viernes, 31 de agosto de 2012

Al final no es tanto tiempo

Entonces, hace cinco años,

No había aparecido el verdadero primer novio de mi historia. Empezaba a estar más cerca de los treinta que de los veinticinco, ay, y todavía no sabía meter las palabras “amor” y “convivencia” dentro de un mismo relato. Empezaba a considerarme una verdadera desahuciada de la vida en pareja. Yo siempre era el número impar en las reuniones, siempre era la amiga soltera y molona de los dúos que conjugaban todos los verbos en primera persona del plural. Siempre pedía habitaciones simples en los hoteles. No sabía lo que era comprar algo a medias, decidir a medias, compartir el cuarto de baño. Así que tenía pudores muy fuertes. Me asustaba mi propia desnudez y los ruidos indiscretos de mi cuerpo. No sabía dormir con nadie, no sabía discutir sin que se me partiera el corazón como a una heroína romántica. Y era incapaz de concentrarme en cualquier actividad, la lectura, la escritura, el simple estar sentadita en un sofá, si sabía que había alguien ahí, apostado y esperándome con todo su arsenal de juicios y expectativas. Sólo había tenido una auténtica intimidad conmigo misma, y por eso el tú me causaba aún un tremendo respeto. Así que tenía un corazón de mentirijilla. Me enamoraba siete veces al año, y hasta siete veces al día, y alguna de esas veces, las más raras, de repente me encontraba en la misma habitación oscura con el objeto de mis deseos y, entonces, al día siguiente...no pasaba nada. Siempre había un desajuste, un malentendido. Él, de repente, ya no me quería, o a lo mejor era yo la que nunca lo había querido. El contrato de las ilusiones se quebraba. Aunque, repito, normalmente no había que llegar tan lejos. Bastaba con imaginar, o con besar al primero que pasara por ahí, con una propuesta no muy sólida de calor en las manos. Cada dos por tres me decía “¿pero quién es este, Silvia, qué haces con un tío al que te daría vergüenza presentar a tus amigos?” Llevada una modesta vida de mujer alegre, aunque durmiera poco y tuviera ojeras.

Y vivía en una casa oscura y antipática que se resistía a mis intentos de convertirla en un hogar. Tres años, tres, me pase barriendo, como una Sísifa, las hojas de ailanto que caían sobre el desaprovechado patio interno en el que me empeñaba en colocar macetas, hasta que me cansé de que se murieran de pena, de un día para otro. Me pasaba la vida en la calle, para estar el mínimo tiempo posible en esa que tanto me costaba llamar “mi casa”, y, cuando volvía a ella, sólo me saludaban el ronroneo de la nevera y el de los trenes que se ponían a punto en el taller de Renfe que había a la espalda de mi edificio. La soledad era aquello.

Todavía me tomaba el hecho de vivir en Granada como una especie de profesión cuyo sueldo se me pagaría en experiencias y gente interesante. Todavía creía que la ciudad era el único ambiente razonable donde podía florecer una vida rica. Todavía confiaba más en el poder del sitio que en el de mi propia voluntad. Iba del Cineclub de la Facultad de Ciencias a escuchar un concierto con pretensiones de intimidad en la muy pretenciosa “Tertulia”, de la clase de danza del vientre a alguna sala de conferencias en la que sólo se ocupaban las cuatro primeras filas. En el fondo, seguía pensando que la ciudad me iba a compensar de alguna forma por las horas amorfas que gasté esperando, sentada en mi cama turca de Jimena, a ser invitada a todas las fiestas. Y quedaba muchas veces a merendar café con leche y tarta con mis dos tías. Ahora sólo bebo café americano en el desayuno, sólo meriendo dulces cuando mi madre hace un bizcocho, y sólo hay una tía.

Se me ponía cara de beata cuando hablaba de viajes. Quería moverme, más que estar. Acumular destinos, más que mirar. Fui por primera vez a Croacia, por primera vez al Cabo de Gata, por primera vez a Oporto. Llené mi disco duro de fotos, para luego poder afirmar “anda, pues sí que es verdad que estuve allí”. Y, sin embargo, carecía de este exceso de energía física que ahora necesito enfriar en la piscina, en el monte o en cualquier otro sitio peregrino que cualquiera tenga a bien proponerme.

Jamás pensé que llegaría a tomarme medio en serio la idea de identificarme con una imagen de escritora. Nunca me propuse someterme a una rutina de entrenamiento literario. Ni en la más idealista de mis fantasías concebí que algún día tendría (pocos) lectores, ni que esos (pocos) lectores se apostarían a mi espalda mientras escribo. Me limitaba a rellenar diarios que ahora me apestan a lírica empantanada. Vomitaba como una bulímica mis estados de ánimo. Había en ellos poca calle, pocos calendarios, muy pocos figurantes o personajes secundarios, ningún argumento. Ahora los veo ahí, encerrados tras el cristal de la vitrina, y me da miedo de que se escapen. A veces los abro, y tengo que cerrarlos inmediatamente, porque me repele reconocer mi letra usada en formas de expresión e ideas intrincadas que en absoluto reconozco como propias.

Hace cinco años seguía siendo una completa inadaptada a la realidad. Mis sentimientos y mis perspectivas cotizaban a la alza en el mercado de la economía especulativa. Hace cinco años tenía más miedos que ahora. ¿Y dentro de otros cinco años? ¿Me gustaré más que ahora? A veces contemplo y escucho a personas mucho mayores que yo, y me aterra darme cuenta lo vulnerables que siguen siendo a la impaciencia, a la preocupación o al desengaño. Entonces desconfío, y me digo que el poder de la experiencia para amansar y desatar los conflictos humanos es otra de las Grandes Tomaduras de Pelo de la Humanidad. Y, pese a ello, y a que la idea de progreso esté de lo más devaluada, yo sigo teniendo fe en que dentro de cinco años seré una persona más sólida y completa, más suelta y alegre todavía de lo que soy ahora.


jueves, 30 de agosto de 2012

De verdad, fue mi clon, no yo

- Que sí, mujer, que estuvimos tapeando por el Albayzín, y luego nos llevaste a un garito muy underground que tenía santos dentro de hornacinas, como decoración.

- ( …......) - La cara de brótola que se le ha puesto es más elocuente que cualquier negación.

- Y dijiste que ya no te gustaba más. Que habías ido un montón, pero que lo underground te estaba empezando a cargar.

- (….......) - Le gustaría ser capaz de decirle a sus amigos que tienen que dejar de beber tanto zumo de zanahoria, porque el jengibre que lleva se les sube a la cabeza de mala manera, pero es que son dos, y ambos asienten cuando el otro recuerda, y parecen tener tan pocas dudas como un evangelista.

- Dijiste que esas demostraciones estudiadas de lo raro te daban dentera. Que los simples disfrazados de modernos disfrazados de folclóricos deberían ser exterminados.

- (….....) - Vale, reconoce que es capaz de expresarse con vacaburreces semejantes, pero no puede dejar de pensar que sus amigos se equivocan de persona - ¿Y dónde decís que estaba ese sitio? - se atreve a decir por fin, con timidez.

- Por el Paseo de los Tristes. ¿De verdad que no te acuerdas?.

- (…......) - alza la vista, como si esperase que el recuerdo fuera a caerle del cielo sin estrellas -  No, imposible, no era yo. Yo nunca he salido por ahí. Mi relación con esa parte de la ciudad es puramente turística.

De vuelta a la tierra, sus ojos captan un cómplice intercambio de miradas de perplejidad entre sus amigos. ¿Pensarán que les está tomando el pelo, que se avergüenza de algo? ¿ O serán capaces de creer que lo ha olvidado todo? Y en ese caso, ¿se sentirán molestos, divertidos, preocupados? ¿Pensarán que sufre de algún tipo de daño cerebral, o que, simplemente, es así de pintoresca? ¿O les irritará la idea de que aquella noche de hace cinco años que compartieron los tres no haya dejado la menor huella en su memoria? 

Todo lo que pasó después de esta tarde se ha borrado
 
Lo que mis amigos no sabrán – porque, evidentemente, la brótola c'est moi - es que este diálogo sembrado de puntos suspensivos se me ha quedado clavado, a modo de penitencia, en un surco muy superficial de mi cerebro. Desde hace una semana, cuando pronunciamos palabras y silencios muy parecidos a estos, vivo con la inquietante sospecha de que una parte de mi memoria ha sido lavada, por la CIA o por mi propia inconscienCIA. O con la todavía más inquietante sospecha de que estos dos, que duermen juntos desde hace cerca de diez años, han terminado desarrollando la rarísima capacidad de manipular creativamente y compartir sus recuerdos, durante las horas de sueño. Una especie de traviesa memoria en nube que flota por encima de su cama de matrimonio. Porque yo estaría dispuesta a pagar cincuenta euros al que me viniese con una foto en la que se me viera a mí dentro de ese OPNI (Odioso Pub No Identificado).

Y porque no no no me acuerdo. Y tendría que llegar ya el otoño y el cambio de hora para que yo me atreviera a responder a todas las preguntas que ese olvido flagrante me genera. Por ejemplo: si varias personas recuerdan versiones opuestas de la realidad, ¿hay realidad?. Si yo juro que nunca estuve en un bar que, según mi versión, podría fácilmente no existir, o existir en Singapur, y ellos pueden jurar que estuvieron allí conmigo, ¿quién estuvo realmente en un allí que no reconozco? ¿Tengo yo más derechos de autor sobre mi propia memoria que ellos? ¿Acaso los otros conocen mi historia mejor que yo? Entonces, ¿yo qué soy, la autora, la narradora, o el personaje, a secas, de mi vida? ¿Y quién me escribe? Aaaaa, que alguien me saque de este bodrio de novela existencialista, por favor.

El caso es que tanto no hace de aquella noche perdida. Cinco años. ¿Eso es mucho, es poco? Recuerdo perfectamente el mobiliario del piso donde vivía entonces, y los rincones donde se acumulaba inevitablemente la pelusa, y que el frontal del tercer cajón de mi cómoda, en el que guardaba los calcetines del uniforme, no terminaba de encajar entre el segundo y el cuarto. Y, sin embargo, por más que buceo, soy incapaz de encontrar ninguna imagen de mí misma desayunando en la mesa cuadrada que había entre el mueble de la tele y la cocina americana. Cinco años. Mucho tiempo, si considero que sigo madrugando por culpa del mismo trabajo que muchas veces fu, y, de vez en cuando, fa. Si me doy cuenta de que mis intereses primordiales siguen limitándose a leer, escribir, ver cada vez menos pelis, porque el tiempo aprieta, y reírme con quien encarte. Si mi círculo social o mis experiencias no terminan de parecerse a aquellos que iban a asistir a la fiesta en que se supone que iba a consistir mi futuro. Mucho tiempo, si pienso en todo eso de más que podría haber vivido o escrito, toda la energía adicional que podría haber dedicado a actividades con las que nunca me comprometí, todo el amor que tenía para dar y no di. Mucho tiempo, si me encontrase con alguna persona que no he visto desde entonces, y no fuera capaz de resumir lo que ha sido de mí durante esos cinco años, porque de mí no ha sido casi nada que sea digno de ofrecer grandes titulares. Mucho tiempo, comparado con la fecha de caducidad propia de un ser humano.

Poco tiempo, si me pongo a enumerar que, hace cinco años... Pero ¿no son esas las luces del alba, mi sultán? Mañana continuaré, para que este post no quede muy largo.


miércoles, 29 de agosto de 2012

Que viva la separación de bienes

Querida gentuza alérgica al comentario:

Escribo estas breves líneas para informarles de una noticia que nos hace muy felices a Jose y a mí. Después de más de un año buscando la parejita, por fin la hemos encontrado, en ese París de los nuevos tiempos que es el Mediamarkt. Ahora podemos afirmar que, definitivamente, hemos pasado al segundo estadío de Escenas de Matrimonio: ya no compartimos cerveza ni cepillo de dientes ni ordenador. A partir de mañana, coincidiremos, como mucho, en el desayuno/almuerzo/cena y, si los jefes nos regalan buenos cuadrantes, durante las horas de trabajo. El resto del tiempo cada uno se recluirá en una de las dos habitaciones de nuestro hogar (dormitorio y todo-lo-demás), y permitirá que su atención sea engullida por su respectiva e intransferible pantalla. Se acabaron los regateos tipo “vale, escribe tu dichoso post a la hora de la siesta, que a mí me toca la custodia del ordenador después de la cena. Me lo pienso llevar a ver un interesantísimo documental sobre la dura adolescencia del general Noriega”. Se acabaron los morritos y refunfuños y los merodeos con mucho suspiro y ninguna palabra en torno a la cama que uso como escritorio Se acabaron las disputas sobre quién fue el último en darle de comer a la criatura. Se acabó la necesidad de poner caritas de pena a la hora de hacer el equipaje, y la manera en que me autosugestionaba para aceptar que sí, que lo lógico es que el ordenador no se viniera con nosotros de viaje, que luego ya se sabe, los aparcamientos dudosos, y nuestra tendencia morbosa a convertirnos en víctimas de atracos automovilísticos, y la temperatura de incinerador del maletero, y la cantidad de trastos, y la incompatibilidad espacial entre su bolsa y la de los zapatos. Se acabó el pavor de bajar unas escaleras con el ordenador en brazos. Se acabó la certeza de que todas mis fotos y mis textos terminarán siendo devorados por el ataque de un virus norcoreano, contraído en algún oscuro blog poblado por japonesitas en biquini o friquis del basket. Se acabó para siempre, oh no, esa excusa tan socorrida, a la hora de saltarme el entrenamiento en el teclado, de que el ordenador con el que escribo es un bien ganancial y, por tanto, es obligación mía compartirlo.

A partir de mañana, cada uno hará lo quiera cuando le plazca. Dejaremos de ir de la mano por las sendas del ciberespacio. Nos haremos menos caso y viviremos en un entorno virtual plácido. Cualquier día, quizás, puede que nos encontremos de casualidad en una página de contactos, y que, por detrás del apodo de Atlética Pechugona, yo reconozca sus chistes a lo Monty Phyton, y que él sepa de inmediato qué cara y qué culo tiene la persona que se hace llamar Mark Spitz me copió el bigote. Cualquier día, cuando él caiga por fin en las garras de Facebook, yo colgaré el menú semanal en su muro, y él le dará al “Me gusta”, o comentará “Me sale ya la quinoa por las orejas”. Y mañana mismo, al escribir, me despistaré todavía más buscando las diferencias sutiles entre el murmullo de un teclado y otro. No echaré de menos a mi primogénito, porque, como madre, tengo tan poco apego a mis crías como las águilas perdiceras a sus pollos ya criados. Lo mismo me da que el ordenador que utilizo se llame Pepe o Paco. No me parezco a esos escritores que se asfixian con su propia pajarita cuando la pluma preferida, la irreemplazable, la que le regaló su padrino para la primera comunión, esa con la que escribió el Primer Premio de Novela Retuerta del Bullaque, se despunta. Qué va, yo podría escribir con el teclado de un móvil de hace siete años, y sobre la arena de zonas intermareales.

Así que no voy a honrar a este querido cacharro con un entrañable y lírico post de despedida. Me voy a acostar, que la reproducción tecnológica es una cosa que cansa mucho. Y, además, mi Jose quiere intoxicarse con otro documental.


lunes, 27 de agosto de 2012

Adios, muchachos, compañeros...

El clima podría haber hecho sangre sobre mi melancolía preotoñal, pero se ha compadecido. Por el balcón entra, oh utopía de los agostos granadinos, algo que se podría definir como una corriente de aire no tórrida, y que hace concebir una ligera esperanza sobre la continuidad de las estaciones. Esta mañana del día en que se acaba mi veraneo de radical y preciosa vulgaridad, soy capaz de creer que el cambio climático no es más que una teoría de científicos muy faltos de Vacaciones en el Mar y citas con Miss Camiseta Mojada. Buena señal. El horizonte, oh utopía número dos, está libre de esas natillas un mes más viejas que su fecha de caducidad, tan características de la atmósfera de esta ciudad. Los pocos edificios de allí al fondo tienen contornos claros, y yo sería capaz de bailar hasta el Requiem de Mozart.  Y ayer, cerca ya de las nueve de la tarde, el sol caía oblicuo sobre los campos de maíz y tabaco que resisten a pie de circunvalación, y le daban al regreso el aire dorado y polvoriento de una novela americana. Luego, cuando abrí la puerta del piso, las ramas del jazmín, que habíamos rescatado del balcón antes de irnos, se arrastraban por los suelos, cargadas con el peso de los brotes que han ido naciendo en nuestra ausencia. Buena buena señal.

Señales que hoy sí puedo entender.  Porque anoche sólo el sueño y el deshacer trastornado del equipaje impidieron que la tristeza se me indigestase, y que la vomitara en forma del doliente post que se fue escribiendo en mi cabeza, durante el viaje. Si lo hubiera publicado, ahora podríais leer cosas como que, conforme pasa, una se da cuenta de que el tiempo es una sucesión de despedidas. La vida comienza con un tremendo adiós a la perfecta intimidad con el cuerpo de nuestras madres, y continua con una ristra de adioses grandes o pequeños, heroicos, mezquinos o desapercibidos, adiós a los juegos, a casas de las que apenas guardaremos recuerdo, a los amores que fueron o que no llegaron a ser, a conocidos que parecían amigos, y a amigos que confundimos con desconocidos, hasta que al final todo, todo, nos dice un adiós absoluto, mientras que nosotros no nos atrevemos a pronunciar más que un tímido hasta luego (que suenen órganos, por favor).

Por suerte, las despedidas se van dosificando ellas solitas y, por narices, somos capaces de desarrollar estrategias de supervivencia. Nos volvemos duros, nos volvemos olvidadizos, nos volvemos budistas. Volcamos la atención sobre el momento presente, preparamos el menú de la semana y la lista de material escolar para la vuelta al cole, le ponemos el nombre un poco malsonante de “apego” a nuestro tonto sentimiento de pérdida, y nos consolamos con la esperanza de seguir estando más o menos sanos. Pero es que, a veces, hay una conjunción de despedidas especialmente funesta. Adiós a los madrugones optativos, adiós al mosaico bonito de las sombrillas en la playa, adiós a saltar olas, adiós a las horas escondidas, como huesos para perros, entre la arena. Adiós a la piel con florecitas de sal y a la casa de techos altos y al aire libre y a las mochilas cargadas de bocadillos de caballa y fruta. Adiós a vosotros, amigos de carne y hueso, hasta el año que viene. Un montón de despedidas juntas que ponen a prueba la fortaleza con la que aprendemos a resistir la nostalgia.

Anoche estaba triste sobre las sábanas recalentadas de mi cama, que han tenido que esperar hasta hoy a que las metiera en la lavadora. Volvía a prescindir de pijama, y a ignorar concienzudamente el sonido de los coches que pasaban. Y me avergonzaba un poco de mi languidez, porque ya estoy tan acostumbrada a los adioses, que nunca vuelvo la cabeza en las estaciones. Voy y vengo mil veces al lugar que ya puedo llamar mi casa, vivo con la maleta a cuestas, y me empeño en llamar casa, también, a cualquier banco de cualquier ciudad sobre el que me siente. ¿Y qué es lo que pasaba esta vez, que no hacía ni siquiera el intento de recomponerme? Pasaba que el tenue, abstracto, echar de menos que acompaña de lejos a la vida se concretaba, ayer, en dos nombres, cuatro apellidos, dos bronceados, cuatro ojos muy oscuros.

Así que, Lidia, Óscar (nada de iniciales ahora, porque no sois fauna autóctona de un diario, sino mis amigos), no hace ni dos horas que, montados en vuestro avión, habéis pasado por encima de mi cabeza, y ya os echo de menos. Tenía sed de esos momentos de brillante perplejidad que se dan en algunas charlas, cuando nos paramos y nos preguntamos “¿pero cómo es que estamos hablando de esto?”. Tenía mono de esa excitación al final de la tarde, cuando ya no entra ni una frase más en la cabeza, y el sol se ha escondido, pero sobrevive todavía dentro de los árboles y de las fachadas y de las caras, y coges el teléfono para quedar. Tenía hambre de encadenar una gilipollez hilarante tras otra (y lo hago, lo hago mucho, con Jose, conmigo misma, pero es que, a este respecto, mi glotonería no conoce límites). Planeaba montar una casita comunitaria con mi sombrilla de playa y la vuestra. Quería que el camarero nos obligara gentilmente a levantar los culos de la terraza, porque era la hora de cerrar. Deseaba sentirme vulnerable con vuestras preguntas, y luego capear esa vulnerabilidad con mis propias, íntimos energías. Dejadme que os diga que me siento saciada.

Y que el apetito por las presencias reales es insaciable. Por eso, esta mañana observo desde mi balcón a la gente que sube la cuesta, con un poco menos de pesadez que antes de irme de vacaciones, y el ciprés del solar de enfrente, y Sierra Nevada. Se me agota el tiempo de sentir nostalgia.

viernes, 24 de agosto de 2012

Fotografías urgentes


Ni siquiera son las siete y media, y ya estoy despierta, como si una parcelita enfermiza de mi inconsciente estuviera convencida de que el día no podrá arrancar con normalidad si yo no estoy ahí para mirarlo. Así que me enfrento al escozor de ojos con que el rencoroso de mi cuerpo me paga por privarle de otra hora de sueño y, con aplomo de condenado a la guillotina, acepto la verdad de que no voy a poder dormirme de nuevo. Bueno, y qué. Son mis vacaciones, y madrugo si quiero.

Mi padre trajina ya en el piso de abajo. Alza la persiana de la entrada, da los buenos días a las perras, con una voz robada a Papa Noel, monta un escándalo de terremoto dentro de una ferretería, mientras abre la cancela. También yo he abierto los postigos de madera de mi ventana, con mucho más sigilo, porque carezco de ese desvalido oído suyo de falso buzo. Hoy, me doy cuenta por las rodajas de luz amarillo canario que se cuelan por las lamas de la persiana, el día ha amanecido sin niebla. Lástima. Ayer me levanté a esta misma hora, y las telarañas del jazmín estaban cuajadas de gotas finas como cabezas alfiler, y no había sierra ni chalets ni mar y, en segundo plano, los árboles bien podían ser misteriosos oficinistas con bombín. Con los brazos húmedos, entré a la casa a por mi cámara, y mi cámara volvió a quedarse sin batería. Quién sabe, quizás dentro de quince años, cuando esté escribiendo un relato y necesite ambientación, vuelva a mí la fotografía mental de esa mañana temprana en la que el verano se fue también de vacaciones, y no sepa si esa foto ha salido de un sueño, de una película o de la imaginación.

Hoy me tengo que conformar con el cuadro de luz rejoneada que se ha abierto en mi pared. Es bonito y dulce como una escena de película en la que los personajes no terminan de expresar su amor con palabras. Me doy la vuelta de un montón de maneras a la vez, de boca arriba a boca abajo, de la cabecera a los pies de la cama, de la modorra a la atención, de la niebla británica a una siesta en El Cairo y, con la cara entre las manos, estudio mi cuadro de luz. Se ve imperturbable, como si no supiera que, de aquí a una hora, va a ser engullido por la luz cirujana que trae el Poniente, o como si lo supiera y le importara un carajo. Mi padre sigue peleándose con el silencio, yo sigo escrutando mi fotograma único, y, al otro lado de la pared, Jose duerme o enciende a tientas la radio, para despertarse con el avance informativo de las ocho. Me dan ganas de dar los golpecitos scouts que usamos para comunicarnos cuando estamos cada uno en su habitación. Me dan unas ganas suavitas de llorar de ternura, al recordar la caja de tisana para dormir que me trajo ayer mi padre del supermercado, cuando le dije que me despierto así de temprano.

Y mezclo todo eso en mi batidora, el instante de luz que se terminará desvaneciendo, la atención con que, a cambio, trato de apuntalarlo, el juego de abrazos mañaneros al alcance de mi puño sobre la pared, las rutinas de mi padre y su afecto cohibido descollando por donde menos te lo esperas, y compruebo que estos ingredientes nunca volverán a combinarse en la misma concentración, y que tendré que echar mano de las palabras para recuperar una mínima parte del sabor modesto y raro de este batido.

Tengo esta urgencia, hoy. Dentro de cuarenta y ocho horas estaré subiendo dos maletas y cuarenta bolsas repletas de fruta en el ascensor que sube a un piso minúsculo de Granada y, aunque diez días después volveré a estar de vacaciones, me puede la nostalgia prematura. Así que, sí, me veo obligada a pagar el peaje de un par de horas de verano real, para conservar esa porción pequeñita del sabor de un verano que, vestido con palabras, no tardará en convertirse en ficción. Dentro de cincuenta horas apenas sabré distinguir ya si mis hombros quemados en la playa del Palmar, si el hambre de practicar todos los deportes que se alojan en los pasillos de un Decathlon, si los Bichos Castaños No Identificados lanzándose como kamikazes a la ensalada de judías verdes de la cena. Si la paranoia de la medusa. Si la piel increiblemente suave de los brazos de L. o la gracia verbenera de O. Si mi cogote saturado de humedad. Si la escritura en el alféizar de mi ventana. Si la sobredosis de uvas. Si las bocas de goma de las rusas. Si las chicharras incitando al homicidio. Si el charquito del río Velerín donde sobrevive una guardería de peces.  Si Las Correcciones. Si el wrap de pato a la pekinesa. Si las siestas con lobotomía. Si las tres sesiones de pintado de uñas. Si el ceceo cantarín de los esteponeros. Si el tiempo viscoso propio de la orilla del mar. Si todo eso fue leyenda o realidad.

jueves, 23 de agosto de 2012

Pequeño orgullo de efecto retardado

Es posible que mi capacidad para controlar y manipular lo que escribo sea un poco menos burda de lo que ayer alcancé a expresar en la conversación que tuvimos. Quizás ni yo misma me dé cuenta, pero lo cierto es que sí que me conozco unas cuantas trampas. Sí que tengo a mi disposición una baraja de recursos estructurales y estilísticos, de la que voy extrayendo cartas al azar, como si yo misma olvidase que muchas de ellas están marcadas. Y también es verdad que, a mi manera glotona y silvestre, he leído más papel sobre el asunto de las formas literarias de lo que ningún diploma virtual de teoría narrativa podrá acreditar.

Podría salir ahora, por ejemplo, con una tesis sosegada y competente sobre la receta que sigo a la hora de ponerme a escribir lo que después publicaré en el blog. Describiría qué guardo en la despensa y qué me llevo luego a la cocina, toda la lista de ingredientes que, día tras día, atrapan mi atención: una mujer de piernas flacas y arqueadas por la edad, que se pasea por la orilla de la playa, con la concentración de quien compone mentalmente su autobiografía, o de un matemático obsesionado con el ritmo de las olas. Una palabra abstracta, como “auténtico”, o “disciplina”. La punta de un recuerdo de adolescencia, o un resto antiguo de sentimentalidad que todavía hoy es capaz de provocarme contracturas. Expondría, después, con una humildad seria, la manera en la que esa imagen capturada, que de repente late en mí como los bordes de una herida abierta, se va rodeando de nuevo material, de opiniones y olores relacionados, de memoria y de lecturas fosilizadas, y cómo, a lo largo de todo un día, voy diciéndome internamente ese material, cómo lo recorto, lo monto, lo moldeo, lo recombino, lo vuelvo a desmontar, hasta que, frente al ordenador, y a lo largo de unas dos horas, en las que alterno concentración y merodeo, logro parir esa forma embrionaria, sacármela de adentro de una manera un tanto intuitiva e inexplicable, de la misma manera en que las mujeres, más allá de toda la teoría recibida en la preparación al parto, paren.

Podría, tal vez, gritar un furioso y carcajeante decálogo que chorrease sangre, saliva, orina, fluidos vaginales, arrogancia muscular y americana: 1. No te sientes a escribir sin estar enamorado. 2. No te sientes a escribir con todos tus profesores mirando por encima del hombro. 3. Si no emociona, si no hace reír, si al lector no le provoca deseos de acostarse contigo o de apretarte la mano, entonces no vale mucho. 4. Escribir se parece mucho más a andar y a respirar que a cualquier tipo de actividad intelectual: tiene eso mismo de intuitivo y carnal. 5. La vida se construye siguiendo patrones azarosos e indisciplinados, a veces transige con tus proyectos y tus planes, a veces, en mitad de la obra, se derrumba, y hay que volver a levantarla; la escritura que pretenda imitarla, igual. 6. Que no te dé apuro pronunciar la palabra “corazón” o “víscera”. 7. En el primer escalón, importa mucho más el acto de decir que lo que se dice y cómo. Importa más el verbo en gerundio que el sujeto. 8. Estudia mucho, emborráchate de lecturas y, luego, mientras escribes, olvida todo lo estudiado. No te preocupes: volverá como la resaca. 9. Hazlo, hazlo, hazlo, aunque huela a mierda. 10. Mejor la diarrea que estar estreñido.

O podría convertirme en una cámara de vídeo, registrar de forma impasible lo que ayer se habló, y dejar que el querido lector sacase sus conclusiones: las caras de resaca post-playera de cuatro personas que charlan en un bar sobre el valor relativo de la reflexión o la intuición a la hora de componer una obra literaria. La espuma babosa de los zumos de zanahoria resbalando pared abajo de los vasos largos. La postura recostada y un poco al bies, como de silueta de cisne, de uno de los personajes. Sus manos agitándose como las de David Copperfield, y sus ojos achinados por un humo inexistente. La fluidez desprejuiciada con que pronuncia “teleológico” o “novela patriarcal y autoritaria”. O la forma vigorosa en que este otro se adelanta e interroga al que tiene al otro lado de la mesa, mirándole directamente a los ojos un poco asustados. El tiempo que tarda este último en responder vaguedades. Su manera de tomar aire y de hundirse, acorralado, en el sofá. Cómo se levanta después y arrastra ligeramente los pies hacia el cuarto de baño.

Podría ser ese narrador en tercera persona, sabelotodo y fisgón, que sigue al personaje y que desnuda, con un distanciamiento disfrazado de compasión, su vulnerabilidad en el momento grave de hacer cola en los servicios de un bar. Que lo presenta con la espalda apoyada ligeramente en la pared, como a punto de dejarse resbalar, y la mirada escondida en sus sandalias, tratando de tragar el nudo de palabras que se le han atascado en la garganta, y que le saben a la timidez amarga de cuando, en la universidad, se sabía la respuesta del profesor y no se atrevía a levantar la mano para contestar, a complejos de inmadurez reflexiva o temperamental, a la sensación de apocamiento de todas aquellas veces en las que no supo dar su opinión, porque nunca hasta entonces se la había formulado para sus adentros, a respuestas que por fin logra articular sobre su cama de ochenta centímetros, a todas esas intimidades que terminan pudriéndose y apestando como los restos de carne entre los dientes, antes de poder compartirlas con nadie. Que luego lo hace enamorarse por un segundo de la sonrisa acogedora con que la persona que ocupaba el baño le cede el puesto.

Y, claro, podría volver a la indulgente primera persona, y contaros que, anoche, después de ducharme, salí al porche a que el aire, cargado todavía de niebla, me rociase con gotitas de humedad los hombros quemados. Que tenía a mi disposición todos los ingredientes de una noche perfecta de verano, el frescor, el aroma a flores, un cansancio físico mejor que cualquier medicina, la novela de alta graduación, y que, sin embargo, yo apretaba los párpados y me aferraba a los brazos de mi butaca, viviendo ese momento y, a la vez, escribiéndolo mentalmente, porque me he vuelto adicta a esa intensificación artificial de la realidad. Y, gracias a ello, sintiéndome por fin escritora, a pesar de todas mis dudas y mi inconsistencia y todos estos cachivaches artesanos que, de manera no tan inconsciente, termino publicando.

martes, 21 de agosto de 2012

La importancia de llamarse Carlos


Carlos mira a su alrededor, y reconoce que tiene motivos para enorgullecerse de la familia que ha construido. Los demás niños corren hacia la orilla como los caballos de indios en lo westerns, y a él, recién untado de crema con factor de protección +50, le basta con echar un vistazo a sus hijos para no perder la compostura. Álvaro, Pablo, estáticos y atareados, y mucho más blancos que la tribu de cafres que les han tocado por vecinos, parecen de otro planeta. El mayor excava, amontona, levanta tabiques de arena, con el rigor propio de quien tiene un proyecto en la vida, y sin más palabras que las que necesita para recordarle educadamente que se está demorando en su tarea de acarrearle agua. Carlos ha decidido imitarle, y no molestar con diálogos superfluos a este hijo que le ha salido tan serio. Hace ya una buena media hora, cuando se atrevió a comentarle lo chulo que le parecía el castillo que está construyendo, él pareció mirarlo con un cansancio infinito, y esponjando mucho la voz, le contestó: “es un parque acuático, papá”. Cualquiera diría que el niño ha heredado la vocación por la Arquitectura de su padre. Cualquiera que no sepa, y no lo sabe ni siquiera Ana, que, cuando se decidió finalmente a entrar en la Escuela, lo único a lo que aspiraba era a ser bibliotecario.

Y Pablo sólo necesita que su madre lo mire fijamente durante menos de un minuto, para quedarse completamente inmóvil sobre la toalla, como si lo hubieran hipnotizado. También con él han tenido suerte, piensa Carlos. El niño ha elegido precisamente este verano para descubrir que las piernas sirven para algo más que para llevarse a la boca esos curiosos y suculentos apéndices que hay al final de ellas. Y, sin embargo, es tan bueno, y está tan enamorado de su madre, que prefiere quedarse sentado a su lado, con la espalda ya completamente erguida y la vista fija en el mar, como si estuviera meditando, antes que tomar la peligrosa iniciativa de ponerse a descubrir el mundo en forma de arena ondulada, sombrilla y carrito. Carlos y Ana podrían darse fácilmente un paseo corto por la orilla, con la seguridad de que a la vuelta iban a encontrarse a los niños exactamente en la misma postura en la que los dejaron, pero no son de ese tipo de padres descuidados. Y, de todas formas, Ana prefiere quedarse de pie junto a la sombrilla, con las manos en la cintura y una gorra de visera, como si en vez de en la playa, se encontrase en una cabina de rayos ultravioleta. Carlos la mira también a ella, de reojo, o más bien a la celulitis y a la cicatriz de cesárea que la braga alta de su bikini discretamente floreado no alcanza a disimular. Habrá engordado unos diez kilos desde que se casaron, y duda de que ella tenga ganas de pasear por la orilla a estas horas de la mañana, pero bueno, también él ha engordado sus buenos veinte kilos. Hace un rato, mientras su mujer le untaba crema en la espalda, Carlos miraba a su hijo de quince meses, petrificado ya sobre la toalla, y se daba cuenta de que los dos comparten el mismo tipo de blandura de carnes. Exactamente los mismos pliegues entre las axilas y las tetillas, y cayendo sobre la cinturilla del bañador, los mismos hoyuelos por encima del codo. Las manos de Ana, tiernas y solícitamente ahuecadas, parecían estar confirmando esa comparación.

Su vecino de toalla, Beni, sí que está delgado, con sus piernas de langosta egipcia, y el pecho en forma de tabla de lavar. Beni, pero qué nombre es ese. Carlos está a punto de formular la teoría de que los nombres influyen de manera notable en el respeto que los niños le tienen a sus padres. Su padre, por ejemplo, se llamaba Jaime, y no necesitó muchos argumentos para convencerlo de que se hiciera arquitecto. Y no hace falta más que ver a sus hijos para convencerse de la consistencia de su nombre de príncipe. Pero a Beni, cómo no va a tomarle el pelo ese niño que tiene sus mismas piernas de langosta y el mismo hueco bajo las costillas. Carlos hace como que estudia los rizos que hace la espuma en torno a sus tobillos, pero en realidad los está observando, al padre patilargo encorvado sobre el patilargo hijo, interrogándole con unos ojos que ni los de Torquemada, y gritando, hasta siete veces “¿y qué has dicho después?”, y el niño respondiendo las mismas siete veces, y al mismo volumen cuartelario, “no he dicho nada”, cuando lo cierto es que toda la playa ha podido escuchar cómo hace unos instantes le dirigía a su padre un desenfadado “dame ya mi cubo, coño, tío”. Carlos está todavía un poco sobrecogido, no sabe si por la brutal falta de educación del niño, por el coraje con que mantiene una versión que tiene tantos testigos en contra, o por el recuerdo todavía fresco de Beni con el diminuto cubo lleno de medusas en la mano, instando con desesperación a los confiados bañistas a salir del agua.

Carlos vuelve en sí, y procede de nuevo a hacerle de aguador a su hijo. Esta vez se adentra con cautela hasta las corvas, mientras estudia lo que se mueve alrededor, presa, él también, del ambiente de psicosis que Beni ha sabido crear en este sector de la playa. Las dos langostas se persiguen ahora por entre las toallas, riendo a carcajadas y levantando toda la arena del desierto de donde nunca debieron de haber salido. Seguro que dentro de un rato se olvidan de las medusas y se lanzan los dos al mar vacío, con un triple salto mortal, y se dedican unas ahogadillas que él no ha vuelto a ver desde que tenía trece años, mientras que en la orilla los desalojados intercambian entre sí miradas de linchamiento. Y, sin embargo, cuando deja el cubo lleno junto a Álvaro, porque el condenado niño no le permite siquiera vaciarlo en los barrocos estanques y las piscinas que ha diseñado, Carlos se pregunta cómo será llamarse Beni o Coque o Tito, y tener una mujer teñida de rubio que se llame Yolanda.


domingo, 19 de agosto de 2012

Alfabeto de un día de verano (II)


(¿Cómo dices? ¿Que la J está antes que la K y la L en el alfabeto latino? ¿Seguro? A ver. Abecedeeefegehacheielejotaemeka...No, no. Abecedeeefegehacheijotaelekaeme...Jo. Abecedeeefegehacheijotakaeleeme...No, sé, no me suena. Bah, paso. Como sea.)

  • Juramento: a Dios pongo por testigo de que jamás volveré a decir de este helado de yogur y frutos del bosque no comeré.
  • Medusa: desde las calas de Nerja al hedor pijo de Sotogrande, por todo el litoral sube y baja la palabra, como una ola. La única ola de toda la playa, en el enésimo día de calma chicha. Medusa, MEDUSA, medusa, medusa, jelly-fish, aguaviva, медуза, medusaaaaa. ¡¡¡Papá, papáaaa!! ¡Ya llevo cuatro!! Hasta este verano, yo nunca había visto a niños con cazamariposas en la playa. Hoy he visto manadas de ellos, empuñando sus armas de colores fluorescentes, los aficionados, de colores discretos, los auténticos mercenarios, dirigiéndose a la orilla con una única ceja, dispuestos como marines a librar a la humanidad de esta última plaga bíblica. ¡Trece, papá! He visto cómo, tras capturarlas, humillaban a sus víctimas: un círculo de niños, de madres, de abuelos, de primos, rodeando a los cubitos convertidos en celdas de alta seguridad para las medusas, que, ante todo, deben permanecer con vida, sometidas al escarnio de la ciudadanía en bañador. Hoy he visto Guantánamo en la playa. ¡Veintiséis! Sin que yo me dé cuenta, el asco y el temor se convierten en fascinación. Nadie juega a las paletas, no se hojean revistas, no se pasea por la orilla, no se miran de reojo las tetas vecinas, nadie, por supuesto, se baña. Hoy sólo se contempla un retorcerse agónico dentro de los cubos de Bob Esponja, y se repite, como si fuera una letanía milenarista, medusa-medusa-medusa.
  • Necesidad: ninguna más que comprar agua embotellada. Mientras que haya higos, y tenga los pies sanos para acercarme a la playa. Podría renunciar hasta al módem de mi padre, y a la batería de mi portátil.
  • Olores: no importa que España termine siendo rescatada por la raza aria. No importa que Estepona se subiese hace veinte años al carro del progreso urbanístico, de las divisas de color incierto, de los acogedores campos de golf, de los chiringuitos con masaje a pie de arena. El lugar donde he pasado más años en mi vida será siempre un pueblo, a pesar de sus 65000 habitantes, y siempre olerá a barcas donde se quema carbón y a sandía salada, a espeto de sardinas.
  • Puerto Banús, Pesadilla Pornográfica: se pasean con el borde de su falda, por llamar de alguna manera a ese jirón de tela elástica, a ras de nalga. Con las tetas globosas, ofrecidas en bandeja, tres centímetros por debajo de la nuez de Adán. Como si fuera lo más normal del mundo. Se pasean con un traje de lana con estampado de cebra, y un fular con estampado de cebra y unos zapatos con estampado de leopardo y más arrugas en la cara que en toda la superficie de Marte. Se pasean en parejas, con la piel de un color marrón impropio de cualquier raza humana, y el polo rosa de él a juego con la flor de las chanclas de ella, unas chanclas que valen más que todo el contenido de mi armario, y que yo juraría haber visto en los chinos. Se pasean con túnicas blancas y anillos en todos los dedos de las manos, gafas de sol que parecen cascos, y el rostro como lavado rutinariamente en formol. Se pasean con la boca abierta, babeando, haciéndose fotos delante de los Jaguars y de los yates. Como si todo esto fuera normal.
  • Queja: sólo esta. En serio, que vengan los etólogos en tropel a este punto del planeta, que lo de las chicharras y las medusas tampoco es normal.
  • Resurrección: a veces yo también babeo. Despierto de la siesta con un charquito de humedad en la almohada, y las fibras musculares deshilachadas. No voy a ser capaz de levantarme de la cama. ¿Y decís que aquel buen señor, después de una cena opípara, una paliza sádica en la cruz, y una poquita de muerte, resucitó a los tres días y se levantó tan fresco como una manzana del Opencor? Por cosas así renegué de mi bautismo.
  • Shorts: sí, ¿y qué? Lo he hecho. He claudicado. Yo que tanto porfié. Yo que vomitaba ante el paso de otra cuadrilla de piernas desnudas, y otra, y otra. Pero también tú dijiste que de ninguna manera, ¿tú, un teléfono móvil? Jamás. Y tú también juraste que nunca volverías a catar la rúcula. Pues yo me he comprado unos minishorts. ¿Algún problema?
  • Teléfono: ¿y cómo lo hacíamos antes, cuando íbamos al instituto, y la idea de ir con un teléfono en el bolso nos habría parecido tan peregrina como el viaje a la Luna de Julio Verne? Cuando nos sabíamos los números respectivos de nuestras casas como si los nazis nos los hubieran tatuado en las muñecas. Cuando te llamaba al fijo, y nadie descolgaba el teléfono. Cuando mi llamada no se quedaba registrada en ningún aparato. Cuando no dependíamos de la cobertura como del oxígeno. Cómo hacíamos para quedar todos los días.
  • Una (de la tarde): hora crítica en la que la voluntad y el vigor humanos vacilan. Llegas de la playa, con menos tensión en el cuerpo que una película armenia, y, vale, haces un poder, enjuagando el biquini y colgando la toalla. Pero, cuidado, no mires al acogedor sillón orejero. Pasa por delante, rápidamente. Ponte cera en los oídos, para no escuchar sus cantos de sirena. Y por lo que mas quieras, no te sientes en él. Si lo haces, estarás perdida. No serás capaz de recuperar la verticalidad. No comerás. Te mearás encima. Se te abrirán llagas en el culo. Vendrán a por ti los servicios sociales (si es que no se los han ventilado ya)
  • Ventana: las hojas grandes, como pay-pays, de la higuera, amarilleando. Un caracol jurásico, seco, sobre las tejas. Las ramas del único eucalipto del mundo al que respeto, moviéndose como bailarinas. Una nevada de jazmines. El gato Vito, haciéndose el muerto de mil maneras, retándome a que baje a dibujar su silueta con tiza.
  • Zanahorias: olvidad todo lo que he dicho sobre la austeridad y el divorcio progresivo con las cosas. Chácharas. No soy nadie sin mi pelador de verduras. Así que pelar a cuchillo zanahorias, y rallarlas, después de lo leído en la entrada correspondiente a la U, es todo a lo que mi auto-exigencia va a poder aspirar, hoy. A partir de esto, flotaré en las aguas de la peor holgazanería complaciente.

sábado, 18 de agosto de 2012

Alfabeto de un día de verano (I)

  • Aldi: los botes de tomate amontonados, como incitando al saqueo, ese techo alto, metálico, a dos aguas, una choza precaria para provisiones precarias, las batas azules de las dependientas, que tienen los gemelos hipertrofiados a costa de viajes de una a punta a otra de la superficie libre, reponiendo, cobrando, pasando un trapo mojado con limpiacristales de una marca báltica. Todo eso, sumado, recuerda a una planta de reciclaje. Ni una gasolinera de Kansas, ni una lavandería de Miami, a las once de la noche, nada, nada es más triste que el Aldi. Debería ser de uso común en la calle, la expresión “ser más triste que el Aldi”. O “estás más bueno que el salmón ahumado del Aldi”.

  • Barbacoa: se me ocurre rellenar la panza destripada de las caballas con un ramillete de novia compuesto de tomillo y romero. Se me ocurre hacer una ensalada de zanahoria rallada, lima y frutos secos machacados en el mortero. Se me ocurre mezclar medio tarro de pasta de aceitunas con el zumo de los dos limones que me ha traído Jose del huerto. Se me ocurre que la cocina molecular es una estafa. La piel carbonizada del pescado que alguien ha arrancado del mar esta madrugada, perfumada con el aroma del último carbón que nadie volverá a sacar de los bosques de la Serranía de Ronda: un soneto de amor al verano.

  • Carrefour: ¿el secreto para triunfar en un día de verano litoral? Hacer la compra a las diez de las mañana, antes, y esto es innegociable, de ir a la playa. La mesa granizada de la sección de pescado refulge más que todo Tiffany´s, y, en las cajas, todavía no se apostan hordas de malagueños con mangas a la sisa, de guiris dispuestos a proveer sus búnkeres de hectolitros de ginebra y toneladas de limas. La suficiencia pornográfica con que una bruta de Liverpool se lleva un iceberg de gambas a 56 euros el kilo es el peaje a pagar.

  • DJ J. : me estoy rajando el dedo pulgar derecho picando perejil, por su culpa. No se puede pinchar una sesión de Donna Summer cuando una insensata con las venas forradas de lentejuelas enfila un cuchillo. No, señor. Por poco ese es mi auténtico last dance.

  • Eslavos: ¿dónde he estado yo, que no me he enterado de que los rusos han acabado ganando la guerra fría? Estos que parecen haber comprado la playa deben de ser todos descendientes de Nicolás II. Qué manera regia de dejar caer sus toneladas de carne y silicona sobre las frágiles sillas de playa, qué apropiación indebida del espacio público, qué manos como folios A-4, qué piernas de templo egipcio, qué gigantismo post-Chernobil.

  • Franzen, Jonathan: podría hablar de su talento insultante hasta que la boca se me deshiciera en mieles, pero la buena de Marina se me ha vuelto a adelantar. Yo, más que romperle las piernas, lo secuestraría a la manera de Misery, y lo mantendría atado al escritorio, a fuerza de caballas asadas y manzanilla fina, hasta que escribiera otras sesenta novelas de quinientas páginas, una para cada uno de los veranos que espero vivir todavía.

  • Gris: perla está el cielo. Gris mercurio, el mar sólido. Un bloque de gris delante de mi vista para que, el próximo febrero, no recuerde yo con una nostalgia salvaje los colores de la playa .

  • Humedad: ¿pero qué país es este, Belice? La piel se me está esponjando tanto, que ya se ve casi gelatinosa. Mala noticia para mis males cutáneos. Hipotensión: tirada como un espantapájaros en el sillón, me divierte contar mis pulsaciones con la única ayuda de los dedos de mis manos. Qué carrera de deportista de élite desperdiciada, la mía.

  • Insectos:están tronando las trompetas del Apocalipsis, bajo la apariencia de chicharras. Es que ni debajo de una higuera en el tórrido julio extremeño es posible escuchar bicho que se frote las patas con más saña. ¿Las tendrá desquiciadas esta humedad del 333 % ? ¿O es que son, en realidad, el último grito de la industria armamentística norteamericana, y la parcela de mi padre es su campo de pruebas?

  • Karma: esta levedad, este economía de palabras pronunciadas, esta exageración de peras, gordas como el culo de Las Tres Gracias, que acabo de desvalijar directamente del árbol, esta sucesión de actos simples y refinados, serán los pilares sobre los que construya el resto del año.

  • Leer: antes del desayuno, y después de que mi obtuso biorritmo se vea espoleado por el primer rayo de sol de la mañana esteponera. Leer en el cuarto de baño, una frase de cinco palabras, todo lo más, porque, ejem, mi aparato excretor es bastante diligente. Leer en la playa, tonificando mis bíceps sutiles con el ladrillo deslumbrante del Arriba Mencionado. Leer antes de que la siesta me bese los párpados. Leer para revivir, después. Leer ahora mismo, sin dilación, cuando la brisa empieza a ser menos metafórica, y soy capaz de creer que vivo unas vacaciones eternas.

Mañana me quedaré muda. Lo prometo


Joder, papá, estás más gordo, y no hace ni dos semanas que me fui de aquí. ¿Qué pasa, que has leído que la OMS recomienda el consumo de una ración diaria de natillas? Esa boca, todo el día ronchando. Y, mira qué despensa, nada más que cosas saladas y grasientas. Luego te quejarás de que os hacen pagar las medicinas a los pobres jubiladitos. Pastilleros, drogatas. Y digo yo, que teniendo todas las horas del día a tu disposición, ¿no te da la curiosidad de aprender a cocinarte, yo qué sé, algo facilito, un gazpacho, un arroz con calamares? Porque un menú de tres platos, sin posibilidad de controlar la lista completa de ingredientes que bajan por tu buche... Oye, tienes las piernas fritas. ¿No te puedes poner un pantalón largo para bajar al huerto, o echarte una poca crema? Tonterías, ¿no? ¿Y YA ESTÁS CON LAS ALMENDRITAS?

Y, tú, colega, no le rías las gracias. Un cigarro le voy a dar a tu padre, cuando lo vea. Y lo que le digo a él te lo digo a ti también. Que yo confío en la diligencia de tu páncreas, eh, pero ¿de verdad tú crees que es buena idea someterlo a treinta centímetros de salchichón, a estas horas de la noche? No te hurgues tanto la nariz, que luego te sale sangre. En cuanto volvamos a Granada te quiero en el médico. Me echo un amante. Ya verás, si no. Pues sí que tiene que ver. Porque si no me tienes respeto suficiente como para evitar causarme dolor mediante el cuidado de tus blancas carnes, pues yo no te tendré respeto suficiente como para concederte el usufructo exclusivo de las mías morenas. De verdad, que es terapéutico, lo de enfrentarse uno a sus propios miedos. Es como meterte un espectacular gol de chilena en propia puerta. Un subidón de dopamina. Y otra verdad oceánica: apuntarte conmigo a la piscina te vendría de escándalo. Desde el punto de vista físico y psicológico. ¿O es que quieres andar con garrota dentro de veinte años? Si llegas. Pues si no piensas ir al médico, te dejo.

Y, tú, ¿hasta cuándo vas a seguir postergando lo de la Toscana? Ya, en cuanto se pase el verano. Jujuju. ¿Y por qué no le pides a Vodafone un teléfono con internet, si tanto mono tienes de leerme? Cuando vuelvas de las vacaciones, te voy a poner deberes de escritura creativa. Para que te sueltes. Moluscos, que sois unos moluscos. No sé de quién habré sacado yo esta verborrea. Y tú, ya vale de regomello. Todo el santo día dándole vueltas a la cabeza, como un hamster. Qué derroche de energía. Y tú, piérdele el respeto a tu miedo. Y tú, no malgastes tus horas con tíos meridianamente más tontos que tú. Y tú, es que ese equilibrio perfecto entre sentirse cuidado y sentirse libre quizás sea una utopía. A veces tienes que tolerar un diálogo vacío, un beso de más, una pregunta tuya que se queda en el aire. Lo suyo es que decidas qué valor colocas en lo alto del podio.

Y tú, qué lamentable que una mujer brillante como tú se denigre a cada media hora de conversación. Joder con la decadencia de Occidente, que nos hace crecer tan vulnerables. Y tú, olvida un instante la presión de todo lo que llevas leído, y date el permiso de hacer las cosas mal. Y tú, deja de corregirte. Y tú, atenúa tus expectativas. La vida no son más que fuegos artificiales que explotan justo cuando estábamos parpadeando.

Y tú, Silvia, levanta de la cama. Abre los ojos. Vacíate cuando escuches a la gente. Busca cualquier excusa para subir otra vez las escaleras. Busca recetas para aprovechar esa media lata de leche de coco. Léete los apuntes de narrativa. Léete Las correcciones. Úntate crema otra vez. No te mires las ronchas. ¿No ves que está todo en su sitio? ¿No ves que tú no necesitas un sitio? No dejes para el mes que viene lo del vestido de la boda. Hoy toca pescado ¿no? Corre. Nada. Haz esa llamada de teléfono. Aprende. Exprime. Crea. Cree. Escribe. Escribe. Vive más. Y deja que la gente viva como quiera. Aprende a ponerla a salvo de tu amor, de vez en cuando.

Todo lo cual me confirma que, aunque la reproducción mamífera y yo llevemos trayectorias contrarias, mi instinto maternal está saciado. Ganas me están dando de llenar mi armario de bambos (Bambo: en la Baja Andalucía, dícese de esa bata estampada y sin mangas que constituye la pieza esencial del uniforme de madre)

viernes, 17 de agosto de 2012

Listas vs. Agosto


Abro la maleta, y me salta a la cara un pajarraco de molicie. Lógico. Granada, a mediados de agosto, tiene el aire de un hipotético cuento de Bioy Casares, ese en el que los ciudadanos se echan un día a dormir la siesta, y ya no despiertan más, y el héroe, insomne y con un ejemplar del Ideal de hace cuatro días, sale a la calle, no importa la hora, las once de la mañana, la del vermú, las ocho de la tarde, y al principio saborea con placer el hecho de no ver un alma, un coche, ni siquiera una cucaracha, hasta que el placer se torna hiel, porque no encuentra ni un solo bar donde matar la sed en cuya persiana metálica, cabezonamente bajada, no cuelgue un folio con la leyenda “Cerrado del 11 de agosto al 3 de septiembre”, y porque la suya, ahora lo ve claro, es una soledad de mausoleo. El héroe recorre las avenidas, haciendo equilibrios sobre la línea que separa los carriles de ambos sentidos. Sube a la Alhambra, y se aburre de contemplar los mocárabes en primerísimo plano, sin que ningún guardia jurado le llame la atención, ni ningún turista genovés le sople un aliento con eterno olor a pesto en la nuca. Vuelve a su casa, un poco nostálgico: los coches sobre los que habitualmente descarga su ira no rugen hoy a su lado. Sin gente, sin coches, sin bares, ¿qué ciudad es esta? ¿Cuánto tiempo ha estado dormido, que han evacuado el lugar sin que él se diera cuenta? ¿No hay algo diabólico en esta paz recalentada? ¿No será, acaso...?

La molicie, que me ha infectado el equipaje. Y mi bipolar sistema inmunitario es bastante susceptible a ella. Así que, recién llegada a Estepona, con el aroma de los jazmines cayéndome a chorro, como rociado por un aspersor, sobre la coronilla, la panza llena de uvas y óvulos indisciplinados, los grillos hipnóticos, ¿cómo me las apaño para componer algo medianamente sensato? ¿Sería posible que nos contentáramos todos con una de esas listas mías, maníacas y sumamente insensatas, con las que a veces trato de rastrear y explotar al máximo unas capacidades que todavía no tengo? ¿Podría conjurar el Coma Dantesco con una enumeración de las habilidades que me gustaría llegar a desarrollar, una vez que la hoja de agosto en el calendario pase a la bolsa de papel para reciclar? Teniendo en cuenta que estamos todos dormidos, podría, claro que podría.

Así que paso a modo coaching psicópata (“El coaching consiste en liberar el potencial de las personas, para que puedan llevar su rendimiento al máximo. Gracias, Mr. Wikipedia), y me descuelgo con esta

LISTA DE 30 NUEVAS HABILIDADES QUE ME GUSTARÍA LLEGAR A DESARROLLAR:

    1. Hacer yoga, porque amo la manera musical en que se mueven sus adeptos, y esos muslos magros, en forma de huso, y esa sonrisa propia de quien nunca ve el telediario.
    2. Me gustaría practicar alguna burrada brutalmente física, como hacer windsurf o escalar. Lo favorecidas que se verían mis curvas con un neopreno.
    3. Bucear. Por idéntica razón. Y por tener excusas para ir más a menudo al Cabo de Gata.
    4. Nadar largos sin cuento, y poner un póster de Michael Phelps en la taquilla de mi piscina, porque es uno de esos feos, como Pau Gasol, que me excitan el hormonaje.
    5. Correr al menos un kilómetro seguido.
    6. Bailar bien-bien-bien. Lo que en mi diccionario significa: “armónicamente y sin cohibiciones”.
    7. Descoyuntarme todas las articulaciones a fuerza de capoeira. Jujuju, rían conmigo.
    8. Quiero comprarme una cámara de fotos de esas que usan las tías buenas que van de creativas por la vida, aunque sólo fuera para aprender a guiñar. Que soy el hazmerreír de la humanidad.
    9. Y pintar a acuarela, pintar sobre telas, aprender a aplicarme eyeliner sin puntos suspensivos. Volverme adicta a las papelería técnicas y trabajar con colores, amiguitos.
    10. Lo he dicho tantas veces que empiezo a resultar vomitiva, pero quiero aprender a montar a caballo.
    11. Estudiar las técnicas de montaje culinario precisas para que mis comidas dejen de presentar el aspecto de haber sido arrojadas al plato por una hormigonera.
    12. Convertirme en una perfecta enrolladora de sushi, y saberme de carrerilla la lista de las mil especias que componen el curry (mientras coloco grácilmente los bracitos en postura Bollywood)
    13. Necesito aprender a hacer tortillas de un palmo de grosor para que mi alma en pena cocinera recobre la paz.
    14. Hablar portugués, para chulear a esos malditos hijos de Viriato a los que no se les entiende ni un rabaninho.
    15. Quiero coser. Más repetido que el ajo, también.
    16. Y diseñar ropitas tan monas que las niñas monas me saquen fotos con sus cámaras reflex, y me entrevisten en sus monísimos blogs, y las visitas de este suban como la espuma de la cerveza irlandesa.
    17. Y hacer punto, porque las tiendas de lana son una especie de mullida cueva de Alí Babá, y porque el ruidito de las agujas me reconforta como una nana cantada por el Dalai Lama.
    18. Y ya que estamos, meditar. Porque a veces hay más ruido en mi cabeza que en Tele Cinco.
    19. Planchar. Puaj.
    20. Ordeñar. Está por ver con qué ser vivo podría hacer yo dichas prácticas.
    21. Cultivar un huerto ecológico. O al menos un mini-huerto bidimensional de mini-balcón. O al menos unas poquitas macetas de hierbas aromáticas y tomates cherry.
    22. Cortarme el pelo yo solica. Mi peluquera en funciones y yo cada vez nos parecemos más a Jack Lemmon y Walter Matthau.
    23. Cargar pesos pesados y abrir frascos de conserva, como una Popeye transexual.
    24. Cuidarme los pies co-ti-dia-na-men-te.
    25. Aprender de fontanería, electricidad y bricolaje. Esta vocación mía por la autosuficiencia, ¿no empezará a rozar el pecado de vanidad?
    26. Hacer un buen fuego de chimenea y de barbacoa. Mis hermanos forestales podrían condenarme al ostracismo si se enterasen que no sé hacerlo.
    27. Hacer panes y magdalenas a los que no se les cayese, fuera del horno, el alma a los pies.
    28. Pensar y responder con agilidad.
    29. Escribir entre cena y medianoche sin perder calidad de sueño.
    30. Y muscular mi imaginación, para ser capaz de escribir ficciones con asiduidad.


miércoles, 15 de agosto de 2012

¿Maniática? ¿Yo?

(Un post que empecé a escribir ayer, y por eso se me ha descontrolado su largura)


Me despierto un poco desubicada, como si ayer me hubiera acostado en una habitación de hotel. Es la sintonía del móvil, mi móvil. Porque habitualmente es Jose el que tramita el ritual nocturno de prender la alarma del suyo, el que coloca esa pequeña bomba casera en su mesilla de noche, el que hace callar, todas las mañanas, a los detestables pajaritos que nos recuerdan que somos adultos. Hoy, en cambio, ha sonado una melodía propia de chiringuito de playa ibicenca, muy cerca de mi oreja derecha. Y, tras saltar ágilmente por encima de la extrañeza, he sonreído, no porque los tonos chill out cumplan en mi alma su supuesta función benéfica, sino porque que suene la alarma de mi teléfono significa que Jose no está, y que Jose no esté significa que esta mañana no me he despertado a las seis y media. Mi teléfono es mucho más condescendiente que el suyo. Ajajá, las ocho y cuarto de la mañana, amiguita. Cerca de dos horas de vigilia que no he puesto en el altar de la Administración. Ahora meas, te lavas la cara, te metes en el uniforme, un buen rato después del horario habitual, y te vas pitando al centro de salud. Lo cual corrobora mi sonrisilla de astucia.

Porque a mí me molan, a nivel subpatológico, los análisis de sangre. En serio. Me encanta observar, después del pinchazo, cómo ese líquido casi negro sale gallardo, burbujeante, de mi vena, o de mi arteria, yo qué sé, y agradecer el hecho milagroso de que, escondido bajo mi piel, trabaje ese circuito infatigable, con mucha más constancia de la que mi voluntad será capaz de aplicar nunca a tarea alguna. O igual es que tiendo a la morbosidad. En fin, que ignoro los rugidos de mi estómago, y me cuelgo la mochila del trabajo, dispuesta a salir por la puerta.

Dispuesta y sin novio. Dispuesta y sin llaves. Porque el novio, pobre pringado que no tenía la excusa de un análisis para comerle una tajada a la jornada laboral, se ha llevado esta mañana los dos juegos de llaves que abren la puerta de mi casa. Vale, no pasa nada. Soy una tía astuta. Tiraré del pomo. Quería volver después, para meterme en el buche un par de tostadas, pero ya desayunaré camino de la oficina. Agarro el picaporte. Y la puerta no se abre. Por qué. Porque el Susodicho ha vuelto a ejecutar una de sus manías que peor me sientan. Me ha dejado en casa con un par de vueltas de cerradura echadas. Como si yo fuera la jodida Rapunzel. Como si una pandilla de búlgaros merodeara permanentemente por nuestro barrio en busca de mercancía para su negociete de trata de blancas pitiriásicas. Y, en condiciones normales, no lo soporto. Me hace imaginarme saltando por el balcón para no morir abrasada. Y lo que es peor, mucho peor, hace que me sienta feminista. Sólo que hoy las condiciones normales se han ido con él al trabajo, porque a) repito, me ha dejado sin llaves, y b) en diez minutos tengo que estar en el centro de salud.

Así que, mientras espero a que venga a desenjaularme, después de haber usado un idioma indescifrable para insultarle por teléfono, trato de recuperar la calma haciendo un recuento de las muuuuuchas manías que tiene este hombre con el que vivo. Después cuento las mías, y pongo ambos montoncitos en la balanza. Resultado empírico: mi platillo levita, y el suyo se va al fondo igual que un niño gordo en un balancín. Así se cumple mi venganza. Punto. Porque cuando por fin llega, yo atravieso el Realejo cual Usain Bolt, y sólo llego con cinco minutos de retraso a mi cita con la sensual aguja. Luego desayuno con toda la parsimonia del mundo en mi casa, y me voy al trabajo, majestuosa como el rey de la manada. Así que, efectivamente, no voy a hacer públicas sus manías, porque mi rencor ya se ha agotado. Los que lo conozcáis, podéis conservar esa (falsa) imagen suya de persona mesurada y cabal. Conformaos, pues, con mis manías flaquitas:

  • Veamos, en una casa con un solo cuarto de baño como la mía, en la que sus dos habitantes se levantan de la cama al unísono, tengo que ser yo, sin negociación posible, la primera que evacue su vejiga. En caso contrario, la urea acumulada en mi organismo a lo largo de toda la noche pasa a mi sangre, y me pongo verde como Hulk. Y no puedo vivir como los seres humanos hasta que no me echo en la cara mi cremita hidratante.
  • Jamás bebo café en vaso. No soporto que en los bares me sirvan tostadas ya untadas con una tonelada de esa mantequilla que no ha olido la leche ni en sus mejores sueños. Siempre le exijo a Jose un par de mordisquitos de su tostada. En realidad, soy una gran mordisqueadora: me priva abrir los paquetes virginales de galletas, de queso, darles un repasito mínimo, y después abandonarlas. Soy la Casanova de las despensas.
  • Ya he dicho por ahí que siempre combino los colores de sujetador y bragas. Si no, me siento igual que una Belén Esteban con el tabique nasal destrozado. Y siempre me ato los cordones de los zapatos de pie. Siempre, con perdón por el alarde.
  • Cuando me ducho, necesito una toalla para secar mi frondosa cabellera, y otra para el resto del cuerpo. Cuando sólo dispongo de una, no hay manera, siempre me quedan charquitos en esa cueva que tengo entre culo y cintura.
  • Me pongo un tanto agresiva cuando me atosigan mientras cocino. Y estoy a punto de declarar la tercera y la cuarta guerra mundial cuando la comida, que primorosamente acabo de preparar, tiene que esperar en la mesa a que se siente el huevón del comensal. Sin salir del comedor, siempre quito la mesa, y a veces hasta friego los platos, antes de comerme el postre. Mi mamá, que me grabó a fuego lo de la obligación antes que la devoción.
  • Nunca contesto al teléfono entre las tres y las cinco de la tarde. Ni pasadas las once de la noche. Por dignidad.
  • No puedo meterme en la cama, si en la mesilla no hay un libro, en el suelo una botella de agua, y bajo la almohada, un par de tapones para los oídos.
  • Guardo, por doquier, mil papelitos con notas, recetas, menús, ideas de post, listas de blogs y libros, alucinaciones varias. La nieve sucia de los papelitos se amontona dentro de mi piso.
  • Cuando llego a casa, siempre dejo las llaves puestas en la cerradura. Pero estoy dispuesta a batirme en duelo para defender que esta es una costumbre básica para mi supervivencia ciudadana, y no una manía. Si yo tuviera que contar ahora todas mis tribulaciones cerrajeras, se me acabarían las vacaciones escribiendo.
  • Esta sí que es una manía. Deleznable: cuando empiezo un libro, suelo leerme la última frase después de la primera. Soy lo peor.

Y, dados los sudores que me ha costado parir esta lista, puedo concluir que, comparadas con las del Susodicho, mis manías son de tercer grado. Todas ellas pueden ser corregidas a mi antojo. Ninguna integra el esqueleto de mi vida. Puedo cumplir sus comportamientos contrarios con bastante solvencia. Ergo, soy pura flexibilidad y dulzura.

Y ustedes vusotros, ¿serían capaces de enseñar en público alguna de sus manías?