sábado, 10 de noviembre de 2012

Despertar todavía


Estoy leyendo un poco distraídamente. Normal, porque hay demasiada hierba, y es demasiado verde, y a mí eso siempre me emborracha demasiado. Hasta que el libro decide dar el todo por el todo, y me pone por delante un pasaje sobre las experiencias de despertar: esos momentos en los que nos abrimos inesperadamente a la realidad, a la que nos rodea o a la que nos habita, y en los que la maravilla irrumpe en nuestra vida acostumbrada, para “revelar lo que podría ser el mundo si lo viviésemos a otra profundidad”. Entonces levanto la vista del libro, y sonrío con el tipo de sonrisa de los que vuelven a su casa por la mañana, después de haberse pasado la noche entera besando a alguien que al principio parecía una remota posibilidad. Porque el despertar que me viene inmediatamente al recuerdo ocurrió ahí fuera, a unos cinco metros de donde ahora estoy sentada.

Bueno, quizás no fue ahí. Quizás, seguro, fue un proceso, más que un suceso discreto, y por tanto no pasó en ningún lugar. Pero yo leo la palabra, y sin cerrar los ojos siquiera, ya estoy viendo otra vez a las garcillas bueyeras cruzando el cielo, justo por encima de mi cabeza, en la hora en que la noche empieza a rondarle al día, y en el campo donde ahora vive mi padre empieza a notarse la humedad. La luz, esa luz de pureza antártica que siempre me pilla desprevenida, declina, y parece como si Sierra Bermeja se la estuviera tragando. De hecho, su perfil a mí me recuerda al dichoso dibujito de la serpiente que digiere un elefante en El Principito. El invierno se está acabando, y hay como una amenaza de dulzura en el aire. A lo mejor en el almendro se han abierto las primeras flores, y ahora, al final de la tarde, su olor se hace todavía más penetrante que cuando el sol, ese sol de febrero que es el que más consuela de todo el año, las estaba calentando. Porque es la hora del alambique, y la humedad que viene del mar destila una cantidad de olores que marea.

Yo estoy estudiando los temas de zoología para las oposiciones. Especies de patos. El ánade silbón. El porrón pardo. Nada más llegar al campo, he sacado de la casa la misma mesita plegable que ya usaba para hacer los deberes de sexto de EGB. Mis padres están por ahí dentro, barnizando las contraventanas que aún no han sido colocadas, o decidiendo la colocación de los enchufes, o discutiendo, a secas. Desde donde estoy no los escucho. Yo sigo con mis cercetas, con la malvasía, con mis ojos esponjosos de tanta dulzura. Y entonces las garcillas empiezan a regresar a sus dormideros, puñados de ellas, ejércitos en uves blancas y perfectas. Pasa sólo eso. Pasa tan poco, que da vergüenza confesar que ha pasado algo y, sin embargo, es como si una porción diminuta de mi desorden interno se hubiera ajustado. Memorizo nombres y plumajes de unos pájaros que nadie en la carrera consideró necesario enseñarme. Pasan pájaros sobre mi cabeza, completando una rutina  precisa como una danza. Me acuerdo de las abejas que esta mañana zumbaban entre las flores recién abiertas. Y lo único que pasa es que la vida ha dejado de parecerme una evidencia que daba por descontada. El piloto automático se ha bloqueado por primera y verdadera vez en veintidós años. Y me restriego los ojos, y me doy cuenta de lo sucias que tenía las gafas. Quizás esté todavía somnolienta, pero me he despertado, y la realidad que descubro es más jugosa y rica que aquella que estaba soñando. Acabo de descubrirme una nueva vitalidad, una manera íntima de mirar.

Ese cambio se quiere notar en el diario que por entonces rellenaba con la compulsión de una bulímica. Antes de ese periodo, cuando no había vuelto todavía a casa de mis padres, con mi rabo post-universitario entre las piernas, yo era una mema de cuidado. Tanto, que debería echar a la chimenea ese diario cuya lectura me abochorna a mí y a la humanidad entera. Era una desahuciada social, una retrasadita fantasiosa que carecía de criterio y de un kit de herramientas básicas para emprender la vida adulta, una especie de criatura de dibujos animados, enferma de romanticismo y soledad. Tenía menos enjundia que Candy Candy. Había pasado por la universidad sin apenas darme cuenta, sin que mi altura emocional creciera ni un centímetro, sin plantearme una sola pregunta honesta. Sin necesidad de saber si lo que estaba haciendo con mi tiempo se ajustaba a mi carácter, porque yo de eso no tenía mucho, la verdad. Acabé cuarto de carrera, hice un curso de tercer grado en Sevilla que, mamá, ahora lo confieso, me resbalaba de manera mortal, pero que al menos actuaba como morfina en mi incapaz centro de toma de decisiones. Y cuando ya no se me ocurrió otra maniobra dilatoria, me volví a Estepona, para prepararme unas oposiciones que tampoco obedecían a ninguna vocación.

Ahora recuerdo esa época, y releo mis diarios, y me da la impresión de que aquello fue una especie de retiro monástico. Tenía un propósito simple que no me cuestionaba, de la misma manera que un monje no se cuestiona su labor en el huerto. Tenía una rutina diáfana de té verde con galletas – estudio – comida de mamá – siesta – estudio – cena – cama, a la que sólo le faltaban tañidos de campana para parecer una disciplina de rezos. Y tenía muertas todas las expectativas pueriles de crecimiento y fiesta con que me fui a Granada, en una nueva fase de mi adolescencia. En Estepona estaba esa realidad obtusa de la que pretendí escapar al comienzo de los años universitarios, la que me dio caza y me despertó, una tarde cualquiera, gemela de la de hoy. Desde entonces me paso la vida desperezándome, a todas horas dando los buenos días.

7 comentarios:

  1. Hija mia,esa confesión era innecesaria.Yo sabía que tu interes en aquel curso-especialista en tratamiento de aguas,o algo así se llamaba,no?-no era más que la excusa que tantos estudiantes,aun los mejores como era tu caso,usan para no hacer nada más.
    De ahí la pelotera que te monté.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Pues, para tu próxima experiencia como madre, menos pelotera, y más educación. Porque yo no lo sabía bien entonces.

      Eliminar
  2. Anónimo entre comillas11 noviembre, 2012 23:24

    Lo mejor de la vida es ir acumulando esos despertares, ese desperezarse de vez en cuando, aunque no siempre se puedan recordar momentos tan concretos como lo haces tú, pero ahí están...

    ResponderEliminar
  3. Qué bonito, Silvia!. Y qué bonito es crecer (aunque durillo).
    A mi me pasa a veces que un pensamiento que se ha repetido mil veces, de repente un día, parece que me empapa y entonces, descanso. Sólo lo sé explicar así y, metafóricamente, podría ser algo así como el quitarse uno de tantos velos para ver lo mismo que antes pero con otro sentido, quizá más acorde a mí misma.
    Es un despertar así, poquito a poco.
    Besazos!
    Laura

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. En el libro que mencionaba ("Los estados de ánimo", de Cristophe André), el susodicho comparaba el despertar precisamente con ese velo apartado al que tú aludes. Me encanta lo del empapamiento!
      Otro beso para ti

      Eliminar
  4. Anímate y nos trascribes una hoja de ese diario,así conoceremos algo más de tí,te atreverás?.
    Un beso.

    ResponderEliminar