martes, 31 de julio de 2012

A favor de la exasperación


Me voy a arrepentir de este post en cuanto lo publique. O tal vez no. A lo mejor funciona como una de esas hostias peliculeras que lobotomizan a la histérica actriz secundaria. A lo mejor lo escribo de un tirón, y luego me voy a trabajar la mar de relajada, y lo olvido para siempre, hasta que llegue el día improbable en que me ponga a repasar mis articulillos (improbable porque, una vez publicados, jamás vuelvo sobre los pasos escritos). Entonces, arquearé mucho las cejas, cual retoño de Zapatero, miraré a mi derecha, miraré a mi izquierda, en busca de testigos y, abochornada, me preguntaré “¿pero quién coño ha escrito esto?”. Y, como seré incapaz de identificarme con lo escrito, porque, ustedes disculpen, pero yo no me parezco a esa histérica actriz secundaria, pues dejaré de leer y, tan pancha, volveré a irme relajada al trabajo, o adonde el levante quiera que vaya.

Así que esto va a ir sin censuras, ¿vale? No pienso juzgarme. Si vuestro juez interior se ha levantado hoy especialmente profesional, a pesar de los recortes en el Ministerio, allá vosotros con él. No vengáis luego a darme toquecitos en la sección comentarios (requerimiento de lo más innecesario, por mi parte, porque parece ser que dicha sección ha pasado a la UVI). Dejad que vomite mi alegato a favor de la exasperación, y luego, si acaso, acompañad el punto final con ojitos compasivos, y un par de frases de tipo “Silvia, qué chiquilla. Es pasto para las hormonas”.

Pasa que desde hace una semana mi cuerpo se está llenando de ronchas rojas. Como lo leen. Ronchas. Rojas. Imposibles de asimilar a la dematitis atópica, esa vieja compañera, o a picaduras de dípteros, himenópteros, arácnidos, pulgópteros, o chinchépteros (vale, estos dos últimos son de creación propia). Que no pican. Que crecen de tamaño. Que salen en oleadas. Cuando una lleva la trayectoria dermatológica que lleva, y además se bate contra una hipocondría en retirada, todo su autocontrol se consume en la tarea de no pronunciar mentalmente las palabras “sarcoma”, “sida” o “sífilis”. A partir de ahí, el pilotito de la serenidad se pone en rojo. Una monta en cólera, como lo oyen, o se echa en los brazos sudados de la lástima por una misma. Como si una no tuviera suficiente con lo que tiene. Como si a una la estuvieran condenando al unísono por un montón de infracciones que ocurrieron espaciadas en el tiempo. Una cavila. Se desconcierta. Canturrea “pero esto qué es pero esto qué es ahora pero esto qué coño es”, igual que un mugroso cantante grunge. Busca una miserable pista. Se compara con los seres vivos de los que tiene noticia. Hace estadística chusca, y establece que no, que semejante superposición de males cutáneos, normal, normal, no es.

Una se pregunta en qué demonios se está equivocando. Repasa su alimentación, su medio ambiente hogareño, las diversas porquerías a las que se ve expuesta en el trabajo, la meteorología, el estado del tráfico de la ciudad en la que vive, su talante psicológico. Y se da cuenta de que no encuentra explicación alguna. Entonces, una comete un error garrafal: apela a la justicia. Sus pensamientos se encuentran una señal de STOP como una casa, pero ella se la salta. Sabe de sobra que por ahí no se va a ningún sitio. Que, en materia de salud, una debe limitarse a aprobar el parvulitos de no ponerse ciego de drogas, tabaco, margarina o alcohol, y ser consciente de que, en los cursos sucesivos, la nota que te pongan va a ser, como poco, arbitraria. Una sabe que su cuerpo es otro más de esos mecanismos naturales al que se la suda la moralidad de si un suceso es justo o injusto. Y, a pesar de saberlo, no puede dejar de repetirse que esto que le pasa es injusto, muy injusto. Es incapaz de tragar lo inexorable del asunto.

Lo peor mejor de todo es que una no está sola. Y que en el manual limitado de su comportamiento no cabe la modalidad de autocompasión silenciosa. Así que L-L-O-R-I-Q-U-E-A. Y cuando una lloriquea en compañía, el sufrido público, bendito sea, se ve en la obligación de tener que aportar algo de cordura. Tiene que decir algo para demostrar su empatía. Veamos el siguiente teatrillo:
  • Mujer/hija, seguro que no es nada, y se quita en dos días”
  • No me toques los/la cojones/moral, anda, que todavía estoy esperando a que se me quite lo otro, replica la compungida aunque grosera Una.
O, in crescendo:
  • Tienes que hacer un esfuerzo por mantener la calma.
  • ¡¡¡¿La calma? ¿La calma?!!! ¿Y tú que te crees que llevo haciendo desde hace más de dos años? Que me van a dar el cinturón negro del acatamiento budista, colega. ¿Tú rabias de picor? Pues te callas. No tienes derecho a pedirme más calma.
Y el acabóse:
  • ¿Qué va a pasar si un día te diagnostican un cáncer?
Silencio de gánster moldavo por respuesta. Una se compromete consigo misma a no volver a verbalizar su pena negra. Y se indigna. Empieza a estar un poco harta de no tener derecho a la desesperación fugaz. Harta de asepsia emocional. Harta de que todo tenga que pasar por el filtro sin turbulencias de la serenidad. Vale, la desesperación no es en absoluto útil. Pero es real, igual que es real el sufrimiento de los enamoramientos falsos. E impedir que esa desesperación aguda se termine de quemar, velozmente, como la yesca fina que es, camufla algo que tarde o temprano empezará a oler mal.

Así que, cuando veas a Una en este estado, déjala que se desfogue un poco, anda. No pasa nada. Aunque en ese momento no lo puedas creer, ella parece una persona sensata y pragmática. No tienes que pronunciar palabras de consuelo. Una tiene un repertorio de ideas consoladoras que ni las vendedoras de Avón. En breve, se quedará tranquilita como un cordero nonato. Cógela de la mano, a secas. Los fogonazos de exasperación son terapéuticos.


P.D.: Pitiriasis rosada de Gibert. Eso es lo que me pasa. Otro más de esos virus que me aman. ¿A que suena a poesía victoriana? Parto pecho.

domingo, 29 de julio de 2012

Retiro


Por supuesto que puedes subir hasta aquí en coche, cómo no, si casi podemos conducir hasta la luna. La carretera es estrecha, y la capa de asfalto disimula, a duras penas, que hasta anteayer fue un simple camino de herradura, pero no tiene muchas curvas. Yo misma la he utilizado dos, no, tres veces, para acarrear hasta aquí las cosas a las que no he sido capaz de renunciar. Podría haberlas cargado en un mulo, y porteado a pie desde Santu Adrianu, pero mi vocación por la autosuficiencia no llega hasta esos extremos de delirio. Que no creo que se me diera mal del todo, tirar de un mulo, oye. Una vez, un compañero de trabajo y yo guiamos, por media sierra de Iznalloz, a una burra que nos encontramos abandonada, y a mí me resultó un placer muy dulce escuchar aquellos cascos gastados y retumbantes, por detrás, tan obedientes como el eco de mis propios pasos. Serán los genes arrieros. Pero los proyectos personales deben ser lo suficientemente amables y plásticos como para adaptarse a la realidad circundante, si uno no quiere que se le ponga cara de Charles Manson. Y mi realidad circundante es que a) este no es un lugar tan remoto como para que te presten un mulo; b) tengo un coche la mar de majo, a pesar de su vicio de alimentarse de gasoil; y c) los utopismos me dan una risa bárbara.

Pero si llevas poca carga, te recomiendo que la metas en una mochila, y que subas andando por el desfiladero. Es lo que hice yo, una vez que hube colocado mis escasos aunque pesados trastos en la casita, y las provisiones dentro de la despensa. Creo que siempre es bueno empezar lo que uno se propone a pie, sobre todo cuando el camino empieza con una cuesta. Eso te da una idea de las fuerzas con que, desprovisto de prácticamente todo lo que no sea tú mismo, cuentas. Empiezas a andar con la vista fija en las piedras del suelo, y después de unos minutos de marcha, te das la vuelta y, entre jadeos, te asombras de haber sido capaz de subir tan alto, montado sobre tus tus propias piernas. La palabra júbilo es muy apropiada para ese momento. Pero ya te he hablado mil veces de esa sensación, ¿verdad? 
 
Aunque te lo advierto, te va a costar mantener la vista fija en el suelo. Vas a querer asomar medio pie por el borde del barranco. Te va a pasar por la zona más desbocada y bruta de tu imaginación la idea de arrojarte a la dudosa red de seguridad de esa jungla que esconde al arroyo, que parece mentira que quede a más de cincuenta metros de profundidad, con el escándalo que arma. Llegará incluso el instante en que, a pesar de que lo folclórico te dé tantas ganas de orinar como a mí, empieces a pensar que el nombre de “Desfiladero de las Xanas” está requetebién puesto, porque, que una de esas hadas fluviales de los cuentecillos de pastores haya logrado embrujarte, entra de pronto en la quiniela de tu objetividad. No temas. Es el efecto un poco tóxico que provoca el paisaje que atravesarás, la borrachera de aire verde, la vegetación que cabalga obsesiva sobre las paredes blancas, tan verticales como las de tu propia casa, del desfiladero.


 Cuando estés medio habituado ya al precipicio y a las entrañas de un bosque que te sonará a tropical, cuando no te acuerdes del televisivo mundo de allí abajo, cuando esta ascensión empiece a parecerte un poco demasiado ritual, entonces la arboleda comenzará a abrirse. Intuirás el prado diminuto y la choza detrás de la primera empalizada que verás, preguntándote si es posible que la loca de Silvia se haya podido retirar justo a este lugar, apenas arrebatado a los árboles. No creas, también a mí se me pasó por la cabeza escogerlo. Tiene soledad a toneladas, tiene silencio, carece de esos horizontes y panoramas que son la excusa perfecta para levantar la vista del ordenador. Pero, repito, mis ideas fijas son muy fáciles de engatusar. Y, cuando al final, sí, esta vez sí es el final, de la cuesta te encuentras con el mosaico de praditos cargados de bondad, con las flores y las montañas, y con las casas robustas de Pedroveya, Dosango, La Rebollada, ¿quién se acuerda del libro que uno venía a escribir aquí? ¿Quién quiere meterse en un agujero verde, y llenarlo de palabras perecederas e intercambiables? ¿Quién es capaz de decirle que no a un mundo que te está proponiendo idilios?
Lo que verás desde la ventana donde desayuno

 Así que en esas estamos, amigo. Escribo, sí, pero mucho menos de lo que había planeado. Está claro que voy a necesitar más tiempo del que me ofrece este verano de retiro para acabar el dichoso libro. Al final olerá a tubo de escape y a ciudad, para variar. No importa. Voy aprendiendo otras muchas cosas. Tengo unos vecinos relativos, Fonsu y Amelia, viejos como una cueva, que me han adoptado, y me enseñan a guiar las matas de fabas por las varetas de avellano. A ordeñar sus dos vacas. ¡A hacer mantequilla y queso! A guardar a las malditas gallinas rebeldes. A hacer un buen fuego en la chimenea, porque en estas alturas, de noche, refresca. Ayer estuve ayudando a Fonsu, horquilla en mano, a hacer montones de heno recién segado, y hasta me dejó dar un par de vueltas y cabriolas con su segadora pequeñita. Gran tipo, de palabras escogidas y nudosas como sus propias manos. Siempre me dice “menos hablar en el trabayu, nena”, y yo me parto. Pero tiene razón. Por las mañanas trasteo en el huerto, hago pan de maíz. Cocino, tratando de usar la menor cantidad posible de las provisiones que subí en el coche. Apenas gasto electricidad. Ayudo y dejo que me ayuden. Me trago las palabras, por las mañana, y luego, tras una siesta cortita, las regurgito por la tarde, en el ordenador. Por supuesto que aparto la vista de la pantalla. Habría que ser muy tonto y, no sé, muy histriónico, para no hacerlo. Y, aunque lenta, tortuosamente, parece que la cosa avanza. A eso de las ocho, vuelvo a callarme. Si el tiempo lo permite, me doy un paseo, de un pueblo a otro, a esa mancha de robledal que todavía no he catado, o hasta algún pico rocoso no muy exigente. Y si llueve, con esa suavidad como de caricia, me doy un atracón de mirar, sentada en el poyete de la fachada, donde he aprendido a dejar mis propios zapatos. Espero ver pronto los tuyos en el mismo sitio.

viernes, 27 de julio de 2012

Sobre ruedas


Otra de las ideas fijas que tenía para las vacaciones, aparte de la de no dormir cada noche en un hotel, y la del tumbado mississippiano, era la de alquilar una bicicleta. Más allá de estos requisitos básicos, lo mismo me daba acabar en Asturias que en Tombuctú. Que, a todo esto, digo yo que la administración del exquisito Principado bien podía plantearse ya el concederme una paguita por la promoción que estoy haciendo de sus múltiples encantos. Aunque, tras la batida en retirada del Espeluznante Señor Cascos, la cosa no me pone tanto. En fin, que quería montar en bici. ¿Y por qué ese antojo, si llevaba más de quince años sin plantar mis reales en un sillín? Pues vete tú a saber. Una de mis ventoleras patológicas. Quizás es que, después de dedicar un post al correr y otro al nadar, a una parte muy cutre de mi cerebro le apetecía hacer la cuadratura del triatlón (esto, la triangulación). O quizás el bicicleteo era la única actividad de turismo patrocinado por Decathlon, además del senderismo brutal, que mi compañero de viaje estaba dispuesto a compartir conmigo. 
 
Así que Villanueva de Santo Adriano (Santu Adrianu. Como podrán darse cuenta, señores principadistas, reboso respetu por la diversidad de las chacharillas lenguas habladas en su bendito territorio. Perdón, se me escapa el pipí). Diez de la mañana de un lunes de julio. El Susodicho y la Abajo Firmante merodean en torno al chiringuito de alquiler de bicicletas ubicado en el área recreativa que se mencionó hace dos post. Vuestra amiguita es una antena parabólica de inseguridad. A punto está de echar mano de uno de sus pintorescos y ventajosos dolorcillos (piel de las manos en proceso de readaptación al mundo, rodilla hipocondriaca, contractura cervical nacida en la patria querida), por si consigue abortar la Operación Velocípedo. Como ya ha dicho, no se ha montado en una bici desde que su cuerpo empezó a ser bombardeado por testarudas lluvias de estrógenos. ¿Volverá a hacer alarde de su natural torpeza física? ¿Será capaz de mantener el equilibrio sobre ese aparato que, de pronto, se le antoja de apariencia sádica? ¿Se le acercará una pareja de la Guardia Civil, alcoholímetro en mano? Con suerte, el chiringuito cerrará precisamente el lunes, vaya por dios, y entonces habrán de conformarse con una bonita e indulgente excursión. 
 
Pues no. Ahí están ya, aparcaditas, las bicis, la mar de educadas y cursis. El colega que las pastorea escoge para la Abajo Firmante un ejemplar de color kiwi, “muy facilita de llevar”, dice, subido en su increible capacidad telepática. Y mientras Susodicho y el Pastor de Bicicletas negocian sus cosas, ella huye a la espalda del chiringuito, y se sube a la bici sin sufrir un tirón en la ingle, que era uno de sus más indignos temores. Pone pie derecho en pedal derecho y, ahora viene lo bueno, lo arriesgado, lo acrobático, pie izquierdo en pedal izquierdo. El manillar cabecea un poco, ella mueve las piernas como corresponde y, oh, el milagro sucede, el tópico se cumple: montar en bici es algo que no se olvida nunca. Rueda un minuto en círculos, comprobando su control de las direcciones. Frena en seco. Echa pie a tierra. Quiere gritar yoojojoooii. 
 
Porque en esa secuencia de aclimatación se condensa un puñado de memoria de la que Abajo Firmante no tenía noticia consciente. De golpe recuerda el patio de la casa de La Línea donde aprendió a montar en una diminuta bici roja dotada de ruedecillas auxiliares. Recuerda, con cierta creatividad, a su padre sosteniendo con una mano el manillar, y con la otra su espalda, una vez que esas ruedecillas fueron amputadas. Recuerda el pueblo de su madre como el Dorado Reino de las Dos Ruedas. Una vez, siendo ella pequeñita, en que su tía Esperanza se la llevó montada en el portabultos de su cálida bici azul, y empezó a rodar y rodar y rodar, dejando atrás el cartel con el nombre del pueblo tachado, circulando ya entre viñas y olivares cuya visión se empezaba a deshacer como una acuarela húmeda, y a ella le entró miedo de apartarse tanto de lo conocido, y quiso volver. 
 
Aunque carece de imágenes rodantes de su abuelo, recuerda su bicicleta elegantísima, tan retro que todo lo que quedaba a su alrededor se teñía de color sepia. Abajo Firmante intuye que varios miembros de su familia conservan en sus teléfonos móviles la foto de esa bici recortada contra la hiedra del patio, junto a esa extraña piedra clara que parece una pila paleocristiana. Un recordatorio de pura simplicidad veraniega, en la que flota, muy discreto, el amor filial.

Las bicis de sus primas, aguerridas como mulos, las bicis, no las primas. El intento, demasiado ambicioso para sus piernas de entonces, que María José y ella hicieron de llegar a la Fuente del Espino. La ostentosa bicicleta de montaña que sus padres compraron a Abajo Firmante y a su hermana (¿Una bici por niña? ¿Dónde se había visto semejante derroche?), y que suscitó cierta tirria entre las primas desconocedoras de piñones y platos. La baca que hubo que comprar para transportarla al pueblo en las vacaciones de verano, y que tan pocas veces se usó. Aquella vez en que cruzó sin mirar la calle de Málaga en la que vivía, y un coche estuvo a punto de darle un topetazo, cómo no supo reaccionar de otra manera que pidiendo un tímido perdón, y el tono entre furioso y angustiado que usó la conductora para decir “perdón de qué, perdón por qué, que casi te atropello”. Abajo Firmante no cree tener más recuerdos, desde entonces.

Por la tarde, tumbada sobre manta y césped, es cuando toca hacer recuento de todas estas pequeñas memorias que se funden con el verde flagrante de los robles entre los que hoy ha circulado, y con una punzada de orgullo por su cuerpo que funciona. Tiene un dolor en la parte de los isquiones (búsquenlos en el Google, amiguitos. Yo me aprendí su ubicación en Pilates) de tipo el opulento Cayo Fortunato propina una azotaina, con verde vara de fresno, en el culo de su esclava favorita, porque ha sido muy, muy mala. Pero fantasea con el proyecto de limpiar de polvo y telarañas la vieja bici de montaña, arrumbada en el garaje de su padre, arreglarle las ruedas, y comerse kilómetros por los carriles de media Andalucía. Qué chiquilla tan fácil de contentar, esta Abajo Firmante.

Campaña de promoción de la imagen de Abajo Firmante.



jueves, 26 de julio de 2012

Junto al miedo


Voy a contarte una pequeña vergüenza, Ana. Hace una semana se me pusieron los nervios de punta en un lugar que sólo prometía calma. Mi único testigo podría decirte que no fue para tanto, que apenas si subí hasta el segundo peldaño en la escala de la histeria. Pero a ti no voy a engañarte. Perdí los papeles, y punto. Verás, eran alrededor de las siete y media de la tarde, y acabábamos de merendar un puñado de ciruelas en una de esas áreas recreativas de Asturias que recuerdan a Suiza, y que parecen la reserva de una raza humana superior. Ya sabes, hierba impoluta como una moqueta de hotel cinco estrellas, un río tan claro que podría curar todas las enfermedades de un tratado de dermatología, ni una traza de plástico.

Después de dos horas de caminata distraída, míranos, sentados en un banco de madera que, oh milagro, no pone “Yoli x Aarón”, estirando la espalda. El perro que nos adoptó justo al principio de la excursión, y que nos ha venido acompañando a lo largo de todo el camino, desprecia la ciruela pocha que le ofrezco. Qué bandido, Bernabé. Así lo he bautizado. Estamos relajados. ¿Estamos relajados? Porque mi pie derecho repiquetea más de la cuenta. Así que las siete y media, ¿eh? Y todavía nos quedan dos horas de vuelta. Miro a Jose, con la intención de que me lea la mente, y sea él el que proponga reiniciar la marcha, pero el tío, con los ojos cerrados como un cochinillo de Segovia, parece a punto de alcanzar el nirvana. Quizás hoy yo haya superado ya el límite de cuestas que un aparato locomotor del montón puede tolerar. Quizás es que llevo grabada a fuego, vaca dócil, la hora en la que siempre se ha cenado en mi casa. Así que me pongo de pie como un elástico estirado al máximo, bastante empeñada en que el repecho de pendiente infernal que tuvimos que bajar para llegar al río no me coma la moral. Pero el Buda de Graná ha decidido por fin hacerse con las riendas de la excursión, y hacer la vuelta por la orilla opuesta, que es por donde discurre el sendero oficial. Pues vale, así me libro del repecho amenazante. Crucemos por ese puente medieval tan cuco, pajarillo.

El problema es que, de este otro lado, la senda no está tan clara. Enfrente se han quedado las aldeas del amor y los caminos decentes. Aquí no hay más que un mogollón asalvajado de pinos que, todo el mundo lo sabe, es un árbol al que le tengo considerable manía. Por estos pagos no ha debido de andar nadie desde los tiempos de Don Pelayo. Abriéndonos paso entre helechos, me siento como uno de esos odiados de la Cuatro que se van a la jungla a alardear de su menú de insectos palo y sanguijuelas. Bernabé se adelanta de vez en cuando, da una carrerita y se para como un maníaco, oliendo el aire. Y, entonces, lo que era un picorcillo subterráneo de inquietud se convierte, simple y llanamente, en miedo. Joder-Jose-joder-Jose, empiezo, porque a veces el miedo intenta desfogar a través del resentimiento. Que son más de las ocho y no sabemos si vamos bien. Que se nos hace de noche. ¡Que nos va a salir un lobo, joder! Jose calla como el Santo Job que es, señal clara de que ha llegado la hora de dominarme con mis propias razones. A ver, Silvia, que tú conoces como funciona esto del monte, mujer, que los animales silvestres son más tímidos que tú misma en un karaoke. Que aquí los días tienen como veintiocho horas de luz, mujeer. Que, mira, otra señal clarísima de sendero. Y que, bueno, pasar una noche en el bosque tampoco da para la segunda parte de “¡Viven!”, cuando en la mochila llevas agua, un paquete de dátiles y un forro polar. Mujeeeer. Pero estoy en pleno ataque de miedo irracional, y nada de lo que pueda decirme yo o Jose (disfruta del camino, que lo tenemos todo para nosotros. Somos dos corzos, dos ardillas más) va a convencerme de que esta noche no vaya a morir devorada por los lobos. Al final, lo único que puede con el miedo es la vergüenza. Me abochorna tanto mi manera de encarar la situación, que poco a poco, a fuerza de orgullo, me voy controlando.

Quisiera culminar esta historieta absurda, Ana, con una moraleja brillante que fuera capaz de desactivar tus miedos, cada vez que estos te atacaran. Algo así como que el miedo, igual que el resto de productos y subproductos de la actividad cerebral humana, como la voluntad, la fe, o la razón, está sobrevalorado, y que para volver a calibrarlo, bastaría con recordar que un miedo es un cuento de hadas que la mente fabrica a su antojo, una especie de leyenda negra propia, o el estribillo de una de esas canciones que nos revientan, pero que no somos capaces de dejar de tararear. Desechos de palabras. O desechos, a secas. Un exceso de acidez cerebral que nos agua la digestión de la realidad. Quisiera decirte que, a fuerza de torería, uno es capaz de darle al miedo la altura que verdaderamente tiene, saltar por encima de él, y grabar esa respuesta valerosa en el fondo de la experiencia para que el miedo no vuelva a atacar.

Pero no puedo. El miedo va a volver a aparecer. No va a ir a por ti porque tú seas más débil, o porque no sepas controlar tu mente. Irá a por ti porque tienes un cerebro humano. Estás programada para sentir miedo. Verás, en otra de las excursiones asturianas me maravilló la manera en que unas cabras se paseaban por el mismo filo del desfiladero terrorífico por el que andábamos. Míralas, las hijas del demonio, qué poco miedo tienen de irse directamente a ramonear todos los frutales del Jardín del Edén. Nosotros sí sabemos lo que es la muerte y el daño. El miedo es nuestro primo hermano, una especie de carga orgánica, parecida a la rodilla que empieza a renquear, o el intestino que deja de secretar enzimas para digerir la lactosa.

¿Qué nos queda, entonces? Ya lo sabes, la aceptación. Saber que los toreros no tienen menos miedo al toro que tú y que yo, sino todo lo contrario. Llevar a cabo lo que uno se ha propuesto a pesar del miedo, al lado del miedo, y gracias al miedo. Dar un paso, otro, otro, fijándote en la forma del helecho, en el sonido que haces al caminar, en el encaje de las copas de los árboles. En la gracia con que tu hijo te llama por tu nombre propio, como si fuera un cómplice. En el ritmo de lo que ahora vuelve a crecer dentro de ti. Y en la confianza que tenemos, los que te conocemos bien, en que esta vez lo harás igual de bien que la primera. Con la misma energía y el mismo esmero con que haces todo lo que te propones.

Ahí abajo estaba el centro de la Tierra. Con perdón, mamá.



miércoles, 25 de julio de 2012

El plan perfecto


Esto es exactamente lo que tenía en mente cuando en la oficina pensaba en las vacaciones: estar tumbada sobre un trozo amable de hierba, leyendo con esmero, como si hubiera aprendido a leer la semana pasada, cada una de las frases de un libro que, entre madrugones, clases de natación y escritura, no era capaz de terminar en Granada. El cuerpo, feliz de cansancio. Dejar el libro a un lado, y cerrar los ojos unos instantes, mentalizándome, haciéndome a la idea de que, al abrirlos, mi mirada va a estar casi al ras de un lugar demasiado bello como para ser comprendido desde la posición vertical. Permanecer a la vez despreocupada y pendiente, disuelta en lo que escucho, lo que veo, en todo lo que siento. Ser incapaz de pensarme a mí misma con adjetivos o complementos circunstanciales. No ser ni siquiera un sujeto, sino simplemente un filtro de la realidad, uno de esos grandes cedazos que usan los buscadores de oro. Bueno, en realidad no me hice planes tan barrocos: lo único que quería era estar tumbada y libre como un Tom Sawyer.



Y, fijaos, ahí estoy yo, sobre la manta azul bebé (bajo custodia de los servicios sociales, de sucia que está) que llevo en el maletero del coche desde hace años, esperando precisamente a esta ocasión. Antes de llegar a Babia, y buscando algún sitio donde comer, fuimos a parar a un camping que ni siquiera tenía nombre ni verja de entrada. La poca gente que había tomaba el sol con la cara de creyente que se les pone a aquellos que, por experiencia, no confían en la perseverancia de un cielo despejado. Había un aire como de comunidad rural americana, o de grupo de hippies sin posturitas de amor libre ni pelos en los sobacos. Gente callada que tomaba un sol inconstante entre las flores, nada más, como si no tuvieran parentescos, ni noticia alguna sobre el IRPF, ni lenguaje apenas. Como si ya estuvieran muertos, y el paraíso al final existiera. Desde que los vi, quise ser uno de ellos. Ya hacía tiempo que me había dado cuenta de que mi antigua manera de viajar, mucha carretera, muchas etapas, muchos nombres sobre el plano, mucho coleccionismo visual, había dejado de cuadrarme. Me he cruzado España ávida de sensaciones pastoriles y, por fin, he encontrado el lugar donde saciarme.

Esto no es Babia, pero me sirve. Hoy es lunes, y me dan ganas de gritar viva, viva. Ayer, esta área recreativa, situada a la vera de una vía verde archifamosa y del archifamoso cercado donde se dan paseítos un par de archifamosas osas ibéricas, se daba un aire al Rocío. Hoy, en cambio, estar aquí hace que te sientas parte de la jet set del mundo rural. Corretea un número tolerable de niños, y a nadie se le ocurre que la música sea un bien que haya de ser compartido con el resto de la humanidad. Cuando estoy boca abajo, miro a mi alrededor, y veo parejas que se pasan un bocadillo como si estuvieran de botellón, y varios núcleos de jubilados que se apiñan en torno a una nevera portátil, y algo, quizás mis propios recuerdos de niña dominguera, hace que mi corazoncito rezume ternura. Luego me doy la vuelta, leo un poco, descubro la sombra de una margarita en las páginas de mi libro, y me veo obligada a hacer un vídeo lerdo de arte y ensayo, con mi lamentable cámara. Doy un suspirito de Heidi, todavía sin creerme del todo que lo que imaginaba en la oficina, y lo que estoy viviendo ahora se parezcan tanto. Es como si me hubieran lobotomizado esos oscuros centros del cerebro donde se fabrican la frustración y la expectativa.

Veo. Veo la hierba, las montañas verdes que, tumbada como estoy, no apabullan, sino que arropan. Veo un álamo, las hojas que se mueven como castañuelas, ahora brillantes, ahora oscuras, como si se escondieran de sí mismas, veo mis pies descalzos.

Oigo. Oigo a los niños retándose a no sé qué juego que augura toneladas de Betadine. Chapuzones en la piscina. Algún coche despistado. El sonajero del viento a través de los árboles. Desde el kiosko, esa canción de Coldplay de cuyo nombre no me acuerdo, y que me da ganas de volar en parapente y besar en la boca a todo bicho viviente.

Saboreo, todavía, la naranja un poco pocha que me traje hace un siglo de Estepona, y que me acaba de chorrear por la barbilla, y en las profundidades del paladar, un resto arcaico del rabo de buey en salsa que me he metido entre pecho y espalda al mediodía.

Huelo, cómo no, la hierba que alguien está segando en una parcela vecina. El olor del verano asturiano cuando las nubes se abren y se puede trabajar en el campo. Amor en estado bruto.

Siento el lugar donde, hasta esta mañana, cuando me subí a una bici después de, yo qué sé, veinte años, tenía el culo. Siento como, después de los 34 kilómetros de pedaleo, mi rodilla derecha se va recomponiendo segundo a segundo. La hierba pinchándome la piel del brazo que se aventura fuera de la manta, y un parche de sol en la pantorrilla.

Intuyo. Intuyo que, sólo con esto, soy rica.

lunes, 23 de julio de 2012

Un viaje no termina así como así


Empiezo por el final:

  • Lo bueno de hacer mil kilómetros en un día es que, cuando por fin te acuestas en esa cama fiel que ha preservado tu olor, la sensación de provisionalidad y aventura no se va tan deprisa.
  • Lo malo es que al día siguiente descubres que la pasividad también da agujetas, y que un culo puede doler de mil maneras distintas.
  • Voy a decirlo como me sale del alma: a la Península Ibérica le sobran muchos, muchos, pero que muchos kilómetros cuadrados. Que digo yo que si recortáramos mitad y cuarto de Castilla, quién se iba a dar cuenta. Fuera campos saharianos de cereal, que huelen ya a esos bollitos como de plástico que te ponen en los menús de menos de diez euros. Fuera las naves pintadas de fucsia que no precisan siquiera de un cartel de neón que diga CLUB. Fuera castillos que se deshacen como termiteros en Londres, fuera carreteras cuaternarias, donde es posible ver charcos gigantes de agua que luego terminan siendo espejismos. Operación Liposucción Hispánica Ya. Necesitamos levedad.
  • Pero qué rápido se fueron trenzando los kilómetros. Adelante, adelante, adelante, gritaban todas mis neuronas y mis células madre. Me di cuenta, pero no me importó, de que el verde de los bosques dejaba de ser un color puro, para contagiarse con tonos amarillos, pardos, grises. En ocho horas, la temperatura subió más de veinte grados. El ejército de olivos volvió a ocupar el paisaje. Y nada de eso importaba. Adelante. No importa poner tierra de por medio entre tú y algo de lo que te has enamorado, un lugar, una casa, quizás hasta una persona, porque todo eso forma parte ya de ti, como tu brazo o tu infancia.
  • Yo ya sabia que Babia estaba en el mapa, pero no que su aspecto fuera exactamente el que presagiaba su leyenda. Un río perfecto. Flores. Montañas azules. 

    Estar en babia en Babia mola
     
  • Miro a mi alrededor: libros que ya he leído y libros que aún me esperan. Dentro del armario, ropa con la que me reconozco en algunas fotos y, en el segundo cajón de la cocina, empezando por arriba, mi pelador de verduras y ese cuchillo que cualquier día de estos el Dr. Cabadas me implantará en el muñón que quedará de mi mano izquierda. Sobre el escritorio, un ordenador portátil al que, como tantas otras cosas, sólo eché de menos el primer día. Y, pese a todo ello, el piso en cuyo contrato de alquiler figura mi firma sigue pareciéndome otra etapa más de un viaje que no se da por vencido.
  • ¿Será por su asfixiante cantidad de maderas rubias exageradamente barnizadas? ¿Esas vetas de quién sabe qué árbol del planeta Ganímedes, que me recuerdan a las caras de Bélmez? ¿Serán todos estos muebles insustanciales, que yo no he elegido? Esta casa se resiste a mi intervención igual que todas las habitaciones de hotel por las que he pasado.
  • El hogar: ese lugar donde el desayuno no te sienta como una patada en el duodeno.
  • Ahora preparo el día siguiente a la vuelta con la misma excitación con la que hasta ayer estudiaba planos y urdía excursiones. Mis ganas de viajar son gemelas de mis ganas de nadar, de cocinar, de escribir.
  • Por cierto, que si yo quisiera escribir un libro, ya sabría dónde esconderme. Pedroveya se llama el lugar. Próximamente, más.
  • Lo que hipnotiza de los viajes, más que la quiebra de la rutina y el no parar, más que las novedades y todas las postales mentales con las que venimos cargados, es la manera en la que la conciencia del tiempo se altera: te trasladas en el espacio, y es cómo si las horas se esponjaran o se concentraran. ¿Cuándo salimos de casa, hace tres días, o tres semanas? ¿Y cuándo llegaremos, mañana, o anteayer?
  • Lo que hay en Asturias: fardos de heno que al fermentar huelen un poco a alpechín. Toneladas obsesivas de hierba tierna. Piedras blancas en los tejados, para que no se vuelen las lajas de pizarra. Agua, agua, agua. Dios, qué montañas. Áreas recreativas más limpias que los campos de golf de Sotogrande. Gente que se baja del coche en cualquier curva de la carretera, abre su silla plegable, y se bebe el primer rayo de sol que se cuela por las nubes. Autosuficiencia. Bosques de una belleza monstruosa. Segadores kamikazes. Amabilidad sin estridencias. Luz natural hasta las diez de la noche pasadas. Hortensias. Lo que no hay: canis. Coches tuneados. Piernas celulíticas enfundadas en minishorts (de la ruralidad hablo). Botellas de plástico en las cunetas. Puestas de sol ensangrentadas. Almendros. Polvo. 



sábado, 14 de julio de 2012

Como pollo sin cabeza


Estaría bien escribir el post definitivo esta noche, un post caliente, vibrante, delicado, ya que mañana me voy de vacaciones a Cualquier-punto-situado-más-allá-del-Sistema-Ibérico, pero no va a poder ser. Estoy tumbada boca abajo en mi cama, practicando nudismo casero, y mis codos y cuello empiezan a protestar. Sé que este momento de escritura urgente va a reproducir exactamente mi trayectoria de esta tarde: voy a cambiar de postura un millón de veces, a suspirar otros dos millones, a pasarme la mano por la nuca húmeda n millones de veces. Voy a escribir como pollo sin cabeza, porque así es como me he tirado esta lamentable cantidad de horas vacías y expectantes. ¿Y por qué no? Si hoy sólo tengo dentro del cráneo unos pocos grumos inconexos, no sé por qué el texto que salga de esta flojera, y que probablemente tendré la poca vergüenza de publicar, va a tener que estar más trabado. Fuera sujetador y bragas, fuera toda coherencia interna.

¿Y qué digo? Pues que me ha salido un bulto diminuto en la rodilla derecha, una especie de lenteja ósea. Quizás lleve haciéndome compañía más tiempo del que imagino, y sólo ahora que he perdido unos kilos me he podido percatar de su presencia. Y es posible que esta ridícula novedad corporal tenga la culpa de que, desde que me desperté de la siesta, no me pueda concentrar en ninguno de los libros que he sacado de la biblioteca, ni en las páginas de internet que debería mirar antes de ponerme mañana el cinturón de seguridad, ni en la idoneidad de la ropa que he echado en plan alud dentro de la maleta. Porque llevo toda la tarde poniendo toda mi poca atención en la rodilla, racionalizando, concentrándome en el pequeño dolor de peluche que la merodea. Hoy he colocado lo mejor de mi vitalidad en la lucha contra un miedo que creía olvidado, y supongo que esa es una inversión todavía más dudosa que la que ofrecen los Tesoros conjuntos de Grecia, España y Portugal. Se gasta mucha energía en negar los restos de miedos absurdos que a uno le acompañan toda la vida, igual que la porquería que se acumula dentro del apéndice. Yo, por si alguien no lo sabía todavía, tengo tendencias hipocondríacas. Del catálogo de trastornos mentales que he heredado por vía materna, esta es la modalidad que a mí me ha tocado. He estado paseándome por el filo del cáncer de mama, de laringe, de faringe, de tiroides, de piel, de la esclerosis múltiple.

Y es curioso, pero escribir esta chorrada es la mejor manera que encuentro para zafarme del remolino de pensamientos infecto-contagiosos que acompañan a los ataques de hipocondría. Escribir cuando estoy en modo pobre diablo, y no sólo cuando me siento estupenda, es como encontrar una foto de mis años de adolescencia. Esa era yo, me digo, esa cara de susto era la mía, esa ropa hostil a toda noción de elegancia era la que me ponía, ese pajarito torpe era yo. Suerte que esos años pasaron, y que ahora soy capaz de abrir mucho los ojos y reírme de la vida. Suerte que por fin he encontrado en mí una reserva de valor que por entonces no tenía. Escribir mi basura psicológica es un tartazo en pleno rostro. El gag de un Buster Keaton muy serio. Una manera de convertir en un chiste mis pensamientos. Un cortafuegos para el miedo irracional de que mi cuerpo se me rebele y me deje en la estacada.

Y eso que esta mañana, cuando volvía de pasar la ITV, me sentí como una emperatriz en un dorado exilio, dentro de mi cuerpo. Mi coche salió por fin del garaje donde ha estado cerca de un año hibernando, y por fin volví a hacerme dueña de pedales y volante. De la guantera saqué uno de los mil discos rayados que grabé hace años para el menester de conducir, porque yo soy de esas personas que cantan a voces mientras lo hacen. Es como si la música absorbiera, como una bayeta, parte del exceso de atención tensa que me provoca la conducción. Y el disco que salió fue uno de Natasha Atlas. Ronroneos, maullidos combinados con violines de serrallo. Mientras conducía, miraba mis muñecas delgadas, el color de mis brazos, los restos de todo que se acumulan en las superficies inútiles de mi coche, y me dejaba abrasar por la música, esta música:


 Y entonces pasó uno de esos momentos en los que se varios planos vitales, totalmente desvinculados unos de otros, se fusionan en uno solo. Como si media vida hubiera ocurrido en el mismo minuto macizo. A mí se me juntaron: mi velo negro de la clase de danza del vientre. El chico sumamente cortés que me atendió en la nave inhóspita de la ITV. Todos los pensamientos que, mientras buscaba como una posesa el mando de la luz antiniebla trasera, le imaginé (cuántos de los que pasen por esta inspección se matarán en la carretera, cómo será esta tía al volante, ¿será dulce, impávida, apocada, agresiva? ¿habrá una relación entre maneras en el coche y maneras en la cama?). Aquella vez en que el bombero puso su mano sobre la mía y la condujo hasta la palanca que acciona el capó de mi propio coche, porque yo no la había usado nunca y no la encontraba. Lo libre que estuvo esa escena de chabacanerías freudianas. De qué manera desaproveché aquel acercamiento repentino. Y una serie de caricias perdidas, mi cabeza en la barriga de alguien, sobre la arena de la playa, toda esa dulce sucesión de roces y pieles sin nombre que forman parte de mi memoria sensual. 

Todo eso se me mezcló gracias a la música. Y todos los grumos, el miedo que se deja pasar,  la recobrada alegría de estar de nuevo al volante, el agradecimiento a mi cuerpo y a todos los demás, todo vuelve a cohesionarse mediante la escritura.

Volveré, más fuerte e inspirada. Por vuestro bien, espero.

jueves, 12 de julio de 2012

Las otras camas


La semana que viene, a estas horas (atención: este post se empezó a escribir a las 09:35, y se finiquitó trece horas después), mi pelo olerá a un champú desconocido. Tendré una sensación bastante rara en la base del cuello y entre los omóplatos: la ausencia de tensión que supone echarse a dormir, con el cuerpo destrozado, en un colchón firme y bueno. Moveré los dedos de los pies dentro de las botas, mis amables botas de montaña, reconociendo, un día más, sus superficies internas, rastreando algún punto de dolor que haya podido quedar de la caminata del día anterior. Volveré a sentirme orgullosa de mi capacidad de recuperación. Untaré mis tostadas sin remordimiento dietético alguno. Miraré a otro lado, eh, yo no conozco a este tío de nada, cada vez que Jose se levante de su silla y vuelva cargado con otros tres bollitos y una nueva montaña de tarrinas de mermelada. O nos quedaremos muy quietecitos, muy tímidos, mientras esperamos a que la señora de la casa, que parecerá recién sacada de Hansel y Gretel, nos traiga una jarra de café que olerá a kikos y una cesta de pan demasiado tostado. Y escrutaré a mi alrededor, como si tuviera que presentar un informe al KGB: el parquet gastado debajo de las mesas, la vaca a través de la ventana, y el hórreo, demasiado utilizado como para resultar pintoresco, las ojeras de la pareja joven de la mesa de al lado, las pantorrillas fuertes de montañera que a la camarera le asoman por la falda negra, las flores que no parecen capaces de marchitarse, en los jarrones delgados que adornan cada mesa.


La semana que viene, como tantas otras veces, me habré levantado de la cama de un hotel, sin sobresaltos, sin que haya tenido que adaptarme a la extrañeza de despertar en una habitación sin alma. Habrá a quien el trance de despertarse en un hotel le resulte un poco traumático. Abrir los ojos, y no encontrar ni uno solo de los asideros a los que uno se agarra para salir de la piscina honda del sueño, la posición del interruptor de la luz, la distancia de la mesilla de noche donde has dejado el móvil, tus zapatillas debajo de la cama. Habrá a quien la impersonalidad del mobiliario barato y de las láminas enmarcadas se le meta en el alma, o a quien le de grima posar su cabeza en almohadas donde desconocidos han babeado, sudado o llorado. A mí, desde luego, eso no me pasa. Me encanta la transitoriedad de los hoteles, y la sensación repentina de carecer de más posesiones que las que caben en una maleta (la bolsa de aseo básica, algo de ropa de emergencia, un libro y una libreta, mis queridas botas de color foca). Me gusta que la habitación, siempre que se trate de un hotel decente y limpio, sea como una página en blanco a la espera de argumentos. Caer rendida en la cama, después de todo un día de ruta, y, antes de ducharme o de pensar en cenar, permitirme el lujo de dejar la mente limpia de los movimientos medio automáticos que llevo a cabo en mi propia casa. Imaginar que, de nuevo, me acabo de mudar de casa, que unos señores muy profesionales van a venir mañana a colocarlo mis trastos, y que todavía lo miro todo con ojos de idilio.


Y, precisamente por su carácter efímero, las estancias en algunos hoteles se vuelven imborrables, más allá de lo que pasara o dejara de pasar en ellos. Por ejemplo, yo nunca podré olvidar la habitación que nos alquiló una familia de la isla de Korçula, a mi tía y a mí, no sólo por sus vistas inconcebibles, sino porque debajo de su balconcillo había un albaricoquero cargado de fruta madura, como en casi todas las casas de la costa dálmata. Porque el dueño de la casa era igual que un Henry Miller viejo y no entendía ni papa de inglés, lo que no evitó que, entre signos de mono y risas, nos sirviera a modo de bienvenida una copita de licor de pera, probablemente fabricado en su propia bañera. Y porque su hija llamó tímidamente a la puerta, cuando ya estábamos instaladas y, con el mismo nivel subterráneo de inglés, nos ofreció un par de platitos del flan que acababa de hacer.

Verídico. Tengo una testiga.
 
No me olvido de un hotel de los horrores en Oporto, regentado por una madre y una hija que articulaban un lenguaje sólo ligeramente humano. Las luces de los pasillos le daban un aire muy conseguido de matadero, el váter vomitaba, las sábanas, uf. A la mañana siguiente de esa noche aciaga, el par de ogras, supongo que estimuladas por el litro de sangre de moza virgen que se acababan de desayunar, tuvieron la cara de doblarnos el precio que, esta vez entre gruñidos, habíamos negociado el día anterior. Mi queridísimo JM y yo nos sentimos tan ultrajados, y además olimos tan de cerca el acre aroma del mal del ojo, que salimos pitando por la escalera empinada como el Naranjo de Bulnes, sin un grito ni una protesta.


En Túnez, recuerdo una habitación, inmensa como la jaima de un jeque, en un hotel de ladrillo que parecía una especie de tumor en el desierto plano sobre el que se levanta la ciudad de Nefta. Me pasé dos horas seguidas con la vista y el oído puestos en el oasis que se veía desde mi balcón privado. Cuando le di la espalda, imaginé que yo misma me había convertido en una de esas figuras que algunos hippies esculpen con arena de la playa, y que necesitaba unas cuantas palmeras internas para no desmoronarme. Al día siguiente caminé por el oasis con la boca abierta (por si caían dátiles), pero esa historia no cabe en este post.

Con esta, os tenéis que fiar de mí. Soy una tía con suerte, a pesar de Oporto.

En Sintra, un apartamento como cualquiera de Almuñécar, con una cocina como la de cualquier estudio de estudiante acomodado, con toallas de playa puestas a secar sobre sillas de plástico blanco, en un patio común cubierto de grava. Tan barato que uno se sentía un estafador. Y, fuera, no había sucios bloques de cemento ni guiris coqueteando con el melanoma, sino la incomparable humedad rosa de Sintra, los bosques de Sintra que convierten el año entero en una sucesión de primeros días de otoño.


Y puedo seguir, seguir y seguir. Cómo me gustaría escribir, la semana que viene, un post en directo desde la habitación de un hotel que todavía no existe.


miércoles, 11 de julio de 2012

Asunto: Vas a perdonarme


Y te voy a decir otra: lo último que me esperaba es que fueras de esas personas que se cierran en banda. Tú, tan comprensiva, tan empática. Tú que siempre te precias de ponerte en el sitio del otro. Te pones en el sitio de esa cajera del Mercadona que nunca te devuelve el “buenos días”, de la vecina que pone la tele demasiado alta porque, pobrecita, está muy sola, de la gente que no le cede su asiento en el autobús a las viejas. Nunca he conocido a nadie que confiara más que tú en el poder del diálogo. Pero, mira por dónde, a mí has decidido dejar de hablarme. No me voy a rebajar recordándote la cantidad de veces que te he llamado a lo largo de estos seis días (143, exactamente: 56 llamadas que me has colgado, 87 que has dejado sonar hasta el infinito, supongo que, tan considerada como eres, las pondrás en silencio, ¿verdad? 64 mensajes de texto. Once mails, con este. Y todavía estoy esperando, qué bochorno, a que aceptes mi solicitud de amistad en el Facebook).


Vale, puedo soportar que me hayas borrado como a un secuestrado de las FARC, pero, tía, lo de cambiar la cerradura... Si te hubieras enterado, la misma semana pasada, de que a la histérica de tu hermana se le había ocurrido hacerle eso a su marido, habrías puesto los ojos en blanco, y luego habrías soltado tu característica carcajada corta (tu seco “ja” de superioridad moral) y sólo después, pero bastante después, habrías intentado ponerte en su sitio. Pero, de repente, te has convertido en una mamma siciliana. ¿Qué va a ser lo próximo, tirar mi ropa por el balcón, la próxima vez que vuelva a apostarme ahí, como un idiota? No sé si me conviene recordarte que, si no llevo puestos los mismos vaqueros que el día en que me echaste de casa, es porque Carlos me ha dejado unos de los suyos. Cuando esto se arregle, pienso pasarte la factura de los calzoncillos, cepillo de dientes, lentillas y cuchillas de afeitar que he tenido que comprar. Vete preparando 74 euros.


En serio. ¿Es que nuestra vida se ha convertido en una telenovela? Nuestra vida, sí. Seis años de relación, y tres de armoniosa, comprensiva y dialogante convivencia, me dan derecho a usar la primera persona del plural. Dime, ¿en qué momento se ha producido el milagro de que convirtieras, al fin, en una mujer apasionada, por decirlo con gentileza? Si soy yo el que ha puesto la mano de santo sobre tu entereza, y no la evolución natural de tus hormonas, o la reactivación de algo que llevabas muy dentro, debo decirte que, en cierta medida, me siento orgulloso. En cierta medida, mi anteriomente sensata novia. Este arrebato tuyo me halaga, y no voy a negar que eso es lo que pretendía: que respondieras con más furor que ecuanimidad ante cualquier cosa, cualquiera, que yo te hiciera. Que lo que hay entre ambos fuera digno de provocarte dolor, rabia o entusiasmo. Pero, francamente, quizás la intensidad de tus sentimientos se nos ha ido, a los dos, de las manos.


Entonces, ¿te lo explico de una vez? Todo esto estaba casi calculado. No es que lo hubiera apuntado en mi agenda, vamos. Jueves 14, 21:30: ponerle los cuernos a Marta. Pero cuando la chica que suda en la bici de al lado, todos los martes y jueves desde hace un par de años, aflojó visiblemente el paso a la salida del gimnasio, para que me pusiera a su altura, supe que tenía que hacerlo. Tenía, ¿lo entiendes? Tenía que actuar, por primera vez en mi vida, como un puto furtivo. Ya que tú te empeñabas en no hacerlo. Porque, lo confieso, y esto es lo que realmente me avergüenza, no lo otro (que, lo creas o no, fue tan placentero como comer truchas de piscifactoría): desde que tú y yo empezamos a salir, esperaba tu infidelidad. En el fondo de mi corazón, la deseaba.


Verás, cariño, cuando te conocí, realmente sí eras de esas. Libre y suelta como una estudiante americana. Soberana. La persona más autónoma con la que jamás me había topado. Cuando hablabas con un hombre, te acercabas mucho a él, y te reías mucho, te reías de veras, doblando el cuello hacia atrás como si estuvieras ofreciendo tu garganta. Prometías, vaya que sí. Y los hombres, claro, te seguían por la calle igual que a Ava Gardner. Porque tú siempre cumplías tus promesas. Entonces, en pleno apogeo de tus poderes, sorprendiste a todo el mundo, y me elegiste a mí, que no era, no lo soy, ni un galán ni un intelectual ni un poeta. A mí, que soy tan buen chico. Yo mismo no me lo creo todavía. Y qué miedo tenía yo al principio. Me asustaba salir de casa contigo, y me asustaba volver a casa y no encontrarte. Me asustaba cada llamada que recibías, y cada vez que cerrabas la puerta tras de ti. Durante aquellos primeros meses, me acostumbré de tal modo a la idea de perderte, que, ahora me doy cuenta, el miedo se fue convirtiendo en deseo. Una noche tardarías más de la cuenta en llegar a casa, con la boca encendida y la melena demasiado arreglada. Yo te interrogaría, tú mentirías fatal, y luego te echarías a llorar, un poco teatralmente porque, recuérdate, eras así de libre. Y yo, con el corazón destrozado, te perdonaría, esa vez y todas las que hicieran falta. Después haríamos el amor como dos fieras, viajaríamos a Dublín, volverías siempre de la calle cargada de libros y sábanas nuevas, y me dedicarías miradas irresistibles de arrepentimiento.


A lo largo de estos seis años, sin embargo, has sido de una lealtad intachable. Nunca me has fallado, nunca has necesitado más estímulos que los que yo te ofrecía, nunca me has dicho que no. Tengo que decirte que, a veces, he espiado los mensajes de tu móvil y, perdona que te diga, ni Heidi los sabría escribir más castos. Eres el sueño de mi madre y de mis tías. Eres lo contrario del drama. O eso eras, hasta hace una semana. Era tan fácil contar contigo, que ahora no puedo creer que no quieras verme ni dirigirme la palabra.


P.D.: Acabo de releer lo que llevo escrito, y sé que me voy a maldecirme en cuanto vea en la pantalla la confirmación de envío de este mensaje. Sé que vas a considerar sumamente ofensivo las tres cuartas partes de todo lo que digo. Pero no pienso cambiar ni una coma. Quiero volver a vivir contigo, que sepas quién soy, sabiendo por fin cómo eres. Quiero pasear contigo de la mano, de una vez por todas, por las calles de Dublín, orgulloso y todavía un poco trémulo, porque lo nuestro acaba de salir de la zona de turbulencias. Quiero que te des cuenta de lo mucho que va a engrandecerte el perdón.


lunes, 9 de julio de 2012

Bien de altura


(Estoy dispuesta a alimentar, un día sí, un día no, el post que perpetré sobre las excusas que me voy poniendo para no escribir. O para escribir en modo coitus interrumptus y sin publicar. Ayer, por ejemplo: estuve chateando -atención - por el Skype (¿se puede ser más retrógrada). Y luego el ordenador fue requisado por un obseso de los documentales. Maldición de los bienes gananciales!)

Las cosas me gustan así, súbitas y poco cocinadas. Sí, sé que esto parece una calculada declaración de espontaneidad, algo así como “mira cómo viajo a salto de mata, mira qué libre y desorganizada soy, que nunca sé cuándo voy a salir de casa, ni cuál será mi itinerario, ni dónde voy a dormir mañana. Mira, nunca hago planes. ¿A que molo cantidad?” Puede que suene a eso, pero el caso es que así es como me gusta viajar, y así es como me gusta vivir. Me gusta estar en un lugar, y poner los ojos muy redondos al recordar que un par de horas antes, o ayer, estaba en un “allí” que de repente me parece ciencia- ficción. Esos cambios de plano radicales, esa sensación de haber sido teletransportada. Cuando pienso las cosas más de la cuenta, cuando planeo, meto demasiado de mí misma en el objeto de mi pensamiento: Croacia, un poner, deja de ser Croacia, una esquina específica y única de un mundo todavía grande, y se convierte en mi expectativa de Croacia, se tiñe de mis gustos y de mis disgustos, se contamina de lo que deseo y de lo que ya tengo aprendido. Planear es forzar las cosas para que vengan como nosotros las queremos (qué viva Perogrullo), y las cosas nunca son tan dóciles, precisamente.

Esta mañana, antes de las diez, estaba ya metida en el coche, desertando de mis adoradas costumbres post-desayuno (dejar tooodo por medio, y leer, leer, leer, hasta que el café esté ya en el duodeno), y me encontraba tan Henchida de Gozo, que poco me faltó para saludar con la manita a los pocos transeúntes dominicales, cual reina de Inglaterra, o niña con severo retraso cognitivo. Pasó que, mientras me zampaba unos crepes de lima y fresas, miré por mi balcón, y vi la mole un poco gelatinosa de Sierra Nevada. Las chicharras empezaban su jornada laboral en el descampado del Cuartel de las Palmas, y yo me dije “anda que no se estará fresquito ahí arriba”. Un cuarto de hora después, las camas sin hacer, el fregadero lleno de platos sucios, botas de montaña en los pies, y sin más equipaje que una botella de agua unas mil veces reutilizada, se desarrollaba la escena del cuasi-saludo real.

Y media hora después, ascendíamos las curvas de la carretera de Sierra Nevada en penosa romería, detrás del millón de ciclistas de todo pelaje que había decidido juntarse para echar una carrerita hasta el Veleta. Es lo que pasa cuando no planeas, que la realidad te supera con más disfraces que Mortadelo. Nos adelantaban motos que jaleaban a aquellos pobres individuos, Jose se iba poniendo verde de impaciencia, y yo por fin pude satisfacer mi deseo de saludar a diestro y siniestro. Me devolvieron el saludo: un bigotudo que olía por todas las costuras del maillot a guardia civil prejubilado. Un tío flaco con notable parecido a Gila. Y un Madurito Potente con más fibra que una alcachofa. Me encantan los ciclistas, sus caracoleos a todo lo ancho de la carretea, cuando van borrachos de cansancio, o la mirada fanática que se les pone cuando van con el culo pegado al sillín, un metro más un metro más un metro más. Será que mi padre y mi tío me suministraron, cuando tenía la sesera tierna, una dosis de Tour de Francia mucho más alta de lo recomendado por la OMS.

Por fin abandonamos el coche en un anchurón de la carretera, trepamos el talud, cual Steve McQueen en “La huida”, y nos pusimos a andar sin ton ni son por un lugar sembrado de boñigas de vaca. La ausencia de planes, ya sabéis. La ausencia de planos. Y así, poco a poco, lo que era campo a través se fue convirtiendo en vereda, como si el camino llevara toda la vida esperándonos, y alguien lo fuera tendiendo justo antes de nuestro paso. Machadismo de alta montaña mediterránea. Podría pormenorizar las sensaciones que me provoca este paisaje insólito, pero temo que, a estas alturas, más de uno esté a punto de denunciarme por causarle empachos clorofílicos. Así que sólo voy a decir que, por encima de los 2000 metros, hay una pugna entre lo desmesurado y lo minúsculo. Hay más horizontes, más panorámicas, más masas de piedra de las que caben en una mirada. Uno se siente como si fuera un cristiano hambriento y deslumbrado arrojado a las arenas del Coliseo, expuesto, insignificante, y a merced de toda esa cantidad disparatada de mineral. El suelo está lleno de piedras brillantes como el papel de aluminio, piedra en las llanuras, piedra en las cuestas, bajo tus pies, detrás de tu espalda, allá a lo lejos, inundando tu visión. A veces parece como si toda esa piedra quisiera meterse dentro de ti, como si tu corazón estuviera a punto de petrificarse, y todas tus células estuvieran reorientándose en respuesta al magnetismo de tanto hierro, tanto plomo y tanto zinc.

Y luego está lo vivo, que resiste como puede a la hipnosis de la piedra. Todo es pequeño y breve: las matas de enebro no me llegan al tobillo, las flores recuerdan a un alfiletero, los bichos son puro sonido. ¿Cuándo dejaron de estar sepultadas bajo la nieve, estas pobres plantas? ¿Hace un mes y medio? ¿Y cuándo volverán a ser borradas por esa goma gigante? Con suerte, dentro de otro par de meses escasos. Lo asombroso de este lugar, más que su enormidad, es que aquí la vida es un empecinamiento. Cada especie, y parece un chiste, pero este es el punto de mayor diversidad del continente, tiene la misma voluntad salvaje que uno de esos ciclistas barrigones, novatos, que no piensan bajarse de la bici hasta que no atraviesen la meta. 

Ejemplo vital
 
Antes de volvernos al coche, estamos un rato sentados a la orilla de un charquito formado por aguas que brotan de ningún sitio. Hay mariposas por todas partes, porque aquí el verano es primavera, mariposas que casi se te posan encima, y mariposas que flotan muertas sobre la superficie del agua transparente, tras haber completado su ciclo vital. En ese momento pienso lo maravilloso que sería quedarme ahí sentada hasta que se hiciera de noche, pendiente de los infinitos movimientos de hambre, reproducción y muerte, hasta que consiguiera descifrar el lenguaje de este diminuto ecosistema. Pero la botella achuchada de agua se quedó en el coche, el desayuno hace tiempo que fue liquidado, y ahí abajo, a unos 1500 metros de distancia vertical, y como a un eon de años, tengo una casa, y un pulpo que cocer, y una camita deshecha donde echaré la siesta acordándome de lo que pinchaba la hierba húmeda junto al charquito, y maravillándome por la riqueza imprevista de mi vida.

Esto, no he resistido la tentación de colar mi receta de pulpo con puré de boniato


sábado, 7 de julio de 2012

Más agujetas, por favor


Hay dolores mezquinos, que supuran gota a gota, minuto a minuto, para que no te puedas olvidar de ellos, pero que no son lo bastante intensos como para tenerte postrada. Como el dolor de cuello: dolores que, simplemente, son una joroba de hierro en tu camino por la vida, y que no sirven ni como excusa para quedarte todo el día tumbada. Hay dolores humillantes, como el de ovarios. Dolores sordos. Dolores inexplicables e inconstantes, como el de las rodillas. Dolores que, estos sí, te aniquilan como ser humano y te convierten en una llaga andante. Por ejemplo, el dolor salvaje que padecí cuando me extirparon las monstruosas amígdalas, hace unos trece años. Hay leves dolorcillos a los que una se acostumbra, como el de mi muela del juicio superior derecha, tan tímida. Dolores insignificantes que te convierten en candidato a un diagnóstico de trastorno obsesivo-compulsivo. Y hay también dolores eróticos, como el de las agujetas. Dos días después de haber regresado al gimnasio, te aprietas la pantorrilla, y ah ah ah. Oh.

Hoy estoy recreándome en mi dolor de espalda, de hombros y de brazos. Que tampoco es un dolor-dolor, sino una especie de tensión sobria. Como si mis músculos se hubieran hecho de repente adultos. Estiro el lomo, subo los brazos por encima de la cabeza, y a punto estoy de escuchar un clac. Sonrío. La clase de natación del jueves se me ha quedado grabada en el cuerpo, y eso es algo que me encanta, igual que los arañazos, como os contaba hace unos días. En medio de la indiferencia absoluta y del misterio con que suceden las cosas del cuerpo, tener un dolor tan diáfano como el de las agujetas, tan fácil de rastrear, resulta bastante consolador, la verdad. Me duele esto porque he utilizado aquello, y no porque mis equilibrios iónicos e inmunológicos se pasen la vida reinventándose, o porque en otra vida me gané el sueldo como empalador, o porque le caiga gorda al Universo. Las agujetas son una modalidad inocua de consciencia corporal, el recordatorio de un esfuerzo del que uno puede sentirse orgulloso.

Cuando acaba la clase, yo salgo de la piscina en un estado un par de escalones por debajo de la euforia. Subo chorreando las escaleras que llevan al vestuario femenino, sin envolverme en la toalla impoluta que el gimnasio tiene la cortesía de ofrecer, porque quiero que mi cuerpo entero, embutido en un precioso – aunque – enemigo – de – las – tetas bañador celeste, se muestre sin recato. Luego, mientras me ducho, la sensación de comodidad física, casi rayana en la arrogancia, continúa. El hilo musical es sorprendentemente bueno y variado (ya me han regalado un par de veces este temazo, que es uno de los que sonarán en mi entierro), las duchas son individuales y amplias, y el agua nunca congela o escalda. Me enjabono y bailo, me enjuago y bailo, y a veces hasta canto, porque no es raro que yo sea la única que se ducha allí entre las siete y las siete y diez de la tarde.

Diez minutos después salgo al Camino de Ronda, que es la calle más fea de Granada-no, de Andalucía - no, de España - no, del Sistema Solar, y ya no me parece que el calor pueda con mi capacidad de aguante, ni me resulta inverosímil llevar activa desde las seis y media de la mañana, más de doce horas ganándole la partida al letargo estival, siete horas de trabajo, a veces perezoso, a veces arduo, a veces oficina, a veces risco, como una hora más de marujeo, y cerca de hora y media, en total, andando por las calles, y luego una hora nadando. Puedo con todo ello, porque, vamos, tampoco es que mi rutina sea cosa de pico y pala.

Pero lo que consigue que salga orgullosa de la piscina es que también puedo con mis propios recelos. Mientras hago el camino inverso, a eso de las cinco y media, voy medio mirando al suelo, como si estuviera a punto de presentarme a un examen oral, con la duda de “qué necesidad tienes tú de aprender a nadar, Silvia-hija-mía, si el centro de gravedad de tu cuerpo está desplazado al culo, y te hundes más que cualquier otro Homo sapiens”, merodeando en mi cabeza con más insistencia de la cuenta. Me traba todo ese lamentable curriculum mío de torpeza física y aprensión a la clase de gimnasia. En momentos así es cuando todas mis reservas secretas de timidez suben a la superficie de mi carácter. Por favor, que el monitor pronuncie mi nombre el menor número de veces posible. Por favor, que la gente no me confunda con un cachorro de león marino.

Pero luego bajo por la escalerilla de la piscina, preguntándome si no será un exceso llevar mis veinte uñas a juego con el bañador, y mi compañero sesentón me saluda con un brillo de hambre en la mirada, como si estuviera viendo a la mismísima Esther Williams. Empiezo a sentirme a gusto en el agua, a lo que contribuye el hecho bendito de que la profundidad no pase del metro y medio. O, por lo menos, empiezo a olvidarme de mi propio cuerpo. Sí, vista desde el bordillo debo de ser menos elegante que un rape. Sí, trago la suficiente agua clorada como para acabar con mi flora intestinal (suerte que estoy criando a un kéfir llamado Rodolfo). Y sí, mi lateralidad es de chiste. Pero muevo los brazos. Muevo las piernas. Sin apenas darme cuenta, estoy de repente en el lado opuesto de la piscina. Y, mientras braceo y pataleo, mi conciencia está dedicada exclusivamente al movimiento. No tengo tiempo ni oxígeno suficiente como para dudar. Soy un cuerpo sin pasado y sin miedo.

Al cabo de una hora, fuera ya del agua, cuerpo y persona se conectan de nuevo y, poco a poco, la mente vuelve a parlotear como una ardilla. De mi hora acuática me queda un recuerdo en forma de agujetas. Y la seguridad de que puedo hacer más cosas de las que me creo.


jueves, 5 de julio de 2012

Reconciliación


Cierro los ojos y me concentro en los sonidos. El viento desnudo, insinuándose en mis orejas. Como no le hago caso, el viento dando alaridos con las cuerdas vocales de la encina bajo la que estoy sentada. Pii, pii, un pájaro que no sé identificar, y lo lamento. Insectos imitando a alarmas electrónicas. La voz de una mujer transportada desde la piscina de un cortijo no muy cercano. Y las espigas del pasto que se mecen con una suavidad tan delicada, tan cursi, como un roce de pestañas. Abro los ojos, y lo que antes me parecía bonito, ahora es un puro milagro. Un paisaje granadino por antonomasia: mucho amarillo de hierba seca, algún que otro árbol, elevando la sombra a objeto de lujo, y más piedra de la que puedo llegar a concebir. 

 

Encima de la sierra que tengo enfrente asoma el puesto de vigilancia de incendios. A lo mejor su vigilante nos está observando con los prismáticos: a mi compañero recostado dentro del coche, con la bota izquierda asomando por la ventanilla y el e-book a punto de caérsele de la mano, a mí con la espalda bien pegada al tronco. Quizás no sería mala idea que subiéramos a su altura y le diéramos un poco de charla. Las horas deben de hacerse infinitas, ahí arriba. Y, sin embargo, las pocas palabras de compromiso que podríamos intercambiar – qué verano más malo/como todos/ pero esta casa es cada vez más chapucera/porque vamos teniendo suerte, que si no – nunca nos permitirán estar tan cerca como ahora que nos miramos desde la distancia.
 
Una araña del color de las limas, diminuta, se pasea por el filo de mi rodilla derecha. Para ella, la distancia que separa mis piernas es tan infranqueable como un Cañón del Colorado. Ah, la tramposa cuestión de las escalas. Desde donde estoy veo como un cuarto de la provincia de Granada, con su ristra de sierras calvas, la Vega estrangulada por el urbanismo sin piedad, la salvajada de desmontes de menos de quince años, y, esta vez, todo me parece en orden. La plaga de olivos es un estampado de lunares entre los que destacan unos pocos parches de cereal. Los grupitos de vegetación natural, las encinas y quejigos, las zarzas en cuyos brazos me echaré dentro de dos meses, cuando las moras estén reventonas, me parecen la Amazonia. Es fácil encandilarse con los bosques y la vida fácil de Cádiz. Pero esta sequedad crispada de aquí, esta escasez, y entre medias, el puñado de cortijos todavía habitados, qué dignos de respeto me parecen hoy. Si no hubiera salido de Los Alcornocales, no sabría que hay un tipo de hierba seca que cruje exactamente igual que la nieve, porque nunca habría pisado la nieve. Mi ojo no se habría entrenado para encontrar belleza en cualquier parte. Nadaría en la complacencia. Ahora, como tantas otras veces allí, alzo la vista y escruto dentro de la copa del árbol. Ramas y remiendos de cielo. Nada cambia demasiado.

Esta mañana, mientras cocinaba para un par de días, y me dejaba caer luego en la cama sin saber lo que hacer con la hora que me sobraba hasta la comida, me acordé de aquellas otras mañanas gaditanas que tenía libres, antes de empezar a trabajar a las 14:30. Muchas de ellas, después del desayuno, me ponía el bikini, echaba el uniforme en una bolsa de plástico, y ponía el coche en dirección a Tarifa o a Torreguadiaro, según por donde soplara el viento. Me tumbaba a las bravas, sin sombrilla, confiando en mi aguerrida piel morena, y comía temprano, fruta, un bocadillo, o alguna de mis ensaladas, famosas por su exotismo en el pre-bloguero mundo entero de entonces. Cuando llegaba la hora, cogía los atajos más rebuscados y frondosos y, con los pies llenos de arena, entraba en el Cedefo de Los Barrios (Cedefo, amiguitos ajenos al mundo forestal, es la base estratégica donde se coordina el operativo contra los incendios). Allí, en el baño que sólo usábamos la emisorista, la limpiadora y yo, me cambiaba como Clark Kent en su cabina.

Mirando al techo de mi habitación de ahora, me daba cuenta de que últimamente estoy asociando, con más ligereza de la cuenta, esos recuerdos con estampas de libertad. Como si mi vida de hace seis veranos (¡6!) fuera una road movie continua. Cuando lo cierto es que muchas de esas horas de playa me las pasaba clavada en la orilla como una estaca, escrutando, esperando, deseando, sin apenas poder concentrarme en el libro que leía, o en mi propio minuto interminable de sol y horizontalidad. Intentando agarrar cosas que sólo vivían en mi cabeza, se me escapaba todo lo demás. Es alucinante como toda aquella esterilidad, con el tiempo, se ha convertido en hermosura.

Hoy, bajo mi encina, sigo esperando, pero esta vez por imperativo laboral. En verano, las tardes de trabajo se limitan a eso: a buscar una sombra más o menos acogedora y abierta a las corrientes de aire, cerca de las carreteras o los carriles principales, y a permanecer atenta a la emisora, por si alguno de los vigilantes que controlan la zona donde hoy nos han colocado canta un humo. Esperamos pasivamente a que haya (¡a que no haya!) incendios, en estado de completa disponibilidad. Y, hoy, trabajo y ánimo van hermanados. Mis canales están abiertos, y todo lo que entra por ellos encaja al mismo nivel, como si no hubiera escalas. No hay jerarquías. No comparo. Así, como está todo, se ve perfecto: este paisaje con el que me voy reconciliando, a la misma altura que aquellos que ahora aprendo a amar sin añoranza, y la Silvia que recorría las carreteras como una posesa, de la mano de esta que hoy se queda quietecita bajo una encina, o encima de su cama.

(Este es el post que habría publicado anoche, si por mi balcón no hubiera entrado una luz de luna la mar de apropiada para amodorrarme abrazada a un cuerpo amigo)