domingo, 28 de junio de 2020

Mrs.



Yo no me considero una persona especialmente seria. En serio lo digo, si se me permite la bobada. Soy lo bastante fácil de hacer reír como para merodear a menudo por el filo de la categoría “cortita”. Como los críos chicos, a veces exijo que se me repitan las gracias, y es posible que a la tercera o cuarta seguida siga agradeciéndolas con palmas. Si me lo permitiera a mí misma, podría tirarme ratos preocupantemente largos con las piernas contra la pared y en alto, contemplándome el dibujo a lo Pollock del dorso de las manos. Si un solo día completo en la vida dejara de sofocar mi innato talento para la pereza, me convertiría en cachorro. En una planta sin leña de las que se mecen.

Y yo creo que tampoco soy una persona áspera. No soy el colmo de la sociabilidad, ni mucho menos, pero valoro tanto los gestos amables, que procuro guiarme por una norma de gentilidad básica. Una vez alguien me dijo que me quedaba dormida entre sonrisas, lo que me pareció la táctica de cortejo más descaradamente interesada del mundo, a la par que un cumplido bastante aceptable.

Y, sin embargo, cada vez me siento con más frecuencia en los zapatos, deformados a la altura del juanete, de una vieja, refunfuñona y hosca inglesa. Con mis respetos. Me está creciendo a modo de segunda piel una falda de tweed a media pantorrilla y una rebequita. Salgo a la calle el tiempo imprescindible para darle de comer a los gatos callejeros hacer los mandados, y me vuelvo a la madriguera como si estuviera a punto de sonar una sirena antiaérea. Mis pies rozan la ciudad atestada añorando páramos. En los bares la gente brinda codo con codo, la mascarilla en ellos. Apago la tele cuando veo playas donde los cuerpos se amontonan como hace poco en las morgues. Y entonces me sale precipitadamente un “oh, banalidad”. Justo como a una sociópata seria y áspera.

¿Esto era? ¿Ésta la ausencia que tan doloroso volvía encerrarse en casa? ¿Esta hambre de sumar brazos y piernas y ojos a brazos y piernas y ojos ajenos, tantos de ellos anónimos? ¿Tan capital era la necesidad de fiesta? ¿Con tanta presteza nos damos cuidados paliativos de jaja jiji? ¿Tan duro fue y se olvidó tan pronto?

Ojo, que la alegría es y será siempre mi divisa. Y que entre mis mandamientos autodictados ocupa un puesto principal el de ser compasiva. Que cada uno se medique el corazón como precise. Que yo no sea jaranera no quiere decir que me parezca apropiado subirle los impuestos a los cohetes y a las serpentinas. Bueno, quizás sí a los cohetes.

Pero veo cómo las personas vuelven a convertirse automáticamente en gente. Cómo la distancias se acortan de nuevo y entre medias no parece condensarse el amor o la franqueza sino la compulsión del ocio. Veo un presente que reverencio tornarse en fiera devoradora de precauciones. Y me asusto. Como un cachorrito a punto de dejar de serlo.

miércoles, 17 de junio de 2020

El regreso



Hacía tres meses y medio que no entraba en mi casa.

Esta es una historia tan corriente, tan de todos y cada uno, que tal vez no merezca la pena que la cuente. Puede que no haya tampoco mucha carne pegada al hueso: me subí al coche, hice 200 kilómetros. Bajé sujetándome los bajos de la blusa para que el poniente no me pusiera al desnudo tan pronto. Toda precaución es poca allí donde los vientos se desatan. Un día hablaré a fondo sobre el viento. Diré que cuando aprendes a aguantar las batidas de un espíritu descarnado e imperioso te sientes un ser mineral y quizás ya nada puede herirte. Erosionarte, sí, dejarte suave y monda. Pero yo aún no he aprendido. El viento todavía se adelanta a la visión tranquila de mi casa.

Pero ahí está, desmelenada y como trémula, y no necesito explicarte cómo me siento. Si tú no has cebado esta primavera ni una mínima historia de deseo y añoranza, date por iluminada. Quizás estés más allá del corte psicológico medio. Por arriba o por abajo. En mi casa todo sigue en su sitio, salvo detalles decorativos. Dar con ellos es lo que hace que la mirada y los regresos tengan sentido. La hierbabuena desbocada en mi huerto de olores. Los higos en sus higueras, pequeñitos, duros y morados: si tuviera que ilustrar la futura entrada en el diccionario de la palabra preadolescencia elegiría esa imagen. El suelo granizado de peritas sanjuaneras. Mi padre más delgado y mi madre suave.

¿Puede limitarse una historia a contar a gritos que seguimos vivos? En el fondo todas las historias que importan tratan de lo mismo. Qué le pasó al héroe, qué hizo para mantenerse con vida, qué tuvo que sacrificar por el camino. Nosotros no somos héroes y por ahora lo conseguimos. Que cada cual decida si el tiempo y la distancia que usamos para ello fue más un regalo que un sacrificio.

Una historia tan común que ya está contada en tu cabeza. Una historia a la vez tan íntima. El meollo de mí que en ella late es la creencia de que sólo aquella es mi casa, no la que abro cada día con las llaves que llevo en un bolsillo. Esa no deja de ser otra historia, una muy vieja que me cuento. Ahora me creo con fuerza para decir que todo este tiempo, toda esta distancia, han estado operando discretamente en mí y rescribiéndome los relatos.

Mi casa no ha cambiado, porque no ha cambiado el amor que siento por ella. Mi casa no es siquiera aquel espacio físico que se deja hacer a fuerza de sol y viento. No está en un sitio que nunca alcanzo: me he pasado toda mi vida moviéndome o queriendo hacerlo para llegar a intuirlo. Mi casa no está aquí o allí, cerca o lejos, sino adentro y ahora. Tiene un revestimiento impermeable contra el deseo y la añoranza. No puedo contar, pues, muchas historias. Seguimos vivos.


Y haciendo crecer las cosas.


domingo, 7 de junio de 2020

Ni se crea ni se destruye*



No han dado todavía las 6:30 de la mañana. El cielo está de ese color azul a la vez oscuro y reluciente que no puedo relacionar con ningún animal, sino con objetos orientales y exquisitos por los que hombres ávidos y piojosos recorrerían antaño continentes. Sólo un mirlo se ha despertado conmigo y empieza a darle la murga a sus congéneres. El resto se estará revolviendo en sus ramas y bostezando, tratando de retener quizás la mansedumbre del sueño, cuando la realidad no te exige nada y tú no le exiges nada a la realidad. Yo me suelo despertar sin esa mansedumbre.

Aquí estoy, bien despierta. La próxima vez que me cueste dormir usaré esta frase como mantra. La repetiré muchas veces, hasta que me cale bien el agradecimiento. Aquí estoy, bien despierta. ¿Cuántos pueden decir eso? ¿Cuántos ya no tienen una boca para decirlo ni una red intrincada de neuronas para formularlo? Aquí estoy, bien despierta, una afirmación que no me permito en muchos momentos del día porque no me hace sentir honesta. Todas esas horas iluminadas por un astro que cubre graciosamente nuestras necesidades básicas, y qué complicado a veces mantenerse atenta. El sol sale todos los días, como saldrá aquí dentro de un rato, aunque tapadito con su manta fina de nubes blancas, y nos consiente como a niños, y apenas si le preocupa que no nos esmeremos en contemplar lo que ilumina.

Aquí estoy, bien despierta. Ya somos tres o cuatro pájaros. La mantita se tiñe de rosa. Llevo unos días diciendo que necesito unas señoras vacaciones para sentarme a respirar la vida con conciencia y aclarar minuciosamente lo que de verdad me importa. Necesito desengancharme un rato de la máquina imperiosa. Tengo arraigado el prejuicio de que eso sólo podré conseguirlo con finura si encuentro un lugar acogedor y limpio y callado y un tiempo luminoso, si me coloco decorativamente debajo de un árbol. Entonces la paz y las verdades se derramarán sobre mi cabeza y yo inhalaré todo eso y ya estará hecho el trabajo.

Pero como estoy aquí, bien despierta, sé limpiar la paja del trigo y desmotar los prejuicios. No hay lugar ni tiempo ideales. Ni para descansar, ni para reflexionar, ni para vivir la vida que crees que mereces, ni para adivinar por fin qué es eso exactamente. Hay este tiempo atropellado y ya. Una ola detrás de otra ola desafiando tu habilidad para ponerte en pie y plantarte con aplomo en la orilla. Hay el tiempo tacaño que tenemos y las menudencias habituales que exige seguir con vida, y en medio de todo eso, oculta como pepitas de oro en el lecho de un río, la oportunidad de estar en calma y de verle las vueltas quietas a la prisa.

Un ratito siquiera. Suficiente para recordarte que estás aquí, viva, bien despierta. Ayer leí en un libro que es un prodigio de entretenimiento que cada día inhalamos al menos una de las moléculas de oxígeno respiradas por cada una de las criaturas que han vivido desde que en este planeta hay entrañas hospitalarias para la atmósfera. Parece una hipótesis formulada por un bioestadístico puesto a tope de formol, pero es lo bastante hermosa como para hacer que tu domingo gire en torno a ella. Todo lo vivo pasando por tus pulmones, todo lo que pasa por ti y te hace, pasando por lo que quiera la evolución que tengan los seres en su interior o su exterior dentro de cien mil años.

Pienso en ello, en mi sofá no demasiado cómodo, sin más vegetación creciendo en torno a mí que unos brotes de albahaca que asoman tímidos en un frasco del Flying Tiger. No son las 07:30 y aquí sigo, bien despierta, llamando a las puertas de las horas apresuradas. Estoy viva y tengo en mí algo de todo lo que vive y ha vivido. El oxígeno respirado y cantado por los mirlos pasa por mi nariz y mi pecho y quizás mi pierna y, al salir de nuevo por mi nariz, alimenta a mis semillas recién germinadas. Estoy aquí, bien despierta, creando, sin esperar ningún Camelot, mi pequeño espacio de calma.

*La calma como el oxígeno.


domingo, 31 de mayo de 2020

Vuelve la prosa



Me senté en el pretil del río, en el mismo corazón de la postal: la ladera con su sucedáneo bien logrado de bosque, el monumento monopolizador, el agua cristalina que corre como en la idea de un río. La imagen era tan intachable que rápidamente se me olvidó lo invisible: que no me sentaba en un espacio público desde hacía casi tres meses. Que en el bolsillo del pantalón de quien me acompañaba había un espray de desinfectante, menos mal, porque tengo tendencia irresistible a andar toqueteando el mundo sin conciencia. Y cuando me pongo unas mallas tan bonitas y tersas como las que ayer me puse, el mundo se reduce drásticamente a mi culo. Lo confieso.

No voy a exagerar diciendo que teníamos el oasis para nosotros solos. Pasaban otras cuantas parejas de paseantes, los que sacan al perro, algún que otro jipi inasequible al recelo pandémico. Si yo investigara vacunas habría rastreado ya en su suero. Pero el Paseo de los Tristes sin las terrazas puestas y sin turistas dinamita sin remedio tu espíritu demócrata. Vivir la cara de la postal, limpia del garabateo y el runrún de detrás, es como vivir en una estrofa perfecta. Una vida de patricios.

Nos pasó lo mismo por las calles del centro, en la plaza Bib Rambla, evisceradas de todo signo de infundio turístico. Que regresamos a un tiempo en que el mundo era un secreto que se cuenta al oído. La plaza sin paella gomosa era la casa en el árbol con la que sueñan todos los niños sanos y decentes. Tuvimos que retirarnos la mascarilla para aspirar sin moderación el aroma embaucador de la flor de los tilos. Infectados al momento: de vegetación y codicia. Andando como si lleváramos escrito “la ciudad es nuestra” en la camiseta.

Obviamente, no se puede vivir dentro de la poesía sin pasar hambre. Volverá algo muy parecido a lo que aceptábamos como la normalidad y será de nuevo un poco banal y un mucho ruidosa. Habremos de sortear otra vez mesas en las que se come y se bebe y se olvida. Aparcaremos la fragilidad y arrancaremos los coches. El aristocrático paseo de ayer marca el inicio de mi particular desescalada.

Porque también yo saldré de ésta algo tarada, como todo hijo de madre humana. Herida más que por el miedo, por el retraimiento. Si ya era adicta al silencio social, las semanas de parálisis han hecho de mí una yonqui. Veo gente paseando en grupo, o haciendo cola para echarse una cerveza al fresco, y me siento casi de otra especie. La gente me espanta, por mucho que, cogidas selectamente de una en una, me puedan interesar y hasta encantar las personas. Ahora que la colmena se reactiva, he de desvestirme el traje de la abeja solitaria (que las hay, conste). Me recordaré continuamente que, en mi pirámide de valores, la compasión y los vínculos están por encima de la comodidad del individuo.

Y si alguien cree que lo arduo era estarse encerrado en casa se equivoca. Obedecer siempre es más fácil que adoptar decisiones ajustadas a una ética propia. Lo complicado viene ahora: escapar de la dialéctica elemental del heroísmo y la batalla y vivir una vida en comunidad responsable. Reaprender a andar haciendo quizás demasiados equilibrios. Entre lo mío y lo de todos. El placer y la responsabilidad. La despreocupación y la alarma. Entre la poesía y la prosa.

domingo, 17 de mayo de 2020

Superpoder



Nunca he sabido muy bien qué responder a esa pregunta de cuestionario tontorrón acerca de qué superpoder me gustaría disfrutar, si hubiera elección posible. Para empezar dudo bastante – y las tramas de X-men están conmigo – de que un superpoder pudiera aportar una alegría limpia. Una potencia personal más allá de las capacidades de un humano medio seguramente multiplicaría por cinco o diez la cuota de soledad, de por sí jugosa, con la que uno nace. Poder leer las mentes de los que te rodean, marearte con ese barullo cacofónico, y que a cambio nadie te comprenda. Ser invisible, fisgonear en las vidas ajenas, y darte cuenta de que no era preciso renunciar a la materialidad para que tu peso en ellas resulte insignificante. Teletransportarte para descubrir que la imaginación es una fiera hambrienta a la que siempre le parecerá deseable cualquier lugar distinto de aquel en el que te encuentras. Tener una fuerza tan descomunal que dar abrazos te asuste.

Sin embargo, hace unos días me topé por ahí con una frase que, estampada en algodón, no engendraría quizás la camiseta más cool del mundo: Calm is a superpower. (Escribo esto y a la vez busco las imágenes que Google asigna a este mantra. Rectifico: hay posibilidad de merchandasing). Ajá, me digo, la calma. Ese es el superpoder que yo elijo.

Mejor: ese es el superpoder que me elige. Los deseos grandes rara vez tienen una réplica a su altura. Por eso me parece más hermoso imaginar que los superpoderes van por ahí, flotando por el éter, buscando un poco distraídamente en quién encarnarse. Y así es cómo estoy yo en mi balcón otra vez, elucubrando si los barrotes me broncearán las piernas con un diseño de código de barras. O a pique de llevarme una falange por delante mientras pico cebollas, porque con la canción que está sonando la cohesión entre mis células se afloja. O admirando cómo mi famélico jazmín aguanta en sus tallos el embate del viento, la carga de unas gotas de lluvia bien gordas. Es cuando una nubecilla de calma pasa por mi ventana y me descubre. Y calcula que, pese a ese fondo inquieto que la tranquilidad de mis costumbres y gestos sólo disimula en parte, yo podría resultar un acogedor envase. Y entonces el superpoder me toma, más o menos como cuando la araña radiactiva pica a Peter Parker.

Y pasa lo que también en X-men te han contado. Que al superpoder hay que hacerle un hueco apañado para que no se roce mucho con tus estructuras y las dañe. Que hay que aprender a modularlo. Te cambia, pero tú también tienes que cambiarlo. Porque de lo contrario se vuelve ingobernable: si te descuidas, la calma puede convertirte en roca y hacer que todo te importe una mierda. Todos estos días la entreno, por tanto. Embrido mi calma, le pongo luego las noticias, y no permito que se desboque ante las cifras diarias de unos muertos que, pese a curvas descendentes, hace tan poco que han dejado de ser personas que no deberían ser ya puro número. O ante las imágenes de los que reivindican airadamente el retorno de sus libertades individuales, envolviéndose sin notar el sarcasmo en una bandera que. oh, sorpresa, tal vez no nos represente a todos.

Y así, domesticando a mi superpoder, impidiendo que me domine y me vuelva impasible, es como puedo disfrutar de su pasajera gracia. Gracias a ella puedo darme cuenta de que no es ni siquiera ético que, en medio de tanta exuberancia – los pulmones intactos, la casa amable aunque modesta, las necesidades cubiertas, la hoja nueva de los árboles – dedique una atención desmedida a lo que me falta.


lunes, 11 de mayo de 2020

No corras



¿Qué hora es, dime?

Parece una pregunta sin complicaciones. Pero ahora mismo, para mí son las 09:34 de un 11/05/2020 que no volverá a repetirse. ¿Y para ti? ¿Qué instante irrepetible estás ocupando? Incluso aunque a ti y a mí nos rodeen los relojes, las respuestas nunca son fáciles.

Busquemos pues una solución de consenso. Pongamos que son las 19:53 de un día de los de últimamente. Pongamos que ni yo estoy escribiendo ni tú estás leyendo esto que te llega rebotado. Si no tengo turno de tarde, ni hoy es uno de esos días excepcionales en los que me da la levantera del ayuno, a las 19:53 probablemente esté a punto de empezar mi cena. Estoy adelantando y hasta suprimiendo mi horario de comer por la noche. Mala época para los viejos hábitos. ¿Y tú, qué haces?

No te conozco de nada, no me conoces. No eres uno de mis escasísimos lectores habituales. De ellos ya empiezo a saber de qué pie cojean y con cuál pisan fuerte. De ti sólo puedo calcular que a esta hora, 19:53 de uno de estos días trastornados, debes de andar atándote los cordones de las zapatillas deportivas. En cinco minutos estarás besando con ellas mi calle o la calle de abajo; el puente a cuya altura el río es domesticado y se encanija y desfallece; el paseo donde no crees que pase nade si haces un descansito en un banco; cualquier atajo que pienses que sólo a ti se te habrá ocurrido tomar, por eso de cruzarte con menos gente; o cualquier calle, en realidad, cualquier camino de tierra de las afueras por donde nunca, nunca hasta ahora había andado ni tú ni nadie.

19:58. Antes de hincar el tenedor en la ensalada me asomo al balcón un instante, porque la hora feliz de los garitos de guiris suele coincidir graciosamente con la hora feliz de la luz en primavera. Te veo justo entonces. No has podido esperarte a que den las ocho. Total, dos minutos más o menos qué importan. La vida no es un asunto de cálculos. Tampoco podías esperarte antes. Ya sabes, cuando dos minutos antes de la hora pactada incitabas al aplauso a todo el barrio.

Se ve que las ocho de la tarde es una hora fetiche, especialmente apta para los rituales. Momento clave para aflojar las restricciones internas de la jornada a fuerza de mojitos, crepúsculos, homenajes, paseos y trotes. No voy a confesar que a mí las ceremonias grupales me revientan, pero casi. Digamos que me incomoda hacer manifestación pública, porque toca, de sentimientos que, de tan sinceros, resultan obvios. Pero debo confesar que he echado de menos tus prematuros aplausos. Un guirigay de charlas, zancadas de carrera y tocotós de ciclistas restallando contra los escalones de la cuesta ha ido sustituyendo a las palmadas. Tú no perdonabas ni un día la cita. ¿Lo recuerdas? Hace poco más de una semana.

¿No te acuerdas de a quién aplaudías? ¿Te haces cargo de lo que sentirá una de esas enfermeras agotadas a la que agradecías el sacrificio cuando te vea corriendo con tus dos colegas, usando los bancos públicos en corrillo, yendo sí o sí allá adonde no se puede evitar el roce? Porque reconquistar las calles y las sendas es lo que ahora toca. Aplaudir en forma de pasos la libertar propia.

Ah, pero permite que te diga una cosa. Resulta que la vida sí que es cuestión de cálculos. Un asunto de mucho o muy poco. Mucha gente en las calles = contagio. Demasiados pacientes = sistema sanitario desbordado. Muy poco oxígeno en las células = muerte. Demasiado libre albedrío más muy poca responsabilidad individual= caos.

Son cuentas casi más sencillas que responder a la pregunta de la hora, me parece. Vuelve a tu casa y piensa en ello. La libertad no es una operación de lo que decides más/menos lo que te dejan hacer. Es un estado interno e independiente de si estás o no metido entre paredes. Yo también quiero aire libre y correr y abrazar a mi gente y chupetear un cucurucho en un banco y devolverme a mis paisajes primordiales, pero elijo posponer las satisfacciones inmediatas. Entre lo que necesito yo y lo que necesitamos todos, me quedo con lo segundo. Elijo que haya más vida, una vida decente para todos en cuanto sea posible, antes que unas migajas en forma de paseos apelotonados.

Así que haznos el favor y no corras. Vete mejor a tu casa y aplaude.

domingo, 3 de mayo de 2020

Incontenible



Sigo haciendo una parte de la vida en el balcón, a pesar de que el paisaje urbano haya vuelto a cambiar dramáticamente. Soy una gárgola más extraña aún que la de las catedrales. Ahora mismo hago equilibrios con el portátil sobre el regazo, escamoteando superficie a la placa solar en la que pretendo convertirme. En mi nueva normalidad, y mira que he jurado que iba a censurarme a rajatabla para no usar la expresión odiosa, la intención era no amontonar tarea sobre tarea en un mismo tramo de tiempo. Si estás fotosintetizando y dejando que la atención baile con cualquiera, no se te permite andar entrando y saliendo del yo impunemente, como un gato intransigente con respecto al cierre de puertas.

Pero que la lengua se le ponga negra al que pronuncie nueva normalidad con la fe dura de los conversos. Estoy casi convencida de que todos cruzamos los dedos a la espalda cuando decimos o somos dichos que la realidad ha de ser irremisiblemente tuneada. Todos debemos de andar obsesionados con recuperar nuestro propio orden tal y como lo dejamos hace mes y medio. Continuar la frase justo en el “decíamos ayer”. El río de gente que pasa bajo mi balcón lo demuestra. Yo también, tan inepta como siempre para traspasar los umbrales y enfocarme en un solo asunto.

Salto de contarme los lunares a escribir una frase, a seguir el viaje de las pelusas vegetales, a considerar si realmente hay algo que necesita ser dicho, a rezagarme en las charlas de las personas que se van encontrando por la calle, casual o intencionadamente. Vigilo desde mi puesto de control, pero no a la gente que pasa sino a mí misma. Es verdad que tengo que contenerme para no gritar como una Torquemada cosas como: “¿tú qué parte de hacer deporte individualmente no has entendido?” o “me parece a mí que tienes un cutis demasiado estupendo como para tener más de setenta años, amiga”. Me muerdo la lengua. La linterna del faro ha de iluminar hacia adentro.

Me doy un haz de luz para que mi compasión no encalle en bajíos ni se extravíe. Ayer pasó, me parece. Tuve una relación tirando a bipolar con la especie. Por la mañana no pude contenerme y salí también a la calle, pese a lo mucho que había fardado delante de mí misma de que podía esperar y no salir el primer día, imitando escenas de montoneras en las rebajas. Pero salí, y salió otra mucha gente, y todos me parecieron ligeros, nobles y alegres. Personas felices tan solo por moverse y saludarse desde lejos. Entonces me pareció que, rebautizados por el sol, éramos por fin animales hermosos.

A partir de las ocho de la tarde la cosa cambió, y los que eran corceles se transformaron en termitas, royendo las calles, tris tris, con gula. Como yo por la mañana, nadie se contuvo, y bajo mi balcón pasaron hordas. Familias enteras, cuadrillas de adolescentes que se rozaban los dedos, pelotones de ciclistas kamikazes. Una alegría y una sensación de liberación incontenible, una preocupación incontenible por mi parte. Toda esa gente, y yo sintiéndome como uno de esos corzos que han estado merodeando en algunas ciudades. Odiando la hipótesis de que la falta de contención de algunos me obligue a contener sine die el control de mis idas y venidas, y la vuelta a mi hogar, y la concreción en carne y tronco y arena y hoja de mis amores.

No, no tuve compasión ayer por lo incontenible. Me fui a la cama con rabia, por la feria en la calle, por mi impaciencia. No supe ver que todos estamos sufriendo más o menos, justificada o solapadamente, de alguna u otra forma. Todos echamos de menos algo o a alguien. Todos queremos andar sin que se nos dicte dónde y cuándo y cómo, mirarnos analógicamente y olernos tal vez ,y retozar unos con otros como mamíferos normales.

Y ya ha llegado la hora de los abuelos, mientras escribo esto. Ua pareja muy, muy vieja se apoya entre sí para subir los escalones de esta cuesta medio lisboeta. Ella con una mano en la cintura y la otra en el hombro del tanto rato marido. Él colocándole la mascarilla en un momento de respiro. Están vivos y juntos y bajo el mismo sol que a mí ha empezado a quemarme el escote. Son la luz que alimenta mi faro.