martes, 31 de enero de 2012

Sabor de sierra

Eugenio no debe de tener idea de lo que significa la magdalena de Proust y, sin embargo, lleva cerca de cincuenta años tratando de recuperar el sabor de aquellos huevos revueltos con patatas que conoció de pequeño. En alguna ocasión se ha montado en el coche con su mujer, una docena de huevos y una malla con un par de kilos de papas, y todos juntos se han ido a la casa del pueblo para hacer el experimento sobre las brasas de la chimenea. Seguro que no salió mal, la comida resultó sabrosa y la siesta legendaria, pero seguía faltando algo. Una conjunción muy concreta que Eugenio podía enumerar fácilmente.

Faltaban los huevos casi solares de las gallinas que su padre, el guarda forestal, encerraba en un corral, junto al vivero donde se fabricaban los pinos que terminarían cubriendo las vergüenzas desnudas de Sierra Nevada. Faltaban las patatas sacadas de la tierra, media hora antes de que el aceite de la almazara de Huéneja empezara a borbotear en la sartén de hierro colado. Faltaban el aire punzante de la Sierra, y las manos de su madre, esas que rompían el hielo del río que quedaba por debajo del cortijo donde vivían los cuatro, las que restregaban la poca ropa que tenían contra la tabla de fregar, las que sólo descansaban mientras las prendas dispuestas sobre el romero o la retama se secaban al sol tímido, y a veces ni siquiera eso, porque cuesta arriba, cargada con niño, tabla y petate de ropa mojada, seguía habiendo una casa en la que amasar pan, dar de comer al cerdo, barrer los suelos.

Faltaban los domingos de entonces, que entonces sí que eran fiesta, cuando su padre los montaba, a su hermana y a él, en los serones del asno. Éste no descansaba, monte arriba, monte abajo, todos los días, tirando de troncos de árboles, cargado con bidones de agua, con el azúcar, la sal, el chocolate, las latas de atún de dos kilos, con todo lo que estas gentes no pudieran hacer con las manos. Pegados a los flancos del animal, llegaban al vivero, correteaban por el huerto que el padre cuidaba en los pocos ratos libres, comparaban quién había encontrado la piedra más brillante de entre todas las piedras brillantes de Sierra Nevada. Y así llegaba el hambre de veras, que ahora también escasea.

Pero, por encima de todo, lo que más faltaba eran sus cinco años flacos recién cumplidos, el niño que sólo unos meses antes había empezado a bajar a la escuela, una hora de ida, todavía más de vuelta, a ver si era posible que se le fuera quitando el lustre cortijero y medio salvaje. Bajaban todos los días, la hermana y él, con sol o con lluvia, a veces con la cara helada y el culo caliente, porque su madre no aceptaba las nevadas como excusa para quedarse en casa. En el camino a la escuela se les unían, como afluentes a un río, los niños de los cortijos vecinos, y el del molino adonde su madre iba a cocer el pan. Antes de la primera clase ya habían disfrutado de un recreo.

Eugenio se acuerda de la mala suerte que tuvieron sus pocos juguetes: el camión de madera que su padre le compró en el pueblo, y sobre el que el burro decidió, al poco, hacer su cama, o aquel balón que tan bien botaba, tanto que fue a parar con ánimo suicida a un espino. Se acuerda después de las pocas veces que llegaba el circo al pueblo, y de cómo, en una ocasión, a su padre no le dejaron pagar la entrada. Es que lo vieron vestido con su uniforme, gastado y con remiendos invisibles, pero de fuerza viva del Estado, al fin y al cabo. No es que el hombre se hubiera querido aprovechar de su puesto, es que no tenía otra ropa presentable de recambio.

De todo esto se acordaba, una mañana de este verano, mi compañero Eugenio, mientras yo conducía la pick-up a través de un paisaje casi africano. Piedras, piedras, piedras, y algún triste matorral casi a punto de convertirse también en piedra. Igual que ese pastor que vigilaba a sus ovejas bajo el sol infame del mediodía, erguido como el monje de una religión primitiva. Quedan pocos como él: hoy los ganaderos prefieren soltar los rebaños a la sierra, a su amor, y algunos sustituyen ojos humanos y ladridos perrunos por tajadas de tocino envenenado, para controlar a las alimañas. Una palabra que, como el pastor eremita y sin moto, es un residuo de los tiempos en los que Eugenio comía huevos con patatas los domingos, en el vivero. Tenía sólo veintitrés años cuando nací yo. 




(Por qué echo mano ahora de esta estampita veraniega, os preguntaréis. Porque ya empiezo a sentir en el cogote la masa de aire siberiano (me encantan las frases hechas del drama meteorológico), y me apetece contradecirlo. Para que os deis cuenta de una vez de que, pese a lo escrito en anteriores capítulos, yo amo a los forestales. Porque, revisando mis cientos de libretas, me he encontrado con los apuntes que, como una periodista, tomé al volver del trabajo aquella mañana de julio. Porque llevo una barbaridad de días trabajados y de kilómetros recorridos, y mi cerebrito no está fuegos artificiales)

domingo, 29 de enero de 2012

Pues a mí me molan (los domingos)


Los domingos, mmm. ¿Por qué están sólo un poquito peor vistos que los lunes? Sí, sí, ya sé que verle las orejas al madrugón y al trabajo insustancial o infame le corta la leche del café de la merienda a cualquiera. Te encuentras una cantidad indignante de bares cerrados, al menos en Granada. Tu vecino piensa que, pobrecita, tú no debes tener radio, y le da por compartir la retransmisión del Carrusel Deportivo contigo. Y a lo mejor te da por recordar lo cortos que se te hacían antes los domingos, cuando te levantabas a las tres, y empalmabas pijama con siesta, porque te habías acostado con el sol ya bien lozano, y tu madre abría una rendijita de la puerta de tu habitación y te susurraba “hijo, ¿te pongo plato? Hay paella”. Ahora tus amigos pasean a sus bebés en carrito, tú te despiertas a las nueve, y te encuentras con que no sabes cómo gastar esta enormidad pastosa de horas, y piensas “oh, vacío, adiós, dulce juventud”.

A mí me encantan los domingos. Por la cuesta circulan menos coches, y mi penosa capacidad de concentración no se ve puesta a prueba cada minuto. Si el lunes trabajo por la mañana, el domingo preparo la comida, para al día siguiente llegar a casa a las tres y besar el plato. No sé si será porque el mismo domingo ha asumido que es una cosa lenta, pero yo cocino todavía mejor que el resto de la semana. Ahí está la cazuela de carrilleras al Pedro Ximénez para corroborarlo. Si trabajo por la tarde, al domingo se le sube la autoestima, y se dice a sí mismo “pues no estoy tan mal, apenas si soy un poquito más feo que el sábado”. Tonterías suyas. Y, además, la gente se disfraza y sale de sus casas. Los cazadores se reúnen en hordas en los bares de los pueblos, o en algún área de servicio. Ciclistas de todo pelaje y contorno de muslo toman las carreteras secundarias. No da vergüenza sacar el chándal al parque. Otros, con la palabra Decathlon escrita en la frente, y mucho bastón de caminante y muchos prismáticos traídos por los Reyes, salen de la ciudad para ver algún pájaro distinto de las palomas de la Plaza Bibrambla. Muchas señoras con mechas un poco verdosas aprovechan para rentabilizar sus abrigos de pieles que parecen de imitación y son reales. Si hay sol, las terrazas se llenan, y niños a los que mandarías a Herodes están a punto de tirarte la cerveza en uno de sus correteos. Adorable.

Cuando trabajas en domingo, como hoy ha sido mi caso, el ritmo del mundo parece todavía más alienígena. Porque tú, infeliz, y otros pocos como tú, habéis madrugado, mientras que el resto de ciudadanos sigue retozando o roncando. Y eso significa que el riesgo de morir atropellado en un paso de cebra, a las ocho menos veinte de la mañana, por un trabajador que todavía no distingue muy bien sueño de vigilia, se reduce a niveles tolerables. Se puede oír el jaleo de los pájaros, normalmente aplacado por esos mismos coches apestosos, rugientes, asesinos (sí, yo también tengo uno). La Delegación está cerrada con llave, y tú, jojojo, la tienes en el bolsillo. No hace falta que corras para pillar un ascensor libre, con la intención de ahorrarte olores agresivos a desodorante. El edificio está vacío, vacío, vacío. Lo que supone que, si te quedas en la oficina, puedes darte sin miedo al innoble arte del fisgoneo. Yo lo hago así:

Primero voy a hacerle una visita a la máquina del café, aprovechando que a su alrededor no hay corrillos como los de la tele. A continuación, entre volutas de aroma sucedáneo, busco un jirón de humanidad por los rincones de la oficina. Y veo cosas que no puedo decir porque algunos de mis compañeros (aunque no dejen NUNCA comentarios...) me leen. Me siento en la mesa del jefe. Veo la cantidad de papeles anotados con su letra de insecto espachurrado. Lo que trabaja este hombre. Hay una taza de loza, a cuadritos rojos y blancos, que no tiene pinta de haber sido estrenada, lo que hace de lo más intrigante la presencia de un sobrecito de sacarina, a su lado. A lo mejor su hija pensó que todo jefe tiene que tener su taza, y se la regaló para el día del padre, y él la ha colocado ahí, con la idea de llenarla de los lápices y bolígrafos que necesita para garrapatear nuestros cuadrantes, diosecillo omnipotente, marcando el paso de todos nuestros horarios cotidianos, pero o los lápices no terminan de llegar, porque por ahí es donde se ha empezado a recortar gastos, o sus chicos se los hemos ido birlando. No veo mucho más. La limpiadora dejó ayer las papeleras mondas, con el juego que dan. ¿Y fuera? Quizás haya una diminuta mancha de semen en la bata azul albañil de esa bedela que lleva gafas de miopía extrema. Quizás haya cartas de amor cruzadas entre una punta y otra de la gran estancia sin separaciones. Alguien ha marcado una fecha en el calendario prendido en la pared. ¿Le tocará recoger unos resultados médicos inquietantes, o será acaso el día del juicio contra los inquilinos que le dejaron el piso arrasado, y con un montoncito desafiante de recibos sin pagar encima de la única mesa que dejaron en pie?

La encargada de los dineros, que parece una catequista, ha colocado en su mesa una orquídea de tela, dentro de un tiesto con forma de corazón, junto a la vetusta máquina de hacer cuentas. Está todavía envuelta en plástico, uno de dudosa calidad, como grasiento por dentro. ¿Se la habrá regalado alguien tan importante como para no querer que una sola mota de polvo toque la triste flor de tela, o tan insignificante como para no molestarse siquiera en desempaquetarla? ¿Quizás los compañeros de oficina? ¿La compraría ella, y no fue capaz de decir que no cuando le preguntaron si se la envolvían para regalo?

En la mesa de al lado hay una foto de un niño moreno al que se le sale la risa por todos los agujeros de la cara. Está vuelta hacia el resto de la oficina, como si la madre del niño, que se sienta en esa mesa, no quisiera tenerla de frente, durante siete horas seguidas. A lo mejor es porque, si la mira, se acuerda del adolescente gordo y arisco que tiene en casa, al que sólo le gustan las patatas fritas con ketchup, y que apenas se parece ya al niño de la foto.

A todas estas cosas provechosas me dedico cuando trabajo un domingo en la oficina, una vez que he cumplido con eficacia las labores que se me han encomendado. Ejem. Y si lo que toca es salir al campo, qué paisaje tan distinto, también, al del resto de la semana. De camino al aparcamiento, no es raro encontrarse, alrededor de las ocho de la mañana, con los irreductibles de la noche del sábado. A veces quien sale por la puerta trasera de la discoteca no son ellos, los cansinos, los borrachos, sino los mismos camareros, con su aire de perdonavidas, o las camareras serias, arrastrando los pies metidos en zapatos bajos. seguro que en esa bolsa de plástico que llevan en la mano deben de guardar los tacones que manda el contrato. En la bajada al parking, vómitos, meadas, restos de cubata, una hamburguesa mordisqueada, y hasta alguna pareja follando (lo que hacen no es el amor, mami. No en esa postura y en semejante hábitat. Además, vete haciendo a la idea de que aquí la censura la marco yo).

El domingo es lento. El domingo es complejo, raro. El domingo es una cosa callada. El domingo es holgazán. Es tan simpático. Y, ahora, ale, a programar todo el mundo el despertador.

Escadinhas


Me sorprendo recordando aquello, y entonces el interruptor de la respuesta automática salta solo: de eso hace ya varios años, me digo, ¿no es morboso aferrarse de esa manera a un recuerdo? Pero me rebelo tranquilamente. No, yo no me aferro. Eso suena a salvavidas y a voluntad. En este caso, no soy yo la que agarra el recuerdo en un puño, como si fuera arena (que lo es), y pudiera escaparse. Es él el que viene y va, de manera un poco aleatoria, y sin mucho empeño, la verdad. Llega de puntillas, como en medio de una siesta, y mis emociones apenas se alteran. Yo reviso mi recuerdo de una pasada, porque sé que no tardará en marcharse, y descubro que con los años se ha vuelto neutro. No duele, no confunde, no irrita. Hasta me cuesta llamarlo mío. Es como si fuera un fotograma de Lost in translation.

Pero qué poco recuerdo. Él y yo estamos sentados en una de las tantísimas escaleras de la ciudad. Faltarán un par de horas para que amanezca el día en el que he previsto continuar mi viaje, pero nosotros seguimos hablando. Quiero decir, practicando el arduo acto social de la charla entre dos recién conocidos que todavía no se atreven a besarse. Él se maneja aceptablemente en mi idioma. Yo hago lo que puedo con mi timidez. Qué poco estudiada es nuestra tarjeta de presentación, en noches de verano como ésta. Si en ese momento supiéramos lo que vendrá después, no hablaríamos tan distraídos. Querríamos esforzarnos para que esa imagen que damos al otro se parezca mínimamente a lo que creemos que somos. Porque los dos vamos a quedarnos prendados de esta noche, y los dos vamos a equivocarnos.

Pero aún no tenemos historia, y ahí es donde reside la belleza de este recuerdo pequeño. Lo que hayamos podido decir hasta el momento no importa. Ahora nos estamos mirando con más lentitud de la recomendable. Nos quedamos callados. Y, sin embargo, no es el beso lo que realmente cuenta. Claro que está ahí, tic tac, tic tac, colgando sobre nuestras cabezas, pero la escena, sin ser la más original del mundo, no se ha rodado sólo para que eso suceda. Él extiende sus piernas de jirafa a lo largo de un millón de escalones. Lleva una camisa de un inenarrable estilo hawaiano que a duras penas compensa el aire un poco trágico que tienen los hombres muy flacos. No recuerdo ni uno solo de sus gestos, así que supongo que no hay verdadera curiosidad en la lentitud con que lo miro, sino hechizo. Puede que haga un gesto introspectivo, algo así como acariciarse la mosca de debajo del labio, cada vez que me aclara que hace poco que ha dejado su trabajo de profesor universitario. O que se pase una mano por el flequillo como si fuera Beethoven. Todo eso le cuadra. Tiene un aire de caballerosidad un tanto anticuada, y eso no me lo invento porque sea lisboeta, sino porque, justo antes de que por fin nos besemos, dirá “¿puedo pedirte un abrazo?”. 

 

La ciudad se curva como una montaña rusa a nuestros pies, como si ni siquiera la noche pudiera aplanarla. Miro los arbolitos que hay en el eje de la cuesta, las antenas, y una buhardilla diminuta en la que es tan, tan fácil imaginar el sol cayendo encima de unas sábanas revueltas, y dos que comen galletas en la cama estrecha, y una maceta con un girasol. Estoy en una ciudad arrebatadora con un hombre que se mimetiza con ella. Y no me parece raro. Para ello tendría que acordarme de quién se supone que soy y de la vida que se supone que llevo. Porque eso es lo que está pasando, esa es la emoción que recorre esta escena sin guión: los dos estamos en suspenso, en ninguna parte más que aquí, sin más asideros que yo para él, él para mí. Y no nos conocemos, no vamos a darnos seguridad ni confianza, sino una posibilidad de calor. Como si el avión en el que viajas estuviera cayendo en picado hacia el Atlántico, y tú le dieras la mano al desconocido de la butaca de al lado.

(Después de ese raro momento de conexión, una se inventa mil razones para justificarlo. Se dice a sí misma: es dulce, tiene historia, un acento precioso, y una reserva que dan ganas de arrancarle la ropa. Y a la mañana siguiente, cuando va de copiloto por la autopista que deja la ciudad, se da cuenta de que, maldición, se ha enamorado)

De nuestra conversación sólo recuerdo que, en algún momento, a los dos se nos vino a la cabeza la película Lost in translation. Él me sonrió con complicidad, como diciendo “estamos los dos en el ajo, eh”. En la peli, como en mi fotograma particular, eran dos desconocidos que creaban un vínculo improbable y sin expectativas, frente a un mundo que costaba sentir como propio. Por desgracia, mi película no acabó ahí, y al final fuimos nosotros los que no nos supimos traducir.


jueves, 26 de enero de 2012

Arriba


Estás ahí arriba y, como cantaba Quique González, todo lo demás no importa. No te has dado cuenta de cómo tus manos, agarradas a los prismáticos, han ido perdiendo una temperatura que, ya abajo, apenas si era humana. No importa. Los ojos empiezan a escocerte por el esfuerzo de mirar, mirar y mirar, y porque, joder, te has levantado a las cinco y media de la madrugada, pero no importa. Ni importa la dudosa razón laboral que te te tiene aquí apostada, desde hace un par de horas, a cerca de dos mil metros de altura.

Te hubiese gustado subirlos andando, desde el río hasta aquí mismo, porque una vista como esta se merece un esfuerzo mayor del que has hecho, llegar todavía más ahogada, más pequeña y, entonces, tras el último escollo de piedra viva, beberte de golpe toda esa cantidad inmensa de aire. Bueno, has llegado en coche, y aún así te has enfrentado a una mínima prueba, a la veta de miedo a derrapar en cualquier curva helada que, a pesar de los inviernos transcurridos en Granada, sigue incrustada en tu mente. Luego has andado entre pinos, cuyo olor siempre te lleva a un puerto sin nombre de tu infancia, diez minutos solamente, y al alcanzar la cumbre, te has preguntado cuál de las cinco capas de ropa que llevas puestas sobraba.

No le has dedicado mucho atención a tu triste sofoco. Sólo querías mirar y mirar. Sólo te querías a ti mirando de esa manera intacta, como de recién nacido. Rápidamente has dominado la tentación de ponerte a tejer, alrededor del paisaje, una malla de reminiscencias y símbolos. La montaña es una montaña, llena de masas incomprensibles y de agujas de piedra y de voladizos asesinos. No es un altar, no es una iglesia. Y esa acumulación insólita de, abracadabra, patas de cabra, no es la muerte, o una especie turbadora de sueño, sino un comedero que le han montado a los quebrantahuesos. Ya no recuerdas que a ti, salvajemente enamorada de los bosques y de las formas redondeadas y asumibles del paisaje gaditano, esta enormidad vertical de la piedra te desalienta. Vas haciendo las paces con lo inorgánico. Dejas de comparar. Como si no tuvieras gustos ni historia. Como si te hubieran traído hasta aquí en helicóptero, desde otras cumbres de tu vida. Estás. La barriga calentita, las manos heladas bajo los guantes polares, la mirada limpia.

Un par de cabañas de pastores se columpian entre taludes que asustan y que, si se ponen, matan. Desde aquí no ves el carril o la vereda que lleve hasta ellas. Y, sin embargo, no tienen aspecto de estar abandonadas. Es entonces cuando comprendes. Esos mismos pastores pueden ser los bandidos que tanto aprecio le tienen a sembrar de veneno estas sierras. Y, a tu pesar, comprendes. La gente que todavía vive aquí lleva grabada, en cada capa de su mente, la lucha por la supervivencia. Estos fríos. Estos barrancos monstruosos. Este ir y venir en busca de pastos, como uno más del rebaño. Toda la vieja herencia de cuentos de lumbre y leyendas negras, buitres con chotos todavía vivos entre las garras, el recuerdo del lobo.

Y tu compañero, como si hubieras pronunciado alguna palabra, se pone a contar historias sobre esta gente. Habla de los nueve hermanos, a cual más asilvestrado y malo, que, antes de ir a parar a la cárcel, se pasaban el año metidos en ese río cuyas aguas bajan gélidas hasta en verano, pescando truchas con las manos. Cómo no, habla de furtivos. Y, entre risas, te chiva que, allí abajo, en el pueblo, la gente parece tener unas costumbres matrimoniales un tanto licenciosas: que no se discrimina demasiado en materia de orificios corporales, y que si un marido no cumple, pues su mujer tiene un hijo con otro y allí no pasa nada. Es el agua, dice, que tiene mucha cal, y altera las sinapsis neuronales. A pesar de tu momento de comprensión pastoril, tú no eres una romántica de la vida rústica, pero esa viñeta de aldea gala te hace un montón de gracia.

Él sigue hablando, tú sigues mirando, en una especie de estado de gracia de la atención. Los buitres buscan un trocito de sol, y los envidias. Te gusta la manera en la que se dejan caer en el carrusel lento de las corrientes del aire. Aparte de la voz de tus compañeros, sólo se escucha el runrún de una cascada que hace el río. Parece increíble que haya un mundo debajo, y que tú tengas que escribir todo esto al final del día para mantenerlo vivo. Ahora mismo estás ahí arriba, y punto. Todo lo demás no importa.


               (El vídeo es lamentable, pero la canción me calienta el corazoncito)

miércoles, 25 de enero de 2012

La Pérfida Secta


Mamá, me han dado algo malo. Porque hoy he estado en la peluquería, y mis nervios siguen por la senda de la templanza. No he maldecido a la Pérfida Secta ni una sola vez. Eso es raro, muy raro. Por eso te digo que me han drogado. Y lo que es peor, me han reventado el post que iba escribiendo en mi cabeza, cuando todavía la tenía peluda. Un post de rencor que llevo incubando desde hace quince años.

La historia de mi pelo está tan cargada de tensión, que casi parece una historia romántica. Eso se nota cuando la cabeza se me llena de una cantidad intolerable de rizos, y casi paso de perfil frente al espejo para no tener que ver a mi propio reflejo con los brazos en jarras, diciéndome “Silvia, hija, a ver si te pelas”. O cuando busco por las calles de Granada, como si estuviera un poco salida, una peluquería a la que no le haya echado todavía la cruz. A veces, vuelvo al lugar donde me dejaron mona la última vez, con la esperanza de que esta vez sí, por fin he encontrado al peluquero de mi vida, ese que siempre va a saber encontrar, por debajo de la espesura, la mejor versión de mi cabeza, ese con el que no voy a tener que regatear nunca acerca de la longitud de mi pelo. Pero la peluquería debe de ser un arte aleatorio, de lo más abstracto, porque una misma cabeza puesta a disposición de unas mismas manos, en idénticas condiciones técnicas, nunca da como resultado dos cortes idénticos. Cuando pasa eso, qué ganas de comer chocolate, qué nuevo desengaño, qué pena de mi pelo, que se me va a quedar para siempre soltero.

Los raros lectores que no me conocen desde chica han de saber que yo no siempre tuve el aspecto que se intuye en la foto de mi perfil. Hubo un tiempo en el que yo era esa niña o esa adolescente que quedaba detrás de un monstruoso telón de pelo. Tenía unos rizos del tamaño de maromas y una cantidad, bueno, una cantidad que no se medía por centímetros sino por arrobas. Parecía que tenía una capa de tuno por melena. Y lo peor es que era imposible de domesticar. Los caracoles recién lavados se convertían rápidamente en greñas. Las trenzas me quedaban como las que le hacen en la cola a los caballos de la Feria de Abril. Me hacía una coleta, y era como si una ardilla se me hubiera agarrado del cuello. Con mis moños se podía jugar al balonmano. Repito, una brutalidad de pelo.

Hasta que un día acabé con esa criatura salvaje. Fue en el segundo año de carrera. Estaba tan perdida en todos los aspectos, tan abatida, que, de acuerdo con el tópico, me fui a la peluquería. Y entonces fue cuando me encontré con Alfonso. Mi primer peluquero. Mi gurú. Mi Pigmalión. Esas cosas nunca se olvidan. Él estudió, mano en barbilla, toda mi exuberancia capilar y dictó sentencia: todo o nada. O te lo corto todo o se queda como está. Picasso no lo hubiera expresado con más vehemencia. Yo, que estaba al borde del desquicio, le imploré “todo, todo”. Y así fue como el suelo se fue cubriendo de rizos negros. Podría haberlo vendido, como la Jo de Mujercitas, y me hubiera sacado una paga. Mi madre, que venía conmigo, no podía reprimir los grititos. El resto de clientas miraban horrorizadas. Alfonso movía las tijeras como si fuera Miguel Ángel, igual de intenso. De repente se paró. La obra estaba acabada: ahí estaba mi precioso cráneo, y la inédita curva de mi cuello, y oh, mis pequeñas orejas. Desnudas y libres. Era como si mis mejillas, mi mandíbula, toda mi cara hubiera dado un paso al frente. Como si hubiera estado llevando un burka toda mi vida. En el camino de vuelta a casa, no podía dejar de mirarme de refilón en los escaparates, sin reconocerme del todo en esa cabeza tan prometedora. Y mi único momento de gloria en la facultad fue el día en que aparecí sin mi melena.

Lo que empezó como un enamoramiento fulminante se fue convirtiendo en una larga historia de tedio y decepciones. Como lo digo. El arte de Alfonso no duró más de tres visitas y, tras la novedad, mi estilazo Halle Berry se fue desdibujando. Ya nadie se admiraba de lo bien que le cuadraba el pelo corto a mis facciones, y yo me fui resignando a que el único comentario positivo que suscitaba mi peinado fuera un indulgente “pero qué cómodo”. Aún me faltaba empezar a trabajar. Con hombres. Con muchos hombres muy, muy rancios. Cuántas veces no me habrán preguntado que cuándo me lo iba a dejar largo. Cuántas me quedan todavía por escucharlo. Como si el pelo corto fuera una anomalía. Y de poco sirve que yo diga que así es como mejor estoy. Ni me planteo ir soltando por ahí aquello de que a los antiguos egipcios les ponían cantidad las cabezas calvas. No, yo en el tema pelo ya no meto baza. Me censuro. No se me ocurre sugerir siquiera que el pelo puede que no sea más que eso, pelo, y que si hubiera algún champú que lo limpiara de mitos y tabúes yo lo compraría a garrafas de diez litros.

Y luego están ellos. La Pérfida Secta. Los malentendidos capilares con el vulgo no dejan de tener unas formas amables, hasta paternalistas. Pero los que se entablan en las peluquerías, ah, eso sí que es hostilidad. Para empezar, el ambiente está estudiado para humillar: los lavaderos de cabezas. Yo siempre me siento un poquito como Maria Antonieta en la guillotina. Esa capa que te amarran bien apretada al cuello, y que es maldad absoluta. Los escaparates XXL, para que ni un peatón se pierda el espectáculo indigno que ofreces con el pelo mojado y el disfraz de Halloween. El olor a matadero. Los papelitos de aluminio, a los que, gracias al cielo, todavía no me he sometido. Y, por fin, el peluquero. Sea de la categoría que sea, a un peluquero no se le puede llevar la contraria. No le digas que lo quieres así o asá de largo. No se te ocurra manifestar que te lo refanfinfla si lo que le pides no está de moda. Eso es algo que no se le dice a un Guardián de la Moral Capilar. Ellos dictan lo que es estético o no, y tú te callas. Punto. Que para algo tienes esa pinta de recién degollado. Yo ya he aprendido esa lección. Llamadme fatalista. Pero, recordad, son quince años, quince, en las trincheras del pelo. Ya me he cansado de que hasta los expertos de la tijera se escandalicen cuando les solicito que me la metan un poquito más, la tijera (chascarrillo no apto para madres remilgadas que en los comentarios se quejan cuando las llaman remilgadas).

Y mira que he probado todas las opciones del espectro peluqueril. Hubo una época en la que mantuve un breve idilio mercantil con un peluquero al que llamaba Il Divo. Era tan moderno, tan fashion, que, pensé, no podía tener un concepto de la feminidad muy estrecho. El problema es que no tenía más concepto que él mismo, y por eso se pasaba toda la (corta) sesión poniendo posturitas tipo Dalí. Cortaba un mechón de medio milímetro. Sacaba su morrito siliconado. Se volvía a mirar en el espejo. Que yo no soy celosa, pero, tío, a ver si en una de esas me cortas una oreja. Una vez se puso la manita en la frente, y con cara de por qué-mi-pequinés-hace-caca-dura, le mandó a un esbirro que continuara la faena. Y luego me cobró un suplemento por pelarme Él. Basado en hechos reales. Rompimos relaciones para siempre.

Lo he intentado con las peluquerías obviamente femeninas, donde detrás de una puerta siempre están depilando bigotes. Donde la jefa siempre tenía un coqueto peladito de flequillo al bies y el tinte rubísimo. Donde los Hola estaban moderadamente camuflados. Yo entraba y me decía “esta es mi chica”. Refrescante y sin alardes, comprensiva. Pues no. La rubita terminaba haciendo gala de una tolerancia estética digna de un talibán. Y, lo confieso, me he puesto en manos de peluqueras, cómo decirlo, de barrio. Laca como para arrasar la capa de ozono. Rulos. El Pronto. Abuelas con las que ponerte a cascar de Paquirrín, del Rajoy ese, de lo mala que está la vida y de si sus hijos se las llevan a Almuñécar en agosto . Por poco salgo de allí con el pelo cardado y blanco-violeta.

¿Y esta tarde? Entré en una peluquería tolerablemente moderna, de esas que parecen hechas para Djs-privados-por-el-funky, chicos Converse, locos del vinilo y demás nostálgicos de Naranjito. No había ni un ejemplar de semejante fauna. Lástima. Para lavarme la cabeza me tumbaron en un sillón vibratorio que le regaló a mi body gozos casi indecentes. La peluquera era dócil, risueña y no intentaba darme conversación. Un tío que debía de ser su novio entró con un bebé, y después de darle paseos de eaeaea por todo el salón, se sentó en el potro de tortura que quedaba a mi lado y se puso a darle un potito. Resumiendo, que la atmósfera era distendida, que me dejaron el pelo igual de poco corto que siempre, que me cobraron dieciséis euros más que la última vez que me pelé, y que yo salí sin blasfemar. Lo dicho, mamá, que me han drogado. Los métodos de la Pérfida Secta son cada vez más sutiles.


martes, 24 de enero de 2012

Telegrama


El momento ineludible ha llegado. STOP. Estoy bloqueada. STOP. Tengo ideas, pero no me salen las frases. STOP. Silencio absoluto dentro de mi cabeza. STOP. Pajarillos. STOP. Es hasta hermoso, este silencio. STOP. Ya he pasado por los siguientes estados: leve inquietud. Rascado de cuero cabelludo y de dedos dañados por la dermatitis. STOP. Vueltas en círculo por el salón. Ducha. STOP. Lloriqueo. Irascibilidad. Melodrama. STOP. Ganas de tirar el ordenador por el balcón. STOP. Sensación de haber leído esta escena cientos de veces. STOP. Por tanto, fastidio. STOP. Por tanto, gradual calma. STOP. No voy a escribir otro de esos ejercicios lamentables sobre la página en blanco. STOP. Antes, la lista de los reyes godos. STOP. Hoy le he echado tres horas extra al trabajo. STOP. Me ha subido la miopía por lo menos en quince dioptrías, por el esfuerzo de mirar por un catalejo sin saber guiñar.(BUENO, YA BASTA DE STOP, que las frases me están saliendo cada vez más largas). Puto censo de patos. Ni a la naranja los quiero. Sé que no sirve como excusa. ¿Y por qué he de dar excusas?. Porque, oficialmente, ya soy una bloguera. Si no tengo el patio actualizado, me siento un poco farsante. Virus que se meten en las meninges de una. Si alguien fuera tan amable de contarme alguna manera mediante la que manejar el quiero y no puedo. No me valen psicocuentos del tipo “si quieres, puedes”. Falso. Quiero encerrarme en la sórdida habitación de un motel de Nevada con Nick Cave, y no puedo. Quiero que el cerebro no me haga cortocircuitos, y no puedo (El brócoli no es tan milagroso como dicen por internel. Yo como una tonelada semanal, y aquí estoy, bloqueada). Con la de cosas provechosas que podría estar haciendo. Hacerle un bizcocho a mi tía, que mañana viene de visita. Fabricarme un parche para solucionar el problema del guiño. Pintarme las uñas de un color que espante a todos los patos de la provincia. Leerme un relato de Alice Munro. Dormir y callar. (Lo he hecho. He escrito ese post. Me siento como si me hubieran desflorado)

domingo, 22 de enero de 2012

¡Mi primera receta!


Siempre he tenido una veta de intransigencia perfeccionista que me impedía continuar con las cosas que empezaba, o simplemente empezar las cosas que se me ocurrían. Ahora pienso que no se trataba sólo de falta de voluntad, sino también de una sorda falta de humor. De ese humor de veras que está más allá de la capacidad de ironizar o hacer chistes. Yo leía, leo, mucho y, encontrando en los libros tanta belleza, y tanto misterio y tanta inteligencia, me parecía casi irreverente ponerme yo misma a escribir. Me acuerdo de una tarde de trabajo, este verano, que estaba en la oficina. Acababa de descubrir el blog de Marina, y el entusiasmo de esa lectura jugosa se fundía con una especie de desaliento, un nerviosismo que no dejaba de repetir en mi oído que yo jamás iba a ser capaz de escribir tan bien, involucrando tanto corazón. Esa tarde hacía mucho, mucho calor.

Y anoche, mi madre me dijo al teléfono que por qué ya no hacía tantas fotos como antes de mis comidas. “Mamá, hija - le respondí yo - es que cuando llego del trabajo a las tres, me hallo en disposición de comerme un mamut. No voy a ponerme a pelear con mi fraude de cámara, con toa la boca chorreando saliva, para que me salga una foto con los colores más o menos reales”. Porque, al hablar, pensaba en las maravillosas imágenes de los blogs culinarios que visito. Es por eso por lo que no había pinchado en este tablón ninguna receta, hasta ahora. Por puro, inútil y castrante perfeccionismo. Por la estrechura mental de pensar que si uno no va a hacer las cosas bien, mejor que no las haga. Pero eso se va a acabar, porque... ¡aquí les traigo, todavía humeante, mi primer post entre fogones!

Artesana y gloriosamente cutre tarta de calabaza y calabacín

El hecho es que la receta en cuestión precisa de una cantidad un poco exagerada de ingredientes, porque, aparte de la tarta de calabaza y calabacín con la que inauguro esta sección, les voy a enseñar a preparar “El domingo ideal”. Si no tienen en casa alguno de los ingredientes que a continuación pasaré a relatar, no pasa nada: pueden tirar de imaginación y preferencias, y sustituirlos por lo que tengan a mano.

Para empezar, necesitamos despertanos temprano, porque la felicidad, aunque no sea un plato tan elaborado como en principio parezca, requiere tiempos de cocción lentos y prolongados. También buscaremos un remoloneo intenso, pero disciplinado, para que no enmascare el sabor de nuestro primer ingrediente. Un remoloneo que empiece con un acurrucamiento, continúe con un sopor sin imágenes ni texto, y acabe justo en el momento en que la espalda empiece a requerir un cambio de postura. A continuación, agregaremos un moroso desayuno, a ser posible aderezado con un manojo de rayos de sol, porque todo el mundo sabe que las verduras que maduran en su mata saben mucho mejor. Si les gusta leer, es el momento de agregar este ingrediente a la marmita. ¿Por qué? Porque remansa el desayuno y lo aplaca. Deben saber que, en gastronomía, el orden de los sumandos sí altera el producto, y que no es lo mismo una tortilla de patatas, que una patata de tortilla. Por lo mismo, no sabe igual un desayuno si inmediatamente le agregamos un fregado de alicatados varios, que si lo acompañamos de un reposo concentrado y productivo.

Cuando empiece a hormiguear el culo, sabremos que ha llegado el momento de ponerse manos al mandil. Para ello será preciso contar con una receta un poco barroca, una receta que podamos llamar dominical. Por supuesto que se puede ser inmensamente feliz degustando un bocadillo de salami, pero, recuerden, hoy toca “el domingo ideal”, no “el martes ideal”. Es un plato que requiere dedicación y pausa. Yo he elegido la tarta de calabaza y calabacín (calabatarta, a partir de ahora, por no redundar), cuya preparación copié de una revista que mi madre guarda en su cocina desde los años noventa. ¿Por qué esta receta? Porque el domingo por la mañana significa tiempo, y la calabatarta requiere tiempo y una cantidad obscena de trastos. Pero no se preocupen, que les iré dando instrucciones para que su cocina no termine pareciéndose a Vietnam.

Ahora es cuando atacamos a la calabaza, con un cuchillo modelo Psicosis. Se abre como si fuera la cabeza de tu peor enemigo, se cortan unas rodajas, prestando mucha atención a los muñones de uno mismo, y se asean de pieles y pegajosas semillas, hasta que consigamos un kilo de preciosa y pulcra carne naranja cortada en lonchitas. Es el momento de añadir, si les es posible, el recuerdo del campo en el que creció la querida calabaza, del sol que, milagrosamente, se ha transferido a su sustancia, de las tardes de lluvia esteponera que han hecho posible el prodigio. A continuación, ponemos el kilazo de verdura en una fuente, con su poquito de sal y aceite, y lo metemos en el horno (a unos 180 grados) hasta que quede blanda.

Ha llegado el momento sucio. Existe la posibilidad de comprar un paquete de masa quebrada o de hojaldre en el Mercadona, pero, para mi gusto, “el domingo ideal” queda mucho más suculento si le damos al amasado. Para ello, ponemos en un bol 250 gramos de harina, 125 de queso quark desnatado (que es una cosa que pasa por completo desapercibida en el estante de los quesos, y que sabe a Petit Suisse (pitizuí) sin colorante ni azúcar. A mi, que soy una rara, me pone tanto como algunos tíos feos; como el tofu), 3 cucharadas de aceite, sal al gusto y un huevo. Y a guarrear, amiguitos, como si no hubieran pasado treinta, cuarenta, cincuenta años.

Mientras reposa la masa y la calabaza sigue en su sauna, procedemos a hacer las camas, y a mover la ropa dentro del armario, como si fuéramos Napoleón y estuviéramos recolocando tropas. Parece que no, pero el que uno le gane espacio a lo que parecía irremisiblemente hacinado, da un gusto característico al guiso. Así regresa uno tan ancho a la cocina, de puro astuto. Bien. A continuación, cortamos un calabacín en lonchas y le damos su poquito de castigo inquisitorial en la sartén, a la par que separamos la mitad de lonchas de calabaza, por fin blandas, y las trituramos con ansia. Yo usé un cachivache del Ikea, pero sólo para refutar el argumento que mi comensal único repetirá hasta en el infierno: “no sé pa que compras tantos trastos si luego nunca los usas”. Recomiendo tragarse el orgullo y usar un soso tenedor. La rebelde pasta resultante la mezclaremos con treinta gramos de queso (tetilla tenía yo. Absténgase de chistes zafios, que esta es una cocina elegante) y mostaza a discreción. No hace falta que diga que la sartén de los calabacines (cosa más simple de verdura) la habremos apartado hace un rato, a no ser que queramos comernos una calabatarta del Camerún.

Ahora toca ensayar la respiración profunda. Hemos llegado al punto crítico de la receta, ese en el que la emoción de la cocina empieza a flaquear, y hasta al cocinero más santurrón le dan ganas de mandarlo todo a la mierda y bajar a la Plaza Bibrrambla a que le pongan una tapa de migas. Pero, les ruego, no se desanimen, que nos esperan encantadoras experiencias. La primera: coger la bola de masa que a estas alturas se encontrará relajada y atacable, aplastarla un poquito con las manos, con cariño, para que se confíe, y, tachán, momento sublime, darle al rodillo, cual mamma de Palermo, hasta obtener una lámina (lo más redonda y menos-parecida-a-Australia posible) sin agujeros ni montañas. Con muuucho cuidado, colocaremos la misma en un molde desmontable, sin el cual no se puede vivir, y haremos como que estamos jugando con plastilina. Y al horno, vivaa. ¿Tiempo? A discreción (este paso no venía en mi receta...). La cocina es un arte sutil que requiere un vivo genio y práctica, y que nunca revela todos sus misterios.

Cuando la masa esté cocida, la rellenaremos con la pasta de calabaza, y la decoraremos con el resto de lonchas de calabaza, y las del tonto calabacín, con el poco o el mucho arte con que nuestra genética nos haya dotado. (Y por qué narices el lenguaje gastronómico abusa de las formas verbales del futuro?). A continuación dejaremos la calabatarta a un lado y nos pondremos a fregar los cacharros, porque nuestro conejillo de Indias del gusto no tiene culpa ninguna de que hayamos escogido esta receta. Máxime cuando los papas fritas con huevo, que es lo por lo que él muere, sólo precisan una sarten y una espumadera. Como nos hemos levantado moderadamente temprano (tempus fugit, queriditos), todavía nos quedará tiempo para hacer un lavado exprés de cuarto de baño, porque el susodicho lleva liado con trapo y mocho desde que nosotros empezamos a jugar a las cocinitas. A estas alturas, yo recomiendo un fregado tipo “glup, mi madre se presenta de aquí a media hora. Quitaré lo gordo y barreré en redondo, como si en el mundo no hubiera esquinas”.

Por fin, con las manos aún aromatizadas por la lejía, regaremos la verdura con un hilito de aceite y, con un rumboso golpe de muñeca, la alegraremos con pimienta recién molida. ¡Y de nuevo al tostadero! Quince minutos, muchachos. Tiempo suficiente para caer a peso muerto en el sofá y servirse una copita de vino.

Y la receta del “domingo ideal” sigue, sigue, pero como ya me deben de estar odiando, les resumiré la lista de los ingredientes que nos quedan: degustación de la calabatarta (rica, contundente y sana como Adán antes de conocer a Eva). Lectura pre-siesta. Corta y gloriosa siesta. Calor humano. Su poquito de merienda. Más lectura, y oh, la, la, qué especia prodigiosa es esta, ¡un rato de escritura sin complejos!

viernes, 20 de enero de 2012

Cuerpo en rebajas


Pongamos a una mujer joven, entrada en la treintena, moderadamente independiente. Tiene en su haber unos ojos algo abombados, pero bonitos, una boca bonita, unas bonitas mejillas y un cuello bonito, elementos que, sumados frente al espejo, dan como resultado una cara curiosa y agradable. Es lista, es intuitiva, es sensata. No le cuesta meterse en el pellejo de la gente. Sabe callarse y escuchar. A veces le cuesta mantener la atención, a veces pierde un poco en rumbo, pero, a rasgos generales, puede decirse que es aguda.

Esta mujer sufre ocasionales episodios de austeridad furiosa. Por ejemplo, cuando abre su armario y ve demasiadas cosas. Cuando se va de viaje, y el maletero de su coche de repente está demasiado lleno de cosas. Cuando se da cuenta de que tiene demasiada ropa, más libros de los que le dará tiempo a leer en su vida, demasiadas revistas de cocina, demasiados bolígrafos y libretas que nunca usa, demasiadas cosas olvidadas dentro del congelador. Durante esos episodios, a nuestra amiga le dan ganas de ir sacando caja tras caja de estas cosas, amontonarlas en el descampado que hay enfrente de su casa, regarlas peliculeramente con gasolina y hacer con ellas una pira que se vea desde el Hispasat. También se le ocurre que quizás no sería necesario alertar a vecinos y fuerzas del orden. Bastaría con montar un mercadillo, e invertir las perras obtenidas en una autocaravana que tuviese el espacio justo para no volver a acumular chismes.

Es una mujer con una modesta conciencia social, que se puede confundir fácilmente con sentimientos de culpa. Es sensible al sufrimiento ajeno. Siente vergüenza de sí misma cuando se conmueve al escuchar los gemidos quejumbrosos de un negro que, de rodillas, pide limosna en la esquina de la calle más comercial de la ciudad, pero la compasión no le alcanza para superar la pereza y el apuro de abrir el bolso, sacar el monedero, dar una moneda. Odia tener que escabullirse de los chicos que muchas ONG colocan en esa misma calle, con la intención de cosechar algunos donantes y colaboradores de entre el enjambre de peatones cargados de bolsas. No soporta decirles que no tiene tiempo, que en otro momento, o no decirles nada en absoluto. No soportar verlos parados en medio de la calle, pasando frío, amables por política de empresa, soltando el rollo que, con suerte, si han conseguido interceptar a más de tres, se han aprendido, o desvalidos, de pie con sus carpetas, o sentados en el escalón de una tienda, derrengados, incapaces de afrontar un nuevo “no” cargado de remordimiento, o un nuevo silencio.

Esta mujer valora pocas cosas más que el bienestar físico, y no son raras las siestas en las que tiene ensoñaciones sobre un futuro utópico en el que los seres humanos andarán por un mundo lleno de fragante hierba, vestidos con chándales y jerséis anchotes y botas de montaña. Un futuro sin dedos de los pies arracimados.

Entonces:

  • Por qué esta mujer se lanza a la calle dos tardes consecutivas, a la búsqueda de unos zapatos que sean cómodos, que sean bonitos, que no parezcan ortopédicos y que sirven tanto para falda como para pantalones. Que es como decir a la búsqueda de El Dorado.
  • Por qué vuelve a llegar a su casa con la sensación lumbar de haberse pasado cuatro horas vendimiando, cuando ayer se había prometido una tarde entera dedicada a la lectura y la escritura.
  • Por qué no ha sabido resistirse a la palabra “Rebajas”. Por qué ha cargado sus tiernos abrazos con diez kilos de jerséis que su misma abuela habría colocado dentro de la categoría de infames. Por qué cada vez le parecen un poquito menos reprobables los minishorts, si siempre los ha odiado.
  • Por qué, si es lista, si es mona, ha tenido un momento de zozobra, durante el que ha maldecido sus caderas hechas para parir doce hijos sicilianos, y la abundancia de sus muslos.
  • Por qué se ha acordado de cuando estuvo en un chiringuito de la playa del Palmar, y contempló a la gente que aprovechaba los últimos rayos de sol en la terraza, y le parecieron guapos, sueltos y de otra especie, casi gatos, con los ojos ocultos detrás de grandes gafas, ágiles, un poco hoscos, ellas con un hombro al aire, ellos con tatuajes. En su cabeza, los llamó “fauna”, los llamó “tropa”, los miró con un poquito de grima, los llamó los otros. Los guapos. Las seductoras. ¿Qué les hacía diferentes?
  • Por qué de repente le gustaría parecerse a Paula Echevarría, esa princesa de divina mandíbula, a la que le perdona que abuse de ese espanto de botas UGG (recuerden, las pantuflas de cuello alto) y que se casase ¡por amor! con un sucedáneo de cantante que, antes de pasar por sus estilosas manos, tenía aspecto de chapero moldavo.

Pues no sé, amiguitos, sólo se me ocurren respuestas de Sociología-sacada-del -Pronto.

Quizás no sabemos renunciar a la belleza. Quizás nuestra manera de entender la belleza es un poco totalitaria, y no podemos evitar considerar que, para ser digna de ese nombre, la belleza ha de tener un relieve, y para tenerlo, ha de contar con varias capas: ideas, energía, mirada, fluidez y formas. No vale con una convicción interior. Necesitas unos muslos largos. Culo recogidito. Botines de tacón. Pestañas largas. 

A lo mejor queremos decir algo. En realidad creo que eso de que la moda es una manera de expresión del propio yo es una milonga que se han inventado los estilistas para justificarse delante de sus madres (mami, que no es que esté todo el día liao con trapos, de verdad, que tengo un trabajo serio, soy un psicólogo de la apariencia y un dinamizador de la autoestima femenina y un creador de sueños). Pero algo sí que intentamos mostrar, aunque sea inconscientemente. Que tenemos la posibilidad de cambiar de ropa todos los días, o que podemos llegar a ser originales, dinámicas, cándidas, sexys, o al menos socialmente aceptables, o todo lo contrario. 

A lo mejor estamos todavía colgadas (femenino generalizador) del prejuicio de tener que gustar. A quién, me pregunto, si tu novio te dice guapa aunque parezca un mandril. Si vas a salir a comer con tu hermana. Si vas a dejar unos libros a la biblioteca. Estamos entrenadas, improntadas para que nuestro aspecto agrade, como los pajaritos de los documentales.

En fin, yo qué sé, no son horas. Haced algo. Aportad alguna idea de por qué no podemos dejar de desfigurarnos los pies y comprarnos ropa. Yo lo único que quiero decir a estas alturas es que no soy como la mujer del ejemplo. Yo amo mi cuerpo. Me encanta levantarme la camiseta y ver cómo resaltan, entre redondeces, los huesos de mi pelvis. Me encanta darme azotitos en el culo. Me maravilla la cantidad de procesos que mi cuerpo ha aprendido a hacer solo, y el murmullo mágico, apenas audible, que emite cuando trabaja. Me encanta mi corazón, pum, pum, pum, mis pulmones que se llenan y se vacían sin que el aire duela, como le pasa a mi amigo Raimundo. Mis manos que saben coger, acariciar, cortar, escribir y hasta hacer punto de cruz. Los pies que me tienen en pie durante horas, alerta, activa, y consiguen que siempre me asombre cuando, al andar, vuelvo mi vista al origen del camino. Alcanzar el paquete de cereales que siempre está en el estante más alto de la cocina. Escuchar mis tripas al tumbarme. Tener mocos las poquísimas veces que me resfrío, lágrimas cuando me entra algo en el ojo. El estornudo. Los sueños. La manera en que un trozo de pan con queso se convierte en calor y movimiento. Tener dentro de mí algo tan hermoso como la sangre, imparable. (Aunque no venga mucho a cuento, es algo que quería decirle a la mujer que se queja de su culo. O a esa otra que lo hace de su cuello. A la que piensa que viste como una cortijera. A la que llora por sus manchas)


martes, 17 de enero de 2012

De 06:30 a 18:30


De repente ya son las seis y media de la tarde. La alarma está a punto de saltar, pero llego a tiempo para desconectarla. Respiro un poco. Las seis y media, bueno, y qué. No estoy dispuesta a que el asunto de la hora me vuelva a poner nerviosa. Aunque la tentación es fuerte. Son muchos años en los que mi mente (y seguro que también la tuya) lleva saltando en la misma pista rayada: mira qué hora, qué día, en qué mes estamos ya, y no me he dado ni cuenta. Pues hay que tirar ese disco. Es otro de los asuntos que me traigo entre manos, desde que terminó la tregua de las vacaciones: estoy tratando de darme perfecta cuenta de lo que pasa mientras que el reloj anda.

A las seis y media de la mañana sonó el despertador, mientras yo soñaba que amasaba pan en una cocina desde la que se veía mucha hierba.

A las ocho el café del desayuno estaba en pleno centrifugado dentro de mi estómago.

A las ocho y cuarto había un cielo color Bombay Sapphire que contrataba de maravilla con las nubes un poco sucias.

A las nueve y media el aire de Granada era un espectáculo. La nieve, ¡qué estropajo! Los contornos de las cosas se veían inusualmente agudos y, en la Vega, los espacios vacíos en los que sobrevive la tierra resaltaban por encima de los polígonos industriales. La ciudad se veía exquisita, sin ese velo un poco beige que la atmósfera pesada le suele poner en la cabeza. 
 
A las diez, había que restregarse los ojos para creer en la realidad de esa Sierra (inconcebiblemente) Nevada. A las diez y cuarto salí del coche sin abrigo, y todas las células de mi cuerpo se asustaron. A las diez y media, un albañil se perdía su hora del bocadillo para enseñarnos el azor que acababa de sacar, con una ternura irresistible, de la jaula que le había construido en el jardín de su chalet.

A las once estábamos ya camino de la costa. La nieve dio paso, oh poesía barata pero innegable, a los primeros almendros florecidos. 
 
A las doce, el fulgor de las hojas de los aguacates, y la fotogenia de Salobreña y, ¿te lo puedes creer? el mar sonriente. A las doce y media estaba apoyada en el coche, con los ojos cerrados, tratando de adivinar qué estaba más caliente, si mi espalda envuelta en la camiseta interior que me regaló mi madre para que no pasara frío en Granada, o las mejillas soleadas. Y a la vez me imaginaba que el chaval al que le acabábamos de inspeccionar otro pájaro me estaba espiando tras la cortina de su casa. Porque era demasiado sociable como para no estar sonado, porque nos preguntó, con toda la inocencia del mundo, si de verdad no queríamos unas galletas, y porque, a su edad, que tenía que ser inferior a la mía, ya se presentaba como militar jubilado. 
 
A la una, el primer madrugón del año se cernía sobre mi cabeza con una chanchan chanchan chanchan de película de terror. A las dos, cuando regresamos a la Delegación, yo ya no tenía ojos para nieve ni contornos. Bastante tenía con ir recogiéndomelos del suelo.

A las dos y media, la tetilla de la barra que acabas de comprar sabe a caviar.

A las tres menos cuarto, mientras entraba en mi edificio, reparé en la certeza de que, en algún punto por determinar del futuro, ya no seguiré viviendo en esta casa. Quizás, si por entonces vuelvo a merodear por la que ya no será mi esquina, me asalte otra vez la vieja, la familiar extrañeza, y me fije en los barrotes del portal como nunca lo he hecho, hasta ahora.

A las tres me maravillaba de que una cebolla, un trocito de jengibre, un puñado de orejones y una bandeja de muslo de pavo, todos juntitos dentro de una cacerola, den para mojar la mitad de esa barra. Confieso que practiqué uno de mis vicios favoritos: chupar el plato.

A las cuatro, qué gustito, el reparto doméstico de tareas, qué invento, el sofá, qué bondad hincha mi corazón, cuando me acurruco en una manta, sin que una montaña de platos sucios se interponga entre postre y siesta.

A las cuatro y media, los impepinables leones del Serengeti aprovecharon que me había quedado dormida antes de apagar la tele, para colarse en mi salón. A las cinco menos siete, imité a los leones, y bostecé, bostecé, bostecé.

A las cinco ya estaba picando un ejemplar de esa gran tara del Universo, la cebolla. Cociendo pescado y gambas. Batiendo, rehogando, salpimentando. A las cinco y mucho sufrí un penoso momento de azoro, pues tuve que elegir entre recoger las inmundas cáscaras de gambas y huevos que se me habían amontonado en el fregadero, o dejar que la susodicha cebolla hija de Satán adquiriera un bonito bronceado del Senegal. Elegí cáscaras, porque soy una talibana del orden en la cocina. Y en esas me acordé de mi bonito sueño interrumpido por el despertador, y de que para mi desarrollo personal sería muy conveniente que empezara a echar cupones del Euromillón. A las cinco y muchísimo se me ocurrió que estas horas que paso cocinando, yendo de casa al trabajo, trabajando incluso, todo el tiempo que le dedico a las tareas menudas, son como la harina de mi vida: horas a priori insípidas, sin las cuales la maqueta de mi vida se derrumbaría. Y me acordé de los molinos en ruinas que tanto me gustan, y en lo bueno que sería llegar a dominar, con humildad y precisión, el arte de moler una buena harina.

A las seis ya había sobre la encimera una olla llena de sopa de tomate humeante y un par de minicocottes (dios, cómo me gusta esa palabra, me pone a bailar charleston) de pudin de merluza. 
 
A las seis y cuarto, me estaba saltando el más duro de los des-propósitos del año, a saber, el abandono del vicio infame de la galletita o el bizcocho de la merienda. Perturbado por la torta de manteca que acababa de endilgarle a sus arterias, Jose tuvo la gracia de pinchar en el ordenador esa musiquilla de nombre Café del Mar, mientras mirábamos como la Sierra iba pasando del blanco al amarillo al naranja al rosa al violeta al azul. 
 
A las seis y media llevaba doce horas de auténtica vigilia, descontando la de la siesta, y me sentí lo bastante orgullosa de mí misma como para contarlo. 

 (Aunque luego el post resultante pueda parecer uno de esos que se escriben cuando se han acabado las ideas. Que creo que no)

lunes, 16 de enero de 2012

Hoy empieza 2012


Abro los postigos del balcón, y casi toco la nieve con la punta de la nariz. Esta vez no estoy desubicada, aunque ayer, a esta hora, me estuviera dando un paseo por la playa, con una sola capa de ropa entre el aire y mis brazos. Ni me parece ciencia ficción que hace justo una semana me despertara en un hotel de Cádiz. Que no es Tahití ni Tegucigalpa, lo sé. Creo que ya he dejado por ahí escrito que a veces confundo lejanía con inexistencia. A lo mejor es que me queda todavía un pedacito de mente infantil sin evolucionar (uno de tantos), pero a mí me cuesta un poco hacerme a la idea de que los lugares por los que he pasado sigan respirando por su cuenta, que los pasillos del pescado en el mercado de Jerez luzcan hoy desangelados, porque es lunes, y que mi hermana coja el metro para llegar al hospital donde trabaja, sin que yo la vea. A mí me hace una gracia horrorosa ver a niños muy pequeños jugando al escondite, porque casi siempre hay alguno que, en medio de todo, se tapa los ojos y se cree así invisible. Si yo no veo, nadie me ve. Me troncho. Pues a mi pedacito le pasa algo parecido: si yo no veo, no existe nadie.

Pero hoy no. Hoy soy un ser humano adulto que se observa a sí mismo con una curiosidad morbosa (Mi mamá dirá que quizás me miro demasiado al ombligo. Qué le voy a hacer. Los ombligos de los demás hablan poco y raro). Estoy estudiando la metamorfosis por la que mi yo esteponero se transforma en mi yo granaíno. Chimpón. Creo que ya sabréis de qué hablo, pero, por si acaso, lo recuerdo: mi yo esteponero es una cosita mansa, que hace zzzz como las abejas, está en sintonía con las criaturas del mundo, desconecta la máquina de las expectativas y se atreve a escribir un post tan sincero y  fanfarrón como este (recuerda, mami, si una palabra aparece de distinto color, es que es un enlace). Mi yo granaíno da vueltas por habitaciones muy pequeñas. Piensa mucho y espera más. Se dispersa, deja de prestar atención. A veces se deja seducir por la idea de que algo no termina de cuajar en su vida. Saca del armario a la Doctora León. Escribe cosas sobre los propios mitos. ¿Qué induce la metamorfosis? ¿Se produce de golpe o de manera gradual? ¿Es posible interrumpir el proceso? ¿Tengo que entenderlo como un fenómeno natural y, por tanto, aceptarlo?

En ésas me hallo. Observando, simplemente. Sin hacer juicios. Trato de no volver a cometer la imprudencia de responsabilizar de mi estado emocional al lugar. Ese es uno de mis grandes clásicos mentecatos. De hecho, llevo tiempo queriendo escribir un post que se llame “Jimena”. Cuando me permita hacerlo, hablaré de la primera tarde que pasé allí,  después de que en la Delegación de Medio Ambiente de Cádiz me dijeran que ese era el destino de trabajo que la fortuna me había deparado, tras aprobar unas oposiciones a las que me lancé de manera kamikaze, porque por entonces no tenía muy claro de qué iba la película forestal. Yo era pequeña y apocada, y aunque un par de años antes hubiera pasado una semana en Hungría con desconocidos, de la vida sólo sabía medio meñique, como mucho. Y allí estaba yo, tendida en la estrecha cama de un hostal, o en la coqueta estación de tren, a la que fui a refugiarme cuando el hostal empezó a caérseme encima de la cabeza, con todas sus colchas de flores y sus desconchones, su café con matarratas y la tele de la habitación vecina a un volumen desquiciante, preguntándome qué es lo que iba a ser de mis perros días a partir de ahí. Es ahora cuando me doy cuenta de que a mi vida en Jimena le impuse una sentencia condenatoria desde el principio, desde esa tarde en la que no pude dejar de pensar en términos de supervivencia. En la estación, mi mirada pasaba de las macetas con flores a las vías, de las vías a los montones de corcho del almacén de enfrente, y no me hubiera sorprendido descubrir la palabra soledad escondida entre las letras del cartel que anunciaba la llegada a Jimena de la Frontera. Me sentí sola muchas veces a lo largo de los dos años y medio que estuve allí, convencida de que o ese destino era transitorio o yo me moría. Considero esa falta de vigor de entonces, ese empecinamiento en trasladar la insatisfacción desde mi propio carácter al lugar donde me había tocado estar, como mi principal fracaso.

Pues no pienso escribir ese post hasta que haya dejado de hacer clasificaciones espaciales de mis yoes. Sería de un cinismo desproporcionado. O antes de haber escrito uno que rezume amor sabio y compasivo por Granada. Baste decir, hasta entonces, que oh, la preciosa nieve, y feliz año, Paseo del Salón, adoro tu aspecto pasado de moda, y que dure todavía la alfombra de hojas secas ¿Como? ¿No deberían andar los árboles en cueros, a estas alturas? ¿Es que hay algún contra-barrendero furtivo esparciendo hojas, de madrugada? Beso el suelo lleno de manchas incurables de mi pisito, donde recupero mi independencia culinaria y me doy con furibundo placer a la verdura y a las tostadas de queso Philadelphia con membrillo. ¡Donde tengo una línea de internet mía, mía, mía, con un montón de música y de entradas atrasadas en mis blogues del amor!
este
(Cuando mi padre asimile de una vez que un jubilado que vive en el campo, ama a Messi por encima de todas las cosas y tiene una primogénita que vuelca sus interioridades al ancho mundo virtual, ¡¡¡ TIENE QUE TENER INTERNET EN SU CASA !!!, revelaré las penosas condiciones a las que me veo sometida a la hora de colgar mis cosis made in Estepona. Aquí donde me leen, soy una blog-heroína)

domingo, 15 de enero de 2012

Postales (II)



Querido X:

Esta postal es un poco mentirosa porque, aunque la foto corresponda a un rincón de Vejer, es en Conil donde la escribo. Pueblos ambos apellidados “de la Frontera”. Y en la frontera me siento. En algún lugar ambiguo entre el barullo y el silencio, o entre la historia y el olvido. No sé, no me hagas caso. Es esta atmósfera rara. Callejón oscuro. En cuanto vi la postal, arrinconada entre playas casi caribeñas y puestas de sol, supe que era la adecuada. Ayer por la tarde (aunque, más que tarde, era noche prematura) había que hacer esfuerzos para recordar esa cosa llamada verano. Compré esta postal en la única tienda que vi abierta. A ti también te hubiera parecido curiosa: una pastelería alemana en la que, además de panes con aspecto de granadas de mano y bollos con más pasas que masa, se vendían libros en alemán y otros pocos cachivaches de primera necesidad turística. El dueño tardó en salir de la trastienda. Se ve que interrumpimos la charla que mantenía por el Skype con una paisana suya. “Vacha, vacha, el prrojresso, te da manerras nuefas de comunicación”. Y es verdad que debía de necesitarlas, el pobre tendero de ojos muy, muy juntos. ¿Sabes? Yo me creía que eso de que los lugares turísticos se quedaban vacíos en invierno era una especie de leyenda urbana. Pero si quisiera describierte este lugar con unas pocas palabras, sólo podría utilizar éstas: Vacío. Tristeza. Desolación. Callejón oscuro. Esquinas de película de terror. ¿Te puedes creer que esta mañana no hemos encontrado ni un mal sitio en el que desayunar? No había más sitio abierto que un par de esas tascas en las que el café, servido en vasos arañados, te envenena la sangre. Seguro que había anís en el aire, y fotografías de la pesca en la almadraba, mal colgadas en las paredes, con las azules del mar ya verdosos, y muchos brazos, y mucha espuma amarillenta, y los cuerpos de los atunes sin su fulgor plateado. Los clientes deben de ser viejos pescadores, por supuesto. No hay otro sitio en el pueblo al que puedan ir, que ellos reconozcan. No hay gente. ¿Cómo va a haberla, si hay más bares (cerrados) que casas? Imagina el ambiente en agosto. Un babel de chunda-chundas saliendo por las puertas, los vasos de tubo de plástico, con un culo de whisky de garrafón aguado, y el olor a vómito apenas borrado por el del salitre del amanecer. Imagina esta soledad de enero. Imagina qué esquizofrenia.
Un beso.
P.D. ¿Sabías que Conil fue arrasada por el tsunami que provocó el terremoto de Lisboa, en 1755? Se me ocurren ideas malvadas...


Querido X:

Te prometo que esta postal me va a salir más escueta. Ya sabes que me vuelven loca los mercados. Este de Jerez, con su aspecto de casino para señores con pajarita y puro. O el de Cádiz que, a pesar de su lavado de cara casi clínico, tiene un aire de foro romano. Me encantan los pregones, y las maris intercambiándose recetas (“po yo a la bersa le esho su poquito calabasa y me sale tan güena” “¿Calabasa, quilla? Andaa, la calabasa pa loh malagueño, donde se pongan lah tagannina”). Me pirra elegir a una vieja cualquiera, y seguirla para ver en cuántos puestos se para a comparar precios. Me quedo con la boca abierta, al reencontrarme con nombres que había olvidado, tras los años vividos en Granada: acedías, urtas, huevos de choco, ventrecha, y, cómo no, galeras, esas cigalas barriobajeras. Esta mañana, al pasar por un escaparate que gritaba rebajas, Jose se lamentaba de lo poco que nos queda ya para abandonar las hermosuras del siglo I, el XV, el XVIII, y regresar a la grosería de nuestras propias calles. No seas romántico, le dije yo. Porque detrás de los palacios del Puerto de Santa María (un poco cansados de tiempo, pero condescendientes, como bisabuelas), y de las casas de los cargadores a Indias de Sanlúcar, de Cádiz, olía a dinero y a agua sucia de mercado. Igual que ahora huele a la dichosa prima de riesgo.
Más besos.


Querido X:

Dime. ¿Cuántas veces me has escuchado decir aquello de “yo me quedaba aquí a vivir”? Creo que es un estribillo que me retrata bien: porque me ilusiono fácilmente, y porque soy un poco ilusa. En todos los sitios me quiero quedar, sabiendo como sé que también de todos sitios, tarde o temprano, me quiero ir. Pero quizás en Vejer lograría estar a gusto, indefinidamente. ¡Oh, X, no sabes cuánto me gusta! La foto no le hace justicia, pero, en realidad, es todo eso, Vejer, ese remolino de tapias antiguas y de cielo, y la manera incomprensible en que se imbrican las casas. Tú vas por la calle, ves un portón entreabierto, insinuante, pasas casi de puntillas y, entonces, en un patio que hace siglos podría haber sido el de un palacio, y que ahora se ve salpicado de geranios y bragas de giganta y motos de juguete, descubres una puerta, y otra, una escalera, y otra, y otra puerta. Es un mundo intrincado, ambiguo, en el que cuesta distinguir donde empieza y acaba el espacio de cada uno. Donde empieza mi casa y acaba la tuya. Donde empieza lo privado y acaba la calle. Casi parece como si la ciudad fuera multiplicándose a tu paso, pero no en derredor, sino hacia abajo. Una ciudad – madriguera. Un delirio de terrones de azúcar. La luz extraordinaria, que hace un gurruño contigo, o te mima. Y un poco al fondo, la campiña, con sus acebuches y sus pastos, y todavía más para allá, las playas. El Palmar, donde los surferos se mecen en el agua, esperando una ola decente (me gusta mirarlos desde lejos. Parecen una colonia de focas plácidas). Los Caños de Meca, con toda su parafernalia pirata. El faro de Trafalgar, que es bonito hasta decir basta. Una vez vi a una bandada de grullas sobrevolar esta blancura, como si no se terminaran de creer que la laguna de la Janda, donde ellas invernaban, no sea, hoy, más que otro recuerdo del pasado.
Besos.


Querido X:

Tengo unas décimas de melancolía. Me pierdo otra vez por las calles, y no puedo dejar de pensar “cuándo volveré a Cádiz, cuánto tiempo pasará, cuándo?” Hacía tres años que no venía, así que es casi inevitable. Las calles de Cádiz y sus muchísimos balcones blancos. Los edificios son altos y cuesta alzar la vista para diferenciarlos y, sin embargo, no es una ciudad que ahogue ni pese. Será que el aire entra por la piedra ostionera de las fachadas, y aligera las casas. Casi las pone a volar, como si toda la ciudad fuera una bandada de gaviotas. ¿Ves lo que hace la melancolía? Me vuelvo decadente y poeta. Pues entonces te explico: la piedra ostionera es una roca sedimentaria, de color playa, formada por la acumulación de conchas de moluscos, entre los que predominan los ostiones, que son una especie de ostras bastas. Cierto día previo al Carnaval tiene lugar un episodio de locura colectiva, durante el que consumen ostiones de manera desaforada. ¿O es durante el mismo Carnaval? Difícil saberlo, cuando ese es el eje alrededor del cual gira el año. Tranquilo, no voy a hablarte de la gracia de Cádiz. Sería como decir que Venecia es bonita. Sólo quiero decir “calles de Cádiz”. Donde parece que se hubieran inventado otros cuatro puntos cardinales. Los intuyes un poco con los pies, con el rabillo del ojo, un trocito de mar allí, una palmera, y entonces, quizás, el paseo del Puerto, un espejismo de isla verde, ¿será la Plaza Mina?. Pero no terminas de cogerle el tranquillo. Ni falta que hace. A mí me encanta perderme por estas calles, confundir una con otra y, de repente, ¿cómo, otra vez por aquí? Déjame que lo deje ahora. Tengo que seguir andando. Es mi medicina contra la melancolía.
Un beso.