Es posible que mi capacidad
para controlar y manipular lo que escribo sea un poco menos burda de
lo que ayer alcancé a expresar en la conversación que tuvimos.
Quizás ni yo misma me dé cuenta, pero lo cierto es que sí que me
conozco unas cuantas trampas. Sí que tengo a mi disposición una
baraja de recursos estructurales y estilísticos, de la que voy
extrayendo cartas al azar, como si yo misma olvidase que muchas de
ellas están marcadas. Y también es verdad que, a mi manera glotona
y silvestre, he leído más papel sobre el asunto de las formas
literarias de lo que ningún diploma virtual de teoría narrativa
podrá acreditar.
Podría salir ahora, por
ejemplo, con una tesis sosegada y competente sobre la receta que sigo
a la hora de ponerme a escribir lo que después publicaré en el
blog. Describiría qué guardo en la despensa y qué me llevo luego
a la cocina, toda la lista de ingredientes que, día tras día,
atrapan mi atención: una mujer de piernas flacas y arqueadas por la
edad, que se pasea por la orilla de la playa, con la concentración
de quien compone mentalmente su autobiografía, o de un matemático
obsesionado con el ritmo de las olas. Una palabra abstracta, como
“auténtico”, o “disciplina”. La punta de un recuerdo de
adolescencia, o un resto antiguo de sentimentalidad que todavía hoy
es capaz de provocarme contracturas. Expondría, después, con una
humildad seria, la manera en la que esa imagen capturada, que de
repente late en mí como los bordes de una herida abierta, se va
rodeando de nuevo material, de opiniones y olores relacionados, de
memoria y de lecturas fosilizadas, y cómo, a lo largo de todo un
día, voy diciéndome internamente ese material, cómo lo recorto, lo
monto, lo moldeo, lo recombino, lo vuelvo a desmontar, hasta que,
frente al ordenador, y a lo largo de unas dos horas, en las que
alterno concentración y merodeo, logro parir esa forma embrionaria,
sacármela de adentro de una manera un tanto intuitiva e
inexplicable, de la misma manera en que las mujeres, más allá de
toda la teoría recibida en la preparación al parto, paren.
Podría, tal vez, gritar un
furioso y carcajeante decálogo que chorrease sangre, saliva, orina,
fluidos vaginales, arrogancia muscular y americana: 1. No te sientes
a escribir sin estar enamorado. 2. No te sientes a escribir con todos
tus profesores mirando por encima del hombro. 3. Si no emociona, si
no hace reír, si al lector no le provoca deseos de acostarse contigo
o de apretarte la mano, entonces no vale mucho. 4. Escribir se parece
mucho más a andar y a respirar que a cualquier tipo de actividad
intelectual: tiene eso mismo de intuitivo y carnal. 5. La vida se
construye siguiendo patrones azarosos e indisciplinados, a veces
transige con tus proyectos y tus planes, a veces, en mitad de la
obra, se derrumba, y hay que volver a levantarla; la escritura que
pretenda imitarla, igual. 6. Que no te dé apuro pronunciar la
palabra “corazón” o “víscera”. 7. En el primer escalón,
importa mucho más el acto de decir que lo que se dice y cómo.
Importa más el verbo en gerundio que el sujeto. 8. Estudia mucho,
emborráchate de lecturas y, luego, mientras escribes, olvida todo lo
estudiado. No te preocupes: volverá como la resaca. 9. Hazlo, hazlo,
hazlo, aunque huela a mierda. 10. Mejor la diarrea que estar
estreñido.
O podría convertirme en una
cámara de vídeo, registrar de forma impasible lo que ayer se habló,
y dejar que el querido lector sacase sus conclusiones: las caras de
resaca post-playera de cuatro personas que charlan en un bar sobre el
valor relativo de la reflexión o la intuición a la hora de componer
una obra literaria. La espuma babosa de los zumos de zanahoria
resbalando pared abajo de los vasos largos. La postura recostada y un
poco al bies, como de silueta de cisne, de uno de los personajes. Sus
manos agitándose como las de David Copperfield, y sus ojos achinados
por un humo inexistente. La fluidez desprejuiciada con que pronuncia
“teleológico” o “novela patriarcal y autoritaria”. O la
forma vigorosa en que este otro se adelanta e interroga al que tiene
al otro lado de la mesa, mirándole directamente a los ojos un poco
asustados. El tiempo que tarda este último en responder vaguedades.
Su manera de tomar aire y de hundirse, acorralado, en el sofá. Cómo
se levanta después y arrastra ligeramente los pies hacia el cuarto
de baño.
Podría ser ese narrador en
tercera persona, sabelotodo y fisgón, que sigue al personaje y que
desnuda, con un distanciamiento disfrazado de compasión, su
vulnerabilidad en el momento grave de hacer cola en los servicios de
un bar. Que lo presenta con la espalda apoyada ligeramente en la
pared, como a punto de dejarse resbalar, y la mirada escondida en sus
sandalias, tratando de tragar el nudo de palabras que se le han
atascado en la garganta, y que le saben a la timidez amarga de
cuando, en la universidad, se sabía la respuesta del profesor y no
se atrevía a levantar la mano para contestar, a complejos de
inmadurez reflexiva o temperamental, a la sensación de apocamiento
de todas aquellas veces en las que no supo dar su opinión, porque
nunca hasta entonces se la había formulado para sus adentros, a
respuestas que por fin logra articular sobre su cama de ochenta
centímetros, a todas esas intimidades que terminan pudriéndose y
apestando como los restos de carne entre los dientes, antes de poder
compartirlas con nadie. Que luego lo hace enamorarse por un segundo
de la sonrisa acogedora con que la persona que ocupaba el baño le
cede el puesto.
Y, claro, podría volver a
la indulgente primera persona, y contaros que, anoche, después de
ducharme, salí al porche a que el aire, cargado todavía de niebla,
me rociase con gotitas de humedad los hombros quemados. Que tenía a
mi disposición todos los ingredientes de una noche perfecta de
verano, el frescor, el aroma a flores, un cansancio físico mejor que
cualquier medicina, la novela de alta graduación, y que, sin
embargo, yo apretaba los párpados y me aferraba a los brazos de mi
butaca, viviendo ese momento y, a la vez, escribiéndolo mentalmente,
porque me he vuelto adicta a esa intensificación artificial de la
realidad. Y, gracias a ello, sintiéndome por fin escritora, a pesar
de todas mis dudas y mi inconsistencia y todos estos cachivaches
artesanos que, de manera no tan inconsciente, termino publicando.
Me gusta eso de no escribir con tus profesores mirándote sobre la espalda: que se jodan!, ellos y toda la teoría literaria, la narratología y los recetarios, también los amigos presuntuosos que creemos que por ser profesores de literatura tenemos las respuestas.
ResponderEliminarYo vuelvo a la idea -que tampoco es mía, como todas las ideas- de la práctica y la artesanía: escribir es educar el cuerpo para hacer de la escritura una función casi fisiológica (mejor con diarrea que estreñido).
Pero quizá lo mejor de esas conversaciones es que de ellas alguien sale con la convicción de estar haciéndolo bien, mientras otros salimos con el deseo de empezar a hacerlo.
Besos,
O.