jueves, 26 de julio de 2012

Junto al miedo


Voy a contarte una pequeña vergüenza, Ana. Hace una semana se me pusieron los nervios de punta en un lugar que sólo prometía calma. Mi único testigo podría decirte que no fue para tanto, que apenas si subí hasta el segundo peldaño en la escala de la histeria. Pero a ti no voy a engañarte. Perdí los papeles, y punto. Verás, eran alrededor de las siete y media de la tarde, y acabábamos de merendar un puñado de ciruelas en una de esas áreas recreativas de Asturias que recuerdan a Suiza, y que parecen la reserva de una raza humana superior. Ya sabes, hierba impoluta como una moqueta de hotel cinco estrellas, un río tan claro que podría curar todas las enfermedades de un tratado de dermatología, ni una traza de plástico.

Después de dos horas de caminata distraída, míranos, sentados en un banco de madera que, oh milagro, no pone “Yoli x Aarón”, estirando la espalda. El perro que nos adoptó justo al principio de la excursión, y que nos ha venido acompañando a lo largo de todo el camino, desprecia la ciruela pocha que le ofrezco. Qué bandido, Bernabé. Así lo he bautizado. Estamos relajados. ¿Estamos relajados? Porque mi pie derecho repiquetea más de la cuenta. Así que las siete y media, ¿eh? Y todavía nos quedan dos horas de vuelta. Miro a Jose, con la intención de que me lea la mente, y sea él el que proponga reiniciar la marcha, pero el tío, con los ojos cerrados como un cochinillo de Segovia, parece a punto de alcanzar el nirvana. Quizás hoy yo haya superado ya el límite de cuestas que un aparato locomotor del montón puede tolerar. Quizás es que llevo grabada a fuego, vaca dócil, la hora en la que siempre se ha cenado en mi casa. Así que me pongo de pie como un elástico estirado al máximo, bastante empeñada en que el repecho de pendiente infernal que tuvimos que bajar para llegar al río no me coma la moral. Pero el Buda de Graná ha decidido por fin hacerse con las riendas de la excursión, y hacer la vuelta por la orilla opuesta, que es por donde discurre el sendero oficial. Pues vale, así me libro del repecho amenazante. Crucemos por ese puente medieval tan cuco, pajarillo.

El problema es que, de este otro lado, la senda no está tan clara. Enfrente se han quedado las aldeas del amor y los caminos decentes. Aquí no hay más que un mogollón asalvajado de pinos que, todo el mundo lo sabe, es un árbol al que le tengo considerable manía. Por estos pagos no ha debido de andar nadie desde los tiempos de Don Pelayo. Abriéndonos paso entre helechos, me siento como uno de esos odiados de la Cuatro que se van a la jungla a alardear de su menú de insectos palo y sanguijuelas. Bernabé se adelanta de vez en cuando, da una carrerita y se para como un maníaco, oliendo el aire. Y, entonces, lo que era un picorcillo subterráneo de inquietud se convierte, simple y llanamente, en miedo. Joder-Jose-joder-Jose, empiezo, porque a veces el miedo intenta desfogar a través del resentimiento. Que son más de las ocho y no sabemos si vamos bien. Que se nos hace de noche. ¡Que nos va a salir un lobo, joder! Jose calla como el Santo Job que es, señal clara de que ha llegado la hora de dominarme con mis propias razones. A ver, Silvia, que tú conoces como funciona esto del monte, mujer, que los animales silvestres son más tímidos que tú misma en un karaoke. Que aquí los días tienen como veintiocho horas de luz, mujeer. Que, mira, otra señal clarísima de sendero. Y que, bueno, pasar una noche en el bosque tampoco da para la segunda parte de “¡Viven!”, cuando en la mochila llevas agua, un paquete de dátiles y un forro polar. Mujeeeer. Pero estoy en pleno ataque de miedo irracional, y nada de lo que pueda decirme yo o Jose (disfruta del camino, que lo tenemos todo para nosotros. Somos dos corzos, dos ardillas más) va a convencerme de que esta noche no vaya a morir devorada por los lobos. Al final, lo único que puede con el miedo es la vergüenza. Me abochorna tanto mi manera de encarar la situación, que poco a poco, a fuerza de orgullo, me voy controlando.

Quisiera culminar esta historieta absurda, Ana, con una moraleja brillante que fuera capaz de desactivar tus miedos, cada vez que estos te atacaran. Algo así como que el miedo, igual que el resto de productos y subproductos de la actividad cerebral humana, como la voluntad, la fe, o la razón, está sobrevalorado, y que para volver a calibrarlo, bastaría con recordar que un miedo es un cuento de hadas que la mente fabrica a su antojo, una especie de leyenda negra propia, o el estribillo de una de esas canciones que nos revientan, pero que no somos capaces de dejar de tararear. Desechos de palabras. O desechos, a secas. Un exceso de acidez cerebral que nos agua la digestión de la realidad. Quisiera decirte que, a fuerza de torería, uno es capaz de darle al miedo la altura que verdaderamente tiene, saltar por encima de él, y grabar esa respuesta valerosa en el fondo de la experiencia para que el miedo no vuelva a atacar.

Pero no puedo. El miedo va a volver a aparecer. No va a ir a por ti porque tú seas más débil, o porque no sepas controlar tu mente. Irá a por ti porque tienes un cerebro humano. Estás programada para sentir miedo. Verás, en otra de las excursiones asturianas me maravilló la manera en que unas cabras se paseaban por el mismo filo del desfiladero terrorífico por el que andábamos. Míralas, las hijas del demonio, qué poco miedo tienen de irse directamente a ramonear todos los frutales del Jardín del Edén. Nosotros sí sabemos lo que es la muerte y el daño. El miedo es nuestro primo hermano, una especie de carga orgánica, parecida a la rodilla que empieza a renquear, o el intestino que deja de secretar enzimas para digerir la lactosa.

¿Qué nos queda, entonces? Ya lo sabes, la aceptación. Saber que los toreros no tienen menos miedo al toro que tú y que yo, sino todo lo contrario. Llevar a cabo lo que uno se ha propuesto a pesar del miedo, al lado del miedo, y gracias al miedo. Dar un paso, otro, otro, fijándote en la forma del helecho, en el sonido que haces al caminar, en el encaje de las copas de los árboles. En la gracia con que tu hijo te llama por tu nombre propio, como si fuera un cómplice. En el ritmo de lo que ahora vuelve a crecer dentro de ti. Y en la confianza que tenemos, los que te conocemos bien, en que esta vez lo harás igual de bien que la primera. Con la misma energía y el mismo esmero con que haces todo lo que te propones.

Ahí abajo estaba el centro de la Tierra. Con perdón, mamá.



2 comentarios:

  1. Anónimo entre comillas27 julio, 2012 22:12

    A ella seguro que le sirve...y a los demás, porque todos sabemos lo que es el miedo y que la única forma de vencerlo es dar un pasito adelante y luego otro, cada vez con menos miedo, hasta la próxima vez.
    Y sí, los que la conocemos mucho y la queremos más, sabemos que seguirá haciéndolo todo igual de bien que siempre, con esas manos prodigiosas...

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  2. Mi querida prima,me vuelves a dejar sin palabras,y esta vez más,no sé como agradecerte tus últimas conversaciones telefonicas y esto último...Y mi anónimo entre comillas...os hago saber,que cada vez lo voy aceptando mejor,poco a poco.

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