miércoles, 30 de mayo de 2012

Yo también estoy en modo "odio al mundo"


No necesito sentarme dos horas en la postura del loto para darme cuenta de que la realidad no es una cosa estable y consistente. La mente, a pesar de los hábitos adquiridos, divaga a lo largo del día entre varios extremos. El corazón bascula según le dé el aire. Un día te levantas eufórico y, al siguiente, ni un batallón de mulatos brasileños conseguiría que movieras un músculo. Lo que ayer fue pasión, hoy es complicidad, con suerte, o hastío, o incluso asco. Todas nuestras células son sustituidas cada cierto tiempo, haciendo que nuestros cuerpos sean hoy personas distintas a las que fuimos hace tres años. Las carnes se ponen fláccidas. Lo que un día fue lozano se marchita. Los leones devoran a esa gacelita que tenía toda la vida por delante. Los árboles sufren enfermedades. Los ríos cambian su curso, si los dejan los ingenieros. Las montañas se alzan un centímetro cada diez mil años. Mi cocina no dura limpia más de un día. Los paisajes cambian, las ciudades se derrumban, los huesos se pulverizan. Todo eso que la memoria fijó con laca, toda la hermosura y la alegría, pero también todo el dolor, no se volverán a repetir como tales. Todo es contingente. Panta rei. Vale. Ya me puede invitar el Dalai Lama a merendar. Pero, por mucho que me entrene en la difícil disciplina del desapego, hay cambios que no puedo tolerar. Tendrían que fabricar una Silvia transgénica para que tragara con ellos.

Anoche, a las diez y media, ya estaba en la cama, balcón abierto, libro en mano, y el cuerpo hecho puré después de un viaje de doscientos kilómetros, una hora de pseudo-natación, y algo así como la distancia de Atenas a Maratón en las piernas. Me hubiera gustado contar cómo fue mi bautismo clorado (¿por qué nadie me advirtió que aprender a nadar es tan difícil como aprender a conducir?), pero tenía el ordenador en la UVI, bloqueado por unos policías tan de mentirijillas como el de Village People, que me pedían pasta a cambio de eliminarme de sus ficheros de usuarios de pornografía infantil (ni imaginarme quiero la clase de turbias páginas de internet que visita el señor con el que comparto piso y ordenador). Ya estaba yo a punto de dar de mano de la vida, cuando al susodicho no se le ocurre otra que la de acercarme el ordenador recién desbloqueado a la cama (cuando se cree Steve Jobs, se vuelve un poco sádico), y con él, esta noticia

(Nota para las queridas lectoras que todavía están en el parvulitos de las nuevas tecnologías: para ver la noticia, sólo tenéis que pinchar con el botón izquierdo del ratón donde pone “esta noticia”)

Resumo, por si no tenéis ganas de leer la infamia que os he enlazado: el Ayuntamiento de Tarifa ha aprobado en pleno una plan parcial de urbanismo que permite la construcción de cerca de 1500 plazas hoteleras y 350 viviendas junto a la playa de Valdevaqueros. Tiene cojones. Y aclaro: Valdevaqueros es esto:


Dejadme que diga algo, por si acaso la foto no fuera lo bastante expresiva. Sí, ya sé que a estas alturas debéis pensar que yo el cielo me lo imagino como ese lugar donde Dios le dice “pisha” a San Pedro, y los serafines se ponen púos de manzanilla y tortillitas de camarones, sin consecuencia alguna para sus angelicales barrigas. Pero voy a añadir algo más a mis habitual retórica amorosa sobre los paisajes de Cádiz. Veréis: cuando vienes de Algeciras, llega un momento en que la carretera que va a Tarifa deja de trazar curvas, tan castigadas por el viento, que parece que tu mismo coche se ha convertido en un vela de windsurf. Atrás queda la visión del Estrecho y de los molinos, y de esos pastos heroicos que, contra incendios, levantes y matorral espinoso, saben sobrevivir. Lo que se abre por delante te deja anonadado. A tus pies tienes la llanura litoral de Tarifa. Verde, azul, azul verde, porque has tenido el buen tino de venir ahora que la hierba todavía no está seca, y el dorado tímido de la arena de la playa. A tu izquierda, la ciudad y su isla de Las Palomas, que parece construida para que por allí se paseen los amiguitos de Playmobil. A tu derecha, un telón de piedra. Y entre medias, arena, arena, arena, la cinta interminable de la playa de Los Lances, la duna exagerada de Valdevaqueros, además de unos cuantos eucaliptos salpicados, una cantidad de construcciones que el alma sensible es capaz de perdonar, y vacas, y algún que otro caballo sucio y panzudo. Miras todo eso, y te parece un milagro que en el ultrajado litoral andaluz, quede un lugar que todavía se pueda calificar de vacío. Es mentira, ya os digo que hay hoteles, con mayor o menor grado de horteridad, y un camping, y supongo que casas ilegales. Pero después del cemento tóxico de la Costa del Sol, y de las fábricas y los buques de hierro de Algeciras, cuando ves las flores rosas, escarlatas, que crecen en estos pastos, a un paso de la orilla del Atlántico, es como si alguien hubiese mezclado en una coctelera un aire mejor, más sano, más compasivo.

Hay mucho de mí en este lugar, eso lo sabe el orbe entero. Días dorados de amistad, aquella noche en que dormí en el coche con mi prima. Atardeceres tan largos, que casi me daba la impresión de estar ya muerta, y de que contaba los milenios como si fueran segundos. Ganas, secas como la arena, de ver a un par de hombres. El escenario casi mítico donde yo suponía que andaba ese bombero que fue uno de mis amores infructuosos. Los pinos como paraguas. La levedad de tener a la espalda un montón de espacio. Amo este lugar, pero, como os dije en el post anterior, estoy aprendiendo a desprenderme de él, para así liberarlo de la carga de mis recuerdos preciosos. Por una parte está el espacio, y por otra, el filtro un poco ansioso de mi memoria, que siempre quiere que aquello se repita, que los lugares y las luces nunca cambien, y las personas sigan siendo las mismas, y yo no tenga una arruga incipiente junto a la boca.

Pero mi aprendizaje no puede con este tema que ahora se han sacado de la manga. Todo cambia, y eso hay que aceptarlo. Pero yo no puedo aceptar este cambio salvaje como un asesinato, semejante brutalidad, que atenta contra cualquier idea de flujo natural o transición, una estupidez tan exagerada, tan... cavernaria, teniendo en cuenta cuál ha sido el cáncer del paisaje y de la economía de España. Y lo que más me hiere y, a estas alturas de mi vida, me hiere como una amputación cada vez que me escamotean uno de mis paisajes, lo que me pone verde de ira, es que la Delegación de Medio Ambiente de Cádiz parece haber dado su visto bueno al proyecto. Eso me hace, en cierta manera, cómplice, porque resulta que llevo trabajando nueve años para la Administración que en Andalucía ostenta la custodia de la naturaleza. Nueve años buscándole, muchas veces, tres pies al gato para encontrarle un sentido, más allá del monetario, a mi trabajo. Nueve años diciéndome que, aunque no me lo pareciera, lo que hacía a lo largo de mi jornada laboral saltaba por encima de la burocracia, para reportarle algún beneficio a todo eso que está más allá de lo humano. Y de esos nueve años, cerca de tres han sido al servicio de la Delegación de Cádiz, que yo ya no sé de parte de quién está.

Ante esto, ¿qué postura debo adoptar? ¿Me limito a esperar hechos consumados? ¿Pataleo? ¿Aprendo a hacer bombas caseras? ¿O aprovecho la coyuntura para hacer una fogata con todos mis uniformes inflamables? ¿Será que la Junta de Andalucía me va a poner en bandeja la excusa perfecta para que abandonarla? Me siento como un cobarde que no sabe cómo dejar a la novia.

lunes, 28 de mayo de 2012

La mochila


A pesar de que hay por ahí un ser humano que se horroriza del aspecto antiestético y enfermizo que han adquirido mis hombros y mi escote en el último mes, sigo siendo capaz de acarrear en mi enclenque espalda un montón de kilos. Esta mañana, cuando salí del Cortés Inglés, había un banco milagrosamente vacío esperando a que me sentara. La mezcla de sol y sombra era perfecta, una verdadera celosía, y la temperatura, la justa para uqe cayera rendida a los pies de esta primavera indecisa. Sólo cuando me descolgué la mochila, me di cuenta de lo que pesaba. Llevaba unas dos horas y media con ella a cuestas, y no estaba siquiera cansada. Simplemente, quería sentarme, intercambiar miradas retadoras con los viejos sentados en el banco de enfrente, y seguir disfrutando un poquito de esa vida de jubilada que llevo cuando voy a Estepona.

Mentiría si dijese que me fijé en la gente. Me limité a tomar el poquito de sol que se colaba entre las ramas, a admirar lo bien que me quedaban los vaqueros arremangados con las zapatillas rojas tan molonas que me compré hace unos días en el Decathlon de Los Barrios, y a hacer un recuento de mi carga. Tres libros de la biblioteca, yogures, un filete de atún, nueces, latas de sardinas. Un candado para taquilla. Una crema barrera para aislar del cloro mis partes leprosas. Un par de cajas de lentillas. Sé que ni mi oftalmólogo ni mi dermatóloga me recomiendan que me apunte a la piscina, pero me da igual. He dejado de estar dispuesta a que lo que hago o dejo de hacer a lo largo del día venga sistemáticamente decretado por mi salud. Joder, que tengo 33 años. Estoy en la flor de la vida. Tengo más energía y más ganas que nunca. Y hay un montón de gente valiente, enferma de verdad, impedida de verdad, que sale a pasear pese a los efectos de la quimioterapia, que hace el Camino de Santiago a lomos de su silla de ruedas, y que me está señalando con el dedo. Ya se me han agotado las reservas de prudencia. A partir de mañana voy a aprender a nadar.

Porque hace mucho tiempo que no empiezo nada de cero. Porque adoro el chapoteo. Porque me dan una envidia mortal los que se mueven como flechas por el agua, los que se tiran de espaldas desde el borde de una barca para cotillear en el fondo de los mares, los que se levantan de manera tan sexy sobre una tabla de surf. Porque de pequeña me daba muchísimo miedo la parte de las piscinas donde no hacía pie. Porque sigue dándome miedo. Porque estoy harta del miedo. Porque mi cuerpo ama el movimiento. Porque tener siempre los pies en el suelo es un coñazo. Por escaparme un par de horas a la semana de la ley de la gravedad. Porque soy un patito mareado al que le vendría de perlas entrenar su coordinación con un poquito de constancia. Porque no tengo ni un solo músculo de ombligo para arriba.

Así que ya os podéis hacer una idea de cuál es mi estado de ánimo. Estos días de descanso me han hecho tanto bien. He absorbido sol como una sanguijuela. Las diferentes opciones que se me ofrecían para ocupar mi tiempo eran como cartas marcadas, un manojo de boletos de tómbola, todos con premio. Estuve andando entre mis viejos árboles, y atroché por helechales que todavía no se han secado. Me senté al pie de un alcornoque, y volví a entusiasmarme con la filigrana de sus ramas, y me sentí abarcada y muda, empezando igual que uno de los brotes que asomaban por entre las hojas ganchudas que tapizaban el suelo. Fui a la playa, ya lo sabéis. Me tragué sin vergüenza todo el festival de Eurovisión. La cosecha de judías verdes y fresas me ha dejado unas simpáticas agujetas en los muslos. Un día comí curry de pescado con leche de coco, y al siguiente un castizo guiso de costillas. La comida me sienta mejor que nunca. Ya no me invade la sensación de ser una impostora cuando recito mis instrucciones para la buena vida.

Y no fui a pasar el día en Bolonia, pero qué más da. Por fin me doy verdadera cuenta de que la nostalgia es un derroche de energía, porque todos esos lugares con los que sueño, cuando los coches de Granada me irritan alma y garganta, todas las hipótesis lejanas que trazo para ser feliz, todo eso está ya dentro de mí. Llevo una carga preciosa a mis espaldas, una mochila llena de recuerdos dulces que me acompañan cuando entro en cualquier habitación del mundo, cuando estoy en la oficina, o tumbada en la cama, o saneando las flores muertas de la jardinera de claveles. Algún día volveré a aquellos lugares, claro, pisaré la arena fría de marzo en la playa de Los Lances. Dejaré que mis piernas cuelguen frente a la visión inverosímil del Estrecho. Veré los ojaranzos en flor, creyéndome a ciegas que Algeciras limita con Tahití. Se me hará la boca agua con el olor de los espetos. Plantaré una viña cerca de donde lo hizo mi abuelo Juan, a quien no conocí. Cogeré setas. Me emborracharé con el aire verde de los quejigos. Haré todo eso de nuevo, sí, despegada de mi propia historia, y de manera amable, sin tratar de apropiarme de lo que veo. Sin querer retenerlo. Sin echarlo luego de menos.

Pero ahora estoy donde estoy, y un espacio se acaba de abrir en mi interior. Mañana dejaré mi mochila en la taquilla, y seré lo bastante ligera como para aprender a nadar.

sábado, 26 de mayo de 2012

Mi ceremonia favorita


No sé cómo me atrevo siquiera a encender el ordenador. Son las cuatro de la tarde de un sábado tan de verano como el Frigo Pie. Me acabo de levantar de la siesta y me duele toda la cara. Y me he refugiado del Maldito Poniente en el coche, y tengo las orejas a punto de entrar en combustión, y la sombra de las hojas del olivo sobre mis pies es preciosa, y el aire huele a gazpacho y a Tour de Francia y no puedo dejar de mirarme la tenue pero irrefutable marca del bañador y sólo me apetece achinar los ojos, igual que hacen los gatos cuando saben que los miras, y ponerme a ronronear. Todo porque esta mañana me he dado mi primer baño en la playa. Cómo se me pudo olvidar esta instrucción básica para la buena vida en la lista (insuficiente) del post anterior.

El primer baño es diferente a todos los que le siguen a lo largo del verano. Es solemne, y también un poco sentimental, porque todos los actos que giran en torno a él tienen la timidez de los reencuentros. Sólo cuando vuelvo a ponerme el bikini naranja, me acuerdo de que ya el año pasado prometí buscarle sustitutos, porque el paso del tiempo, y lo terriblemente holgazana que soy después de la playa, cuando lo último que me apetece es enjuagarlo y colgar las toallas, han hecho que, lo que antes era el perfecto disfraz de Halle Berry sacando su divina anatomía de las aguas, se haya convertido en una especie de pelota de baloncesto pinchada. Mi bikini es un como un viejo amigo que se ha ido poniendo fofo y cansino, y, hoy al menos, yo no concibo tumbarme en la playa con otra compañía.

Después viene el momento de untarme la crema que, a estas alturas del año, todavía no se ha convertido en un trámite fastidioso y urgente. Siempre es lo mismo: rebusco por toda la casa hasta que doy con tres o cuatro botes que todavía conservan en su boca la arena de varias playas, los huelo uno por uno, toda gourmet, y sopeso si el factor de protección 10 será suicida, y el 30, timorato. Al final opto por un factor 20 de compromiso, y doy comienzo al rito del embadurnado. Lo hago con lentitud, haciendo mi particular recuento de moratones y venillas, y masajeando bien, como para aplacar la vergüenza blanquecina de mis carnes, hasta que me da la impresión de ser una novia turca. Me pongo una falda, meto el libro y la botella de agua en el primer bolso cochambroso que encuentro, y me cuelgo al hombro una de esas toallas tan finas y rasposas, como traídas por una abuela de un viaje exprés a Portugal, que da cosita extender en la arena. Ya estoy preparada.

No es la playa más bonita ni salvaje del mundo,pero funciona

En la playa hay poca gente. Unos cuantos guiris cuyo tono rojo-sobre-rojo jamás pasará por bronceado. Algún matrimonio bien, que nunca coge vacaciones en agosto porque eso es una vulgaridad. Gente con pinta de vivir en autocaravanas. Aunque tengo metros y metros de arena libres, casi echo de menos los encantos de una playa atestada. Es que no lo puedo evitar: siempre me maravilla la descarada suspensión de los códigos de apariencia. Tengo ganas de volver a ver a esas viejas, embutidas en sus bañadores grandes y rectangulares como la Península Ibérica, que no soportarían que, por la calle Terraza de Estepona, una punta de faja les asomase por la falda. El Culo. Un mogollón de desinhibidas tetas caídas. Las frases “el poniente pone el agua muy fría” y “qué va, no está tan fría” repitiéndose como un fractal hasta El Peñón de Gibraltar. Novio que le lame la sal de la boca a novia. Esos dos colegas, con edad de tener hijos universitarios, que pavonean por la orilla sus dos semanas de gimnasio. Novia que le saca puntos negros de la nariz a novio. Esposa que obliga a esposo a que se eche crema en los hombros. Esposo que iza la barriga y mira al horizonte, como un gran almirante, disimulando para disfrutar a sus anchas de la visión gloriosa del Culo. En la playa es imposible, imposible aburrirse. Y eso sin contar con las idas y venidas sedantes de las olas, el hecho impagable de estar casi desnuda y a merced del aire y del sol, empanarme con arena, que es algo de lo que la gente de secano abomina y que a mí me encanta y, siempre, el feliz sopor. El momento perfecto de no hacer nada, y no desear hacer nada.

Venga, ahora llega la ceremonia definitiva. Toca entrar en el mar. ¿Cuánto tiempo hace desde la última vez? ¿Siete, ocho meses? Inconcebible. El agua, es verdad, está tan fría que me erizo igual que los ya fatídicos Consejos de Gobierno de los viernes. Voy poco a poco, muy poco a poco, un pasito corto tras otro. Ya llegarán los días de las zambullidas exageradas, y de los baños de aquí te pillo, aquí te mato. Esto es amor, Silvia, no lujuria. Recuerda, eres una novia turca. Doy otro paso, el hielo sube otro centímetro. Las rodillas, ay, la cintura, ayay, una costilla tras otra, a este paso salgo de la playa en camilla. Me quedo parada, imagino que soy un alga. Y antes de que el agua llegue a la cota peliaguda de las tetas, me veo retrocediendo. Entonces recuerdo los pasajes bellos y fuertes que Marina le dedica a la escalada, y pienso que, mira, a lo mejor eso es precisamente lo que estoy haciendo, con mi frío, y mi determinación y mi olvido de todo lo demás: estoy escalando el mar. Al final consigo meter la cabeza, y todas sus ideas peregrinas, bajo el agua. Algo me dice que este es el momento cumbre del calendario. Estoy sostenida por algo grande y aromático. No tengo peso, expectativas o proyectos. Hay mucho espacio dentro de mí. Me he bautizado.

De la playa a la casa hay unos cuatro minutos andando. Siempre que hago ese camino, sucia de sal y arena, pero inmaculada, molida y contenta, con la piel caliente y todo el hambre de los niños durante la merienda, me creo más guapa y mejor persona de lo que era antes. Y pensar que, en mis años de mostrenca adolescente, ir a la playa me daba náuseas. Cuántas cosas que hoy considero fijas me quedan todavía que poner en cuarentena.

jueves, 24 de mayo de 2012

Vivir bien


Todavía tengo clavado en la mente eso que me dijiste por Facebook sobre el buen vivir. He estado a punto de escribir que llevo toda la semana dándole vueltas al tema, pero no, qué va: me da la impresión de que mi capacidad de raciocinio está en barbecho, y que a lo único a lo que me puedo dedicar, con un poco de conciencia, es a manosear un par de palabras. Vivir bien, vivir bien. Vivir. Bien. De ahí no salgo. Llevo tus palabras en la cabeza y no sé muy bien qué hacer con ellas.

En realidad yo hubiese querido escribir este post ayer. Me habría levantado de la siesta, esta vez llena de energía, relajada, imponiendo control sobre piernas, brazos e imágenes mentales, por la sencilla razón de que la tarde del miércoles que sigue a un ciclo de diez días seguidos de trabajo siempre llega como una especie de ruptura gloriosa. El uniforme se habría quedado un rato tirado en el suelo de la habitación, tal y como lo dejé al llegar a casa, bien humillado, antes de que lo metiera en el cesto de la ropa sucia. Habría abierto de par en par las ventanas del balcón y, dándole coba infinita a una onza de chocolate con el 80% de cacao, me habría puesto a diseñar para ti unas cuantas instrucciones sobre lo que considero vivir bien.

En lugar de eso, llené mi maleta con un batiburrillo absurdo de ropa de invierno y verano, aturdida, con ganas de que fuera La Maleta Definitiva que llevaría conmigo allí adonde nadie me encontrara. Y me pasé dos horas en el asiento del copiloto de un coche sin fijarme ni una sola vez en el paisaje, porque bastante tenía con no arrancar a llorar. A las diez de la noche llegamos a Estepona y, bueno, podría haberme puesto a escribir después de la cena, pero entonces mi post sobre el buen vivir no hubiera resultado muy honesto. ¿Por qué será, amigo, que ni tú y yo, siendo como somos tan listos, al menos tanto como los demás, terminamos de afinar nuestras estrategias vitales? ¿Por qué hay siempre un dolor entre las omóplatos, o una escasez endémica de tiempo, o cierta indefinición a la hora de establecer lo que nos motiva, o algo que no acaba de llegar?

Porque, tengo que decírtelo, toda esta semana pasada (para mí, repito, ayer fue viernes) me he sentido tan marchita. Estancada. Como si mi trabajo, lo que leo y lo que escribo, las pocas personas con las que me relaciono, y lo que hay en mi corazón, me impusieran una digestión muy lenta, muy larga y muy pesada. Desde hace unos cuantos días se me repite el sabor de las mismas palabras y las mismas rutinas. Estoy un poco viciada. Ayer sólo deseaba ser libre, y no tener que rendir cuentas de mis actos a nadie. Coger mi coche y largarme donde fuera sin que nadie tachara mis idas y venidas de caprichos. Ayer quería volver a trazar mapas a mi medida, y rastrear las carreteras en busca de algo nuevo. Hace mucho que no duermo en los coches. Y, sin embargo, camino de Estepona, los ojos escocidos se me querían salir de su sitio, porque me daba cuenta de que, ahora que sé lo que son la ternura y la intimidad, no sabría renunciar a ellas a cambio de una vía libre que ni siquiera sé ubicar.

Por suerte, para vivir bien se precisan pocos materiales. Sí, es verdad que, como dijiste, resulta un trabajo duro. Tienes que estar todo el rato pesando, calibrando, haciendo elecciones y equivocándote. A veces tienes que juntar un montón de calderilla para sacar sólo una poquita de fuerza de tu cuerpo y de tu alma. Pero, si superas esas premisas, vivir bien no es complicado. Quizás baste con que uno se comprometa a llevar a cabo, todos los días, un acto cargado de energía, aunque sea mínimo. Una especie de regalo que uno se hace a sí mismo y al mundo.

Hacerte un hueco de al menos media hora para pasarla fuera de las paredes de tu casa. Oler jazmines calientes. Recordar cuando tuviste un momento pleno. No sentir una nostalgia feroz por ese momento. Recordar otra vez lo bueno que estaba aquel bocadillo de queso de cabra en Bolonia. Cerrar los ojos frente al sol y creerte capaz de ver correr la sangre por los capilares de tus párpados. Preparar el desayuno para los de tu casa con una dedicación de convento. Abrazar, abrazar mucho, aunque a veces nos sepa a renuncia. Soñar con que un día tus amigos se sentarán a la misma mesa, bajo una parra, y que palabras, risas y silencio se enlazarán sin trauma. Ir al Decathlon para comprarte un bañador, aunque te aplaste las tetas (o el bulto que corresponda en tu caso) hasta extremos masculinos, porque te ilusiona adquirir una nueva destreza. Llamarte por teléfono. Obviar todo aquello que se queda en la cuneta cuando seguimos un camino. Aprender a respirar con todo el cuerpo. Tratar lo que respiras y comes como una ofrenda. Pagar para que mimen tu cuerpo. Explorarlo en busca de lo que le gusta o le disgusta. Enorgullecerte por lo poco o mucho que salga de tus manos. Mirar las cosas, la hierba, tu piel, tus minutos, desde un primer plano. Poner pie tras pie. Esforzarse porque amor y libertad sean palabras equivalentes. Tenderte en la cama y escuchar una y otra vez esta canción:



lunes, 21 de mayo de 2012

Sábanas raras



Mírala, mi cama, con esas sábanas revueltas que a lo largo de la mañana han dejado escapar a regañadientes el calor de mi cuerpo. Mira qué aspecto tan inocente. Y, sin embargo, ahí pasan cosas raras Si no fuera porque, cuando llego del trabajo, vengo dispuesta a devorarme tres niños recién nacidos, haría la cama apenas traspasada la puerta, sin quitarme el uniforme siquiera. Nunca lo hago, y luego vienen las consecuencias. 
 
No he terminado todavía de comer, y la cama deshecha empieza ya a cantar sus persuasivos cantos de sirena. La puerta del dormitorio está abierta, y puedo verla bien, sentada a la mesa donde, con el tenedor, martirizo al último bocado de lo que hoy me he puesto por delante. Hay días en los que podría ir a la tele a contar el Extraño Caso del Estómago Menguante, y este es uno de ellos. Desde donde juego a comer, la cama se ve pequeña e impúdica, con todas sus vergüenzas al aire, como una francesita de los años veinte. No me puedo resistir a sus encantos.

Aun sabiendo de sobra que la siesta me provoca resaca. Ya lo he comentado alguna vez, ¿verdad? No es raro que, a eso de las cinco, me despierte soñando, y a mí, ese contraste entre la realidad indiscutible del sueño y la luz redonda de la primera tarde, me trastorna particularmente. Me levanto de la cama gimiendo, que es algo que nunca hago por la mañana, y con el alma en los tobillos. Como si me hubieran expulsado del hábitat del sueño, a un lugar en el que tampoco tengo tiempo para vivir de verdad. Como si me hubieran robado el bolso en un aeropuerto, con todo mi dinero, el pasaporte y la tarjeta de embarque.

Pasan otras cosas perturbadoras, en la cama. Los mismos sueños, por supuesto, pero de eso ya hablé en un post antediluviano. Miro las arrugas de las sábanas, y me pregunto cómo pueden disimular tan bien todo lo ha sucedido esta noche entre ellas. Cómo pueden ser tan sibilinas, y preparar semejantes trampas. Todo lo que soñé anoche se ha perdido, igual que los recuerdos de mi primer año en la Tierra y, sin embargo, me parece que mi cama huele todavía a desencuentros. Anoche soñé con un hombre que está radicalmente fuera de mi vida cotidiana, alguien sobre quien podría escribir una larga lista de oportunidades perdidas. Nunca fui con él a la playa. No conocí a su hermana. Nunca me dejó verlo desnudo a la luz del día. No lo vi llorar. No fui con él a las rebajas o a la boda de un compañero de trabajo. No lo vi aburrirse un domingo por la tarde. Ni sudar. Mear. Sufrir un dolor de cabeza. Ni por asomo hizo nunca proyectos para cuando fuéramos viejecitos. No me regañó por ir descalza por la casa, ni me metió prisa para que saliera del cuarto de baño. No le vi apuntar el papel higiénico en la lista de la compra, ni entenderse con el mapa de carreteras de un país de alfabeto raro.

Ese hombre tuvo anoche la poca consideración de colarse en uno de mis sueños, en los que, de alguna manera, yo no soy del todo yo, aunque todo lo que en ellos pase afecte a la Silvia que aparece en mi carnet de identidad. En el sueño, él entraba a una tienda de la que yo salía, me miraba de refilón y, con fastidio evidente, se veía en la obligación de saludarme y de presentarme a sus amigos. Pasaban luego más cosas de las que ahora puedo acordarme, cosas que me han dejado a lo largo de todo el día un poso de humillación en el aliento. Hay desaparecidos, como él, que parecen seguir escribiendo con tinta invisible en los márgenes de mi vida.

Pero hay otros momentos turbadores que suceden en la cama, cuando uno no tiene la suerte de estar abrazado a un cuerpo suavito y cálido. Está la sensación de los días que pasan, más aguda que nunca. Están algunas imágenes sueltas y aleatorias de mi historia, que, a veces, justo antes de dormirme, pasan a toda velocidad por el visor loco de la memoria. Como si me estuviera muriendo, exactamente. Son imágenes de momentos intrascendentes que he olvidado por completo: yo andando por un lugar espeso de árboles, zafándome de una rama espinosa de zarza que se me ha enganchado en el forro polar del uniforme. Yo esperando en una cafetería a que lleguen mis tías. En lo alto de un cerro de 1500 metros de altura, apretando los pies contra el suelo para que el viento no me dé empujoncitos de matón de colegio. Luchando contra el sueño en un bar, mirando a mi alrededor en busca de alguna cara curiosa o un gesto que me entretenga. Yo paseando sola por la playa, pensando que todos los guijarros de la orilla son iguales, pero distintos, o distintos, pero iguales, y que todos tienen una historia geológica que se cuenta en millones de años. Yo con la almohada sobre la cabeza para amortiguar el escándalo de la obra de al lado de mi casa. Y así me voy durmiendo, durmiendo, casi con una protesta en los labios, porque quiero seguir viendo la película detallada de mi vida, quiero llevarme a mi casa esas fragmentos desechados de biografía, como si tuviera una especie de síndrome de Diogénes temporal. Coger todos esos momentos, conservarlos aunque no valgan nada, enhebrarlos, ser capaz luego de escribirlos.

Cuando despierto por la mañana, ya no me acuerdo de nada. Me levanto, y la cama se queda con toda esa carga secreta de tiempo y sentimientos.


viernes, 18 de mayo de 2012

Carta desde una piel herida



Hace un par de semanas me juré que nunca más volvería a publicar un post que reuniese las palabras “piel” y “dolor”. En serio, no estaba dispuesta a seguir dando la murga con mis penas epidérmicas. A partir de ahora, mi lucha por recuperar la salud de este herido pellejo mío iba a ser una tarea secreta. Iría por la calle, con mi media sonrisa de siempre. Haría mi trabajo calladita, redactando en la oficina o trepando riscos o recorriendo toda la provincia a lomos de los tristes coches de la Junta. Me apuntaría al curso de natación, o volvería a atarme las zapatillas de correr. Escribiría cosas alegres, cosas que luego terminarían pareciendo sesudas, quizás alguna cosa imaginativa, a lo mejor hasta ficción. Y, mientras, nadie se daría cuenta de que por dentro estaría tramando estrategias, como una espía, para que mi cuerpo volviera a ser eso por lo que siempre me he sentido agradecida. Iba a ser divertido tener todo ese depósito de valentía sigilosa en mi interior.

Hoy ese depósito se ha agotado, así que vais a tener que perdonarme. Porque necesito escribirme a mí misma. Al que no le apetezca volver a toparse con el espectáculo de la debilidad humana, puede ir en paz, con mi bendición. Ya vendrán los días en los que se me vea de nuevo fuerte y confiada. Días en los que pueda cerrar el puño derecho y coger un bolígrafo sin que me duela. Sí, es verdad que no tendría por qué publicar esto que quiero decirme. Bastaría con abrir un documento en blanco de Word, desahogarme, y luego dejarlo dormir en el limbo de los textos destinados a nunca ser leídos. Y, sin embargo, me parece que, si dejo pinchadas en este tablón que es el blog las palabras que sólo quiero dirigirme a mí misma, más adelante podré entenderlas mejor.

Así que escucha, Silvia del mañana. Quiero que recuerdes lo que pasaba por tu cuerpo en un día como hoy. Es curioso que te hable así, desde esta orilla del tiempo, sin tener ni idea de lo que habrá sido de ti. Quizás ya no queden en tus manos más cicatrices que las propias de la edad o de esa vida activa que por fin te has animado a llevar. A lo mejor donde yo tengo heridas, tú sólo tienes los callos que te han dejado el escardillo, o la vela de windsurf, o las riendas del caballo. O todo lo contrario, quizás has tenido la mala suerte de que a tus huesos haya empezado a carcomerlos la osteoporosis, antes de tiempo, o tu vida sosegada ha dado un vuelco, y la pena se ha enamorado de ti, o un tumor ha recortado hasta límites indignantes tu fecha de caducidad. Cómo puedo saberlo. Sea lo que sea, a lo mejor desde tu perspectiva te parece difícil de creer que una vez toda tu atención y tu energía giraron en torno a la piel de tus manos. La salud es olvidadiza, y la verdadera enfermedad, intransigente. Ninguna de las dos admite la posibilidad de que, entre ambas, haya estados intermedios.

Así que deja que te recuerde este poco que padeciste. El desaliento cuando empezaste a pensar que no había nada, pero nada, que pudieras hacer para estar mejor, porque ni la química farmacéutica, ni la alimentación, ni la relajación consciente, ni los dichosos omega-3 ni la milagrosa levadura de cerveza podían evitar que en los dedos de tu mano derecha siguieran brotando un millón de vesículas parecidas a huevas de pescado. Recuerda que, por muchos ejercicios de mentalización que llevaras a cabo, no podías dejar de mirarte las manos, ponerlas al trasluz, y hasta llegar a maravillarte por la existencia de esa fuerza ajena a tu voluntad que se había apoderado de tus células. Te acariciabas las ampollas y las asperezas, dejabas de hacer las camas para volver a mirarte, y cuando te peleabas con la escritura, entonces ya no podías controlarte, y te rascabas, escamas de tu piel caían como nieve sobre el teclado del ordenador, te rascabas como si quisieras castigarme por algún pecado.

Recuerda cuando flaqueaste del todo, y te encerraste a oscuras en el cuarto de baño para llorar sin que te viera nadie. Recuerda el ardor lacerante al anotar un teléfono. Recuerda el guante azul que tuviste que ponerte para cocinar, y lo difícil que fue agarrar el cuchillo para picar cebollas y ajos. Recuerda que estabas tan apática que ni la imagen de una misteriosa mujer que se pasea por las calles con un eterno guante azul en la mano derecha, fue capaz de arrastrarte a imaginar un relato. Recuerda que llamaste a tu madre la mañana de un viernes, y el lloriqueo se te escapó, y entonces ella juró que para el domingo siguiente estarías curada, y tú estuviste a punto de creerla y de aprender a rezar.

Recuerda también que te echaste en la cama mientras se secaba el suelo que Jose acababa de fregar, mientras pensabas en lo poco comunicable que es el dolor y, en general, todo tipo de experiencia humana. La empatía es limitada, te decías, y a pesar de la compasión, nadie iba a ayudarte a que sujetar el mundo no doliera, o al padre de Jose a que respirar dejara de ser una tarea de titanes. Recuerda que entonces él (el hijo, no el padre) se acercó, vestido sólo con los calzoncillos más feos del mundo, porque hacía mucho calor, se puso a tu lado en la cama, y te acarició todo el cuerpo, como si fueras un bebé, y quisiera relajarte para meterte después en la cuna. Recuerda cómo fue invocando cada uno de tus músculos y tus articulaciones, la cara interna del tobillo, la silueta de la axila, la punta de la ceja izquierda, las menudencias óseas de la espalda, cómo hizo sonar cada una de esas partes para acallar a las que ardían. Cómo imaginaste que te envolvía en un capullo de seda, una especie de manto de la invulnerabilidad parecido al de Aquiles. Recuerda que sonreíste con un poquito de suficiencia cuando alcanzó a acariciar suavemente tu talón.

Recuerda que, pese a todo, fuiste capaz de preparar una buena comida, bastante más elaborada de lo que tus manos y las restricciones de tu dieta te permitían. Moldeaste una difícil pasta a base de harina de arroz, jugaste con ella como si fuera plastilina, y conseguiste forrar unas tartaletas, la verdura (ecológica) quedó bien sofrita, y las colas de las sardinillas de lata se pusieron crujientes como encajes, tras su paso por el horno. Recuerda que abristeis una botella de un vino blanco muy rico que hacen aquí en Granada, y brindasteis, y la sensación triunfal de transgresión que te embargó al merendarte un helado gigante y perverso de azúcares y grasas hidrogenadas. 

Exquisita receta apta hasta para paleogentes y ovopescovegetarianos

No te olvides nunca, Silvia, de que una vez viviste de esta manera inflamada y endeble, y que, gracias al dolor de tu mano, juraste que nunca volverías a obviar el milagro de tener un cuerpo sano. Recuerda lo fuerte que te sentiste cuando al fin recuperaste tu capacidad de aguantar.

lunes, 14 de mayo de 2012

Anclándome de nuevo


El hogar está allí donde a uno siempre lo esperan. Con semejante tontería de sobrecillo de azúcar me bajo del autobús. Hace ese tipo de calor que convierte la realidad en una Polaroid de los años sesenta, pero él está ahí parado, con el chándal que a veces sólo se pone para hacerme rabiar, las manos a la espalda, el abrazo a punto de reventar, esperándome. Y, sí, me abraza, y me mira como si nos hubiéramos conocido la pasada Navidad en un lugar neutro, donde los dos éramos extranjeros y teníamos frío. Pero se recompone, y enseguida vuelve a acostumbrarse a mi presencia, y a llamarme por los motes que usamos cuando estamos en pijama. Se hace cargo de mi mochila, aunque no pesa nada, y me conduce hasta el coche.

Durante el trayecto que me lleva a casa, mi mirada es incapaz de retener una sola imagen. Sólo quiero llegar y dormir un rato en mi cama. El hogar está allí donde las cosas te retienen. Y eso es para mí, hoy, algo bueno. Cuando por fin me tumbo, no queda ya nada de la persona sin referencias que fui mientras me comía un bocadillo en el área de servicio donde el autobús hizo su parada. Allí me busqué un hueco en sombra entre dos coches aparcados, y me quedé de pie, apoyada en el pilar metálico y ardiente del sombrajo. De algún lugar indeterminado salía el What's going on de Marvin Gaye, que es una canción que me chifla desde el Big Bang. Tenía todavía tanto viaje por delante como el que había quedado detrás, y si dentro de mi bolso hubiera encontrado un carnet con otro nombre, y otro lugar de nacimiento, no me hubiera parecido raro.

Ahora ya estoy de nuevo aquí, bien sujeta a mi identidad cotidiana, sea cual sea. La nevera está llena de cosas que he elegido, y que cocinaré, por fin, con mis manos. Y mis libros siguen esperando a que desista de tener un blog medio actualizado, y les dé un gajito de tiempo. Alguien, allí en Madrid, y antes de la ceremonia, me saludó, y con mucha gracia se declaró “ferviente seguidor de Durmiendo en los coches”, y yo me puse un poco colorada, como si me hubieran pillado en una travesura. Y, mientras me colocaba junto al resto de familia en el banco de la iglesia, me sentí reconfortada por la idea de estar haciendo algo concreto, que puede ser relacionado conmigo, igual que un albañil que se señala a sí mismo después de señalar una casa bien sólida, o un pirómano, al ver en el telediario las imágenes del incendio que él mismo ha provocado.

En realidad, nunca he pensado demasiado en serio en este blog como en una criatura mía. Me limito a escribir lo que puedo y como puedo, y a esperar que eso funcione como una red para atrapar algo de calor y significado con los que alimentarme. Los que son padres ¿no se sorprenden nunca pensando cómo ha podido salir de sus células esa persona parada ahí enfrente, tan independiente e indescifrable como el resto del mundo? Así me siento yo muchas veces con respecto a esto que termino publicando. Cuando alguien que tiene un cuerpo del que sale una voz, me recuerda su existencia, yo no pudo evitar reaccionar con una perplejidad sazonada con unas gotas de orgullo. Ahí, en una diminuta esquinita casi intangible del mundo, hay un letrero que lleva mi nombre. Es verdad que una firma en la puerta de un cuarto de baño que huele a cuadra y amoniaco, en un área de servicio, puede resultar bastante más obvia y perdurable que estas palabras que se escriben en ningún sitio. Pero es la mejor manera que se me ocurre para hacer saber, al mundo y hasta a mí misma, que una vez estuve viva.

Es una manera de sentirme sólida, porque si es verdad que algo sale de mí, y que alguien es capaz de establecer la relación que existe entre ese algo y yo, entonces se diluye la sensación que a veces me asalta de ser una mera hipótesis, y de estar fuera del espacio y del tiempo, completamente desvinculada. Este fin de semana escaso que he pasado en Madrid para asistir a la comunión de mi primo (que, digo yo, cómo es posible tener a la vez una prima que es abuela, y un primo al que le acaban de infligir una primera comunión), esa sensación ha estado demasiado presente. La noté en la iglesia, mientras intentaba reconocer en mí misma un vestigio, por pequeño que fuera, de mis diez años, y de todos esos ritos y herencias que hablaban de comunidad, y que en realidad nunca me enseñaron a vivir en un mundo real, entre personas de verdad.

Y luego, en el convite, al mirar a todas esas personas con las que comparto una carga genética y una historia de encuentros breves y de regalos, pero a las que no conozco de veras.

De camino a la buhardilla de mi hermana, calles adoquinadas y escaparates asiáticos, cuando sin querer soñé que volvía a encontrarme con una persona con la que tengo una cuenta pendiente que sólo existe en mi cabeza.

Y tumbada en la cama de mi hermana, en camiseta y bragas, sintiendo en las piernas el fresco que al fin entraba por el tragaluz del techo, y no pudiendo disfrutar de él, porque los helicópteros no dejaban de dar vueltas por el cielo del centro de Madrid, y yo me sentía en una ciudad en estado de sitio. Acosada e invisible a la vez, deseando salir por el tragaluz para correr por los tejados, y hacerle señales de socorro a los pilotos. Estoy aquí, en un lugar que no me corresponde, ocupando un lugar en la cama de mi hermana que reclama otra persona, lejos de todos, y recordando otros años de una vida que a duras penas reconozco como mía.

Por eso es bueno llegar a un lugar y descubrir que hay alguien esperándote, y una actividad que te ata a la realidad, y mediante la cual puedes tomar posesión de aquellos momentos en los que tú misma pareces una desposeída. Una actividad que alguien más, aparte de ti, puede reconocer como tuya.

miércoles, 9 de mayo de 2012

Más semi-pensamientos comestibles


Hoy es uno de esos días tontos en los que no hay nada que hacer en la oficina. Al cabecilla de la manada parece habérselo tragado un agujero negro, y el otro jefe, el abúlico, se ha largado al campo, dejándonos sin un mal trabajillo que llevarnos a la boca. Podría echarme en brazos de la corrección política, y decir que, en realidad, si le pones un poquito de interés, siempre es posible encontrar algo que hacer: hay miles de normas esperando en cola, las muy ilusas, a incorporarse a mi memoria. Hay archivos que reorganizar, incluso alguna posibilidad, más o menos creativa, de inventar bases de datos o tratar de mejorar ciertos oxidados métodos de trabajo. Pero pa qué. Esta mañana estoy dispuesta a revolcarme en el lodo de la desidia. Como si el mundo se hubiera convertido en una viñeta de Forges. Eso significa: dejar arrastrar las horas hasta la del desayuno, llevando a cabo las tareas más intrascendentes que se me puedan ocurrir con una meticulosidad japonesa. Gandulear por internet. Llenar botella tras botella de agua a un ritmo prediabético. O bajar a la farmacia un par de veces, porque soy una adicta a su orden blanco y promisorio, y me chifla pasar lista a los tarritos de cosmética, y el pulular teatral de las batas. Y porque he encargado otra de esas cremas que amenazan con fagocitar mi sueldo. Y porque mi farmacéutico favorito me ha hecho una consulta forestal, y yo me he comprometido a resolverla con toda la profesionalidad que hoy no estoy aplicando a mi trabajo.

(Mi farmacéutico preferido casi nunca lleva bata. Es pequeño y perspicaz como un sefardita y las chicas, que sí llevan bata, siempre corren a consultarlo a las entrañas de la farmacia, donde parece ser que él se pasa el día mezclando potingues alquímicos, cuando entra alguna impertinente que, en vez de presentar una receta, se pone a preguntar por las novedades en el ramo de la dermatitis atópica. Entonces es cuando él sale, con sus gafas de pasta, la camisa negra, y las manos un poco demasiado homosexuales, con la pinta de un guionista de serie de la CBS. Yo me lo llevaría a mi casa, envuelto en ese papel finito con que te empaquetan las medicinas, y lo encerraría en la cocina hasta que diese con la solución, farmacéutica o culinaria, de mis males. Es tan atento, y mira de esa forma reconcentrada, como si te estuviera diagnosticando mediante la observación del iris o del aura, que si me pidiera una cría de lince, me largaría a Doñana a buscársela)

En estas me hallo, cuando me doy cuenta de que ya casi son las doce y media. El tiempo sigue sabiendo a chicle cien mil veces mascado, pero ya se ve asomar por la puerta la patita de la hora de salida. Venga, es el momento de los héroes, me exhorto. Deja de bostezar. Sujeta bien los ojos dentro de las cuencas. Ya queda menos para llegar a casa, arrancarte el uniforme como Clark Kent en las cabinas, devorar y no echarte a la siesta, porque tienes que ir a la peluquería, intentar hacer unas galletas sin azúcar ni trigo, y recibir a tu tía. Así es como se demuestra el carácter. Aunque esta noche, entre duermevela y trozos de sueño ligero como el chocolate de máquina, no hayas descansado nada.

Porque, sí, me he pasado tooda la noche con la misma nube zumbona de pensamientos con la que me acosté girando en mi cabeza, como si fuera agosto, como si fueran moscas. Más bien debería decir semi-pensamientos, que es todo a lo que puedo aspirar cuando escucho esa alarma interior que me avisa de que algo está a punto de empezar. No sé muy bien qué, ni en qué quedará. Si será otra de mis fulgurantes nuevas vocaciones que nunca llegan a materializarse, o el verdadero embrión de algo que podría llegar a cambiar ciertos pilares de mi vida.

Ya sabéis que, desde mi último brote de dermatitis del terror, del que estoy saliendo gloriosamente, gracias a las malas artes de la farmacopea química (y pese lo que le pese a mi orgullo), me he interesado hasta cotas delirantes en el tema de la nutrición. En el transcurso de aquella semana de dieta absolutamente infundada con que me castigué, llegué a pensar que no valía la pena dedicarle tanta energía mental a la cuestión de qué comer o qué no, porque, bueno, al fin y al cabo, comer es comer, algo necesario para la subsistencia que hay que resolver rápidamente, antes de poder pasar a cosas más...trascendentes. Ahora, superados los picores nazis, me doy cuenta de que no podía estar más confundida, porque la alimentación es el tema más trascendente al que tiene que enfrentarse todo ser vivo. Más allá de la simple y evidente biología, la comida es el eje en torno al que giran todas nuestras vidas. Tú, tú, y tú, y hasta yo misma, nos levantamos a las seis y media de la mañana, después de una noche de sueñus interruptus, para poder tener algo que llevarnos  a la boca, así como un techo bajo el que hacerlo. Millones de seres humanos se han partido el lomo en los campos, para alimentarse y alimentarnos. Estos tienen que robar. Aquellos no hacían otra, a lo largo del día, que acechar presas entre el bosque o los hielos, o experimentar, hasta la diarrea o el envenenamiento, con las míseras raicillas que le podían escamotear a la tierra. Por mucho que a nuestra humanidad se le pueda olvidar, hemos estado y seguimos estando obligados a gastar una cantidad exagerada de energía para solventar la cuestión de lo que nos llevamos a la boca. Comer es algo más que un acto hedonista y autocomplaciente. Comer es una cosa seria que se ha de tomar en serio es la manera en que nos relacionamos más íntimamente con el resto de elementos de lo que ya no solemos llamar “cadena alimentaria”, y también una de las maneras básicas en la que los humanos nos relacionamos unos con otros. Comer es un asunto ecológico y cultural, y nuestra dieta, un resumen sutil de la posición que ocupamos en el ecosistema, y el olvidado nexo de unión con los flujos que nutrientes y energía que circulan entre músculos, hojas, suelos, ríos, rayos de sol y la mesa en la que tu madre te iba educando con cada cucharada.

Todo esto, y mucho más, es lo que estoy aprendiendo con la lectura compulsiva de “El detective en el supermercado”, de Michael Pollan. Entre otras cosas, me ha ayudado a superar la ansiedad que me estaba empezando a provocar el hecho de tener que decidir qué cosa, de todo lo que como o dejo de comer, podía ser bueno para la salud de mi piel. Y ello gracias a la crítica que le hace a la ciencia del nutricionismo que, como ya me venía dando cuenta, es parcial y reduccionista, ya que se limita a descomponer los alimentos en una serie limitada de nutrientes que, estudiados por separado, no explican las complejas relaciones entre dieta y salud. Pollan, bendito sea, se limita a dar unas pautas tan sensatas como que debemos comer comida. Suena ridículo, ¿verdad? Pues es condenadamente difícil. Comida es todo aquel alimento entero que no ha sido procesado por la industria. Comida es aquello que podría reconocer nuestra bisabuela de paseo por el supermercado. Comida es lo que ha sido producido de acuerdo a unas normas mínimamente naturales. Así que la mayor parte de lo que hay en el Mercadona no es comida. Un jamón york que lleva proteínas de soja y leche no es comida. La margarina no es comida. Un tomate de madera, tampoco. El filete de una ternera que no visto nunca la hierba, siendo rumiante, dudosamente es comida. Igual que todo lo que sale de una caja.

Así que, si uno empieza a mirar lo que hay en su plato desde este punto de vista, como yo estoy empezando a hacer, se da cuenta de que si quiere alimentarse con comida, sea cual sea, puesto que a lo largo de la historia de los pueblos ha habido múltiples dietas saludables, vegetarianas o carnívoras, basadas en el trigo, en los lácteos, o en los boquerones en vinagre, tiene que empezar a introducir una serie de cambios sustanciales en su rutina. Que van desde huir de los supermercados, rastrear en internet a la caza de animales que se hayan alimentado con pastos, apuntarse a una cooperativa de productores ecológicos (cosa que yo ya he hecho), y gastarse el correspondiente pastizal, hasta alquilar una parcela de huerto urbano (mirando estoy), implicarme mucho más en el de mi padre, e incluso, qué demonios, soñar con que un día uno puede dejar su trabajo asalariado para irse a vivir al campo y montar una elegante granja como ésta, con la cual, visto lo raquítico del mercado andaluz de productos orgánicos, me haría de oro.

Sabiendo la clase de cándidos semi-pensamientos que anoche me revoloteaban por la cabeza, ¿se comprende ahora que tenga una falta importante de sueño? Prometo no volver a dar mucho la murga con el asunto.

lunes, 7 de mayo de 2012

Llamadas perdidas


Me dicen por ahí que tu parienta sale de cuentas dentro de diez días. Y yo, que hace unos tres años que no te veo, ni siquiera sé si esa que llaman tu parienta es la novia italiana que tenías por entonces. Es verdad que sólo tendría que marcar una D en la agenda de mi móvil para salir de dudas, pero ¿sería capaz de borrar ese pequeño acto de comunicación todo mi  desconcierto? ¿Sabría realmente algo de ti, además de que vas a tener un hijo, y que el cambio de trabajo no te fue ni bien ni mal? Tengo la impresión de que, al colgarte el teléfono, después de unos seis minutos que hubiera querido que pasaran más rápidos, la sonrisa que a todos se nos pone cuando hablamos con algún amigo no demasiado íntimo, no se vería muy dulce en mi cara. Porque tres años son más del tiempo que tuvimos para conocernos.  Y hay un salto insalvable entre el calor y la cortesía.

Pero mira que fue intenso ese tiempo, ¿verdad? ¿Cuántas horas pudimos compartir dentro del coche? Siete por jornada, a lo largo de muchas semanas de verano bravío, y de hielos que mis células no podían concebir siquiera. Un tiempo suficiente para intercambiar cotilleos, achaques, aquella rabia estéril contra el orden natural de las cosas de la administración. Los motes que cada uno le ponía al jefe, alguna que otra frustración, planes de viajes. Polémicas sobre la vida rural, proyectos no demasiado consistentes, y un puñado de crónicas sobre noches gloriosas. Chismes sobre el tiempo y los incendios. Fotografías de paisajes y de detalles, un buen montón de élitros y de malas hierbas. A veces, un buen silencio. Incluso un par de regalos. Todavía guardo en mi mochila la navaja con mango de olivo que me diste. En el tiempo de las naranjas, salgo del coche, busco una sombra que probablemente también compartí contigo, y pelo una con esa navaja que debía  completar mi disfraz de forestal. Siempre que la vuelvo a ver me digo que voy a llamarte. Si lo hubiera hecho ya, ¿me resultaría tan incómodo, ahora, imaginar mis felicitaciones por tu inminente paternidad, asimilar que el tiempo ha volado de mala manera, y con él, todas esas cosas livianas que compartimos?

No sé por qué uso la segunda persona, si no vas a leerme, porque no sabes que escribo en un blog.


Pero, bueno, ya tenemos los dos una edad. Sabemos que esto pasa. Hay mucha vida nuestra que la memoria se niega a retener, toda esa cantidad de tiempo que se ha perdido y que eres incapaz de resumir, cuando te hacen la pregunta imprudente de “qué te cuentas”.  Es la masa de vida que no figurará nunca en nuestra biografía. No hay nada en ella que pueda calificarse de brillante y, sin embargo, es lo que nos construye y nos mantiene en pie, en este momento, tú en tu parte de la ciudad, pendiente todo el rato del móvil, por si acaso te llama Laura, haciéndose la despreocupada, para avisarte de que el momento ha llegado, yo en la mía, haciendo cuentas de tanta gente con la que viví parte de esa vida de argamasa, y a la que echo de menos de una manera muy suave.

Me acuerdo de ti, y entonces no puedo dejar de acordarme del primer compañero con el que compartí largas horas de trabajo, y como un millón de kilómetros de carriles entre la campiña y el bosque de Jimena. Me acordaré siempre de su timidez nerviosa, y de cómo se reía a borbotones, cuando soltábamos maldades sobre la gente que nos buscaba para pedirnos un permiso de corta o de quema. Jamás olvidaré todo lo que me enseñó, desde los nombres de los cortijos y las vías pecuarias, hasta hacer planos, o conducir un Land-Rover de los tiempos de la guerra, a mí, que llevaba más de un año sin estrenar mi sufrido carnet.

También con él me pasa que quiero llamarlo por teléfono, y darle las gracias por todas las veces que me invitaron a comer su casa, su  inolvidable novia tajante y él, cuando yo más lo necesitaba, cuando más sola me sentía. Y decirle que, aunque entonces no me diera cuenta, porque no veía el momento de marcharme del pueblo, fui afortunada con ellos. Cada vez que íbamos los tres a buscar setas. Aquella merienda sobre la hierba, cerca de la vía del tren, en la hora rosa en que los gamos bajaban del monte a comer en los llanos de Barría. En la sobremesa, cuando él hacía un café con especias, y ella sacaba todos los folletos de Portugal que tenía guardados. Y cuando preparamos un festín y nos lo llevamos al monte, para cenar bajos los árboles, atentos a la berrea imponente, y al uh-uh-uh de los cárabos.

Y, como contigo, cien veces me digo que voy a llamarlo, y cien veces más me busco una ocupación, para justificarme diciendo que no he tenido tiempo. Mientras tanto, llegan hijos, mueren madres, empezamos a vivir con alguien, o emprendemos alguno de esos proyectos, que al final no eran tan inconsistentes. Vamos construyendo esa biografía más o menos rutilante que, luego, desarrollada en una charla telefónica, palidecerá frente toda aquella vida pequeña que compartimos un día, y perdimos.

domingo, 6 de mayo de 2012

Vaya nivelazo


(Esto... Empecé a escribir la siguiente chorrada ayer por la noche, a una hora en la que mi cerebro estaba a punto de desconfigurarse. A eso de la una menos veinte hizo Pooom, finalmente, con tal resultado destructor que esta noche ni siquiera he soñado. Hoy estaba dispuesta a hacer acto de contrición, escribiendo alguna cosita medio seria. Pero entre el paseo de la mañana, y que “El paciente inglés” me ha vuelto a clavar en el sofá, pues, fíjate, que se me ha escurrido el día. La vida y sus aluviones, qué hacemos)

Tengo unas poquitas ganas de escribir, y cierta sensación de compromiso de la que no consigo desembarazarme. Y tengo un problema: no sé me ocurre nada. De nada. Nothing. Niente. Rien de rien. Lo poco que circula por mi mente me da una pereza tipo “voy a ponerme a fregar la campana extractora”. A saber: cómo me gustaría ser de mayor (guiri). Gente a la que debería llamar por teléfono (ha dejado de llover – que, por cierto, lo de que sólo llueva en fines de semana y fiestas de guardar empieza ya a parecerme sospechoso. ¿Quién no quiere que haga mis actividades al aire libre? ¿Mi sufrido cachorro? ¿Rajoy? ¿Standar & Poor's? - que ha dejado de llover, digo, así que la melancolía post-siesta se ha disipado). Historias que pululan alrededor de los objetos que me rodean (Mi casa es pequeña, como sabe todo – ejem – Internet, y me rodean más cosas de las que mi incipiente espíritu austero puede asimilar. Si me pusiera, a esta hora, a preguntarme quién diseñó la guirnalda de flores de mi mantel, de dónde salió la arena con la que se fabricó el cristal de la mesa, qué manos pasaron las hojas por los libros prestados de la biblioteca, etc, me daría la hora de desayunar)

Así que voy a cometer un acto casi tan deleznable como el Botellódromo de Granada. Algo que debería ser estrictamente vigilado por la Unesco. Algo que debería suponer la expulsión de la blogosfera. Algo que debería estar penado con la pudrición inmediata de las yemas de los dedos. Voy a responder uno de esos cuestionarios que, para quitarle un poco de caspa, llaman de Proust. A mí me ese nombre me da ganas de hacer pipí. Me suena a cuestionario del Pronto. ¿Que por qué no me voy a dormir, si no tengo nada mínimamente interesante que ofrecer? Mmmm. Porque las neuronas responsables del control de calidad de lo que escribo se han largado a quién sabe qué lugar soleado. Y porque tengo toda la Saturday Night Fever metida en el alma, y me apetece pasearme por el lado cutre de la creación. Aviso. Voy:

¿Cuál es su idea de la felicidad perfecta?
No sentir necesidad de tener ideas sobre la felicidad perfecta. Aunque leo por ahí que el intenso de Ralph Fiennes contestó a esta pregunta con un “Nadar desnudo en el mar”. Así que, por mi parte, añado: nadar desnuda en el mar...con Ralph Fiennes.
¿Cuál es su miedo más grande?
Despertarme un día y darme cuenta de que no puedo mover las piernas, porque empiezo a padecer los síntomas de una esclerosis lateral amiotrófica, que en un año escaso me condenará a ser un cerebro absurdo aislado dentro de un bloque de cemento.
¿Cuál es el rasgo que más deplora de usted mismo?
La frecuencia con la que me descubro deseando estar en otro sitio.
¿Cuál ha sido su mayor atrevimiento en la vida?
Pues teniendo en cuenta que no soy una Paris Hilton, la verdad, supongo que la vez en la que conduje siete horas (cuatro de ellas en un coche prestado, porque al mío lo violaron unos chusmosos sevillanos) para encontrarme con un señor lisboeta que conocía de media noche, cuatro tiernos correos y cinco charlas por el Messenger, sin saber que no me iba a encontrar con una cálida bienvenida.
¿Cuál considera que es la virtud más sobrevalorada?
La sinceridad. La coherencia. El perfeccionismo. La seguridad.
¿Qué es lo que más le disgusta de su apariencia?
Que ando con mi redondo culo salido del eje vertical propio del cuerpo humano. Y las ojeras de oso panda. A las rodillas les doy un aprobado muy raspadito.
¿Cuáles son las palabras que más usa?
Sí. Me chupa un pie. Me meo. Cuándo-vas-a-secar-los-cubiertos.
¿Qué es de lo que más se arrepiente?
De haberme pasado media vida en duermevela, entre ensoñaciones y ensimismamiento.
¿Cuál considera que es su estado actual de ánimo?
Fluctuante entre la aceptación y la esperanza feroz. Con ganas.
¿Cuál es su posesión más preciada?
Mi salud (qué mona soy)
¿Cuál considera que es la peor miseria?
Qué desgraíta, gitana, tú eres, teniéndolo tó. En serio, no ser capaz de levantarte de la cama, porque no tienes ganas de nada, y casi se te ha olvidado respirar. No, no me ha pasado. Pero lo he visto de cerca, demasiado cerca.
¿Con qué personaje histórico se identifica?
¿Ahora tengo que bucear en cinco mil años para encontrar alguien con quien me identifique? Qué rollazo. Además, con la mano en el corazón, que si me identificara realmente con alguien, ese alguien no habría pasado a la Historia. Pero me gustaría llegar a ser como Marco Polo. O como José Celestino Mutis, que fue un cura gaditano muy tranquilito que terminó apareciendo en los billetes de dos mil pesetas, por el hecho moloncísimo de cruzar la mar océana en busca de plantas que sus paisanos peninsulares no conocían. Y encima estudió un montón de lenguas indígenas, y le mandó listas de vocabularios a Carlos III y a Catalina de Rusia. Me encantan estos datos dieciochescos tan estilizados.
¿Cuál es la cualidad que más le gusta de una mujer?
Las preguntas de género me revientan seriamente. Me gustan las mujeres que no hacen profesión de la circunstancia aleatoria de haber nacido mujeres. Las que jamás serán capaces de decir “como mujer, puedo decir que...”
¿Y en un hombre?
(Y dale). Hombres que cuentan lo que les pasa por el corazón. Los autosuficientes en materia doméstica. Los que arreglan cosas.
¿Quién es su héroe de ficción?
Cualquiera de los cronopios de Cortázar. Bueno, y por seguir siendo mona, Scheherezade. O como quiera Alá que se escriba.
¿Cómo le gustaría morir?
Partiendo de la base de que etc (partir de la base: que me corten la cabeza), quizás con 113 años, muy cansada y sin cuentas pendientes.
¿Qué apodos tiene?
Oye, ¿de verdad Proust respondió a esta? ¿Y qué dijo, “Bizcochito del Sena”? Mi abuelo me llamaba Chivita.
¿Dónde y cuándo es feliz?
Yo ya había quedado conmigo misma en que la felicidad no debe hacerse depender del dónde y del cuándo. Pero como eso no es muy periodístico que digamos, pues enumero (ojo, la lista puede llegar a ser empachosa): con el sol en la cara en una plaza donde no se escuchen coches. Recién levantada. En la playa. Cuando acabo de comer y no tengo que fregar los platos. Tumbada en la hamaca de cuerda, en el porche de la casa de mi padre. Cuando llega la hora feliz en que la luz se pone naranja, y estoy todavía en el campo. Bajo la sombra de un quejigo que tenga la hoja nueva, y el tronco blando de musgo. Riéndome de chorradas con ciertos amigos. En el peaje que da paso al puente 25 de Abril de Lisboa. Escribiendo. Recién duchada. Cuando el horno empieza a liberar todos sus benditos olores. En cualquier lugar con mucha hierba y mucho silencio. Cuando vuelvo de la playa, con la cara caliente y arena en el pelo, y sobre el mantel de cuadraditos azules me espera salmorejo y tortilla de patatas. Junto a una casa baja, blanca, con un tejado bordado de líquenes y matojos. Leyendo y leyendo. Etc. etc.
¿Cuál es el rasgo de personalidad que menos le gusta de un hombre?
¿Cómo? ¿No hay paridad para esta pregunta? A la Junta de Andalucía va a ir el cuestionario de Proust. No puedo con los hombres (y las mujeres) quejicas. Con los demagogos y las demagogas. Con los que hablan como si fueran entendidos de cosas de las que no saben nada. Con los incapaces de desarrollar talentos y capacidades que no aprendieron en sus casas.
¿Qué o quién es el más grande amor de su vida?
Esta pregunta es peliaguda, ¿eh? Aquí el cuestionario cae de boca en el amarillismo. Así que me volveré a poner requetemona, y diré que palabras y árboles.
¿Cuándo miente?
Cuando me hacen preguntas peliagudas y amarillistas. Cuando minimizo la ventana de Internet en la oficina, y finjo que estoy trabajando con denuedo. Cuando vienen visitas a la casa-isla de mi padre, y tengo que poner buena cara.
¿Cuál es su idea de la muerte?
Fundido en negro. Y nada más.
¿Qué no perdonaría?
Huy, qué va. Soy capaz de perdonarlo to-do. Comprendo que el corazón humano es intrincado, y encima tengo mala memoria. Todo lo perdono, menos el arroz con liebre y el perfilador más oscuro que el pintalabios.
¿Qué le hace reír?
Soy de risa tan fácil que doy grima. La gente que cecea. Los imitadores de Rajoy. Ya he dicho por ahí que las orejas peludas. Montarme en los pies de Jose, y que, de esa guisa, me dé un paseo por la habitación. Los chistes cortos y malos. Un programa de radio del Yuyu que se llama o llamaba “Los bordes del área”.
¿Qué le hace llorar?
La conjuntivitis. La banda sonora de “El paciente inglés”. El final de “Los puentes de Madison”. Lo rápido que se llena el cubo de la basura para los envases. La Costa del Sol. La gente que choca contigo por la calle, y ni te mira cuando te disculpas, como si fueras una farola. La gente incapaz de escuchar. La cara que se le está poniendo a Lara Dibildos. Un cajón lleno de pastillas. Y esta canción, que por fin he conseguido colar:


 En realidad, tengo los ojos un poco secos.

¿Cuál considera que ha sido su mayor logro?
A mí me parece que haber aprendido a andar es la bomba. Si no se me admite esta, haber aprendido a conducir (teniendo en cuenta las n+1 clases que me tuvieron que pagar mis papás. Qué vergüenza. Debería haberme buscado un trabajito). Haber superado el nivel patológico de timidez que padecía cuando era pequeña.
¿Para usted qué es un buen insulto?
El silencio hostil por respuesta. Que alguien te tache de mezquino.
¿Cuál es su idea de la fidelidad?
Una fuerza magnética, natural, que te impulsa a buscar la cercanía de algo o de alguien, sin normas ni restricciones, mediante un movimiento completamente libre y envolvente. Algo que incluye, que suma y abraza.

(Chimpón. Hubiera sido más gracioso si lo hubiera contestado haciéndome pasar por George W. Bush o la misma Paris Hilton. O Hitler. O Jesucristo. Me estoy metiendo en berenjenales)

jueves, 3 de mayo de 2012

Polígono


Todas las calles tienen nombres de pueblos de la provincia. Todas parecen iguales. Seguimos una hasta el final, y no encontramos lo que buscamos. Cogemos la paralela, la perpendicular a ésta, otra paralela más. Doblamos un millón de esquinas, antes de reconocer que volvemos a estar en la calle de partida. Se acerca el mediodía. El desayuno  lleva ya más de cinco horas sometido a todo tipo de insondables reacciones metabólicas y, si mi cuerpo tuviera un contador de gasolina, hace tiempo que la flecha marcaría peligrosamente por debajo de la línea roja. Dentro del coche hace ese tipo de calor que las abuelas asocia con las tormentas. Creo que si lo llenara de tomates del Mercadona, madurarían y resultarían comestibles en aproximadamente media hora.

Hace ya un buen rato que nos perdimos en este polígono industrial. O sea, que me están brotando, como si fueran toxinas, todos los prejuicios de los que intento desembarazarme. Sé que mi ecuanimidad va a sufrir un revés con esto que voy a decir, pero a) Odio el clima de Granada, que me reseca todas las mucosas del cuerpo y el alma; b) Hay días en los que no aguanto mi trabajo; c) ¿Qué hago yo aquí, mamá, pidiéndole papeles absurdos a un montón de criaturas que han madrugado todavía más que yo, y que deben de estar dedicando toda su energía mental a calcular cuántos días de trabajo les quedan, antes de que los manden de una patada a la exuberante cola del paro? d) Si yo debería estar persiguiendo pérfidos furtivos/buscando cebos envenenados/haciendo muestreos de flora en un lugar agradecido como los Alcornocales/buscando setas/escuchando crecer la hierba/criando cabras/haciendo mi quesito (tralarálarito).

Es verdad que todas estas chorradas son cuestiones que, en condiciones normales, tengo ya resueltas: hace una buena temporada que asimilé que ni el dónde ni el cómo son las preguntas básicas que resuelven la ecuación de mi felicidad. Pero, venga, admitid que un polígono industrial no cuadra del todo con la hipótesis de “condiciones normales”. Esa acumulación de chapa metálica achicharrada, esa carencia patológica de clorofila, a mí me perturba el ánimo, y me hace gimotear “padre, por qué me has abandonado”.

Y, sin embargo, después de otras setecientas vueltas, consigo olvidarme de mi irrelevante presencia en el mundo. Poco a poco, los carteles con los nombres de las empresas van asomando por encima de mis escrúpulos estéticos, y ponen en marcha toda esa rueda de interrogantes que la contemplación de la vida de la gente activa siempre en mi curiosidad. Veo a los tres tíos trajeados que se toman un café tardío en la terraza de un bar, y trato de adivinar la red de resentimientos que en este momento se estará tejiendo en torno a ellos. Imagino las miradas de ganster de aquellos otros clientes que se calzan con pesadas botas de puntas reforzadas.

Trato de meterme en la camiseta estrecha de una de esas camareras colocadas detrás de las barras, igual que las putas de Amsterdam en sus escaparates. Calculo mentalmente cuántos hombres habrán andado doscientos metros de más para verle las tetas. Me pregunto a qué hora exacta de la mañana sustituirá el asco al halago. El poco romanticismo que aún me queda me obliga también a fantasear con la posibilidad de que ese cliente que siempre se coloca en la misma esquina de la barra se haya terminado enamorando de ella. Hoy, ¿a cuántos trabajadores habrá asesinado con la mirada? Veo a esa chica, que puede que trabaje en una de las empresas distribuidoras de material de oficina, tratando de adivinar si alguna de las posibilidades del menú del día se ajusta a la dieta Dukan. Veo las miradas depredadoras de los que tratan de atrapar un periódico, para amortiguar el desamparo de desayunar solo en un lugar donde rugen las tragaperras y los chascarrillos sobre Mourinho.

Pasamos por delante de una fábrica de muebles, y me pregunto el aspecto que ofrecerán las radiografías torácicas de sus empleados, y si el  serrín se habrá convertido, para ellos, en una sustancia tan adictiva como la nicotina. Estoy convencida de que los que trabajan en esta fábrica de grasas se deben haber pasado a las filas del vegetarianismo fanático. Las manos de éstos de la fábrica de hielo, ¿tendrán sabañones hasta en agosto? ¿Cuántos faroles se tirará al día el diseñador gráfico de esta empresa de bolsas de plástico, frente al becario contratado para sustituir a la administrativa embarazada, que de todas formas no va a reincorporarse a su puesto de trabajo? ¿Cuántas veces se dirá para sus adentros que él estaba destinado para algo más creativo? ¿Se habrá acostumbrado ya el empleado del almacén de espejos y cristales a ver su reflejo por todas partes? ¿Se habrá pronunciado el primer sermón en esta iglesia evangelista, cuya vecindad con la fábrica de lápidas y encimeras de mármol parece de chiste?

Cuánta gente deseará escapar de la embriagadora fábrica de pinturas, del tostadero de kikos, del morboso almacén de material hospitalario, de los talleres de tuneado, de los obradores de pastelería donde se fabrica la muerte dulce de los niños, del almacén de regalos de empresa, tan sarcástico, del de colchones, tan seductor, de las pocas empresas de alquiler de maquinaria para construcción que todavía quedan abiertas, del taller de cilindros y cromados, que suena a Chicago, años 30, de la venenosa fábrica de fertilizantes, de los almacenes de empresas de mudanzas, tan ricos en historias y abandonos, de las imprentas por donde nunca ha pasado un libro, del taller de taxidermia, que es muy, muy triste, de los after hours todavía más tristes.

Cuánta de esta gente soñará con una vida distinta. Cuántos no sentirán remordimientos, al
contar el número de naves que en estos últimos años se han ido quedando vacías, esas bajo cuyas puertas cerradas con candado asoma tanta correspondencia indiscreta. Qué difícil les resultará distinguir resignación de agradecimiento. Y qué poco me cuesta admitir a mí que, a pesar de las fealdades, hay pocos lugares desiertos para la imaginación.

miércoles, 2 de mayo de 2012

El belén junto al mar


Hay lugares ávidos que no se conforman con quererte siempre a su lado, sino que, cuando esa cercanía no es posible, te obligan a una permanente y fea nostalgia. Así son, para mí, los bosques y playas de Cádiz, o el Estrecho de Gibraltar. A ellos me ata una cadena de recuerdos, historias, apegos y frustraciones, tan recia, que dudo yo que algún día se pueda llegar a romper. También hay otros lugares, y otras personas, que aparecen en tu vida y te cautivan, y más tarde te sueltan con generosidad. A la hora de despedirte de ellos sientes una pequeña, dulce fractura, pero luego la vida sigue y, cuando los recuerdas, es difícil que la memoria se mezcle con el dolor. Es lo que me pasa, por ejemplo, con el Cabo de Gata.

Ayer salí de allí a las siete pasadas de la tarde, cuando el relieve empezaba a ponerse redondito de sombras, y es verdad que tuve que echar mano de toda mi sensatez para arrancarme del puerto diminuto de la Isleta del Moro, donde llevábamos casi una hora sentados. Ya en el coche, diciéndole adiós con la mano a las palmeras y a los cubos de azúcar de las casas, no podía dejar de repetirme “no quiero irme, no quiero irme, no quiero”. Pero el coche siguió rodando, dejando atrás las flores, exageradas como torres, de las pitas, atravesando la desolación de los invernaderos, rápido, rápido, antes de que el ánimo cayese en picado. A lo largo de las dos horas de viaje a casa, fui toda silencio y sonrisa, y ahora, de nuevo en casa, aunque la sonrisa dura, tengo que hacer esfuerzos para recordar ese lugar que amo sin nostalgia.

Así que voy a imaginar ahora que mi coche da media vuelta, y que cualquiera de vosotros viene conmigo. Hemos intentado que nuestros ojos y nuestros corazones se acostumbraran a la esterilidad de las sierras que flanquean la autovía que va de Granada a Almería. Después los hemos abiertos como platos mientras pasábamos por la desmesura del desierto de Tabernas. Luego, un buen trecho de paisajes heridos, cemento sin alma que se deshace como bicarbonato, el oneroso plástico de los invernaderos, siempre cubierto de una capa parda de polvo, cuya sola visión intoxica los pulmones y el alma; los carteles publicitarios de un montón de razas de tomates, que prometen mucha durabilidad, pero nunca sabor o tiempo. Pasamos todo eso, atravesamos el poblado de Ruescas, que es donde se queda toda la amargura de la hortaliza que llega a nuestros supermercados, dejamos atrás, un poco alucinados, una fábrica de atracciones de feria, en cuyo patio hay un Papa Noel gigante, muy, muy despistado, y un cabezudo con la boca tan abierta que parece una pesadilla.

En pocos kilómetros hemos llegado al desvío del Pozo de los Frailes, y entonces, sí, ya podemos decir que nos encontramos en el Cabo. No sé qué pasará por tu mente (¿“pues no es para tanto”, quizás? ¿”Vaya un pelagartal”?), pero la primera sensación que a mí me embarga es el alivio. Hemos llegado a un lugar donde hay pocas cosas, y ninguna superflua. Al principio la sequedad puede imponerte un poco, pero luego, cuando afinas la mirada, te das cuenta de que ésta es una pobreza falsa: hay espartos, palmitos, y un sinfín de plantas heroicas cuyo nombre sólo conocen los botánicos. Vida pequeña e inadvertida, pero vida por todas partes. Tampoco hay montañas, sino cerros y, si no te acercas demasiado a ellos, predomina una imagen de suavidad sobre su fulgurante pasado volcánico. Así que todo es pequeño, las montañas, las palmeras rechonchas, las espigas de trigo, que son del tamaño de mis dedos, y las flores, también por todas partes, en las playas, sobre la pared de los acantilados, en los huecos de esto que un día fue lava.

Y, claro, tanta pequeñez termina desembocando en ternura. Cada vez que he llegado al Cabo de Gata, después de la primera vez, he sentido la alegría de los niños que, durante las vacaciones, regresan al pueblo materno, donde los esperan abuelas besuconas y consentidoras, y primos revoltosos y espacios por donde corretear a gusto, sin preocuparse de coches o vecinos. Ayer se me ocurrió que esa ternura que siento al contemplar estos paisajes, y el calorcillo como de llegar a un lugar inscrito en la historia de mi infancia, se debe a que me recuerdan cantidad a un belén, con sus palmeras, y sus norias y sus casas blancas de techo plano.

Pero que no te engañen mis sensaciones particulares, ni las que tú puedas recabar con una sola mirada. Este no es un lugar fácil. No es complaciente ni hipócrita. Puede parecer dulce, sobre todo a última hora de la tarde, pero en ningún momento te permite olvidar que este no es el jardín del Paraíso. La fruta no cuelga de los árboles, al alcance de tu mano, por la sencilla razón de que, aparte de unos cuantos olivos andrajosos, no hay árboles. Hay que ser muy fuerte para adaptarse, hay que saber tolerar la falta salvaje de sombra. Vale, es verdad que, desde que se inventaron los pozos de bombeo y el turismo y las carreteras, se puede sobrevivir, y hasta requetevivir aquí sin que nadie te considere un héroe. Pero antes de eso... Antes la vida debía de ser una especie de ejercicio ascético.

¿A qué ya empiezas a sentir respeto por esta tierra marciana? Déjame entonces que te lleve hasta los acantilados. Cámbiate de zapatos. Vamos a andarnos toda la línea de costa, de torre en torre vigía, porque ¿sabes? por aquí corretearon un montón de piratas. Mira las formas estrafalarias de las rocas. Trata de encontrarle un nombre a sus colores. ¿Quieres una cala blanca, o una negra, una playa lila, un acantilado gris, azufrado? Fíjate en la transparencia insultante del agua. ¿No te da la sensación de estar en la Cueva de Alí Babá? ¿Te imaginas lo que puede ser bucear en la Cala de San Pedro? Debe ser como estar atrapado dentro de una turquesa. Y sí, también yo me quedaría a vivir con los hippies, por lo menos una semana.

Suerte de los soldaditos que dejaron encerrados en este castillo
Venga, otra vez al coche, es hora de llegar a Rodalquilar. Mmm. Se me escapan los suspiros. No concibo un lugar mejor para descansar. Ahí está, el monte que, este sí, hasta de lejos tiene pinta de volcán, soberbio como una teta quinceañera, parado en medio del paisaje como un tío bueno en una playa nudista. Y al otro lado, por detrás de las casitas sumisas, la montaña del oro de Rodalquilar. Hay que obviar las ruinas del poblado minero, los cortados del color de las vísceras, para llegar a las estructuras de cemento de la vieja explotación, raras como Persépolis. Todo esto es tan remoto que apabulla. Cuesta imaginar que sólo fue hace poco más de veinte años cuando la minería se dio finalmente por vencida en este lugar. Mira la engañosa dulzura del campo, el relieve, que tiene algo de religioso, este silencio perfectamente visible: ¿no te parecen las explosiones, el chirrido de las cintas transportadoras, el trasiego de camiones, más alejados en el tiempo que la noria de aquel campo maltratado? Es porque aquí, en la tierra de los volcanes y las flores, como la publicidad turística vende con acierto, la modernidad es simplemente anacrónica. Estoy convencida de que, si viviera en Rodalquilar, terminaría olvidando los nombres de los meses.

Lástima que se vea tope oscura, y que Blogger no me permita manipulaciones. Purista!

Aquí nos quedamos. Conozco un sitio que te va a gustar. Mañana, si tenemos suerte, y hemos llegado en la época adecuada, veremos miles de amapolas a la orilla de la Playa de los Genoveses, o a los pescadores desembarcando grandes peces limón en la Isleta del Moro, y despiezándolos allí al lado, en la misma puerta de sus casas. Rodalquilar, al final, nos dejará escapar.