señal. Yo le abro una oreja a la vida, y la vida no me responde. Malo. No suenan los coches arrastrándose cansinamente cuesta Escoriaza arriba. Ningún operario ha arrastrado todavía la valla metálica que impide el acceso con vehículos al solar del Cuartel de las Palmas. Malo. Porque eso significa que he vuelto a cogerle la delantera al despertador. Pero no demasiada. Ahí está la clave de mis dos “malos”: la condenada región autónoma de mi cerebro que maneja a voluntad los tiempos de mi consciencia sabe que no es tan temprano como para que pueda volver a dormirme. Sabe perversamente que en cosa de media hora tendré que estar lavándome la cara. Y le importa un carajo las repercusiones que eso pueda tener sobre mi necesidad de descanso. Ella le ha ganado la carrera a cosas como el mecanismo fabricado de un reloj, o la hora oficial en que mi trabajo me obliga a levantarme, y está tan ufana.

Despertarte sin motivo a las seis de la mañana no tiene el glamour de esos grandes insomnios trágicos que te devuelven a la extrañeza de la madrugada. Hay algo de fatalidad en abrir los ojos a las dos, las tres de la madrugada, cuando tus biorritmos son de un diurno exaltado. Porque esa hora es la cara oculta de tu tiempo, su espalda. Un territorio para el que no cuentas con visado. Miras la pantalla del móvil, y tú sólo puedes responder con un oh-dios-mío-oh-dios-mío-por-qué-a-mí. Estás desamparado, cargado de repente con todo el peso de tu consciencia, con tus emociones, tus recuerdos, tus imágenes y tus tareas, en un momento en que tus estructuras mentales se encuentran especialmente frágiles. Tu cerebro está chisporroteando, y dos pelotas de sueño han encestado en tus ojos. Y entonces empieza todo ese viejo escándalo mental. Un pensamiento corriendo por aquí, como un petardo rastrero, otro que estalla por allá, otro que se encadena a otro y a otro, y que cambia de forma antes de que puedas llegar a fijarlo. Yupii. A veces, en medio de ese disloque, una idea se te aparece como una majestuosa rosa verde y dorada de fuegos artificiales. Tienes que apuntarla, rápido, antes de que se vuelva gas. Enciendes la luz. Escribes como una antropófaga. Apagas la luz. Vuelta a empezar. En uno de esos ciclos a lo mejor el sueño se apiada de ti.

Pero ¿a las seis de la mañana, cuando tu despertador está programado a las 06:35? Ni lo sueñes, chavala. No se te concede la esperanza de volver a dormirte. No vas a sacar ni una gota de petróleo de una vigilia tan mezquina. No habrá tiempo para la lucidez o para la alucinación. Como mucho, para pensar lo que vas a cocinar por la tarde, y si tienes que sacar algo del congelador. No vas a tener derecho a quejarte. Total, por media ridícula hora de sueño perdida. No podrás hacer melodrama a su costa: la manita en la frente, las ojeras de ópera, huy, Pepe, es que he dormido fatal. Es un insomnio de abuela. De funcionario.

Despertar sin motivo a las seis, en el punto psicológico en el que ahora me encuentro, es un sabotaje. Estoy varada en la cama. No he mirado la hora, pero sé, mi desleal cerebro lo sabe, que es demasiado pronto para preparar el desayuno, y demasiado tarde como para hacerme un ovillo y cantarme una nana. Tengo, todavía, un sueño nivel “procura que el paciente no se duerma, Grey, o lo perderemos para siempre”. Me duelen los ojos como si me los estuviera picoteando un buitre. En tan lamentables condiciones, mi preciosa vitalidad mañanera, que hace que la misma Heidi parezca un personajillo de Tim Burton, es una fábula de perroflautas. Así que la bombilla de la anticipación neurótica se ilumina con una corriente de cien vatios. Y en el poco tiempo que queda hasta que el derrotado despertador haga su trabajo, no voy a poder dejar de pensar lo siguiente:
  • Me muero de sueño.
  • ¿Por qué me tengo que despertar ya, si me muero de sueño?
  • ¿Por qué, por qué, por qué, tengo que estar cronológicamente programada?
  • Mi cerebro es de un cutre que da asco. Repelente niño Vicente.
  • Quiero mi ración de ocho horas recomendada por médicos y top models.
  • Esto le da de comer al gusano del Alzheimer, seguro.
  • Y las ojeras. Y las ojeras. Y las ojeras. Un minuto de silencio por mi lozana belleza (esto pasa en mi mente, así que puedo ser creída, si quiero).
  • Voy a estar moribunda todo el día.
  • Voy a tener que echar siesta.
  • La siesta devora el tiempo libre, eso lo saben hasta en Tahití.
  • Sumando la siesta más las horas que pasaré merendando con mi tía más los desplazamientos más la cena más el cansancio arrastrado, da un total de: 168 excusas para no escribir hoy tampoco.
  • O sea, que madrugo media hora antes, y en vez de que dios me ayude, me roba tiempo para vivir. Con razón, lo de los caminos inexcrutables.
  • Y Todo por culpa de la Nueva Delegación. Todo por culpa del colapso que nos espera en la circunvalación, con las fauces abiertas (es mi mente, ergo puedo ser pedante). Todo por culpa del Trabajo. Yo me cambio de piso. Yo me cambio de destino. Yo me vuelvo a Cádiz.

Entonces el despertador suena. La suma de actos que forman un día vuelve a ser desgranada. Hay un maremágnum de coches y de bostezos. Hay brochazos color caca de negatividad. Hay una mucosidad ansiosa sobre el esternón. Hay los reajustes necesarios para comportarme como quiero, y no como mis emociones están mandando. Es una aventura estar fuera de la cama, y por eso me hace feliz levantarme. 

(Cuando corresponde. Coño)

domingo, 18 de noviembre de 2012

¿Te gusta o no?


 Sería perfecto que cualquiera de las preguntas básicas que cualquier humano trae de serie pudiera ser contestada fácilmente con un sí o un no. “¿Aceptas a esta persona para lo bueno y para lo malo-malo-malo?” “¿Serías infiel, mentirías, robarías pintauñas en El Corte Inglés, si supieras que tu acto iba a resultar totalmente inocuo?” “¿Mariano R. no es la monda?” “¿Te gusta tu trabajo?”

Esta última ha estado siempre criando polvo en el atestado trastero de mi conciencia. Alguna vez, cuando me he enfrentado a la perspectiva de pasarme siete horas encerrada en una oficina, sin nada que hacer, o conduciendo por los mismos baqueteados caminos con la energía mental de quien escucha el rosario, he sacado mi pregunta de donde la tenía olvidada, le he pasado un pañito y, como no sabía muy bien dónde ponerla, la he devuelto a la parte de atrás de mí misma. La cuestión se disolvía en el tiempo que tardaba en llegar a mi casa y quitarme el uniforme. Mientras comía, conseguía que mi cabeza se vaciase de las órdenes sin sentido que en esa ocasión concreta se habían encargado de parasitarme, y de esas tareas para las que hace falta aplicar tanta inteligencia como para sacarse mocos de la nariz. Después, yo era otra, simplemente. Ni un pensamiento, ni un minuto de mi tiempo laboral lograba franquear la frontera de mis horas de ocio. En esas ocasiones, cerraba la puerta del trastero con tantos candados, que a veces el recuerdo de ganarme la vida como lo hago me parecía uno de esos chistes de leperos que nunca eres capaz de terminar de contar.

¿Significa eso que no me gusta mi trabajo? En absoluto. Por una razón obvia. Porque amo el campo. Sin fisuras. Aunque comencé a estudiar una absurda carrera ambientalista sin contar con el motor de una vocación, con el tiempo me he convertido en una persona que da lo mejor de sí al aire libre. Tengo un álbum de fotografías digitales y mentales que he tomado yendo vestida con ese lamentable uniforme que tan mal casa con mis voluptuosas formas y, cada vez que lo repaso, mi corazón de piedra pómez se pone blandito. Fotos y recuerdos bajo los árboles y bajo la lluvia. Desde lo más alto de la provincia y la Península. Desde el punto de vista de las hormigas. Sobre las tejas del Palacio de Carlos V. En un amanecer en el que los pastos de Jimena humeaban niebla. En noches en las que me citaba con los murciélagos de un par de cuevas. He sido ganada para la causa del verde, del blanco insólito de los campos nevados, del amarillo de las choperas en noviembre. He subido hasta donde creí que sería incapaz. Me he llevado cardenales y arañazos a casa con una alegría insana. Me he comprometido a atesorar cada ruina de cortijo, y cada vieja costumbre rural a punto de extinguirse. Me he sentido aceptada sin reservas ni juicios por el bosque. He aprendido a buscar setas y espárragos, a leer mapas con soltura, a patinar mejor o peor por barrizales. Me han pagado por hacer lo que mucha gente paga por hacer en su tiempo libre. He conocido la solidaridad que se fragua en un incendio. Me han emocionado tantos cielos, y tantas sombras de animales correteando, y tantas y tantas demostraciones de la red sutilísima de relaciones que es un ecosistema, que tendría que pedir un mes de excedencia para poder hacer inventario.

Los planos me gustan a un nivel patológico.

Ahora que por fin me he atrevido a sacar mi pregunta incómoda del trastero, puedo darme cuenta de que mucha de la responsabilidad por haberla respondido tantas veces con un “a ratos” ha sido mía. Vale, está la cuestión irritante de los actos mecánicos. Tampoco trago la cínica escrupulosidad funcionarial respecto al cumplimiento del horario, ese permanecer siete horas con las botas sobre la mesa de la oficina, y creerte un buen trabajador porque antes de las ocho ya estabas en esa postura. Y me siento incómoda ante la superioridad moral con que algunos de mis compañeros esgrimen su vocación. Conozco a tarugos siderales a los que se les llena la boca cuando te dicen que han nacido para desempeñar este trabajo. Y conozco a gente cumplidora e implicada que, antes de aprobar las oposiciones de agente de medio ambiente, se planteó meterse a cartero.

Todo esas pegas están ahí, pero si yo no he sabido, no ya realizarme, sino sencillamente disfrutar más a menudo de mi trabajo, ha sido por culpa de mi propia indolencia. Sin apenas darme cuenta, también yo he repetido los moldes de comportamiento pasivo y victimista que tanto veo entre los que usan un uniforme como el mío. Desde el principio he esperado que la motivación me viniera impuesta, y que alguien de arriba me encargara trabajos estimulantes. Desde poco después del principio me he quejado de lo genial que podría resultar mi trabajo si las cosas de la administración fueran sólo un poquito más juiciosas.

Y, sí, ahora me atrevo a ser lo bastante honesta como para reconocer que a lo mejor no estoy por completo identificada con mi trabajo; que no estoy tan enamorada de él como para no acordarme de mirar la hora en toda la jornada laboral; y que no quisiera tener que echar muchas más horas de las que ya me pagan, porque la vida de paisano está demasiado minada de tentaciones. Sin embargo, tengo fe en que la aplicación, en este compartimento de mi vida, de unos valores fundamentales que ya tengo prácticamente concretados (iniciativa, autonomía, curiosidad, alegría, entrega), va a conseguir que me termine sintiendo orgullosa cada vez que me quite el uniforme.

sábado, 17 de noviembre de 2012

Todo lo que está por empezar


Cerca del mediodía todavía estoy revoloteando. Jose me espera con el abrigo puesto, para salir a la compra. Yo entro y salgo por las cuatro habitaciones de mi casa, con una zapatilla Converse a medio meter en el pie izquierdo, y una pantufla en el derecho, con la pistola limpiacristales en la mano izquierda, y el portaminas en la derecha. No quería que las nuevas tareas adultas que están invadiendo mi cabeza se borraran con las manchas del cristal de la mesa. Y no quería seguir vaciando la mochila que me llevé a Córdoba sin antes lavarme los dientes. Por eso, un momento antes de mi estrabismo zapatil, me he visto en el espejo sujetando todavía un folleto sobre el reforzamiento de poblaciones manchegas de conejo, mientras echaba espuma por la boca.

No de rabia. De nervios. Desde que me he levantado del sofá, no dejo de entreverar una acción en otra, en otra, en otra. Y eso debe de tener un nombre científico. Yo lo llamaré dispersión histérica. Empiezo una cosa y, antes de completarla, empiezo otra, y lo curioso es que no voy dejando nada a medias. Soy una especie de mujer orquesta de la tarea doméstica. Puede que este sea el más importante de los siete hábitos de las personas altamente inefectivas, pero el caso es que a mí, hoy, me funciona. Porque estoy eufórica. Hiperactiva. Y aunque ese estado pueda merodear peligrosamente por el territorio de la esterilidad, yo lo prefiero al tipo de ansiedad que me genera no saber qué hacer a continuación. Una de las frases que repetí durante mi infancia hasta que todas sus letras se volvieron redondas fue “me aburro”. Noticias frescas: esa niña pasiva que esperaba a que un hada madrina le resolviera sus problemas de juego ha muerto. Yo ya no sé aburrirme. Sí, puede que tenga una maraña de ideas en la cabeza. Pero sé dónde están las puntas del hilo. Y también tengo paciencia.

Ayer pasó algo parecido. La escena es asín: estoy comiendo sola en un garito atestado, a un paso liliputiense de la Mezquita. El camarero acaba de traerme mi media ensalada de berenjenas asadas, y yo no sé qué me alboroza más, si la perspectiva de comer, por fin, algo no pasado por una freidora, o la de refugiarme en mí misma durante una hora corta. Tengo mucho en que pensar, y eso me pone. Llevo cerca de treinta y dos horas, con un breve interludio de cuatro para el sueño, sentada junto a forestales, malcomiendo con forestales, peorbebiendo con forestales, hablando con forestales, haciendo como que escucho a forestales. Igual que el Rocío, eso es una coza mu grande que no ze pué explicá. Hay que estar muy preparado para practicar semejante deporte de riesgo. Y yo ahora necesito tomarme un respiro en medio de este entrenamiento bestial. Mi sangre se volverá salmorejo si vuelvo a escuchar otra anécdota de furtivos; o una condena más al Aparato Administrativo; u otro chascarrillo picarón; o más golpes en el pecho; o quejas amargas sobre la falta de vocación de las nuevas generaciones.

Pero por fin estoy sola, detrás de mi ensalada, primero, y de mi adultísimo café solo sin azúcar después. Y no encuentro manera de ordenar todos los discursos y estrategias que se me amontonan en la cabeza. Miro dentro de mí, y a mi alrededor, en busca de imágenes – espoleta, y sólo veo ruido y raciones de rabo de toro llevadas en volandas. Saco la libreta del bolso, me abraso la lengua con el café. Hojeo páginas salpicadas de semillas de ideas, y de entrevistas que tengo pendiente de hacerme a mí misma, si quiero extraer una serie de directrices vitales. He usado bolis de tantos colores que mi libreta parece un plano del metro de Nueva York. Necesito una pista para empezar a pensar, y los minutos de mi hora de soledad se agotan. Los ojos me duelen de sueño. Debería haberme acostado más pronto, anoche.

Entonces me acuerdo de la dulce habitación del hostal que pagué esta mañana. Y vuelve a mí esa calidez que sentí al entrar por primera vez en ella, la tarde anterior. Las paredes blancas, el alto techo artesonado que sobrevive del antiguo convento que era la casa (se llama así el hostal, El Antiguo Convento. Búscalo, si vas a Córdoba. Es barato y por la tarde te invitan a café y bizcocho casero, y el chico que te atiende comprende al vuelo tu necesidad sobrevenida de palique), el suelo hidráulico, la camita mullida como un nido. Todo eso puntúa y redondea el bienestar que me embarga, pero su médula está en otra parte. Está en mí. El calor es el mío propio. Soy yo, entrando sola en una habitación extraña, sin más carga que una mochila con un cepillo de dientes, un pijama, mi libreta y la crema hidratante. Es esta autonomía reconfortante. Este no necesitar asideros, y esta intuición de estar a punto de zampar a la vez de varios puertos.


Una doble para mí sola a 22'50. Con opíparo desayuno!!


En el bar, me recuerdo tendida sobre el edredón blanco, con los pies colgando al borde de la cama y los ojos cerrados, felizmente recostada en la i latina de la palabra vaivén. Cierro la libreta, y me doy cuenta de que la pista que buscaba en su interior es precisamente este momento, este ahora concreto en el que no estoy en ningún sitio y estoy en todos. No importa cuál será el primer paso, por dónde empezaré a pensar, o qué pregunta, de entre las que llamé incómodas en el post anterior, responderé en primer lugar. No importa si todavía no he asentado firmemente mi estrategia. No importa si esto no ha terminado siendo lo que yo quería escribir hoy. No importa si esta mañana ha sido un desbarajuste de pies y manos que no rimaban entre sí. La mochila ya está recogida, las camas hechas, la nevera llena de verdura. Y lo único que importa es esta absoluta disposición mía a empezar.

miércoles, 14 de noviembre de 2012

Ser adulto


Escucho la palabra, y una capa, no lo bastante sepultada aún, de pensamiento adolescente se revuelve como una almeja. ¿La edad adulta? Puaf. Vómito en escopeta. Eso que a mí nunca me pasará. Esa medianía del alma. Ese arrastrar de rutinas rancias y ojeras. Ese conformarse con los sucedáneos de la pasión. No, no quiero eso en mi vida. Yo voy a aferrarme a mi juventud en cada cumpleaños. Adultos lo seréis vosotros.

Hasta que llegan días, días corrientes que ni siquiera engrosarán la ya abultada colección de despertares, en los que empiezas a reconciliarte con todas las palabras que alguna vez denostaste. Responsabilidad. Compromiso. Adulto. Te das cuenta de la cantidad de polvo heredado, de los prejuicios de otros que has aceptado llevar contigo, sin cuestionarlos, igual que llevas el pelo rizado de tu padre o los dichos de tu abuela y de tu madre, que aunque no quieras, a veces te salen de modo automático. Empiezas a amnistiar a las palabras.

Los adultos ya no son los otros, y no por una simple y flagrante cuestión de cronología. El adulto ha dejado de ser gente (hastiada, autoritaria, discrecional, esos padres que comen carne del refrán) y se ha convertido en un estado, en una manera de responder a lo que la vida te va poniendo por delante. Todavía más: el adulto, a pesar de lo que pueda decir el diccionario, es un proceso, un ir caminando y puliéndose uno. El adulto se va abriendo paso por la maraña de influencias recibidas, procesando de manera ecuánime la información que le ofrece la realidad. Escucha amablemente al niño impulsivo o quejica que fue, a los padres complacientes o críticos que tuvo o que él mismo es consigo o con otros y, a pesar de ellos, toma decisiones a pesar.

Un adulto es capaz de elaborar una postura propia y de argumentarla frente a otros adultos. No dice “porque lo digo yo”, ni “lo que tú quieras”, o “déjame y no me rayes”. 
Ejemplo: ayer, con mi jefe. Yo planteo que me debe el mismo día libre que le va a conceder a mis compañeros, a causa de la mudanza. Él usa toda su batería de razones delirantes para contradecirme. Yo me enroco. Él me habla como si fuera mi padre. Yo vuelvo a enunciar mi tesis sin achantarme. Él eleva la voz. Yo mantengo mi tono, aunque por dentro esté deseando usar creativamente el quitagrapas con su dentadura. Y como el adulto comprende hasta qué punto se puede negociar con un bloque de masilla, me borro con elegancia del campo de batalla. Mi yo adolescente habría balbuceado de indignación. Mi yo infantil hubiera preferido que le arrancaran la lengua, antes que hacerse notar.

El adulto cabal, además, es capaz de remontarse a sí mismo, y de despegarse de sus propias batallas. Un buen adulto es lo bastante flexible como para dar la justa importancia a esa postura que con tanto ardor defendía hace un rato. 
Ejemplo: yo en el coche de trabajo, después de la imposible diplomacia. Un sol que, después de tantos días de lluvia, es un regalo. El campo reluciente, la hierba tierna, y tal, pero yo sigo lanzando juramentos y acosando a otro compañero con mi propia propaganda. Hasta que, conscientemente, decido darle al off de la rabia.

El adulto es capaz de emprender, y acabar, las tareas pesadas que a su yo adolescente tanto le recuerdan al rollazo sobre obligaciones y devociones preferido por su madre. 
Ejemplo: la lista que he pinchado en la pizarra de mi cocina, en la que se enumeran jolgorios tales como 1. Llamar al Ente Antes Conocido como Ya.com y Cagarme en sus Estatutos y Amenazarlos con Irme a la Competencia si no Solucionan mis Problemas de Conexión Ya. Punto. 2. Idem con el Ente llamado Unicaja: comienza la Operación Stop Comisiones Fascistas. 3. Sacarle un impuesto revolucionario a dicho ente, que se cree con derecho de especular con mis ahorricos a cambio de la nada absoluta. 4. Apuntarme de una P. vez a Intermón. 6. Ir al médico para que me arregle la regla. 7. Ir a Tráfico para poner Mi coche a Mi nombre, porque, después de nueve años, figura como propiedad de mi Padre, cuando lo he pagado yo con el sudor de mi uniforme. 8. Hacer lo propio con Mapfre. 9. Sacar de la carpeta de papeles adultos todos los recortes de cartulina, recetas, fotos de revistas...10. Coser el pijama de la Pantera Rosa.

El adulto es capaz de manejar su tiempo y de, entre las diferentes opciones que se le presentan, decidir la que en su momento pueda parecerle más conveniente, sin drama, sin cavilaciones, sin darle demasiado peso a lo que dejará de ganar si descarta una u otra opción. Una vez tomada la decisión, el adulto zanja el tema. 
Ejemplo 1: ¿hago huelga, porque es lo que se espera de mi solidaridad? ¿No la hago, porque visto el estado de las cosas del mundo, considero probada su inutilidad? Pues no la hago. Prefiero ceder mi sueldo de un día a proyectos colectivos concretos. 
Ejemplo 2: ¿me voy jueves y viernes a un congreso sobre venenos en Córdoba, aunque me apetezca tanto como un empalamiento? ¿Me quedo instalada en esa zona de confort mía que es pillar, como funcionaria experimentada que soy, todos los días libres que pueda, para pasar otro fin de semana largo en mi campito de Estepona? Pues me voy a Córdoba.

Pero el talento más refinado del adulto es su capacidad de no dejar en quinto plano ciertas preguntas incómodas, y de responderlas luego con honestidad.
Ejemplo: una cuestión que me planteó un compañero, ojalá arda en el infierno. Porque a ti este trabajo no te gusta, ¿verdad? Mi fiera adolescente, acomodaticia y poco crítica, está batiéndose el duelo contra esta y otras preguntas peliagudas.

En breve, más.


lunes, 12 de noviembre de 2012

Mudanzadicta


Todo el mundo en la oficina se está fabricando sus propias cajas, y yo empiezo a considerar las posibilidades melódicas del chirriar de la cinta adhesiva. Así suena este lunes. Riiiiiis Riiiiiis. De vez en cuando, un golpecito en las paredes de cartón, un gesto que parece inevitable cuando uno monta una caja plegable. Chof. Chof. Carpetas atiborradas de expedientes se amontonan dentro de ellas, dejando las cajoneras metálicas melladas. Riiiis. Los iniciados cierran las cajas con la ayuda de un cacharro parecido a una manga pastelera, que deja la cinta de embalar lisa y derecha como una autopista alemana. Los demás nos dejamos la yema de los dedos olvidados bajo la cinta. Plaf. Al suelo con ella. Plaaaaf. Para qué vas a deslomarte cargando una caja, si puedes arrastrarla. “Señorita, ¿piensa usted bajar una caja por cinco plantas a fuerza de puntapiés?”. Mi jefe, que está sobreexcitado. Es posible que sus niveles de dopamina alcancen hoy niveles tóxicos. Pero yo lo comprendo. Este es uno de sus días grandes. Y puedo leer en su mente: ese cerebro está generando órdenes a una velocidad digna de premio Nobel. Se pasea de aquí para allá con el carrito de transporte; pone poses de pensador de cómic; nos hace gestos con un par de dedos para que le sigamos al almacén. Ni Tony Soprano. Y husmea, también. Mira los muebles que van quedando vacíos con los ojos del provecho propio. Este es de los que buscan cartillas de ahorros en el velatorio de la suegra.


¿Pues no me está apeteciendo trabajar en una empresa de mudanzas? Cotilleo infinito asegurado.

Luego están los que se pasean como dandis entre las cajas. Un paso de pies gordos. Otro. Otro. Las manos juntas en la espalda, haciendo de contrapeso a la barriga. A eso en mi pueblo se le llama “zascandilear”. Y te sueltan el chiste. Tú estás liado con tu cajita, dándole de comer papeles, o empujándola hacia el compañero de allá, por si acaso se apiada, y te lo ves venir. No te hace falta ni mirarle. Hueles el chiste que se avecina, igual que los perros antes del terremoto. “¿Qué? ¿Es que se muda alguien?”. El chiste. No han podido resistirse. Y entonces los miras, por fin, con el cansancio propio de un Sísifo, y compruebas que en la cara tienen esa sonrisa satisfecha que se traduce como “soy la monda, colega”. A ver cómo les explicas que no son ni las nueve de la mañana, y tú ya has escuchado ese chiste por lo menos siete veces.

Y los que suspiran. La administrativa del megáfono interno, famosa desde hace un par de post, es de esos. Os la podéis imaginar: suspira como si quisiera derribar las murallas de Jericó. No la dejan llevarse al edificio nuevo su pothos, que tiene los bordes quemados por culpa de un exceso de riego y decibelios. Y no está segura de que su voz no vaya a diluirse en aquel espacio sin paredes ni puertas. ¿Cómo hará allí para hacerse escuchar? Pero no es por eso por lo que suspira. Es que son muchos años, muchos días de vocerío volcado sobre un teléfono que, como la planta, o los armarios metálicos, se quedará aquí, como víctimas olvidadas de la pequeña catástrofe que es una mudanza. Muchas horas que ahora se rasgan y van a parar a unos contenedores de papel usado tan altos como las Torres Gemelas.

También a ella la comprendo. ¿Cómo no, si estoy a punto de abandonarme a una nostalgia parecida? Pienso en el zumbido de relaciones y micromomentos que este oasis de burocracia ha propiciado, y trato de calcular el tiempo que habrá de pasar hasta que el enjambre que somos se adapte a la nueva colmena. Pienso en todos aquellos con los que me he cruzado cada día, camino del trabajo, a los que he puesto mote, Apu, el Lánguido Zopitilla, la Delantero Centro, a los que he visto dar un estirón o engordar. Eran como hitos kilométricos de esa porción de mi rutina y, a partir de pasado mañana, serán como todos los que sobreviven a difuntos desconocidos. Pienso en la panadera a la que Jose, de vuelta a casa, compra una barra de Alfacar para la comida, y otra integral para el desayuno. Pienso en ella, y le deseo que sus ventas mejoren, y que la gente no tenga por qué recortar por ahí su gasto doméstico.

Pienso en la Marilyn de doscientos kilos que a las ocho menos un minuto ya está fumando en la puerta junto al segurata. Caigo en que me voy a quedar con la intriga de si su idilio acabará fructificando. Vuelvo a sentirme igual de astuta que me he sentido cada vez que la puerta del ascensor se cerraba conmigo sola adentro. Pienso en todo lo que he maniobrado para que mis compañeros aceptasen tomar café en un lugar distinto al que llevaban yendo año tras año, para provecho de mi epitelio gástrico. En el camarero que respondía a mis buenos días con un “¿con leche desnatada, o un zumito?”. Pienso en los transeúntes del paso de peatones vistos desde la quinta planta. En mi farmacéutico preferido, tan recortadito y conspirador, que tanto se benefició de mis primeros, apocalípticos brotes de dermatitis. Pienso en cuánto he escrutado los balcones, cuando en un momento muerto me asomaba a la ventana del baño. En tantas sintonías chorras o discotequeras de teléfonos que me han hecho bordear ocasionalmente la locura homicida. En las puestas de sol salvajes sobre la poca vega. Pienso en todo eso, lo estoy recordando ya, y poco falta para que me gane la melancolía de los viejos hábitos perdidos.

Sólo que lo que me llevo de esta oficina – una agenda a punto de caducar, un par de libros sobre libélulas y plantas acuáticas – cabe en la funda de un archivador. Que mi equipaje sea así de ligero me pone contenta. He arrugado cientos de bolas de papel, he arrojado carpetas a la basura con una determinación propia de Atila. Son muchas de mis mañanas, también, muchas horas mías. Sí. Y qué. Seguiremos empezando de nuevo.


sábado, 10 de noviembre de 2012

Despertar todavía


Estoy leyendo un poco distraídamente. Normal, porque hay demasiada hierba, y es demasiado verde, y a mí eso siempre me emborracha demasiado. Hasta que el libro decide dar el todo por el todo, y me pone por delante un pasaje sobre las experiencias de despertar: esos momentos en los que nos abrimos inesperadamente a la realidad, a la que nos rodea o a la que nos habita, y en los que la maravilla irrumpe en nuestra vida acostumbrada, para “revelar lo que podría ser el mundo si lo viviésemos a otra profundidad”. Entonces levanto la vista del libro, y sonrío con el tipo de sonrisa de los que vuelven a su casa por la mañana, después de haberse pasado la noche entera besando a alguien que al principio parecía una remota posibilidad. Porque el despertar que me viene inmediatamente al recuerdo ocurrió ahí fuera, a unos cinco metros de donde ahora estoy sentada.

Bueno, quizás no fue ahí. Quizás, seguro, fue un proceso, más que un suceso discreto, y por tanto no pasó en ningún lugar. Pero yo leo la palabra, y sin cerrar los ojos siquiera, ya estoy viendo otra vez a las garcillas bueyeras cruzando el cielo, justo por encima de mi cabeza, en la hora en que la noche empieza a rondarle al día, y en el campo donde ahora vive mi padre empieza a notarse la humedad. La luz, esa luz de pureza antártica que siempre me pilla desprevenida, declina, y parece como si Sierra Bermeja se la estuviera tragando. De hecho, su perfil a mí me recuerda al dichoso dibujito de la serpiente que digiere un elefante en El Principito. El invierno se está acabando, y hay como una amenaza de dulzura en el aire. A lo mejor en el almendro se han abierto las primeras flores, y ahora, al final de la tarde, su olor se hace todavía más penetrante que cuando el sol, ese sol de febrero que es el que más consuela de todo el año, las estaba calentando. Porque es la hora del alambique, y la humedad que viene del mar destila una cantidad de olores que marea.

Yo estoy estudiando los temas de zoología para las oposiciones. Especies de patos. El ánade silbón. El porrón pardo. Nada más llegar al campo, he sacado de la casa la misma mesita plegable que ya usaba para hacer los deberes de sexto de EGB. Mis padres están por ahí dentro, barnizando las contraventanas que aún no han sido colocadas, o decidiendo la colocación de los enchufes, o discutiendo, a secas. Desde donde estoy no los escucho. Yo sigo con mis cercetas, con la malvasía, con mis ojos esponjosos de tanta dulzura. Y entonces las garcillas empiezan a regresar a sus dormideros, puñados de ellas, ejércitos en uves blancas y perfectas. Pasa sólo eso. Pasa tan poco, que da vergüenza confesar que ha pasado algo y, sin embargo, es como si una porción diminuta de mi desorden interno se hubiera ajustado. Memorizo nombres y plumajes de unos pájaros que nadie en la carrera consideró necesario enseñarme. Pasan pájaros sobre mi cabeza, completando una rutina  precisa como una danza. Me acuerdo de las abejas que esta mañana zumbaban entre las flores recién abiertas. Y lo único que pasa es que la vida ha dejado de parecerme una evidencia que daba por descontada. El piloto automático se ha bloqueado por primera y verdadera vez en veintidós años. Y me restriego los ojos, y me doy cuenta de lo sucias que tenía las gafas. Quizás esté todavía somnolienta, pero me he despertado, y la realidad que descubro es más jugosa y rica que aquella que estaba soñando. Acabo de descubrirme una nueva vitalidad, una manera íntima de mirar.

Ese cambio se quiere notar en el diario que por entonces rellenaba con la compulsión de una bulímica. Antes de ese periodo, cuando no había vuelto todavía a casa de mis padres, con mi rabo post-universitario entre las piernas, yo era una mema de cuidado. Tanto, que debería echar a la chimenea ese diario cuya lectura me abochorna a mí y a la humanidad entera. Era una desahuciada social, una retrasadita fantasiosa que carecía de criterio y de un kit de herramientas básicas para emprender la vida adulta, una especie de criatura de dibujos animados, enferma de romanticismo y soledad. Tenía menos enjundia que Candy Candy. Había pasado por la universidad sin apenas darme cuenta, sin que mi altura emocional creciera ni un centímetro, sin plantearme una sola pregunta honesta. Sin necesidad de saber si lo que estaba haciendo con mi tiempo se ajustaba a mi carácter, porque yo de eso no tenía mucho, la verdad. Acabé cuarto de carrera, hice un curso de tercer grado en Sevilla que, mamá, ahora lo confieso, me resbalaba de manera mortal, pero que al menos actuaba como morfina en mi incapaz centro de toma de decisiones. Y cuando ya no se me ocurrió otra maniobra dilatoria, me volví a Estepona, para prepararme unas oposiciones que tampoco obedecían a ninguna vocación.

Ahora recuerdo esa época, y releo mis diarios, y me da la impresión de que aquello fue una especie de retiro monástico. Tenía un propósito simple que no me cuestionaba, de la misma manera que un monje no se cuestiona su labor en el huerto. Tenía una rutina diáfana de té verde con galletas – estudio – comida de mamá – siesta – estudio – cena – cama, a la que sólo le faltaban tañidos de campana para parecer una disciplina de rezos. Y tenía muertas todas las expectativas pueriles de crecimiento y fiesta con que me fui a Granada, en una nueva fase de mi adolescencia. En Estepona estaba esa realidad obtusa de la que pretendí escapar al comienzo de los años universitarios, la que me dio caza y me despertó, una tarde cualquiera, gemela de la de hoy. Desde entonces me paso la vida desperezándome, a todas horas dando los buenos días.

jueves, 8 de noviembre de 2012

Últimos ratos en la Huerta


(Un post que hubiera publicado ayer, si no me hubiera pasado la tarde enfrascada en negociaciones vitales)


A veces se amontona tanto por decir, que uno sólo encuentra la manera de expresarlo a través del silencio. Por eso, el cerebro pequeñito que habita en los pies guía mis pasos hasta la Huerta de San Vicente, sin que el cerebro de arriba participe gran cosa en la maniobra. Lo único que sé es que necesito salir de la oficina. Demasiado ruido. Los ánimos andan excitados, en estos pocos días que nos quedan para la mudanza al Megaedificio, y esa administrativa, que de natural habla como si se hubiera tragado un megáfono, ha decidido hoy también que la intimidad debe ser abolida, y grita, y manda a la mierda a la gente por teléfono, y se desquicia con la futura ubicación de los puestos de cada uno. Los compañeros que no han salido al campo tienen tan poco que hacer como yo, y todos lo disimulan como pueden. Uno merodea entre las varias secciones de la planta; otro trata de involucrar a los demás en disquisiciones tipo hora solar versus hora oficial; el de allí estudia una petición de informe como si fuera el testamento de su abuelo. Yo quiero escribir, y sé sobre qué quiero hacerlo. Pero dentro de mi cabeza hay todavía más ruido que fuera.


Huerta de san Vicente.
No es mía, aunque lo parece. Es de aquí.


La casa blanca y dulce de los Lorca está igual de acosada por el barullo. Tiene a su izquierda el jaleo, continuo como uno de esos acúfenos que pueden conducir a la locura, de los coches en la circunvalación. Y a su derecha, por entre las ramas de un gran almez, el jolgorio de los pájaros, que celebran como posesos que la lluvia se ha interrumpido un rato. Me encanta venir hasta aquí. Me encanta. Y esta será, probablemente, la última vez que lo haga, así, uniformada y en busca de alivio de toda la energía estática que se me acumula en la ropa sintética, en el pelo y en el alma, después de media mañana rodeada de ordenadores y conversaciones sobre políticos ladrones y recortes de la base de cotización.

Me encanta porque la casa es sencilla y porque está en medio. Y porque es bonita sin adornos ni estridencias. Me gustan las tejas, las maderas verdes entre el blanco de la cal, el jazmín que rodea la puerta principal como la peluca de un magistrado inglés. Los árboles que restan de la huerta original, granados, membrillos, la palmera adorable, que, igual que la casa, resisten contra la fealdad de las calles vecinas y el carácter burocrático del parque García Lorca. Yo procuro no engañarme: este lugar no es una isla perfecta en medio de la basura de la ciudad. No es impermeable. No genera una fotografía instantánea de lo que fue la vega antes de que la arrasaran a golpe de cemento enfermizo y huellas de neumáticos. Al menos a mí no me la genera. Pero sobrevive. Algo sereno y hermoso que se rebela contra su propia condición anacrónica. Su estructura y su apariencia siguen siendo funcionales, al menos para los que aspiramos al espacio, y a entablar una relación más directa, de causa-efecto, entre el propio cuerpo y la naturaleza. Paredes blancas contra la insolación de julio. Buenas ventanas para que en enero entre luz, y una posición como acurrucada, para que el chorro de aire que baja de la sierra cargado de nieve asesina no la golpee demasiado.

Busco cosas así cuando vengo, la simpleza que se sabe adaptar a las simplezas incuestionables de la vida, calor-frío, luz-sombra, árboles que dan cosas ricas. No persigo el silencio, porque no existe, ni la supuesta fuente de la que mana una poesía que de tan repetida, exprimida y bendecida por poderes locales, a mí me suena a éxito fabricado expresamente para los Cuarenta Principales. Vengo; imagino que un día construyo un lugar así, sólo que con las maderas en turquesa de una isla griega; y no me dejo atrapar por el ensimismamiento. Piso el albero encharcado. Me como dos o tres almecinas maduras. Juego con los gatos sentados, acercándome lenta, muy lentamente a ellos, para estudiar hasta qué punto son capaces de tolerar la amenaza de mi presencia. Doy un pasito. Se enervan. Me quedo quieta. Ellos vuelven a achinar los ojos. Y así hasta que me acuerdo de que, aunque este miércoles sea mi viernes, porque este fin de semana pasado he trabajado, todavía me encuentro en horario de trabajo.

Y entonces, sí, ya puedo volver a la oficina, cargada de ejemplos, como si en vez de a tomar un respiro, hubiera venido a cosechar membrillos. Vuelvo a dejar que los pies me lleven por cruces de calles impíos, y edificios por los que algunos arquitectos/ promotores/ concejales tendrán que responder en el día del Juicio. Voy resuelta a archivar esas imágenes en algún rincón despejado y accesible de mi conciencia: los gatos que me entrenan para aproximarme sutilmente y con paciencia a las cosas, empezando, parando, suspendiendo, tolerando. El espacio manso y soleado que rodea a la casa y que acepta los ruidos de una actividad cotidiana que es la que es. Ese es el espacio que quiero yo que se abra en mis estados de ánimo, entre y junto a la energía vibrante y la fragilidad.