sábado, 11 de agosto de 2012

Lecciones de ginecosas (I)


Yo no voy a mandar a los chicos al recreo, a diferencia de otras blogueras. Nada de eso, amiguitos. Os vais a quedar en clase, haciendo los deberes. Y no quiero que levantéis el culo de la silla hasta que no se os quede grabada a fuego la lección de anatomía que hoy os traigo. Pero tranquilos. Las cuestiones escatológicas no entran en el temario. No tengo intención de que vuestros delicados espíritus se vean expuestos a la sucia y flagrante realidad de la sangre. No voy a hablaros de bragas y dedos sucios, de tampones usados flotando en el agua del váter, como ratones degollados, ni del olor de lo que, efectivamente, huele. No voy va poneros ejemplos de lo que tiene que hacer una mujer que trabaja al aire libre, en lugares a los que cuadra perfectamente la categoría de “desnudo páramo”, para mantener cierto grado de limpieza en su entrepierna, doce veces al año. Y mira que podría poneros hasta diapositivas.

Tampoco vamos a entrar en esa peliaguda, polémica, fastidiosa materia que es el síndrome premenstrual. A ver, por favor, un poquito de orden. Venga, ya vale de resoplidos. Que yo os entiendo, conste. También a mí este tema, cuando tuve que estudiarlo, me tocó grandemente la moral. Estuve muy cerca de vosotros, muchachotes. También a mí se me ponía una arruga irónica en la frente. Zarandajas, me decía. Excusas que explotan las débiles de temperamento para dejarse arrastrar cómodamente por el descontrol emocional. Ah, el vetusto victimismo femenino. Así que quieren ser iguales a vosotros, hacer lo mismo que hacéis vosotros, ser sueltas, fuertes y dirigentes como vosotros y, ya estamos con eso otra vez, en esas benditas doce ocasiones os saltan con que no pueden subir a lo alto de Sierra Nevada, o quemarse el bajo de los pantalones en un incendio, porque se les pone las piernas como a un elefante de acero, o porque lo único que les pide el cuerpo es ponerse a morder almohadas y a llorar desconsoladamente por el triste destino del sapo partero ibérico. Lo bien que viene un chivo expiatorio hormonal, ¿verdad? Pero entonces, cuando fruncía con tal agilidad mis bien dibujadas cejas, yo era joven e intransigente. Una especie de walkiria asexuada, una Juana de Arco de la conciencia. No podía concebir que el comportamiento o la emoción pudieran ser, a ese punto, rehenes de la carne y de la química. Ahora tengo edad suficiente como para que un día me duela el cuello y al siguiente, la rodilla. Ahora creo en el cuerpo y en los matices como nunca antes. Así que dejadme hacer un apunte, nada más: el desquiciante síndrome EXISTE. No, esto no cae en el examen. Podéis levantar la vista de los apuntes, y prestarme atención. Es real, ¿vale? Imaginad que, en una de esas famosas veces, vuestros puntos cardinales tiemblan, vuestros ánimos flaquean sin motivo aparente, y se os hinchan las tetas y el bajo vientre. Imaginad que vuestro tiempo pierde la aguerrida trayectoria lineal, y se convierte en cun círculo vicioso. Imaginaros a vosotros mismos, con vuestros ideales, vuestros proyectos, vuestros mapas precisos del mundo, como juguetes en manos del destino de la especie. Punto.

Ahora escuchadme, que lo que viene cae. Yo me daría por realizada si al final de esta clase fuerais capaces de captar lo que para ciertas compañeras vuestras significa la visita al ginecólogo. Os propongo un ejercicio de visualización. (Advertencia: que no os extrañe si en el examen se os pide que narréis en primera persona las sensaciones que acompañen a este ejercicio). Veamos. Os han dejado solos en la habitación donde en breve van a exploraros las entrañas. Una bata de papel, abierta por la espalda, es lo único que cubre vuestra desnudez, y no impide que las blanduras de vuestro culo entren en contacto con el cuero, debidamente higienizado por otro lienzo de papel, de la camilla reclinable donde os han hecho sentar. Aunque es mullida, un sueño para leer en las siestas de verano. La luz es tangencial y amable. Lo agradecéis. Al entrar en la sala imaginabais, quizás, la luz característica de una sala de despiece. Todo parece blanco a vuestro alrededor, ordenado como en un apartamento de Estocolmo. En la pared de enfrente cuelga una pantalla. Casi os dan ganas de pedir el mando, porque os fastidia perderos el España-Rusia de basket. Sí, todo cómodo y aséptico, salvo por el detalle de vuestras piernas abiertas acrobáticamente, y de Eso, expuesto de esa manera, eso que os han enseñado desde pequeños a tratar como la cumbre de la intimidad, eso de lo que no se habla, no se muestra, de lo que uno no se vanagloria, esa fea parte vuestra que no parece haber sido bien resuelta por la madre naturaleza. La postura es una prueba para vuestra dignidad, mucho más dura que si os hubieran dejado preparados para una endoscopia, porque la educación de la que no habéis estado a tiempo de escapar se ha empeñado sutilmente en que vuestra dignidad gravita precisamente en una postura de piernas contraria.

Y así os encontráis, escuchando las risas y murmullos de la doctora y la enfermera, que, en la sala contigua, se demoran en una charla sobre el catálogo de Ikea, mientras vosotros tratáis de veros en la camilla más mundanos y desenvueltos de lo que quizás sois. Os distraéis mirando las didácticas láminas de las paredes. Apenas podéis creer que esos mecanismos que veis os puedan caber dentro del cuerpo. Y cuando detenéis la vista en el esquema de las diversas fases del embarazo, sois casi capaces de olvidaros de la imagen de ternera en canal que ofrecéis. Porque os habéis conmovido. Ese niñito boca abajo en el pequeño nido que es su madre. Esa conexión como nunca después, nunca, con nadie. El pum pum pum del corazón más grande, poderoso y estable como el ojo de Dios. Un sonido del que, inexplicablemente, el niño se olvidará en cuanto salga al mundo. Entonces algo pasa dentro de vosotros, algo que ningún ecógrafo va a detectar. Os sentís extraños y equivocados. Porque, viendo esas imágenes, pensáis en vuestra madre, y no en el hipotético hijo para el que todo vuestra carga genética os ha diseñado. Os estáis identificando con el bebé, en lugar de con la madre. Por más que lo intentáis, no sois capaces de reconoceros como receptáculo para una pequeña vida real y sólida. Así que no podéis hacer otra que preguntaros “qué coño hago yo aquí”. Queréis bajar las piernas del potro, arrojar la bata al suelo y, desnudos y en sandalias de esparto, huir del lugar. Pero justo entonces la doctora llega, y después de hurgaros, sobaros y tranquilizaros con amorosas palabras médicas, se ve en la obligación de recordarte el tic tac tic tac. Cómo podríais explicarle, sin decepcionarla, tratando de conectar con su empatía, que no queréis tener hijos.

Hala, ya me habéis sacado las preguntas del examen.

2 comentarios:

  1. "Ahora creo en el cuerpo y en los matices como nunca antes. " Maravilloso! Peazo de cita!

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  2. Que bien descrito todo ello, oyeee!! Por cierto, que atraso los granainos.. En la capital ya no se lleva lo de las batitas y te dejan la parte de arriba vestidita, incluso si quieres puedes llevar calcetines, jaja, en invierno claro...

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