martes, 30 de diciembre de 2014

Remate

 
Dice que está loco por que den de una vez las campanadas, no por la juerga, no por la memez de las uvas, que maldita la gracia, sino porque no aguanta más este 2014 que no ha podido salir más cabrón y más malo. Yo asiento sólo con la primera de mis vértebras cervicales. Una manera tan buena como cualquier otra de expresar un glup sin que lo note el de al lado. Glup. Nudo de saliva en la garganta. Vergüencita. Él tiene más que razón que un santo, y sobradas razones para afirmar que este año que acaba, pero que seguirá lanzando sus tentáculos sobre el que viene, ha resultado peor de lo que sus peores previsiones estimaban. Un momento antes yo estaba haciendo balance interior y me permitía el lujo de pensar lo contrario.

Y sí, objetivamente la segunda parte del 2014 ha sido generosa en dolor y desaliento, pero hay una manera de hacer economía con esas emociones para que al final el balance cuadre. El dolor es ese maestro de kárate que te hace morder el tatami cien veces y te deja el cuerpo verde de cardenales, con la noble intención de hacerte más atento y más fuerte. El desaliento te corta las vías y te quita el resuello, hasta que no tienes más remedio que pararte, liberarte de carga y como Sísifo, empezar de nuevo. Y eso que en principio puede parecer una mierda no es tan malo como parece. Es una forma de higiene del alma. Como mi tratamiento periodontal del carajo.

Yo sólo puedo decir que he conocido dentro de mí gente que nunca pensé que pudiera habitarme. Gente con criterio. Gente solidaria y valiente. Gente dispuesta a arremangarse.

He vivido la aventura de salir de mis coordenadas habituales y probarme distintos personajes. Más aguerridos. Más audaces.

Dentro de mí he visitado paisajes intactos cuya flora aún estoy catalogando. He encontrado reservas de silencio. Y mucho espacio.

He ido aprendiendo a leer mis propios planos topográficos. He traducido a mi propio idioma los símbolos en coreano de mi viejo manual de instrucciones. Me he dado cuenta de por qué hacía esto o aquello, y las razones que no casaban con mi instinto las he ido desechando.

He sido benévola conmigo misma. Me he dado permiso para ser más un poco menos eficiente, un poco más dubitativa, un poco más lenta de lo que dicta el giro actual del planeta.

He firmado una tímida paz con mi manera de estar en el tiempo. Espero menos, aprieto menos, echo menos de menos. Y como en matemáticas, ese menos por menos resulta en un más.

Y ahora que se va acabando, tengo el 2014 encerrado en un puño. Lo distingo perfectamente, desde su mismo comienzo, y soy capaz de descifrarlo. No se me escurre entre los dedos como el resto de años. Supongo que ha llegado la hora de abrir la mano y ver cómo se escapa volando. Como un buitre. Sólo aparentemente malo.


¡Ya se ve el 2015!


sábado, 27 de diciembre de 2014

Qué pasa dentro de esos cacharros

Quiero saber muchas cosas.

Quiero saber qué tienen los pájaros en sus ridículos cerebros para cruzar océanos y continentes con el automatismo con que tú te agarras a la barra del metro. Quiero saber qué apareamientos exactos se producen dentro de mi horno entre las moléculas del agua, la levadura y la harina. Cómo encuentra mi dedo índice las teclas de la n, la j y la k, sin confundirse ni hacerme escribir chorradas como aviok, nardín o jilogramo. Quiero saber por qué siempre que escucho una canción emocionante bostezo, o cómo distingue un gato los pasos de su dueño de los del resto de vecinos del bloque, al salir aquel del ascensor y avanzar por el descansillo.

Quiero saber tantas cosas que probablemente tendría que borrar otras de mi cerebro para hacer algo de hueco. Fuera el mecanismo de pintarme los labios. Fuera Sarandonga/nos vamo a come/un arroz con bacalao, y ¿está el enemigo?, que se ponga. Fuera por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa y la fecha de cumpleaños de a quien nunca le interesó el mío. Fuera las caras de Bélmez y Liberia, capital Monrovia. Cuando seas padre, comerás carne. Los seres vivos nacen, crecen , se reproducen y mueren.

Y tendría que descartar hasta el recuerdo de libros favoritos para colmar mis ganas de saber cómo se traduce la realidad en fotos. Cómo puedo atrapar y guardar en mi bolsillo desde una peca tuya al Mulhacén y el Veleta. Cómo pueden compincharse mi cámara y mi móvil con ese tipo de coleccionismo algo patológico. Qué diabluras hace la luz en las tripas de los aparatos para darle de comer a mi feroz memoria. Por qué lo que ven mis ojos no coincide exactamente con lo que ve el objetivo. Por qué lo ve el objetivo coincide a veces, milagrosamente, con lo que ve mi corazón.



Saco el móvil; retozo con él un poco cuando ya no me quedan ganas de seguir leyendo ni de atender a mis cuatro dedos gordos; encuentro esta foto. Recuerdo cuándo la tomé, pero no haber visto exactamente eso de arriba: un cielo así de azul, una hierba tan verde, la sombra tan esbelta, una luz hecha casi religión. Mis retinas no estaban tan saturadas, o quizás la cercanía de los otros sentidos – un ramalazo frío de brisa en la mejilla, el olor de un charco enfangado, un pájaro desquiciado por tanto espacio – contaminaba la pureza de la visión. Como si la imagen del móvil y la que guardo en la memoria no fueran un mismo par de zapatos. Del mismo modelo tal vez, pero de números distintos.

Lo curioso es que así son precisamente, idealizadas y falaces, las copias de algunos paisajes que guarda mi emoción. Y así es como siento los lugares con árboles: sentados en el trono de un silencio regio que en el original no existía. Apropiándose de la luz y derramándola a su alrededor como si naciera de ellos mismos. Dándome a entender que no necesitan mi mirada en absoluto.

miércoles, 24 de diciembre de 2014

Si todo va de lo mismo

 
Hay etiquetas de este blog que están a punto de encerrarse en una parroquia para reclamarme sus derechos de aparición. Se sienten humilladas y mustias. Como el hijo único que hace una semana dejó de serlo. Tuvieron un momento de gloria que con el correr de los días se desinfló. Las alimenté con mimo, engordaron y se pusieron lustrosas. Había temporadas en las que sólo se me ocurría o me apetecía escribir sobre asuntos de su incumbencia. Y luego pasó lo que pasó. Lo que pasa siempre. El tiempo, nuevos fogonazos, apreturas más imperiosas. Mis niñas bonitas perdieron su garbo. Los mejores trabajadores de esta empresa se fueron al paro. Lo que entonces me interesó me siguió interesando, pero en un tercer o cuarto plano. En el plano pasivo y lector.

Pasó con la etiqueta En el taller, donde reúno - reunía - mis escarceos con la ficción. Este abandono es el que más duele, porque la glotona de libros que soy siempre ha seguido una dieta de novelas, y la escritora que quisiera ser mantiene el prejuicio de que la no-ficción es eso con lo que uno se entrena mientras no le nace el talento para sacarse historias de la manga. Qué le vamos a hacer. Mi imaginación es de abdominal flojo. Y la realidad me embriaga bastante como para ponerle los cuernos a lo inventado con impunidad.

Y ha pasado con La tasca de Sila, ahí donde vegetan las chorradas sobre los buenos ratos que paso en mi cocina. Con esto apenas hay regomello. Nunca tuve expectativas de hacer grandes cosas al respecto. Todo lo que perpetré sobre la alquimia de los alimentos fue para mí pura distracción. No me interesaba compartir con el orbe salivante mis recetas, más que nada por humildad, y por vergüenza torera: no creo que en internet quepa ni una pava más poniendo posturas con estilismos aptos sólo para daltónicos, ni un blog culinario más. El mercado está saturado. Y yo cocino medio bien, pero compongo mis platos de pena, como si la comida saliera de una hormigonera, y siempre tengo demasiada hambre como para que las fotos me salgan finas. 

Cuando publicaba una receta, lo que me interesaba no eran los gramos, los tiempos de cocción o el resultado, sino la historia que podía haber tras ella. El júbilo que sentía y siento al ver como un apio fláccido o un engrudo de agua y harina se convierten en cosas ricas y reconfortantes con el abracadabra del aderezo justo y el calor. La certeza de que cocinar es a la vez ciencia y arte, coreografía e intuición, y una demostración del modo que tiene uno de estar en este planeta, de amor y dedicación. Cocinando estoy presente siempre: calculando, danzando, ejecutando, ensuciándome de cosas tangibles, canturreando. Me muestro formal y alegre. Juego como si no supiera qué es el futuro.

Y creo que todo eso ya está dicho y redicho de sobra. Toda receta puede tener su contexto propio y su gracia. El sabor único del momento en que la hice. Todas tienen su historia, pero los argumentos al final se repiten.

Por eso no he diseccionado aquí el alma que habitaba en el plum cake de plátano y coco que hice hace diez días y que Laura sugirió que sirviese en La tasca. ¿Qué podía decir que fuera nuevo? ¿Que llevaba un plátano que se había ennegrecido en mi nevera, y un ingrediente inédito? ¿Que a veces el sabor perfecto se consigue combinando lo desconocido y lo que creías que había que tirar? ¿Que también así es la vida?

Bueno, la vida es como cualquier cosa con que uno quiera compararla. Como un melón. Como un montón de monedas de un céntimo. Como un desodorante en spray. En realidad lo de las etiquetas es una mera formalidad. Todo lo que escribimos y leemos va de una sola cosa: de entender qué carajo es esto de estar vivo. Todo lo que hay aquí podría llevar la misma etiqueta. Así que no se me ponga ninguna nerviosa.


domingo, 21 de diciembre de 2014

Quieras o no quieras, la Navidad


Así que la Navidad, ese subgénero bloguero.

El contador de días empieza a correr hacia atrás como en un despegue en Cabo Cañaveral, y una ola de incontinencia nerviosa se alza en este patio de vecinas. Hay como una orden no escrita de dar tu opinión sobre ciertos asuntos, una especie de temario oficial que forma parte del contrato que has firmado con la expresión digital de tu vida, y que no te puedes saltar. Por supuesto, uno es libre y escribe lo que le sale de los genitales, pero hay que ser muy fuerte, tener una conciencia muy, muy robusta, muy impermeable, para que el clima de emoción general no empape o reseque tu criterio a la hora de elegir lo que quieres decir o no.

Yo soy fuerte, y soy robusta, y la Navidad me chupa un pie de manera bastante radical, pero los artículos por encargo me gustan, y aunque nadie me ha solicitado que hable de ello, mi propio prejuicio respecto a escribir de lo que toca me impone el reto de hacerlo.

Pero qué se puede decir que no esté ya dicho. Cuántas maneras originales de recuperar, celebrar o denostar el espíritu navideño nos pueden quedar. Una odia la impostura de alegría. El otro satiriza el brote de buenos sentimientos postizos, olvidándose de que Berlanga ya hizo lo mismo en Plácido, cincuenta años atrás. La de allí publica una versión treintañera de carta a los Reyes Magos que obligará a S.S.M.M. a hipotecarse. La de acá se queja de todos los regalos que le quedan por comprar. El de enfrente descifra entre atónito y cabreado la letra de los villancicos más populares, y se pregunta en mayúsculas qué demonios querrá decir eso de Holanda ya se ve, yo me eché un remiendo, yo me lo quité. Este compara sus modestas Navidades infantiles con el derroche de la de sus hijos. Aquel polemiza sobre europeísmos versus casticismo, el gordo y simplón Papa Noel frente a la exuberancia narrativa del oro, incienso y mirra.

Los hay que se ponen tristes, y quién se atreve a llamarlos cenizos: otro año que se escapa; otra vez la penúltima casilla de este juego de la oca cíclico, otra vez la farsa de que todo permanece, cuando lo cierto es que con cada calendario que cae, caen también trozos de ti mismo. Las figurillas del belén no envejecen; las bolas del árbol se han descascarillado un poco, pero si las colocas con inteligencia no lo notará tu cuñada. La tele, oh, sí, la tele, esa fuerza conservadora por antonomasia: el mismo formato de anuncios de cuando eras un crío, las mismas noticias, calcadas de un año para otro, sobre la subida de precios del marisco. Lo conveniente que resulta comprar por adelantado el cordero y congelarlo. Los aeropuertos que estallan en abrazos. Un discurso dispuesto a convencerte de que la Navidad es volver a casa, a tu propia historia reeditada, a tu fe inocente en un tiempo de regalos, cuando a lo mejor tu casa se ha hundido, o está cada vez más llena de fantasmas.

Y yo, ¿qué puedo añadir al ruido que valga más que el silencio? Poca cosa, la verdad. Ayer volvía del trabajo cerca de las diez de la noche y me costó la vida aparcar. Los accesos al centro estaban colapsados, los coches se buscaban las distancian como si fueran de choque, y una orquesta de cláxones parecía querer entonar el fun-fun-fun. Un aire histérico de compras impregnaba las calles. Ah, la Navidad, ese otro síntoma de nuestra enfermizo modo de vida: las cosas como vía de acceso a la ilusión de felicidad, como llave al cariño de los otros, como demostración de estatus social. Las cosas que has de conseguir a costa de tiempo y espacio. Que alteran tu ritmo y paisaje. Que se imponen a tu voluntad. Anoche me alegré de no rendirle a la Navidad más tributo que alguna bolita de coco, la bendita idiotez de las uvas y una comida un poco más especial de la cuenta, por el gusto de encender el horno y monear.


La vida es forgiana. Me lo han emprestao aquí

Y, sin embargo, también me apenó un poco ser descreída. Por un momento añoré tener una familia más numerosa a la que odiar con cariño profundo en pantagruélicas cenas de Nochebuena. Envolver una pirámide de regalos. Aborrecer el azúcar y no poder parar de tragarlo. Olvidar un instante el ser adulto en que he llegado a convertirme. Estar a punto de entregarme al brillo bobalicón del Portal.

Por un momento deseé que la vuelta al hogar fuera mucho más que un reclamo publicitario. Quizás sea eso lo que me ha lanzado a escribir sobre asuntos que no me interesan ya.


miércoles, 17 de diciembre de 2014

Era mi primera vez. Y dolió.

 
Fígurate que justo hoy acabas de experimentar por primera vez algo muy vulgar. Algo violento que ha quebrantado tu integridad. Todavía andas un poco asustada. Te da la impresión de que has atravesado un umbral. Has vivido uno de esos sucesos que ponen a cero tu eje cronológico. A partir de ahora podrás contar en negativo todo tu tiempo anterior.

Pero ya tienes una edad, y tu candidez resulta medio ridícula. Por eso no te atreves a hablar todo lo que te gustaría del asunto, a desahogarte con los demás. Temes que te miren con condescendencia. Que te den una palmadita en el hombro y te digan vale, ya eres una niña mayor. Vas por la calle con las manos en los bolsillos del abrigo y con miedo a verte de refilón en los escaparates por si no te reconoces en ellos. Vas preguntándote si esa chica vestida de gimnasio o ese señor con un paquete de piononos habrán pasado por lo mismo que tú. Pero claro. Pues claro. La gente hace eso a todas horas, en cualquier época del año. Si aún eras virgen al respecto, el bicho raro eras tú.

Ponte que hoy, sólo hoy, te has sentado en una butaca espeluznante, dispuesta como un altar de sacrificios en el centro de una habitación sospechosamente pulcra. Ponte que has apretado muy fuerte los ojos mientras alguien te hacía un butrón en el cráneo en medio de un ruido del carajo. Que después han desenrollado tus sesos y les han metido líquido a presión hasta dejarlos lo bastante limpios como para hacer con ellos morcillas. Ponte que en el transcurso te han obligado a mirar un trozo sanguinolento de tu mugre interior. Ponte que al acabar te han dirigido una mirada beata. Como si te hubieran metido por fin en vereda. Como si tus días de buen salvaje se hubieran terminado. A quién se le ocurre, pasarse toda la vida con toda esa mierda en la cabeza. En qué estaba pensando esta chica que lleva la ropa limpia y gasta en pollo ecológico unos cientos de euros al año.

Ponte que después de todos esos ruidos espantosos, los fluidos que chorreaban por tus sienes, y el dolor, el Dolor, el D-O-L-O-R, te han hecho pasar por caja, y te han pedido que vuelvas. Ponte que, de toda la gente que conoces, tú eres la única que todavía no se había sometido a este tratamiento de higiene básico de la civilización. Ponte que te tragas las ganas de llamar a todos tus contactos para lloriquearles que te han hecho esto y aquello, y has sentido cómo unos tejidos que creías inexpugnables han sido atravesados por sabe dios qué instrumentos; y has olido cosas asquerosas que resulta que eras tú misma; y te han insinuado que tus superficies internas tenían el aspecto de una acera de Calcuta; y te has sentido desvalida y a la vez valiente, y ahora es como si fueras una persona distinta. Más limpia, más madura. Y..., bueno, ya sabes. No, nunca... Pues yo qué sé, no había encontrado el momento oportuno. Y vaya, que no me hacía falta. O eso creía.... Ya. ya... ¿A ti te lo hicieron por primera vez a los once años? Qué pasada...Oye, ¿y cuánto dura el dolor?.. ¡¡¿Cómo que no?!!.. ¡¡¡¿Cada seis meses?!!! No, no. Ni de coña.

Figúrate todo eso, y entiende mi apuro al confesar que he ido por primera vez al dentista. Me han hecho cosas tremendas que ahora no puedo exorcizar con palabras porque son tan corrientes como el mear.

domingo, 14 de diciembre de 2014

Lo estamos haciendo al 100%

 
Estos son días de sombrías llamadas a destiempo y de acampar en Urgencias después. Días en que la ciencia ficción consiste en hacer planes. Conjugar correctamente la palabra vacaciones se nos olvida; intentar hacerlo en plural parece una burla: juntos sólo vamos a viajar a los alrededores de una máquina de café infame. Y sólo vamos a celebrar que nos hemos ido a la cama otra noche sin derrumbarnos.

Y también son días en que la maravilla nos crece por todas partes como pelusa bajo el sofá. Todo lo que alguna vez nos pudo parecer banal o insuficiente. Todo lo que completábamos con apenas un treinta por ciento de nuestra vitalidad. Abandonarnos a la pereza es maravilla. Tumbarnos en la cama y andar en calcetines por la pared. Mirar las gotas de lluvia que cuelgan de la reja como si nuestro balcón fuera una clepsidra, o como si quisiéramos comprobar la ley de la gravedad hasta la idiotez.

Atarme los cordones de las botas sin agacharme es maravilla olímpica. Bajar a comprar tampones y huevos para hacer un plum cake. El olor a plátano y coco que sale del horno es una maravilla tan adictiva que quizás no tarden mucho en tipificarlo como falta. Improvisar el menú de la semana con las cuatro o cinco cosas que sobreviven en la nevera, o salir a comer. Mojar sopas en plato ajeno y charlar de bichos como si no hubiéramos dejado en la puerta del restaurante, en el mismo cubo que el paraguas, una historia de dolor y de sacrificio.

Bailar en pijama la lista de reproducción más chabacana de Spotify. Deshacernos la espalda viendo vídeos de internet. Terminar Searching for Sugar Man con corazones en lugar de ojos, en una imitación muy lograda del icono de Whatsap. Concebir hacernos camisetas negras con la cara de Rodríguez, el cantante casi santo que protagoniza ese documental. Decidir que nadie establecerá por nosotros el contenido del éxito o el fracaso. Escuchar esta canción y agradecer como conversos todo lo que perdimos o lo que nunca llegamos a poseer.

Vedlo. Confiad en mi super-criterio.
 
Confiar en que el cielo raso es algo que está dentro de mí y no escondido tras el techo o sobre mi cabeza. Hacer la cena con la convicción de que se aprende más de los planes que se desbaratan que de los que se cumplen. Que no nos dé remordimientos reírnos a medio paso de la angustia. Irnos una vez más a la cama sin qubrar el pacto de lealtad.

jueves, 11 de diciembre de 2014

Hija pródiga


Imagino últimamente esto: que me construyo una islita de jubilación psicológica y quemo en la orilla las naves de la sensatez. 
 
Imagino que hago un uso maníaco de mi interpretación personal del Imserso, consistente en leer las obras completas de Julio Verne. 
 
Imagino que desarrollo una variante particular del Alzheimer que borra toda suspicacia narrativa, toda vocación por la palabra perfecta y el contenido implacable, todo espíritu crítico, toda perspicacia. Que la literatura cándida y lineal del siglo XIX deja de darme arcadas.

Imagino que me convierto en la versión lectora del Maligno y que poseo personaje tras personaje como Leonardo di Caprio rubias de piernas largas. Que sufro una regresión severa y olvido el deseo de querer vivir en la realidad las aventuras que leo.

Imagino que la nostalgia de los lugares imposibles y la vida como una hazaña y el flirteo interminable me empieza a sonar a chino.

Imagino que el crecimiento personal me chupa tanto un pie como el de mis uñas. Que el papel que desempeño como sujeto activo en el mundo se disuelve en escenarios disparatados y tramas barrocas. Que me olvido de mí misma como el parabrisas de un coche se ha olvidado de la escarcha al mediodía .

Imagino que saco de la tumba a la niña de timidez enfermiza que reventó su ejemplar de La isla misteriosa. Que rescato del altillo de un armario los libros que condené después de convertirme en rehén de las hormonas.

Imagino que el entretenimiento es la actividad más noble y más osada a la que puede aspirar un mortal.


Y para hacer realidad lo que imagino, me he decidido entrenar. Voy a imponerme un hábito de travesías y puertos. Voy a ser más constante con mi dieta de exploraciones. Voy a olvidarme de pensar que lo que leo e imagino es distinto de la realidad.

Voy a leer leyendo libros fantásticos como este:

Babeo por los libros amarillos

Que me lleven a paisajes y pasajes deslumbrantes como este:

Siete mil millones de hombres pueblan hoy el planeta. A principios del siglo XX eran menos de dos mil. Se estima que, en total, ochenta y cuatro mil millones de seres humanos han nacido y muerto desde la aparición del Homo sapiens. Es poco. El cálculo es simple: si cada uno de nosotros escribiera tan sólo la vida de diez personas a lo largo de la suya, nadie sería olvidado. Nadie sería borrado. Todo el mundo pasaría a la posteridad. Eso sería justicia.


A propósito, y sin ánimo de romper el clímax, yo ya he escogido a una de las diez personas sobre las que me toca escribir en esta vida. La cosa va también de exploraciones. Hasta aquí puedo leer.


domingo, 7 de diciembre de 2014

Música que se va y que se queda

 
Dos momentos de ayer. Dos bandas sonoras. Una misma intuición sobre la vida y la música.

Por la mañana escucho la radio en el coche del trabajo. A vivir que son dos días es un programa que me gusta. Algo tan aséptico como decir que te gusta la tita del pueblo que siempre te recibe con magdalenas recién hechas y besos que hacen el vacío en tus mejillas. La radio es mi pariente, y este programa es un vínculo entre el hogar en el que crecí y el que mi socio y yo formamos. A vivir sabe a tostadas con aceite y azúcar, a sol que entra por la ventana y te deslumbra, y a esa alegría casi maníaca de tener con quien compartir las faenas de casa. A vivir siempre me ha gustado porque huele como mi familia, pero desde que lo presenta Javier del Pino, que son dos días me engatusa.

Ayer JdelP presentaba un segundo disco recopilatorio de las canciones que cada tanto suenan en su programa, y que tienen el poder de atraparte e impedir que sigas pasando el mocho o masticando. Texturas americanas que llevan a sitios donde tu mejor compañía es el vaho que sale por tu boca. Yo conducía lenta por los carriles de una sierra. Me quedaba enganchada de cada rama de quejigo como si mi atención fuera una bola navideña. Me decía que estaría bien comprarme ese disco y escucharlo cada vez que un paisaje inmaculado se deslizara a mi paso. Pero de repente me descubrí sintiendo pereza. Comprar un disco. Tener ese objeto. Escuchar unas mismas canciones en un mismo orden, las veces suficientes para confundirlas con las especies autóctonas de mi mente. Era la pereza de las cosas caducas: las historias de la mili del abuelo, los muebles de madera oscura como un confesionario, el olor a jabón de lavanda en el fondo del ropero. ¿Cuánto tiempo hace que no compro un disco y lo escucho hasta agotarlo? ¿Que no me fundo con un puñado de melodías? Mucho. No me importa si Spotify y la sobreabundancia contemporánea tienen la culpa. No paro de escuchar música, pero he perdido mi identificación vital con ella. Ya no es un personaje principal de mi historia, sino un paisaje sin carácter. Ahora echo de menos la vieja adherencia.

Por la noche, en el concierto de Vicente Amigo con la Hispanian Symphony Orchestra. No hay manera de que el lenguaje ataque por ningún sitio a la música y la domestique. No hay manera de explicar su emoción para poder revivirla cuando estás luego en casa. Y por eso siempre se escapa. La música es una burla amable a las palabras, un gas volátil. Un dibujo que se hace en la orilla de la playa. Luego recordarás cosas, la cara hermosa del guitarrista de ojos cerrados, la intuición de que más que tocar, danza. El asombro de que los músicos de la orquesta, cada uno con un puñado de acordes que sigue un tempo propio, cada uno abandonado en la isla de su instrumento, sean capaces de producir algo tan cohesionado y tan bello. Pero, aparte de eso, y de lo teñida que haya podido quedarte el alma, al día siguiente estás como si hubieras soñado ese par de horas largas de magia. La música sin voz es un arte efímero que esquiva tu deseo de apresarla.

Dos momentos musicales del día. Dos nostalgias parecidas de que el momento dure y se incorpore como canciones cantadas mil veces a la materia que me forma. Dos oportunidades para entender que la música se parece a la vida más que ninguna otra cosa.

viernes, 5 de diciembre de 2014

Presentes

 
Como ayer fue mi cumpleaños, hoy tenía pensado escribir sobre regalos. Mis regalos. No los de este año, que oh uh oh ah, de nuevo, ni los de las anteriores treinta y cinco ocasiones. No sobre aquellos que te entregan pulcramente envueltos en papel de colores y un estuche exquisito de amor y dedicación. Quería escribir sobre los regalos callados que cada año se saltaron el pequeño y bonito bochorno del soplado de velas. Los que han venido a mí a destiempo, sin ceremonia y sin pretensión de ser devueltos. Sin que apenas me diera cuenta de ellos. Los que llegaron tan de puntillas y encontraron tan buen acomodo en mi vida, que sólo después de un intenso ejercicio de consciencia he aprendido a no considerar como derechos irrenunciables.

Quería decir que en el año uno me regalaron tantas cosas preciosas que nunca podré compensar lo suficiente a mis padres: recibí un cuerpo y después la voluntad de moverlo; la luz, el calor y el aire; la excepcional confianza de que el cuidado nunca iba a faltarme. En el año dos me regalaron un bebé rubio y el dolor y la fortaleza de aprender a compartir el espacio en el corazón ajeno. En el año tres, el mar y unas primeras plantitas de memoria. En el cinco, el recuerdo de una abuela a la que conocí tan poco que casi se ha convertido en mi tótem de la ternura sin aspavientos.

En el seis, por fin los libros: el Robinson Crusoe que mi padre trajo al hospital donde me acababan de sacar las vegetaciones. En el siete, el Peñón de Gibraltar, o cómo la geografía se convierte en tribu. En el ocho, el regalo envenenado de la no pertenencia y el nomadismo. En el diez, el miedo a la gente y los arrestos de coger una bici y dejar a la espalda el pueblo materno.

Y así, cada año, uno, tres, cincuenta regalos inadvertidos. El campo y el monte. La amistad rara pero conmovedora. La disposición para el viaje. La compasión y la risa. Los amoríos de mentirijilla para maquillar una soledad verdadera. El desamor productivo. La generosidad del amor real que se abona día a día.

Quería seguir la serie hasta ayer mismo, pero nunca fui precoz para nada, salvo quizás para mostrarme terca, y la consciencia nunca fue mi capacidad más fina. Hay años que se han vuelto pastosos, trozos de tiempo que se han fundido como un queso olvidado en el horno y que no tienen ya forma. No importa. Conforme iba haciendo el repaso, el día que pasé ayer requería mi atención cada vez con más insistencia. Modesto y dulce como un mazapán, repleto de campo y sol y pájaros, de abrazos y gatos. Ahora la desmesura de la nieve al otro lado del balcón me ha aflojado mortalmente para el ejercicio de la memoria.

Tanto que sólo puede acabar de una forma, aunque suene manida y pastelosa: en treinta y seis años ha amenecido tantas veces que me faltan cifras para contar mis regalos. A partir de ahora, por cierto, preferiré llamarlos presentes.

martes, 2 de diciembre de 2014

Track 6: No más ojalás

  No es mi voz favorita, pero....Oxala meu futuro aconteça

Lo sabemos, por desgracia. Lo hemos leído aquí y allá o sufrido en las propias carnes. Hemos sentido el deseo de tatuarnos un brazo para no olvidarlo: el apego y el dolor son primos hermanos. A lo mejor el segundo es hijo adoptado del primero. Lo sabemos: se empeñan en recordarlo los libros más o menos sagrados, las historias que no se conforman con happy endings, los abuelos que matan el tiempo haciendo palotes en los geriátricos. No debemos aferrarnos a lo que amamos. Porque vendrá la muerte, vendrán los vientos que vuelven del revés los paraguas, vendrán los cambios.

Pero, ¿cómo vamos a dejar de enamorarnos? ¿Cómo aprender a hacer equilibrios entre las ganas locas de cantar, y la cautela de no intentar retener lo cantado? Quisiéramos que este momento durase para siempre, pero cada estación de nuestro buen aprendizaje, cada lección de la madurez, nos impiden mirar adelante con ojos ávidos. Harán todo lo posible por evitar que la plenitud del ahora lance hacia el futuro sus tentáculos. No permitirán que nuestra felicidad dé abrazos al aire. Tendremos que saber cuándo pararnos.

Y si somos sensatos, nunca diremos ojalá, para que el miedo no entre por el mismo hueco que el deseo abre. Como la infección por una caries.

Pero ojalá estemos juntos y sanos muchos años.
Ojalá no se funda la luz dorada de una casa que, vista desde fuera, nos hace pensar que llevamos una vida de jerarcas.
Ojalá que esta madriguera sea siempre un proyecto en marcha.
Ojalá darnos calor sea nuestra ambición más loable.
Ojalá siempre haya un gato cerca que nos enseñe el derecho a ser acariciados.
Ojalá que la hierba no se olvide de seguir brotando.
Ojalá nada desmienta que cada libro es nuestra autobiografía. Ojalá sigamos confiando en sus mentiras.
Ojalá que las otras vidas posibles no nos dejen un sabor amargo.
Ojalá que ninguna otra cosa merezca la pena más que esto.
Ojalá que la pérdida y la ausencia no vengan a desvalijarnos.
Ojalá la palabra ojalá quede desterrada de nuestro vocabulario.
  

viernes, 28 de noviembre de 2014

Ahí van mis cinco


Me acuerdo de todo el kit de Barbie Forestal que me fui montando al poco de empezar a trabajar. Las guías de pájaros y de hierbecillas. El paquetito de gasas y mercromina, pomada para picaduras y protector labial. Un par de bolsas de red de las que se usan para ensacar patatas, porque nunca podía estar segura de que no fuera a encontrar un rodal de setas de ensueño, o un corazón amable emperrado en que me llevara a casa unos kilos de naranjas. La navaja que me regaló un compañero al que le contaba todo, todo y todo, cuando se hacía de noche bajo los árboles. Y mi brújula. Hoy me acuerdo sobre todo de mi brújula.

La compré nuevecita, en un Decathlon quizás, pero tenía ese aire vetusto de las cosas que las tecnologías digitales han relegado a un cajón sin salida. Era una brújula vintage, tenía una carcasa de latón dorado, y pesaba como una jornada laboral de catorce horas cuando me la metía en el bolsillo del forro polar. Me encantaba darle vueltas en la mano y sentir su tacto frío cuando andaba por el campo. Me encantaba llevarla, pero no la usaba nunca. Casi nunca. Muy raras veces la abría con la intención de hacer una práctica de orientación en algún camino en el que no me encontrara muy perdida. No tardaba mucho en volver a cerrarla, con un elegante click digno de Willy Fog que me encantaba. Podía pasarme una hora entera abriéndola y cerrándola, abriéndola y cerrándola, generando ese click tan old-fashioned que sonaba como un metrónomo para mis pasos. Pero no sabía utilizarla. Entendía la teoría, pero no me las arreglaba muy bien con aquella aguja tan errática. Así que por ahí anda el norte. Pues mira qué bien, me decía. Eso a mí no me ofrecía seguridad alguna. Cuando enfilaba mi cuerpo hacia la dirección que me interesaba, la aguja oscilaba cual política educativa. El norte era una cosa muy frívola y poco digna de confianza.

(Fin del Pasaje Melancolía)

Me acuerdo hoy de mi brújula a propósito de aquellos Objetivos Alocadamente Improbables. Si trabajas bien con ellos, si consigues el equilibrio ideal entre lo disparatado y lo inseguro, te darás cuenta enseguida de que no son un norte precisamente fiable para guiarte por el bosque de tu vida. Los OAI tienen que ser lo bastante locos como para que el hecho de visualizarte cumpliéndolos te haga poner cejas de Ancelloti, pero no tanto como para que su improbabilidad derrape hacia la fantasía.* Y ese equilibrio tan frágil sólo puede dar consejos de calado dudoso. La aguja de los OAI baila como una dama de honor borracha. Y sin embargo... Es posible echarse un bailecito con ella. Es posible que los OAI no sirvan para nada, y a la vez te echen un cable. Que no sean el mejor GPS del mundo, pero te permitan intuir tu posición relativa respecto a lo que en el fondo, muy en el fondo, necesitas.


La ceja que ondula el camino.
¿Qué dise, quilla?

Mis OAI, a bote pronto y por orden creciente de improbabilidad, serían hoy los siguientes:

  • Llegar a escribir el libro cuya simiente ha empezado a arraigar en mi corazoncito (Improbable, porque no sé si mi cuerpo y mi mente son genéticamente aptos para peoná semejante)

  • Comprame una furgoneta como esta (bastante improbable, porque mi plaza de garaje alquilada es de tamaño Playmobile, y porque mi coche de doce años anda todavía de modo bastante aceptable, y porque desembolsos de cuatro ceros me hacen pensar concienzudamente “pa qué, Silvia”)

    Mi cumpleaños es la semana que viene. Acepto donativos.

  •  Hacer travesías a pie o en bicicleta por lugares agrestes, dormir con los cárabos, cargar todo lo que necesito en una mochila, vendimiar relaciones en ruta (muy improbable, porque no sé si me atrevería a hacerlo sin cómplice).

  • Pedir una excedencia para conocer la experiencia WWOF y partirme moderadamente el espinazo a salto de granja (muy, muy improbable, porque mi padre puede morirse esperando a que le ayude a hacer caballones y exterminar hierbas malqueridas)

  • Vivir en una casa de campo, lejos de los coches y de las vecinas con insomnio y de los aires feos y de los apegos urbanos (muy,muy,muy improbable: demasiados ajustes laborales, demasiadas negociaciones sentimentales)

Y podría seguir y seguir, hasta un grado de improbabilidad muy elevado a cinco, pero la aguja loca de mis OAI parece que se obceca en un norte más o menos claro. ¿Alguien lo distingue? Lo silvestre y el aire libre. Quién me iba a decir que a estas alturas iba a aprender a leer al menos esta brújula.


* Lo siento, Bubo, pero lo tuyo con Megan y las hojaldrinas no es un OAI, sino un OTF (Objetivo Tú Flipas)

martes, 25 de noviembre de 2014

(Y también escucho reggaeton)


¿Qué nombre le damos a ese trance de que te atraiga diabólicamente alguien que te daría vergüenza presentar a tu mejor amigo o a tu hermana? ¿Enajenación Genital Transitoria? ¿Gravitación Carnal Alienante? Imagínate: un rociero de pelo engominado y tirantes rojigualdas. Un culturista con rubio platino en la barba y camisetas que a simple vista no parecen poder quitarse más que con rascavidrios. Un matemático que rellena cada año el álbum de cromos de la Liga, y que garabatea en un cuaderno de bolsillo ecuaciones sobre la probabilidad de que en un mismo sobre te salgan Messi y Modric. Un legionario con El novio de la muerte como cancioncilla de móvil.

A mí ese trastorno me ocurre a veces con libros. Con ese tipo de libros que encontrarías en la sección de autoyuda. Yo me hago la tonta buscando manuales de yoga, pero en realidad mi rádar para la perversión literaria ha entrado en modo alerta. Mi rabillo del ojo izquierdo rastrea como sin querer títulos en imperativo. Sea así; Conviértase en tal; Trabaje tres minutos al día. Tonos de jardín de infancia en las cubiertas. Sospechosa abundancia de flores y mariposas. A veces uno de esos títulos interpela clamorosamente a tu víscera ñoña. Te magnetiza. Y lo extraes hechizada de ese oasis de papel meloso y autocomplaciente que abochorna levemente a tu juicio. Si tiene cuestionarios y ejercicios te lo llevas a casa, quieras o no quieras. Te obligas a comprar otro libro algo más presentable para no avergonzarte al pagarlo. Sí, quiero los cuentos completos de Faulkner y, esto, ejem, Lígate a un legionario culturista con el poder de tu mente.

Y luego llegas a casa, empiezas a hojearlo de manera medio furtiva, y te das cuenta de que eres carne blandita para la fiera de los prejuicios. No hay libros más o menos respetables, sino libros mejor o peor escritos, con ideas brillantes o lamentables y argumentaciones lúcidas o aptas para cretinos. Y hay libros de los que a priori nunca pondrías a la vista en tu bar favorito que terminan convirtiéndose en perro lazarillo. Yo acabo de devorar este:



 
Y mi víscera ñoña se ha sentido soberanamente complacida. ¿Me ha aportado algo de provecho? Probablemente, pero más que su contenido, lo que me ha camelado ha sido su gracia y su voz risueña, a veces suave, muy suavemente caricaturesca, y su sensatez bestial y compasiva. ¿Se convertirá en un impulso para redecorar mi vida? No creo. Me jacto de tener enjundia suficiente como para que un libro de tapas moradas me haga de biblia.

¿Recetas, instrucciones, mapas del tesoro? Ninguna, y eso es algo que honra a su autora. Pero sí hay cuestionarios, y hay ejercicios, y hay la opción de pasar un rato jugando a que la vida es un plato de confección sencilla. Este me encanta: la Lista de Objetivos Alocadamente Improbables (OAI), por el alivio que genera su mordacidad implícita: metas tan exuberantes que ningún juez interior podrá culparte si no las alcanzas. Fantasía existencial que te devuelve a la época en que decías ¿vale que yo era astronauta y tú tenías un kiosko de gominolas galácticas en la constelación de Alpha-Centauri?, y que no te compromete a nada. O a casi nada. Quién sabe. A lo mejor esa semilla de alucinación queda latente después del juego, cuando ya toca poner el despertador para el madrugón de mañana, en un rinconcito oscuro y caliente de tu cerebro. A lo mejor tarde o temprano, y sin saber si has hecho algo para merecerlo, termina fructificando.


Me encantaría leer en los comentarios alguna lista de OAI. Me chiflaría que nos dejásemos de sonrojos y me presentarais a vuestros rocieros / culturistas / friquis / legionarios.

sábado, 22 de noviembre de 2014

Está pasando

 
Transición. Resuena en mi conciencia tan machacona como en la de toda la ralea política.
Transición. Lo susurra la base de mi cráneo, mis muelas del juicio y un espacio pequeñito que se va abriendo como un helecho entre el esternón y el ombligo.
Transición. Algo que sé sin saber en que me fundamento para saberlo. Pero lo sé. Algo que lo quiera o no ya está en curso. Pero lo quiero. 
 
No tiene programa ni diseño. Sólo una especie muy imprecisa de credo. No tiene nada que ver con las habilidades o las torpezas del primer plano de mi conciencia.
No puedo ni quiero analizar este estado, descomponerlo o manipularlo. Al menos todavía.

Es una dirección diferente que desconozco adónde me lleva y en qué va a convertirme.
Una energía sorda, un rechinar interior que se parece a la fuerza que mueve en secreto las placas de la litosfera.
Un núcleo que se funde y se pone cada vez más caliente, y que ya está a punto de derramarse como un río de lava por una ladera, quemando tierra a su paso y generando formas nuevas.

¿Me siento perdida? Muy cierto. ¿Desconcertada? No tanto. Llevaba una temporada sintiendo señales. Un leve pinchazo en el corazón a la hora de acostarme. Una necesidad acuciante, casi patológica, de salir de la cama por las mañanas. Una consternación disimulada de ver cómo el tiempo se iba licuando, día tras día, una semana encima de otra, un gran vaso de meses que te bebes de un trago y no llena bastante porque no tiene fibra. ¿Asustada? En absoluto. La falta de rumbo no me hiere si no pienso en ella o la someto a esa manía tan cansina de hacer juicios.

Transición. Digo que no sé hacia adónde, pero ya lo voy presintiendo. Mi corazón nota síntomas igual que los nota mi cuerpo.

Síntoma nº 1: no quiero estar hoy en ningún otro sitio distinto.
Síntoma nº 2: cada tarea insignificante y fastidiosa de la supervivencia – salir a comprar fruta, limpiar el váter, sacar los jerseys de su escondite – se me revela tan llena de sentido como aquello que me he habituado a pensar que hace que la vida merezca la pena.
Síntoma nº 3: se me olvida mirar los relojes.
Síntoma nº 4: paso minutos muertos pasmándome de que respiro. Se me convierten en minutos vivos.

Transición. Digo que me siento confusa, pero la confianza invade poco a poco el terreno que ya no cubren las certezas. No voy a hacer ningún esfuerzo. No voy a seguir apretando: la mano que escribe, el diente contra el diente, la voluntad que se impone, el cuello torturado. Por ahí van los tiros:

De la inquietud a la paciencia.
De la obligación al descanso.
Del proyecto a la intuición.
De la productividad a la presencia.
Del esfuerzo a la distensión.
De la meta al desarrollo.
Del vigor a la ligereza.

miércoles, 19 de noviembre de 2014

Cómo era la abuela





¿Quién se deshizo de su lata de botones? ¿A qué hija deshecha por años de cuidado, a qué yerno, a qué sobrina-nieta le parecieron poco dignos de ser conservados? ¿Cómo acabaron desparramados en el campo, medio escondidos por ese tipo de matas sin nombre que colonizan los eriales? Cerca de ellos había un colchón de espuma, destripado y como picoteado por pájaros. ¿Vinieron de la misma casa? ¿Formaron parte de un mismo botín del olvido?

Quizás haya ahí más cosas de la abuela, justo ahí mismo, en el hueco de esa cantera abandonada que el pueblo ha estado usando para quitarse de encima lo inservible. Cambios de decorado en las casas. Puertas de madera que no soportaban más barnices. Personajes que van rotando. Han echado toneladas de tierra encima de todo eso. Han plantado pinos y gastado dinero de suecos o alemanes en adecentar el paisaje. No está bien que nuestros restos se queden al aire. Resulta ... grosero. Feo como las venas correosas de un viejo.

Nadie quiso los tres o cuatro platos de Duralex tan rayados, tantas pasadas de cuchara que sufrieron, tantos litros y litros de sopa aguada con que fueron llenados. Ninguna prima le imaginó una segunda o tercera reencarnación al tapete de ganchillo que había encima de la butaca y que la cabeza roída de la abuela fue poniendo amarillo. Los jarroncitos con flores artificiales hubieran resultado bochonosos hasta en una tienda de chinos. Los catorce calendarios de Fray Leopoldo. Cómo era la abuela. Todo lo guardaba. Y no dejó más que mierda. Mejor que se quede ahí escondido. La arqueología ennoblece, tapa las vergüenzas.

Pero los botones se quedaron al aire. Y cómo era la abuela. ¿De dónde diablos los iba sacando, cómo era posible que los acumulase? ¿Los arrancaba de prendas que ya no soportaban ni un solo lavado? ¿Recogía los que veía en la calle, por si acaso, mirando a lado y a lado? A lo mejor se cayó uno de tu falda de pana en una visita que le hiciste a los once años. A lo mejor se pasó otros once esperando a que volvieras para pegártelo. La falda se te quedó pequeña. El botón y la abuela se quedaron esperando. Hebillas de alpargata que ni la más modernita se atreverá a poner de moda. Por el amor de dios, tornillos oxidados. Unas llaves viejas. Como si alguna vez hubiera tenido algún secreto, o algo que moviera a la codicia.

La abuela nunca dejó de pensar que lo que guardaba podría tener otro uso más adelante. No había nada realmente inservible, nada que debiera ser desechado, expurgado de la casa. Era una forma ya perdida de esperanza.

domingo, 16 de noviembre de 2014

Y con esto os respondo y cierro el asunto de la hipocondría

Estoy ya en la cama, vencida para la lectura, pero consciente de lo manga por hombro que me he dejado el cerebro a lo largo del día. Paso lista a mi cuerpo para comprobar que ninguna de sus partes ha hecho novillos. ¿Somos una clase cohesionada? ¿Vamos carne y mente a una, todavía? Vamos. Cada trozo de mi despiece me dice alguna cosa, trae un ronroneo o un recuerdo, cuenta una historia o una queja. La planta de los pies me devuelve esa sensación religiosa de entrar al mar frío en un día de poniente. Mis gemelos echan de menos jactarse de haber conocido los Pirineos. El culo es pura zumba y tiene inteligencia de ajedrecista para memorizar movimientos obscenos. Mi cintura: el lugar adonde le gusta posarse un momento mi mano amiga preferida. La espalda me pregunta si me acuerdo de cuando este verano eché una siesta en el bosque, y luego, al desnudarme, tenía en la piel marcas de hojas que parecían besos. En mi mejilla vive todavía la caricia que dejó un bombero hace doce años. El cuello es una maroma tortuosa que no sabe hasta cuándo podra mantener la cabeza anclada a puerto.

Me recorro, me repaso, y me leo. Y entonces la sensación de amenaza regresa, y yo apenas puedo soportar que toda esa belleza antigua que mi cuerpo ha ido acumulando se desvanezca. En un año o en cincuenta. Lo peor de creerte en el filo del precipicio, de este atar cabos vagos de la manera más espantosa posible, es la sensación de pasmo y extrañeza: empezar a considerar que ese cuerpo que te ha dado tanto y te ha llevado lejos sea cosa ya del pasado. Que se haya divorciado de lo que ahora mismo está metido entre sábanas. Pero si hace una semana estaba trotando por el huerto de mi padre con la camiseta llena de aguacates. Pero si ayer fui Beyoncé bailando en el gimnasio. ¿Cómo voy a estar enferma?

Y no es sólo esa desconexión repentina con el pasado, sino también con todo el tiempo que se supone que me tenía que quedar por delante. Pero si me quedan tanto por hacer. Pero si justo ahora empezaba a materializarse ese proyecto literario que llevaba tiempo rastreando. Pero si sigo hambrienta de andar por el monte, mojarme con la lluvia, dormir al raso y reír toda una noche. Pero si tengo la alegría vital de las moscas. ¿Cómo voy a morirme?

Entonces surge la revelación que en cierto modo justifica la senda disparatada por la que mi mente desbarra de vez en cuando. Es una imagen muy breve, más bien vacía. Soy yo insertada en un paisaje. Hay tonos dorados, no sé si de sol o de otoño, de bosque o de espigas. No estoy haciendo nada. No camino, no leo, no escribo. No busco nada. Estoy tranquila. Estoy tan tranquila. Sé que mi casa está ahí detrás, muy cerca a mi espalda, una casa sencilla y sin ruidos en la que habitualmente cocino lo que mis manos han cogido de los árboles o de las matas, y donde a lo mejor he dispuesto la mesa para la visita de algún amigo. Pero ahora mismo no espero eso tampoco. No ando a la expectativa. No me inquieta no tener tiempo para hacer las cosas que debería tachar antes de irme a la cama o a la tumba. No hay tiempo que valga. Ni por detrás ni por delante.

Sé lo qué es esa imagen. La reconozco un poco antes de quedarme por fin dormida. Es la mejor versión de mí misma, Laura. Es lo que, Lectoraadicta, no soportaría que la perspectiva de la muerte me quitase. Es la vocación que me ha costado tanto concretar. El miedo se convierte en una piqueta que arranca motivaciones ajenas y valores heredados. La amenaza, fundada o infundada, Paseante, encuentra atajos hacia el sentido: yo sólo aspiro a esa alegría apacible que desprendía cada elemento de mi imagen. Esa situación en la que una sólo sirve para hacerle coros a todo lo que el sol ilumina. 

 


(No me olvido de ti, Ficticita: todo esto que he escrito es precisamente el poso que me deja la experiencia del miedo en este cerebro de merluza a la romana que tengo)

jueves, 13 de noviembre de 2014

Me avergüenzo lo mejor que me sale

 
Este es uno de esos momentos que dejan mi dignidad maltrecha. Uno de esos cuyo relato avergüenza tanto a mi madre como a la mejor versión de mí misma que me guardo aún en la manga. Este es uno de esos momentos en los que me levanto de la silla de nuevo, pronuncio mi nombre ante la concurrencia y confieso que la vida me asusta sobremanera.

La vida no: lo que linda con ella. Todo país a este lado de la nada es mi amigo. Todo lo que pueda ocurrirme mientras respiro lo acataré con la cuota de aplomo que tenga. El dolor en realidad no me intimida. Si la negociación es posible, la enfermedad es siempre una oportunidad para entrenar la paciencia. Las otras, las irrevocables, las sordomudas, las que alzan una ceja ponzoñosa ante el instinto de supervivencia, esas son las que me quiebran.

Qué confesión escabrosa. Pero, ¿cómo, Silvia? ¿También a ti la hipotésis de morir te aterra? ¿Te abochorna estar a la misma altura emocional que los cerdos cuando el matarife se acerca? Pero el que me conoce sabe de qué pie cojeo. Este es uno de esos momentos en que el que me quiere pone los ojos en blanco. Lo entiendo. Uno de esos momentos en los que mi talento para imaginar lo que podría llevarme a la tumba descuella.

Lo sé. La hipocondria es un transtorno mental con un glamour muy dudoso. Propia de señores bajitos con gafas de montura gruesa. No se en qué momento me comí a Woody Allen, pero ahora se me repite. A Charlotte Brontë, a Marcel Proust o a Darwin. No sé cuándo la preocupación por la salud se convirtió en esta cosa pornográfica, tan alejada de la realidad y tan sin encanto.

Pero así estamos. Así es como justo en este momento estamos, desde que un par batas blancas han empezado a tener en cuenta la posibilidad de que esas extrañas partidas que se juegan en mi cuerpo, las erupciones en la piel, la menstruación incierta como el Guadiana, los hormigueos en brazos y piernas, obedezcan al final a una sola regla. Anónima, por lo pronto. He empezado a ser la mesa donde se montan los puzzles. Y eso a la vez me consuela y me aterra. Lo primero, por el gusto de tenerlo todo bien atadito, lo bastante compacto como para poder atacar por un solo flanco. Lo segundo, porque no hay manera de saber si en esta pantalla de Tetris en la que a lo mejor me he convertido quedan piezas por caer, todavía, y si será posible encajarlas sin que den mucha guerra.

Este es uno de esos momentos en los que el no – saber se olvida de la etiqueta. No saber si el Dr. Maligno aguará la fiesta en el bonito mundo de color de Austin Powers. No saber los medios astutos que podría usar la nada para expresarse a su modo tajante. No saber el nombre del gusano que en este mismo momento podría estar royendo el corazón de tanta vitalidad, de tanta esperanza como cada despertar me genera.


Aunque sea una tipa culta, de esto no me avergüenzo.

Y, sin embargo, en medio del no – saber histérico, puedes saber ciertas cosas. Después de una travesía larga, es posible llegar a la costa de aquellos países amigos de los que hablaba. Despegar una esquinita del tiempo que normalmente das por sentado te ofrece la ocasión de comprender algo más del dibujo de tu vida. Después de los bandazos y de la sensación ocasional pero punzante de ir a la deriva, descubres lo que bajo ningún concepto tolerarías que la muerte te quitase.

Este es uno de esos momentos vergonzosos que a veces me sirven de brújula. Uno de esos momentos que en cierto modo agradezco.

lunes, 10 de noviembre de 2014

Esto va de no dejar que se pierdan los detalles

 
La jaula donde fue capturado el mapache. Guardaré ese fotograma en mi memoria durante años. Lo veré pasar por mi mente dentro de quince, en el transcurso de una meditación sentada, si es que sigo perseverando. Lo confundiré con un sueño en 2035, cuanto esté a punto de quedarme dormida en la siesta. Abriré los ojos de golpe y pensaré qué raro. Quién puso ahí esa escena. ¿David Lynch, acaso?

La jaula, que en realidad es un transportín color crema pocha, gotea lejía por la puerta. Dentro, flotando en un líquido que jamás desinfectará mi recuerdo, un puñado de esponjitas de azúcar: rosa cursi en contraste con los restos de sangre y de mierda que han quedado del lance. Hemos leído que los mapaches se pirran por esas chuches, y preguntado en dos o tres gasolineras hasta dar con ellas. Qué habrán pensado de nosotros, dos criaturas uniformadas que bajan marciales de un todoterreno y se ponen a la cola tan serios. Tan profesionales. No seré capaz de olvidarnos, aunque me alucine reconocerte en ese que disimula una bolsa de colorines junto a su pierna, reconocerme en esa que busca monedas con prisa y sin mirar a los ojos a la dependienta.

No olvidaré la pequeña manita negra, sorprendente, dolorosamente primate, que agarra contra un pecho de peluche una de esas esponjitas. Una mano que nos obligamos a visualizar como garra para que lo que estamos haciendo tenga algún sentido. Este animalito de aspecto mimoso podría arrancarnos un ojo si tratáramos de hacerle una caricia. Podría desbaratar nidos y madrigueras, convertir en un plató de Tele 5 el ecosistema. Pero ahí estamos nosotros para impedirlo. El cebo ha funcionado como si el animal sufriera mal de amores y necesitara un chute de calorías; la carita de atracador de cómic se pierde en la versión pegajosa del paraíso que hemos concebido. No la veremos más. No querremos saber si murió con la boca dulce. Sólo nos quedará aquel fotograma: el transportín vacío, el rosa estúpido de las chucherías. Una suciedad que habla de la enésima batalla por la supervivencia. Lejía para no dejar rastro de lo difícil que es convivir en este planeta.

Recordaré esa imagen una y cien veces y pensaré qué raro. Qué vida tan rara hemos vivido, sin darnos cuenta.

A continuación pensaré de nuevo en los detalles. El terrible poder de los detalles para hacer de cualquier escena algo memorable. El bicho no se me habría grabado en la memoria si no hubiera agarrado de esa manera infantil la esponjita. La película no sería tan violenta sin esa combinación de mierda y dulzura asesina. Me exhortaré una y otra vez para permanecer atenta al detalle. Cebaré una y otra vez mis trampas para no perder ni uno de ellos.

Y entonces te veré de nuevo cargando por media ciudad con una garrafa naranja, llena hasta los topes con tres litros de mi orina. Dentro de quince, treinta años, habré olvidado para qué análisis concreto tenía que servir toda esa cantidad increíble de mí misma. Habré olvidado quizás alguna palabra de nuestro idioma privado, o alguno de tus regalos de cumpleaños. Pero jamás, jamás, se me borrará ese detalle capaz de traducir sutilmente toda tu camaradería.

Te recordaré portando mi orina como si fuera oro líquido o mirra y pensaré qué raro. Qué absurda y maravillosamente rara la vida.