miércoles, 18 de marzo de 2020

Día 3



Los viejos. Si tuviera folios grandes y una mínima pericia para la cosa gráfica, haría carteles para pegarlos en las paredes de las cuatro estancias de mi casa. Algo que pudiera recordarme siempre que, aquí y allí, retrepados en su soledad sólida y con ramas, los viejos siguen respirando. A duras penas, es cierto. Pero aún se empeñan. Hablo de los cobardemente elegidos por el virus, por supuesto, pero también de los que por ahora sólo están enfermos de años. Cada uno en su habitación descarnada, si tienen suerte. Los escasos amarres que los mantenían anclados a sus semejantes están siendo uno a uno cortados. Se acabaron las visitas. Se acabó juntarse a ver la tele o a jugar a las cartas. Van menguando los cuidados, porque los cuidadores con fiebre son letales. Impedidos, dolientes, infinitamente solos en días de mercurio y en noches de angustia.

Tengo que acordarme de los viejos de continuo. No para darme ánimos, o para sentir que este encierro tiene un propósito. Esas son buenas razones, si las necesitas. Yo no. Aún no. Quedarme en casa leyendo, haciendo el poco ejercicio que me sigue racaneando la cadera mala, cuidando de mi espacio, recostándome en un herbazal de tiempo, no me parece todavía heroico. Cuando consigo dejar de ponderar lo que podíamos hacer hasta hace sólo una semana y lo que podemos hacer ahora; cuando paro de acariciar un pasado tan reciente, tan remoto, con la insistencia con la que te pasas la lengua por una llaga; cuando me olvido de que el futuro vendrá seguramente lleno de cuervos, entonces me encuentro con un regalo. Todo este tiempo. Esta calma que me atrevería a calificar de onírica, si no se estuvieran viviendo pesadillas en otros lugares.

Esta mañana, después de limpiar casi cada centímetro cuadrado del dormitorio, como si estuviera restaurando un valioso cuadro, he arrimado una silla al balcón y he vuelto a mirar a los pájaros. Mi mente boba piensa: míralos, cómo van de locos, como niños en un nuevo mundo sin reglas. Pero lo más seguro es que sigan a lo suyo, como cuando los ruidos de los coches y los cumpleaños al fondo del parque. Me daba el sol en el escote. La calle vacía era mi patio. Estaba bastante cerca de la gloria. Tanto que me he obligado a recordar a los viejos. Solos. Insoportablemente frágiles.

No podemos. Ni ahora ni cuando la ola pase, cuando el mar se retire y lo deje todo lleno de escombros. No podemos olvidarlos.

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