Los viejos. Si tuviera
folios grandes y una mínima pericia para la cosa gráfica, haría
carteles para pegarlos en las paredes de las cuatro estancias de mi
casa. Algo que pudiera recordarme siempre que, aquí y allí,
retrepados en su soledad sólida y con ramas, los viejos siguen
respirando. A duras penas, es cierto. Pero aún se empeñan. Hablo de
los cobardemente elegidos por el virus, por supuesto, pero también
de los que por ahora sólo están enfermos de años. Cada uno en su
habitación descarnada, si tienen suerte. Los escasos amarres que los
mantenían anclados a sus semejantes están siendo uno a uno
cortados. Se acabaron las visitas. Se acabó juntarse a ver la tele o
a jugar a las cartas. Van menguando los cuidados, porque los
cuidadores con fiebre son letales. Impedidos, dolientes,
infinitamente solos en días de mercurio y en noches de angustia.
Tengo que acordarme de los
viejos de continuo. No para darme ánimos, o para sentir que este
encierro tiene un propósito. Esas son buenas razones, si las
necesitas. Yo no. Aún no. Quedarme en casa leyendo, haciendo el poco
ejercicio que me sigue racaneando la cadera mala, cuidando de mi
espacio, recostándome en un herbazal de tiempo, no me parece
todavía heroico. Cuando consigo dejar de ponderar lo que podíamos
hacer hasta hace sólo una semana y lo que podemos hacer ahora;
cuando paro de acariciar un pasado tan reciente, tan remoto, con la
insistencia con la que te pasas la lengua por una llaga; cuando me
olvido de que el futuro vendrá seguramente lleno de cuervos,
entonces me encuentro con un regalo. Todo este tiempo. Esta calma que
me atrevería a calificar de onírica, si no se estuvieran viviendo
pesadillas en otros lugares.
Esta mañana, después de
limpiar casi cada centímetro cuadrado del dormitorio, como si
estuviera restaurando un valioso cuadro, he arrimado una silla al
balcón y he vuelto a mirar a los pájaros. Mi mente boba piensa:
míralos, cómo van de locos, como niños en un nuevo mundo sin
reglas. Pero lo más seguro es que sigan a lo suyo, como cuando los
ruidos de los coches y los cumpleaños al fondo del parque. Me daba
el sol en el escote. La calle vacía era mi patio. Estaba bastante
cerca de la gloria. Tanto que me he obligado a recordar a los viejos.
Solos. Insoportablemente frágiles.
No podemos. Ni ahora ni
cuando la ola pase, cuando el mar se retire y lo deje todo lleno de
escombros. No podemos olvidarlos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario