Nos asustamos. Nos
reconfortamos. Tenemos broncas efímeras. A mí me regañan por andar
descalza por el mármol. Yo regaño porque la misma sudadera que ayer
estuvo en el Carrefour echa la siesta ahora sobre el edredón que
esta noche me subiré hasta los ojos. Nos reímos. Nos entretenemos
de las varias maneras que sabemos. Nos buscamos con los ojos cuando
escuchamos algo tremendo. Dormitamos. Competimos por el control de
Youtube mientras completamos faenas domésticas
sobredimensionadas, bienvenidas. Hacemos las paces con el Night
Fever de los BeeGees, que siempre es una solución de consenso.
Recorremos a distintos ritmos las curvas de la neurosis y el
consuelo, cada uno en una fase, a veces encontrándonos.
Decir a estas alturas que no
tenemos miedo es un poco grosero, además de insensato. Miedo por
nosotros, por nuestros propios cuerpos. Quizás esta carne que lleva
mi DNI y mi nombre está sana todavía. Pero yo ya no soy yo sola. Ni
tú no eres ya tú solo. Nuestras sustancias se confunden, galletas
puestas a hornear demasiado juntas. Si tú caes yo caigo. Y ese tú
se amplifica hasta límites imprevistos, como ondas en un estanque.
¿Tenía que pasar esto para que pudiéramos comprenderlo hasta el
tuétano? ¿Hay quién aún no lo ha pillado? Que somos diminutos.
Que somos a la vez vastos.
Vaya, que el miedo está
justificado. Esta no es una afirmación pesimista. Es un pilar de
nuestra casa. Hay que empezar a construir edificios en torno a una
prudente preocupación por dañarnos. No avergonzarnos del miedo, no
intentar sofocarlo. Sacarlo a la mesa del salón, ponerlo junto al
parchís o los libros. Usarlo como plastilina. Sin la componente de
la inquietud estos días no serían tan intensos. Serían sólo un
puto fastidio, o un receso. No nos brindarían alguna que otra
oportunidad de cambio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario