jueves, 19 de marzo de 2020

Día 4



Nos asustamos. Nos reconfortamos. Tenemos broncas efímeras. A mí me regañan por andar descalza por el mármol. Yo regaño porque la misma sudadera que ayer estuvo en el Carrefour echa la siesta ahora sobre el edredón que esta noche me subiré hasta los ojos. Nos reímos. Nos entretenemos de las varias maneras que sabemos. Nos buscamos con los ojos cuando escuchamos algo tremendo. Dormitamos. Competimos por el control de Youtube mientras completamos faenas domésticas sobredimensionadas, bienvenidas. Hacemos las paces con el Night Fever de los BeeGees, que siempre es una solución de consenso. Recorremos a distintos ritmos las curvas de la neurosis y el consuelo, cada uno en una fase, a veces encontrándonos.

Decir a estas alturas que no tenemos miedo es un poco grosero, además de insensato. Miedo por nosotros, por nuestros propios cuerpos. Quizás esta carne que lleva mi DNI y mi nombre está sana todavía. Pero yo ya no soy yo sola. Ni tú no eres ya tú solo. Nuestras sustancias se confunden, galletas puestas a hornear demasiado juntas. Si tú caes yo caigo. Y ese tú se amplifica hasta límites imprevistos, como ondas en un estanque. ¿Tenía que pasar esto para que pudiéramos comprenderlo hasta el tuétano? ¿Hay quién aún no lo ha pillado? Que somos diminutos. Que somos a la vez vastos.

Vaya, que el miedo está justificado. Esta no es una afirmación pesimista. Es un pilar de nuestra casa. Hay que empezar a construir edificios en torno a una prudente preocupación por dañarnos. No avergonzarnos del miedo, no intentar sofocarlo. Sacarlo a la mesa del salón, ponerlo junto al parchís o los libros. Usarlo como plastilina. Sin la componente de la inquietud estos días no serían tan intensos. Serían sólo un puto fastidio, o un receso. No nos brindarían alguna que otra oportunidad de cambio.


No hay comentarios:

Publicar un comentario