sábado, 21 de marzo de 2020

Día 6



Los trabajos. Los paseos. La vida sin techo. Los abrazos.

Pero también la prisa. Y otras irritaciones menudas de las anteriores rutinas: suspendidas. Atascos. Alarmas. Subordinaciones mezquinas. Despedidas de solteros. Las calles a codazos. Pero sobre todo la prisa. Es mi víctima favorita.

Todo lo estoy haciendo al menos a la mitad de velocidad de lo que solía. Me lavo los dientes como si tuviera la boca de un cachalote. Desmenuzo zanahorias en trocitos minúsculos: una forma de rosario. Practico taichí cuando me estiro desde el sofá para coger un libro. Todo dura. Barrer un piso de menos de cincuenta metros cuadrados como si fuera el palacio de Versalles. O la playa de Los Lances. Respirar como una ballena azul, no como una ardilla. Extender la esterilla de ejercicios con la morosidad del vendedor de alfombras para el que una venta es una forma de seducción a la antigua, un arte. En mi cerebro ya no hay ráfagas de semipensamientos, imágenes que apenas se condensan y ya se están disipando. No. Ahora pienso hierbas brotando en time lapse, estelas de un avión, paisajes cuya huella permanece en la pantalla mental un rato.




No es una forma de engañar al aburrimiento. En absoluto. No tengo nada contra él. Es más, me gustaría toparme de vez en cuando con un charco de tiempo en el que revolcarme cual cochino. Me gustaría parar y llegar al meollo de la situación. Qué estoy aprendiendo. Qué es lo que no he echado de menos ni un minuto desde que la vida se desacompasó. Qué es lo que claramente sobra, y lo contrario, dónde pongo mis debes. Pero me he vuelto tan lenta que... oh, ya está llegando otra noche.

(Mi pelo no. Sigue creciendo a ritmo desaforado. Me pregunto si habrá un mercado negro de servicios. Saldremos de casa al fin y antes que en los bares, nos pegaremos otras cosas en las peluquerías)


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