domingo, 29 de marzo de 2020

Día 14



No te preocupes si mañana no me encuentras agazapada en la trinchera. Con suerte, no habré pasado a integrar el parte de bajas. Pero qué desalmados esos números anónimos, qué asépticos. Como si el exceso neurótico de higiene estuviera manteniendo también las historias a raya. Quizás sea lo apropiado, justo ahora: esterilizar el corazón, una vez al día por lo menos, para que el dolor de los que mueren y de los que batallan no nos arrolle por completo. Cada uno tendrá su propio método de aseo: tú, inventarle juegos a tus hijos; tú, mirar en una pantalla las caras de tus padres; yo, mi rato de teléfono, mi cachito de sol y mis modestos árboles.

Pasará que volveré a hacer ronda ahí afuera. Prácticamente todos los días, como si la vida de antes volviese a ser lo que era. Y será un espejismo, claro, pero también una forma de estructura. Mi tiempo volverá a estar embutido en un horario impuesto externamente. Se habrá retirado buena parte del aluvión de horas. Y habrá que volver a hacer cuentas para que la vida cuadre: cuidar esta casa mínima, este cuerpo y el de al lado, seguir regando las relaciones. En el momento del naufragio yo me agarré a estas letras como a un trozo de madera suelto. Y a ellas me he aferrado hasta poner los pies en una isla.

Cada uno habrá llegado a la suya, supongo. Pasadas dos semanas tras el hundimiento, la urgencia de entender remite. La angustia de ver volar la realidad por los aires empieza a aplacarse por costumbre. Es que somos tan gloriosamente adaptables. Entonces te parece que ahí enfrente empieza a recortarse una orilla. Le das alcance como puedes, y te pones en pie después de escupir arena húmeda, porque eso, ponernos en pie, es lo que sabemos hacer los humanos. ¿Será amable contigo este nuevo sitio? ¿Encontrarás el modo de sobrevivir en él? ¿Serán útiles aquí los esquemas del viejo mundo, o tendrás que reinventarlos?

Hace falta tiempo y temple para responder a esas preguntas sin precipitarse. Con suerte, siempre con suerte, porque nunca como hasta ahora ésa fue la razón definitiva de andar sobre esta tierra, el diario de la trinchera se convertirá en una crónica de la isla. Empiezo desde ya a reconocerla. No faltes en tu orilla cuando lance mi botella.

sábado, 28 de marzo de 2020

Día 13



Filosofía barata de balcón: habrá muchas maneras de vivir, pero para hacerlo con cierta integridad es preciso aprender equilibrios. Una novedad loca, ¿a que sí? Pero los aprendizajes por boca de otros raramente funcionan: es como si cada criatura individual debiera recorrer por sí misma todos los milenios de historia. En un momento soleado de este día tan bipolar como los anteriores, salgo a mi afuera jibarizado, arremangada y con los pies desnudos encima de las zapatillas, para que mi piel sepa beber luz como las hojas. Viene de tan inconcebiblemente lejos, la energía del sol: la holgura del universo me roza.

Paparruchas de jipi: ideas a la vez irrefutables y chuscas. La abundancia de domesticidad te vuela la cabeza a veces. Pero también es capaz de llevarte por caminos anchos. Recordar la lejanía del sol me lleva a pensar que la distancia y la percepción colaboran necesariamente. Hace falta que esa luz remota sea reflejada por los objetos que me rodean para que mis ojos puedan verlos. Lo que oigo es una forma de energía que recorre un espacio entre mi oído y otros cuerpos. Los mirlos están ahí en alguna parte: no alcanzo a tocarlos y sin embargo visitan mi casa con sus canturreos. Y tampoco es preciso que esté unida físicamente a aquello que huelo. Pan tostado y leche caliente en el piso de la derecha, un derroche de suavizante en el de arriba, una nota de azahares apenas imperceptible que estremece.

Esta es una de mis estrategias de reconciliación con esta distancia que nos socava el corazón al tiempo que ha de salvarnos. Bien entendida, me digo, la distancia es un bien precioso. Pero hay que entrenar el equilibrio, sí. También en un balcón diminuto de una primera planta. Hay que encontrar ese punto en el que lo lejano se compensa con lo que está cerca. En mi corteza cerebral pulula un potosí de información acerca de cosas a las que no dan alcance mis dedos. Y puedo jugar con ella, mezclarla, ponerla al fuego y guisarla y masticarla, digerirla después y calentar con ella mis huesos, y puedo hasta intoxicarme. Es fantástico y peligroso, este don de operar en otros lugares y otros tiempos, de convivir mentalmente con personas distantes.

Pero también es preciso ajustar la lente y acercarse a lo que está cerca, tan cerca que prácticamente es adentro. Es posible que ayer alcanzara mi propio pico en la curva de la desolación y el miedo. Pude sobrepasarlo, con toda la prudencia del mundo, volviendo a acercarme a esto. Esto. No me preguntes lo que esa vaguedad significa: busca el tuyo ahora mismo, atente a tu esto. Quedarnos tan cerca del presente que prácticamente se nos meta en la sangre nos ayudará casi tanto como mantenernos lejos.

viernes, 27 de marzo de 2020

Día 12



Está el asedio ahí afuera, y también el asedio interno. Mi dolor de espalda tiene prácticamente la misma edad que el confinamiento. Si acaso me quedé varada en mi propia forma un par de días antes de que la realidad naufragase. Son como dos hermanos mellizos, lumbago y epidemia. Sólo que el cachorro más joven ha cogido una delantera despiadada en la carrera de las fieras.

A veces me da por pensar que mi dolor es una frase que resume mis emociones actuales, o ni siquiera eso: una interjección, un ay por la vida que se escribe en mis músculos y mis nervios. Duele más cuando me levanto, en los dos sentidos del término: cuando un bendito nuevo día arranca; cuando me planto sobre ambos pies y pongo distancia entre mi cabeza y el suelo. Como si algo me dictara: hazte un ovillo, date al letargo. Y sin embargo, me muevo. Aunque sienta que me están haciendo vudú cuando ando, yo sigo con mis paseos de preso. Aunque me parta un rayo cuando me paro, estrujo con ahínco la fregona y remuevo mis pucheros. Cuando el hambre de ser me posee, ignoro incluso la molestia y hago algo parecido a un entrenamiento. Y entonces la alimaña se amansa unas buenas horas. Porque soy brava frente al dolor cuando puedo entenderlo. Dar la cara se recompensa con una buena dosis de conciencia.

Pero calla el dolor, y entonces la inquietud no encuentra ya un cauce para expresarse y así no es raro que se desborde. Es más difícil manejar la preocupación que el daño físico. El dolor te clava al presente y a tu propia materia. El miedo es una fuga de esto de aquí, esto de ya: de la sustancia misma de la vida. Por eso me obligo a contarte que a veces soy valiente y otras veces flaqueo. Para encarrilar mis interjecciones. Capeo bien el daño real, corro al burladero cuando huelo el daño hipotético. La mente es un artefacto que necesita remiendos.

Sigo en ello. Y vuelvo a ponerme en pie, que es lo que toca.

jueves, 26 de marzo de 2020

Día 11



Hoy he visto piornos en flor. Y ningún humo intentando evadirse de esta tierra. Sólo retales de niebla entre las cosas sin forma. Campos insólitamente tranquilos. No hace tiempo ni humor para andar quemando. La rama del olivo no se desarticula tan fácilmente en sus elementos, no se deshace demasiado pronto en calor, agua y dióxido de carbono. El sol que la engordó no recuperará aún la energía invertida. Que espere. No siempre puede ganar la banca. Cerezos, en flor también, en las faldas de la sierra. Cuando llegue el tiempo compraré kilos como para rellenar un colchón y dormir sobre rojo y dulce. No habrá nada más imperioso que meterse esa modalidad perfeccionada de sol en la boca.

Y he visto una oropéndola dando su habitual volantazo raudo, como si se avergonzara de su propio lujo, como si la hubieran vestido y maquillado para una fiesta en la que no se sentirá cómoda. He olido rastros de zorro. Me levanto la gorra como señal de respeto cuando atravieso sus rutas explicadas. Un día les pediremos a los zorros que nos cuenten cómo lo hacen: cómo insisten en ser a pesar del cartucho y el lazo. Cómo parecen morir con la sonrisa puesta. Cómo se echan carreras a sí mismos y siempre salen ganando. También he visto la primera amapola del año.

Dudo mucho mientras hago este pequeño inventario. Me da apuro resultar desconsiderada en plena desdicha. Florecitas y bichos, ¿no? Vete a una UCI, so necia. Llévate al campo a los abuelitos moribundos. Háblale del sol a las enfermeras, a ver si no te restriegan por la cara una mascarilla que ya hace días deberían haber desechado.

Pero allá adonde pisan mis botas llevo mi compasión conmigo. Y voy tomando nota para contarte luego que el curso natural de las cosas no se ha interrumpido, aunque al asomarnos a nuestras ventanas nos lo parezca. Que la primavera está ahuecando sus plumas para secarse como un pollito recién nacido. A pesar de las heridas recibidas el planeta no desfallece. Todo se sigue empeñando en ser como ha sido hasta ahora. Se abrirá el resto de flores; se vestirán robles y castaños todavía desnudos; nacerá todo lo que está programado para nacer; madurarán los frutos. Te cuento pero sobre todo me cuento a mí misma que la muerte es una más entre las estaciones de un ciclo. Que hoy queda un día menos para que salgamos afuera y el sol nos seque y absuelva.


miércoles, 25 de marzo de 2020

Día 10



Se me han puesto las manos como las de una mujer de antes. De las que tenían que romper el hielo de los lavaderos antes de restregar sus trapos. Pero el olfato sigue en su sitio: el ominoso rastro de la lejía se ha infiltrado en mis paredes y en mis entrañas. Habrá a quien ese olor le haga sentir seguro. A mí me nubla un poco el ánimo. Pero, vamos, que no se me puede hacer mucho caso porque soy un ser sin entendimiento alguno: ¿quién piensa trajinar con lejía teniendo la manos atópicas, sin ponerse guantes?

Será cosa de las metamorfosis repentinas: como no se te concede un lapsus de transición, en la realidad nueva sigues conservando muchos paradigmas antiguos. Yo funcionaba mejor a piel desnuda y con plena hospitalidad de tacto. Era un muestrario minucioso de arañazos, cardenales y heridas. Y parece que ahora es tiempo de acostumbrarse a la protección masiva.

Pero no, yo no creo que lo logre. Dudo mucho que lo de hoy pueda convertirse en rutina. Higienizar todo lo traído del supermercado. Esas cosas superfluas que, para mi vergüenza, seguimos comprando. Botecitos y envases se alinean en mis armarios como la soldadesca de un sistema totalitario. Quizás poco a poco vaya declinando la era de la vida ante todo cómoda. Limpié pues los yogures uno a uno, el frasco de alcachofas, las bandejas de pollo, la bolsa de kale. Y mientras pasaba mi bayetita funesta a cada artículo, me miraba un instante desde afuera y me preguntaba: ¿de dónde sales tú, criatura pulcra? Respuesta inmediata: del país de la paranoia.

Dejé que la criatura se moviese dentro de mí otro rato, que poseyera mis maltrechas manos. Que no se confíe, porque no tardaré en practicarme un exorcismo. Es que vivir así es un dislate: recelosa y enemistada con todas las cosas. Si me doy por completo la vuelta a mí misma como un calcetín para que la realidad no me manche, entonces es que ya estoy infectada. Aunque el olor a lejía no se pase.



martes, 24 de marzo de 2020

Día 9


Llovió. Toda la tarde. Apenas pudimos salir del coche. Confinamiento al cuadrado. Sí estiré un poco las piernas junto a un área recreativa. Desierta. Me temo que por la meteorología y el estado de alarma en una proporción de 40/60. Salí del coche, me puse el abrigo, di unos pasos breves pisando hojas de álamo caídas el pasado otoño, cuando aún éramos cándidos. Alcé la cara al cielo. Sin mascarilla ni nada. Pequeña broma idiota. Me encanta cuando me llueve encima. Ya no odio que se me mojen las gafas. A lo mejor últimamente una visión un poco distorsionada se agradece.

El mundo sin virus olía estupendamente. Bendito sea mi olfato ileso. Dicen que esa es otra de las bajas que la enfermedad causa. Por eso me paso la mitad del día metiendo la nariz en el bote donde guardo los dientes de ajo, en la tableta de chocolate, en, oh, ironía, el desodorante. Pero no hay nada como la hojarasca húmeda. Nada. Bueno, sí, los alcornoques recién descorchados, o aquel aroma íntimo de mi bosque, que no sé nunca muy bien quién lo exhala. Es aproximadamente el del brezo, pero no había arbustos en flor aún la última vez que fui asaltada. Una forma de aliento, entonces. O quizás de alma.

Y volví a meterme rápidamente en el coche. Mi compañero todavía se preocupa por que unas cuantas gotas sobre un abrigo espeso puedan enfriarme y hacerme pillar un resfriado. En otra ocasión me habría reído y le habría amenazado con ponerme a saltar charcos. Eso en el trabajo no lo hago, conste. Ayer me limité a asentir y a ponerme a resguardo. No porque temiera que fuera a subirme la fiebre. Sino porque me sentí desahuciada del río y de los árboles.

Es que estaba la tarde tan sola. Los caminos sin ciclistas, los campos sin tractores, los pueblos sin propósito. Una carga de separación penosa. Podría haber elegido pensar que en la naturaleza la soledad es improbable. Si miras donde hay que mirar alguna compañía siempre aparece. Los sauces cuajados de amentos como orugas gordas, los insectos, seguro, en alguna parte. Sólo que ayer tenía yo los ojos gastados. Demasiado mundo nuevo que mirar. Demasiado desamparo.


lunes, 23 de marzo de 2020

Día 8



Por un momento he pensado que iba a hacer un poco de trampa. A las tres de la tarde saldré de casa: trabajo. Seré un par de ojos desmesuradamente abiertos y un modesto coágulo rodante de vocación de cuidado. Nada heroico, obviamente. En el lenguaje faltan palabras, y lo que están haciendo allí, en los frentes de guerra, merece la invención de nombres más contundentes y justos. Ellos salvan; otros vigilaremos que las cosas no se salgan demasiado de madre. Lo de los barrancos y las hierbas. Lo de los nidos y las sendas. Lo de las hogueras y los charcos. Habrá a quien le parezca una tarea trivial, en situaciones como ésta. Que imagine entonces, pandémicamente, a grupos de siete hombres metidos en un mismo vehículo, camino de un incendio.

A ti, que seguirás hoy responsablemente encerrado, te parecerá un privilegio que salgamos a comprobar cómo sigue su curso la naturaleza. Y lo es, desde luego: ser testigo de esa indiferencia perfecta de las rapaces, cruzando desiertos, montañas y mares sin alarma para instalarse en nuestra primavera infectada. Espiar el chismorreo de las urracas y los arrendajos, extrañados por el silencio de los humanos. Lo es, ahora más que nunca, y también cuando vivíamos instalados en una normalidad cuestionable. Un regalo tan grande para los que tenemos una relación de amor-odio con las paredes que abruma no poder compartirlo.

Pero esto no es un diario de confinamiento, sino de trinchera. Y a veces es preciso echar un vistazo al trémulo mundo que la rodea. Te confieso que la madriguera engulle eficazmente. Que franquearé la puerta de la mía con una inquietud que ya nos empieza a calar los huesos. En casa una se siente a salvo. Fuera el enemigo acecha. Con la mano en el corazón, si puedo quedarme aquí ahora mismo, que le den un poquitito a los campos. El instinto de protección es más básico que el compromiso. Y la naturaleza no necesita niñeras.

Es el compartamiento humano el que debe ser supervisado. Por eso vamos a salir algunos, con el desasosiego en un rabillo del ojo y, en el otro, una gratitud profunda. Así podremos ir informando de que, hermana, amigo, ahí afuera lo vivo sigue funcionando.


domingo, 22 de marzo de 2020

Día 7



También está pasando otra cosa con nuestros cuerpos. Al menos con los que aún no se ha demostrado que no estemos sanos. Créeme que me da apuro hablar de las insignificancias que nos puedan estar ocurriendo a los que por ahora seguimos alejados de los hospitales, los que no tenemos a los íntimos en las residencias. Pero también es en cierto modo saludable ir reparando en lo pequeño. Mejor eso que pensar en bucle que mi hermana es enfermera en un país que hasta ahora se ha comportado con una relajación más que negligente. O que las personas a las que quiero podrían morirse solas. O que está ya aquí, en mi pulmón o en el tuyo, o allí, en el picaporte de la nevera de donde sacarás los guisantes cuando te toque ir al supermercado, en el aliento de quien te pedirá explicaciones por estar en la calle, en el guante del panadero.

Mejor darle una vuelta al síndrome de Alicia, ¿no te parece?

Pasa que la percepción de nuestros cuerpos tampoco es ya lo que solía. A ratos se dilata, a ratos se achica. Ahora yo soy yo y todas las interacciones que suceden a un metro y medio de mis límites. Lo que es bastante parecido a afirmar que tales límites no existen. Si tu brazo entra en mi esfera de influencia, empezamos a confundirnos. Si nos besamos, empieza mejor a usar mi nombre. De golpe nos hemos hecho extensos. Una araña también es ella y la red que, partiendo de su abdomen, va tejiendo. Tú eres tú y tus conexiones. Por eso mantenerse sano se ha convertido en una labor titánica: tenemos una responsabilidad hacia muchos más miembros que una cabeza, un par de piernas, un par de brazos y todo el barullo de en medio.

Pero es que también nos vamos contrayendo. Tantos gestos que hacía sin darme cuenta de repente han dejado de ser inocuos. Vaya, me estoy mordisqueando un nudillo para concentrarme en algo. Me estoy peinando una ceja mientras trato de acordarme de algo. Me paso un dedo por el labio inferior a modo de ancla. No hace tanto que pasaba la yema de los dedos por setos, fachadas y troncos mientras andaba. El tacto se va penalizando. Yo era yo y mis gestos involuntarios. Ahora tendremos que ir domesticando esa parte de nuestros rostros, meter en una jaula aquello que tanto dice.

Pasarnos el día creciendo y menguando. No hay manera de reconocerse en la era pandémica.


sábado, 21 de marzo de 2020

Día 6



Los trabajos. Los paseos. La vida sin techo. Los abrazos.

Pero también la prisa. Y otras irritaciones menudas de las anteriores rutinas: suspendidas. Atascos. Alarmas. Subordinaciones mezquinas. Despedidas de solteros. Las calles a codazos. Pero sobre todo la prisa. Es mi víctima favorita.

Todo lo estoy haciendo al menos a la mitad de velocidad de lo que solía. Me lavo los dientes como si tuviera la boca de un cachalote. Desmenuzo zanahorias en trocitos minúsculos: una forma de rosario. Practico taichí cuando me estiro desde el sofá para coger un libro. Todo dura. Barrer un piso de menos de cincuenta metros cuadrados como si fuera el palacio de Versalles. O la playa de Los Lances. Respirar como una ballena azul, no como una ardilla. Extender la esterilla de ejercicios con la morosidad del vendedor de alfombras para el que una venta es una forma de seducción a la antigua, un arte. En mi cerebro ya no hay ráfagas de semipensamientos, imágenes que apenas se condensan y ya se están disipando. No. Ahora pienso hierbas brotando en time lapse, estelas de un avión, paisajes cuya huella permanece en la pantalla mental un rato.




No es una forma de engañar al aburrimiento. En absoluto. No tengo nada contra él. Es más, me gustaría toparme de vez en cuando con un charco de tiempo en el que revolcarme cual cochino. Me gustaría parar y llegar al meollo de la situación. Qué estoy aprendiendo. Qué es lo que no he echado de menos ni un minuto desde que la vida se desacompasó. Qué es lo que claramente sobra, y lo contrario, dónde pongo mis debes. Pero me he vuelto tan lenta que... oh, ya está llegando otra noche.

(Mi pelo no. Sigue creciendo a ritmo desaforado. Me pregunto si habrá un mercado negro de servicios. Saldremos de casa al fin y antes que en los bares, nos pegaremos otras cosas en las peluquerías)


viernes, 20 de marzo de 2020

Día 5



No sé a qué hora habrá entrado hoy la primavera. Yo no noto mucho cambio ahí afuera, en el mundo abreviado. Tal vez se han abierto discretamente dos o tres nuevos azahares en el naranjo del parque. Podría dedicarme a contarlos, porque el pobrecito no se da a los desenfrenos florísticos que suceden en el huerto de mi padre. Si no lo estoy haciendo es porque aún encuentro suficientes puntos de contacto con lo que era mi vida hasta ahora. Puedo leer. Como antes. Puedo escribir y compartir lo que escribo, puedo hablar por teléfono, puedo comunicarme como antes. Puedo cocinar y y puedo cuidar mi diminuto entorno y puedo hacer algo ejercicio, tal vez no como antes. Estoy anclada en el dolor de los músculos. Es una putada y una frustración, pero también una forma de aprendizaje.

Más o menos como antes. Equinoccio suena a afectado nombre de perfume, a complejo hotelero, a discoteca de verano. A indiscriminado concepto de los hombres. Una raya ficticia en el calendario. Eso es porque mi perspectiva no es lo bastante amplia. No me fijo en la bóveda celeste, sino en las uñas de mis pies, que he vuelto a pintarme, y en el puñadito de abejas que merodea en torno a ese puñadito de azahares. Oigo pájaros y no el artrítico crujir del planeta deslizándose cansinamente en su órbita. Parecen inventadas, pero es reconfortante que las cuentas astronómicas sigan operando. Significa que los dían pasan, las estaciones aún se suceden, mis pulmones y, por favor, también los tuyos, siguen funcionando.

Me acuerdo un poco de los pulmones cuando no estoy haciendo nada, que también es una forma de hacer algo. Mi vida depende de cosas que no puedo sentir directamente. Qué desamparo. Qué magia. Me tumbo en el sofá con la puerta del balcón abierta. El autillo ha perdido el recato y suelta su reclamo a cualquier hora del día. A lo mejor es lo que ha hecho siempre, y el ruido de los coches no me dejaba escucharlo. Mis pulmones están dialogando con el mundo, hermanándose con los cloroplastos en las células de los cipreses y los naranjos.

Así como estoy me doy cuenta de que mi mejor opción es centrarme en mis perspectivas minúsculas. El mar en mi respiración. El bosque en mis pulmones. La primavera al alcance del brazo. El tiempo del calendario mandado a tomar por saco. Ahora, sólo ahora: seguir respirando. Mis gases se suman y negocian con los de otras criaturas vivas; tal vez, por una maravillosa carambola, también con los tuyos. Viajes más inconcebibles se ven en la naturaleza. De alguna u otra forma estamos juntos.


Familia


jueves, 19 de marzo de 2020

Día 4



Nos asustamos. Nos reconfortamos. Tenemos broncas efímeras. A mí me regañan por andar descalza por el mármol. Yo regaño porque la misma sudadera que ayer estuvo en el Carrefour echa la siesta ahora sobre el edredón que esta noche me subiré hasta los ojos. Nos reímos. Nos entretenemos de las varias maneras que sabemos. Nos buscamos con los ojos cuando escuchamos algo tremendo. Dormitamos. Competimos por el control de Youtube mientras completamos faenas domésticas sobredimensionadas, bienvenidas. Hacemos las paces con el Night Fever de los BeeGees, que siempre es una solución de consenso. Recorremos a distintos ritmos las curvas de la neurosis y el consuelo, cada uno en una fase, a veces encontrándonos.

Decir a estas alturas que no tenemos miedo es un poco grosero, además de insensato. Miedo por nosotros, por nuestros propios cuerpos. Quizás esta carne que lleva mi DNI y mi nombre está sana todavía. Pero yo ya no soy yo sola. Ni tú no eres ya tú solo. Nuestras sustancias se confunden, galletas puestas a hornear demasiado juntas. Si tú caes yo caigo. Y ese tú se amplifica hasta límites imprevistos, como ondas en un estanque. ¿Tenía que pasar esto para que pudiéramos comprenderlo hasta el tuétano? ¿Hay quién aún no lo ha pillado? Que somos diminutos. Que somos a la vez vastos.

Vaya, que el miedo está justificado. Esta no es una afirmación pesimista. Es un pilar de nuestra casa. Hay que empezar a construir edificios en torno a una prudente preocupación por dañarnos. No avergonzarnos del miedo, no intentar sofocarlo. Sacarlo a la mesa del salón, ponerlo junto al parchís o los libros. Usarlo como plastilina. Sin la componente de la inquietud estos días no serían tan intensos. Serían sólo un puto fastidio, o un receso. No nos brindarían alguna que otra oportunidad de cambio.


miércoles, 18 de marzo de 2020

Día 3



Los viejos. Si tuviera folios grandes y una mínima pericia para la cosa gráfica, haría carteles para pegarlos en las paredes de las cuatro estancias de mi casa. Algo que pudiera recordarme siempre que, aquí y allí, retrepados en su soledad sólida y con ramas, los viejos siguen respirando. A duras penas, es cierto. Pero aún se empeñan. Hablo de los cobardemente elegidos por el virus, por supuesto, pero también de los que por ahora sólo están enfermos de años. Cada uno en su habitación descarnada, si tienen suerte. Los escasos amarres que los mantenían anclados a sus semejantes están siendo uno a uno cortados. Se acabaron las visitas. Se acabó juntarse a ver la tele o a jugar a las cartas. Van menguando los cuidados, porque los cuidadores con fiebre son letales. Impedidos, dolientes, infinitamente solos en días de mercurio y en noches de angustia.

Tengo que acordarme de los viejos de continuo. No para darme ánimos, o para sentir que este encierro tiene un propósito. Esas son buenas razones, si las necesitas. Yo no. Aún no. Quedarme en casa leyendo, haciendo el poco ejercicio que me sigue racaneando la cadera mala, cuidando de mi espacio, recostándome en un herbazal de tiempo, no me parece todavía heroico. Cuando consigo dejar de ponderar lo que podíamos hacer hasta hace sólo una semana y lo que podemos hacer ahora; cuando paro de acariciar un pasado tan reciente, tan remoto, con la insistencia con la que te pasas la lengua por una llaga; cuando me olvido de que el futuro vendrá seguramente lleno de cuervos, entonces me encuentro con un regalo. Todo este tiempo. Esta calma que me atrevería a calificar de onírica, si no se estuvieran viviendo pesadillas en otros lugares.

Esta mañana, después de limpiar casi cada centímetro cuadrado del dormitorio, como si estuviera restaurando un valioso cuadro, he arrimado una silla al balcón y he vuelto a mirar a los pájaros. Mi mente boba piensa: míralos, cómo van de locos, como niños en un nuevo mundo sin reglas. Pero lo más seguro es que sigan a lo suyo, como cuando los ruidos de los coches y los cumpleaños al fondo del parque. Me daba el sol en el escote. La calle vacía era mi patio. Estaba bastante cerca de la gloria. Tanto que me he obligado a recordar a los viejos. Solos. Insoportablemente frágiles.

No podemos. Ni ahora ni cuando la ola pase, cuando el mar se retire y lo deje todo lleno de escombros. No podemos olvidarlos.

martes, 17 de marzo de 2020

Día 2



He salido hoy a la calle. A la farmacia. Anteayer me tomé el último sobre de calcio que tomo como tratamiento para la pérdida de hueso. Qué banal parece ahora ese achaque, ¿no es cierto? Hubo un tiempo en que íbamos al médico por malestares de clase media. No dormíamos bien. Se nos aligeraban los huesos. Hubo un tiempo en que sólo usábamos herramientas de piedra. En qué momento, me pregunto, ponemos ahora el año, el día o la hora cero capaces de diferenciar eras.

He salido con cierto aire furtivo. Como si en 1943 me dirigiera a un tugurio de Hamburgo donde se practican todos los vicios, mientras la RAF borra la ciudad metódicamente. Sobres de calcio, qué necesidad tan vana, cuando en los hospitales hay una guerra. No los necesito para mi supervivencia. Sí para estar más fuerte. Eso va a ser cada vez más importante. Tenemos que echar madera en el tronco. Tenemos que ser cada vez más robustos por respeto a los frágiles.

Y ha sido raro salir, por supuesto. Aunque no hacía ni dos días desde que salí por la puerta. En otras ocasiones he permanecido más tiempo en casa, por elección o incapacidad. Raro no porque me sienta enclaustrada, o porque las calles no se parezcan más que en el caparazón a sí mismas. La ausencia de personas y de coches, los sonidos amortiguados como si nos hubiéramos vuelto subacuáticos: todo eso arranca una curiosidad digamos que periodística, pero no zozobra, en mi caso. Lo raro es ir por ahí con miedo a tocar las cosas. Creo que la soledad radica ahí, más que en lo que está faltando. En que a priori todo pueda ser peligroso, empezando por mí misma. Esa esfera de intocabilidad que de repente nos envuelve. Tu mano, mi mejilla. Nuestras cosas. Ahora se comprende, dermatológicamente, Chernóbil. Que pueda resultar literal decir me muero por tocarte: de locos.

¿Se esfumará el miedo tan rápidamente como vino? ¿Volveremos a tocar con inocencia?

lunes, 16 de marzo de 2020

Diario de la trinchera (1)



Sí, hoy ha sido mi día 1. Ayer tuve más suerte que tú y salí a hacer mi trabajo. Llegué a casa con una sensación de privilegio que me hizo sentir a la vez agraciada y culpable. Y con un pequeño ramo de genista. Como si presintiera que no iba a pisar el campo en una buena temporada. Ahora tengo una esquirla de primavera en casa. Esa que está a punto de llegar y que nos va a ser birlada. Los días grandes de esa verbena ocurrirán probablemente sin que tantos ojos humanos la contemplen. A las flores, a los insectos, a los pájaros haciendo sus nidos, a los animales buscándose entre sí para fabricar vida: a ninguno va a importarle. No somos grandes polinizadores, más allá de nuestros cultivos. Imaginar una primavera exarcebada en nuestra ausencia, por nuestra ausencia, me aflige. Aunque con la boca chica diga que es un consuelo.

Pero tengo una primaverita pequeña al alcance. Tengo un balcón azotado por la luz de la mañana. Salgo a él con mi libro, leo un par de líneas de pie, porque mis lujos son discretos y no hay espacio para una butaca. Discretos pero macizos. Hoy ha hecho más frío. Será sugestión, pero hasta el frío parece más limpio. Llovió también un poquito. Algo parece estar soltando algún que otro suspiro de alivio. En la sierra habrá nevado. Me gustaría seguir allí rastros de huellas. Pero tengo mi balcón y pude ver una curruca cabecinegra moneando en el naranjo del parque clausurado. Pongo mi libertad en sus alas.

No estoy nada mal, conste. Mis vocaciones, campo aparte, se llevan bien con los encierros. Tengo libros para años. Tengo todo lo que puede hacerse con músculos, huesos y articulaciones. La crisis lumbar va remontando. Ya gasté en la infancia toda veta de aburrimiento. Y he limpiado rincones recónditos del cuarto de baño. Se encuentra una con selvas vírgenes donde menos se las espera. Pienso memeces así mientras restriego con el estropajo el agujero de detrás del bidé. Hay diseños que no entiendo. En mi baño como fuera de él.

Seguimos aplaudiendo a las ocho de la tarde. Sigamos. No pensemos hasta cuándo. Sigamos confiando en salir de ésta más amables, más simples. ¿Más sabios?


La luz eléctrica no hace migas con las cosas del campo


domingo, 15 de marzo de 2020

Adentro



Trece pasos. Esa es la longitud del piso donde vivo, desde el balcón que me absuelve hasta una puerta que, ya más que de entrada, es ante todo de salida. Aún no desesperadamente, pero tiempo al tiempo. Yo saldré en unas horas. Haré todo lo que pueda para que mi trabajo de servicio público se justifique de la manera más digna posible.

Trece pasos de china con los pies vendados. No esas zancadas un poco caricatas que doy para estimar longitudes en metros. Trece pasos renqueantes. Mis cuerpo ha decidido rimar con el curso de las rutinas. Se han quedado ambos encasquillados, en suspenso. Mi cintura y los territorios que creíamos tan propios. Quizás yo le llevo un poquito de adelanto a la vida, como China a Italia a España. Desde ayer puedo al menos sentarme y repetir mis trece pasos  raquíticos hasta el siguiente calambrazo. La calleen cambio, es un paciente crítico.

Voy y vuelvo, vuelvo y voy, de puerta a puerta. Un hámster en su rueda. Necesito mover las piernas para darle cuerda a la mente. No parece que hoy el reloj quiera ponerse en hora. Es raro, todo Esto. Al principio de esta semana las declaraciones, las previsiones, los futuros hipotéticos, todo parecía un poco sacado de quicio. Hasta hace pocos días saludaba con un par de besos a gente que, dicho a lo bruto y esquematizando, me venía a importar un pimiento. Ahora no sé cuando volveré a abrazar a mi familia.

Sí pude ver a mi padre ayer, mediante una videollamada. Así andamos: los virus y lo virtual, lo que no tiene apenas materia, tiene tanto poder para aniquilar como para consolarnos. Vi los naranjos estallando en azahares. Los guisantes cada vez más grandes en sus matas holgazanas. Las remolachas que conseguí colar en la caja, cuando fuimos juntos al semillero. A Bola y Zara pegadas a sus pies como dos escoltas. A Nico, gato bipolar, haciendo sus posturas de yoga. Vi mi casa. La buganvilla, el cactus que casi alcanza el tejado. Afueras que son parte de mis adentros. El olor y los pájaros y el calor en la carne y el embeleso a poniente, al caer la tarde: no puedo echarlos estrictamente de menos. Nunca echo de menos a mi hígado, sin verlo.

Raro. La vida refugiada. Los hábitos amputados. El sometimiento a lo invisible. Tal vez lo raro era esa fe nuestra en que éramos inmunes. Que, emancipados los unos de los otros, teníamos derecho a autodeterminarnos. Hombres de los virus, de los animales, las plantas, las aguas, el aire, de los otros hombres. Hablo en pasado, como si me creyera que cuando esta crisis pase seremos distintos. Que un baño de humildad nos cambiará el color y lavará la petulancia para siempre. Hay quien cree que las dificultades educan redimen. Francamente, tengo mis dudas. No creo que estemos dispuestos a creer en la pertenencia, en que somos parte de organismos más grandes que nuestros cuerpos, nuestras casas, nuestras castas y nuestras tribus. Somos muy de racanear el nosotros.

Pero ya habrá tiempo de evaluarnos como especie. Cuando la ilusión del futuro se nos devuelva. Ahora, el presente. Planternos seria, honestamente, la única cuestión que, ahora y en cualquier otra coyuntura, debería importar a cada uno: qué puedo hacer para estar a la altura.

domingo, 8 de marzo de 2020

Subversiva



No soy una rebelde. En absoluto. Nunca lo he sido. Los insurrectos habituales podrían categorizar afirmando que soy un ser sin sangre. No voy a negarlo. Allá cada uno con sus juicios simplistas. Mi propio juicio, igual de tosco, porque así suelen ser los juicios, es que soy demasiado perezosa para sublevarme. He aprendido a disimularlo a golpe de empeño. Emprendo acciones que se alinean con mis valores porque eso es lo que me parece una vida íntegra. Pero colócame en un cachito de mundo soleado: el entrenamiento en la vivacidad bullirá y escribirá órdenes sucesivas o simultáneas en la mente, pero mi sustancia básica buscará acomodo en el rayo de luz y no se moverá de ahí hasta que alguien no tire de la correa. Mírame ahí: soy esa salamanquesa. Benditos a los que la resistencia les salga por los poros y la boca. Benditos los nacidos con garras. A mí déjame disfrutar en mi pared blanca.

Y no me busques en manifestaciones o siendo instruida, tal vez instruyendo, en acciones de guerrilla. Me sobra holgazanería, ya lo he dicho, pero también me falta confianza en la hipótesis de que las sociedades puedan ganar medallas en salto de longitud: que sean capaces de mejorar de golpe y a las bravas. Yo creo más bien en el poder del paso pequeño y obstinado, de un convencimiento íntimo, intransferible, que quizás pase desapercibido incluso para ti misma, pero que te unce al carro del cambio y lo vuelven inevitable.

Nunca he sido desobediente, aunque sí remolona. Aunque por dentro blasfeme contra toda forma de autoridad o me burle de ella. No soy contestataria porque las buenas respuestas se me ocurren siempre a posteriori. Y, sin embargo, encuentro formas de ser subversiva que no imponen su cuota de fingimiento ni me suponen un esfuerzo de sobreactuación. Tengo la convicción de que el orden forzoso puede ser trastocado sin que haya que juntarse a corear lemas.

Aguantar en la posición propia sin entrar al capote de la discusión: subversivo. Abrir mucho los ojos ante la voluntad de dominio ajena e inmediatamente bajar los párpados muuuy lentamente, y darle la espalda al que se piensa que te intimida: provocador. Callar cuando se te espera furibunda. El silencio entero, ¿se te ocurre mejor ejemplo de contracultura?

¿Algo que moleste más que la seriedad, más agitador que la renuncia a participar en el movimiento global? Lo profundo es disidente. Lo complicado, lo lento, lo incómodo y lo largo. Lo triste. Lo desesperadamente alegre. La esperanza enhebrada en la aguja del escepticismo. El aburrimiento, la pereza misma. La ilusión cándida. Regalar cuando no es aniversario de nada, aceptar regalos. Mostrarte hermética, mostrarte vulnerable. La generosidad. Entregarte. Confiar en que, en el fondo, no hay tú y no hay yo. Empeñarse en entablar una relación íntima y tibia con el mundo. Liberar de peajes al amor.

Fundirte con la pared soleada sin dejar huella ni molestar a nadie: ¿hay algo más subversivo?

Los perretes, holgazanes, leales, cariñosos, saben ser subversivos



lunes, 2 de marzo de 2020

Pequeña Atlántida desmontada



Aquí había una isla. No la más remota del mundo, ni la más bonita. No aquella en la que vuelcas tus deshilvanados sueños de cambio. Difícilmente podrías haber construido en ella una vida radicalmente distinta: tu yo despojado de imposiciones y prisas, vaciándose de sí mismo en una playa perfecta, la ilusión de la facilidad por fin realizada. Aquí había una isla y a lo mejor era una de esas cuya reputación inflan las agencias de viaje y los filtros fotográficos: nativos obesos, niños taimados, charcos lejanamente emparentados con la lluvia, filetes de pollo empanados como los de cualquier hotel de Brighton.

Pero era una isla al menos, rodeada de asfalto y hormigón por todos sus bordes, con su flora y su fauna y su clima diferenciados del espacio circundante. Cruzabas la calle como quien toma un transbordador y llegabas a un diminuto reino soberano. Había una sombra de una solidez inexplicable. Había en sus orillas flores rosas grandes como tus manos. Había pequeñas arquitecturas cursis, pensadas más con la parte del cerebro que levanta fantasías que con la que diseña comodidades. Un puentecito por aquí, con un río tan fingido como el de los belenes, una torrecita de ladrillo: un mobiliario a base de souvenires. Había gente que jugaba al ajedrez, de vez en cuando. Esa concentración, ese silencio bajo la copa densa de árboles de otras latitudes eran lo que destilaba su atmósfera exótica. Lo que regalaba la opción de seguir creyendo que en un paisaje eminentemente humano pueden abrirse espacios más desahogados, más orgánicos.

Había una isla y ya no la hay, como diremos de otras en el Pacífico de aquí a pocos años. El agua subiendo es más insidiosa y gradual que una excavadora. Permite que te ahogues perezosa, conscientemente, darte cuenta de que los bajos de tus pantalones están mojados sin que le des mucha importancia, porque total, lo mejor de tu cerebro es que es asombrosamente adaptable. Es esa posibilidad de aclimatación lo que la máquina escamotea. Entre el aquí había y el ya no hay un lapso demasiado estrecho, una transición demasiado rápida. Como un ciervo fulminado por un disparo. Desapariciones tan violentas crean Atlántidas.

Yo no voy a mitificar aquel trocito de aire sin más mérito que el de haberse beneficiado de la exuberancia casi tropical con que crecen por allí las plantas. Ya sabes, procuro zafarme cuanto puedo de los pegajosos brazos del maniqueísmo. Lo que crecía puede volver a crecer. La naturaleza incluye los paisajes humanos. Los ecosistemas cambian, las ciudades serán tarde o temprano reconquistadas por la hierba. Lo he dicho y me lo he dicho un número suficiente de veces como para que la insistencia resulte ya sospechosa. En el fondo soy una viuda de lo verde y denosto casi todo lo construido y destruido por mi especie. Sólo que disimulo la rabia. Y por eso me limito a decir de forma más o menos aséptica que había una isla. Algo que en gran medida se mantenía a sí mismo y mantenía a otros. Algo que convivía.