Los trabajos. Los paseos. La
vida sin techo. Los abrazos.
Pero también la prisa. Y
otras irritaciones menudas de las anteriores rutinas: suspendidas.
Atascos. Alarmas. Subordinaciones mezquinas. Despedidas de solteros.
Las calles a codazos. Pero sobre todo la prisa. Es mi víctima
favorita.
Todo lo estoy haciendo al
menos a la mitad de velocidad de lo que solía. Me lavo los dientes
como si tuviera la boca de un cachalote. Desmenuzo zanahorias en
trocitos minúsculos: una forma de rosario. Practico taichí cuando
me estiro desde el sofá para coger un libro. Todo dura. Barrer un
piso de menos de cincuenta metros cuadrados como si fuera el palacio
de Versalles. O la playa de Los Lances. Respirar como una ballena
azul, no como una ardilla. Extender la esterilla de ejercicios con la
morosidad del vendedor de alfombras para el que una venta es una
forma de seducción a la antigua, un arte. En mi cerebro ya no hay
ráfagas de semipensamientos, imágenes que apenas se condensan y ya
se están disipando. No. Ahora pienso hierbas brotando en time lapse, estelas de un avión, paisajes cuya huella permanece en
la pantalla mental un rato.
No es una forma de engañar
al aburrimiento. En absoluto. No tengo nada contra él. Es más, me
gustaría toparme de vez en cuando con un charco de tiempo en el que
revolcarme cual cochino. Me gustaría parar y llegar al meollo de la
situación. Qué estoy aprendiendo. Qué es lo que no he echado de
menos ni un minuto desde que la vida se desacompasó. Qué es lo que
claramente sobra, y lo contrario, dónde pongo mis debes. Pero me he
vuelto tan lenta que... oh, ya está llegando otra noche.
(Mi pelo no. Sigue creciendo
a ritmo desaforado. Me pregunto si habrá un mercado negro de
servicios. Saldremos de casa al fin y antes que en los bares, nos
pegaremos otras cosas en las peluquerías)
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