domingo, 22 de enero de 2012

¡Mi primera receta!


Siempre he tenido una veta de intransigencia perfeccionista que me impedía continuar con las cosas que empezaba, o simplemente empezar las cosas que se me ocurrían. Ahora pienso que no se trataba sólo de falta de voluntad, sino también de una sorda falta de humor. De ese humor de veras que está más allá de la capacidad de ironizar o hacer chistes. Yo leía, leo, mucho y, encontrando en los libros tanta belleza, y tanto misterio y tanta inteligencia, me parecía casi irreverente ponerme yo misma a escribir. Me acuerdo de una tarde de trabajo, este verano, que estaba en la oficina. Acababa de descubrir el blog de Marina, y el entusiasmo de esa lectura jugosa se fundía con una especie de desaliento, un nerviosismo que no dejaba de repetir en mi oído que yo jamás iba a ser capaz de escribir tan bien, involucrando tanto corazón. Esa tarde hacía mucho, mucho calor.

Y anoche, mi madre me dijo al teléfono que por qué ya no hacía tantas fotos como antes de mis comidas. “Mamá, hija - le respondí yo - es que cuando llego del trabajo a las tres, me hallo en disposición de comerme un mamut. No voy a ponerme a pelear con mi fraude de cámara, con toa la boca chorreando saliva, para que me salga una foto con los colores más o menos reales”. Porque, al hablar, pensaba en las maravillosas imágenes de los blogs culinarios que visito. Es por eso por lo que no había pinchado en este tablón ninguna receta, hasta ahora. Por puro, inútil y castrante perfeccionismo. Por la estrechura mental de pensar que si uno no va a hacer las cosas bien, mejor que no las haga. Pero eso se va a acabar, porque... ¡aquí les traigo, todavía humeante, mi primer post entre fogones!

Artesana y gloriosamente cutre tarta de calabaza y calabacín

El hecho es que la receta en cuestión precisa de una cantidad un poco exagerada de ingredientes, porque, aparte de la tarta de calabaza y calabacín con la que inauguro esta sección, les voy a enseñar a preparar “El domingo ideal”. Si no tienen en casa alguno de los ingredientes que a continuación pasaré a relatar, no pasa nada: pueden tirar de imaginación y preferencias, y sustituirlos por lo que tengan a mano.

Para empezar, necesitamos despertanos temprano, porque la felicidad, aunque no sea un plato tan elaborado como en principio parezca, requiere tiempos de cocción lentos y prolongados. También buscaremos un remoloneo intenso, pero disciplinado, para que no enmascare el sabor de nuestro primer ingrediente. Un remoloneo que empiece con un acurrucamiento, continúe con un sopor sin imágenes ni texto, y acabe justo en el momento en que la espalda empiece a requerir un cambio de postura. A continuación, agregaremos un moroso desayuno, a ser posible aderezado con un manojo de rayos de sol, porque todo el mundo sabe que las verduras que maduran en su mata saben mucho mejor. Si les gusta leer, es el momento de agregar este ingrediente a la marmita. ¿Por qué? Porque remansa el desayuno y lo aplaca. Deben saber que, en gastronomía, el orden de los sumandos sí altera el producto, y que no es lo mismo una tortilla de patatas, que una patata de tortilla. Por lo mismo, no sabe igual un desayuno si inmediatamente le agregamos un fregado de alicatados varios, que si lo acompañamos de un reposo concentrado y productivo.

Cuando empiece a hormiguear el culo, sabremos que ha llegado el momento de ponerse manos al mandil. Para ello será preciso contar con una receta un poco barroca, una receta que podamos llamar dominical. Por supuesto que se puede ser inmensamente feliz degustando un bocadillo de salami, pero, recuerden, hoy toca “el domingo ideal”, no “el martes ideal”. Es un plato que requiere dedicación y pausa. Yo he elegido la tarta de calabaza y calabacín (calabatarta, a partir de ahora, por no redundar), cuya preparación copié de una revista que mi madre guarda en su cocina desde los años noventa. ¿Por qué esta receta? Porque el domingo por la mañana significa tiempo, y la calabatarta requiere tiempo y una cantidad obscena de trastos. Pero no se preocupen, que les iré dando instrucciones para que su cocina no termine pareciéndose a Vietnam.

Ahora es cuando atacamos a la calabaza, con un cuchillo modelo Psicosis. Se abre como si fuera la cabeza de tu peor enemigo, se cortan unas rodajas, prestando mucha atención a los muñones de uno mismo, y se asean de pieles y pegajosas semillas, hasta que consigamos un kilo de preciosa y pulcra carne naranja cortada en lonchitas. Es el momento de añadir, si les es posible, el recuerdo del campo en el que creció la querida calabaza, del sol que, milagrosamente, se ha transferido a su sustancia, de las tardes de lluvia esteponera que han hecho posible el prodigio. A continuación, ponemos el kilazo de verdura en una fuente, con su poquito de sal y aceite, y lo metemos en el horno (a unos 180 grados) hasta que quede blanda.

Ha llegado el momento sucio. Existe la posibilidad de comprar un paquete de masa quebrada o de hojaldre en el Mercadona, pero, para mi gusto, “el domingo ideal” queda mucho más suculento si le damos al amasado. Para ello, ponemos en un bol 250 gramos de harina, 125 de queso quark desnatado (que es una cosa que pasa por completo desapercibida en el estante de los quesos, y que sabe a Petit Suisse (pitizuí) sin colorante ni azúcar. A mi, que soy una rara, me pone tanto como algunos tíos feos; como el tofu), 3 cucharadas de aceite, sal al gusto y un huevo. Y a guarrear, amiguitos, como si no hubieran pasado treinta, cuarenta, cincuenta años.

Mientras reposa la masa y la calabaza sigue en su sauna, procedemos a hacer las camas, y a mover la ropa dentro del armario, como si fuéramos Napoleón y estuviéramos recolocando tropas. Parece que no, pero el que uno le gane espacio a lo que parecía irremisiblemente hacinado, da un gusto característico al guiso. Así regresa uno tan ancho a la cocina, de puro astuto. Bien. A continuación, cortamos un calabacín en lonchas y le damos su poquito de castigo inquisitorial en la sartén, a la par que separamos la mitad de lonchas de calabaza, por fin blandas, y las trituramos con ansia. Yo usé un cachivache del Ikea, pero sólo para refutar el argumento que mi comensal único repetirá hasta en el infierno: “no sé pa que compras tantos trastos si luego nunca los usas”. Recomiendo tragarse el orgullo y usar un soso tenedor. La rebelde pasta resultante la mezclaremos con treinta gramos de queso (tetilla tenía yo. Absténgase de chistes zafios, que esta es una cocina elegante) y mostaza a discreción. No hace falta que diga que la sartén de los calabacines (cosa más simple de verdura) la habremos apartado hace un rato, a no ser que queramos comernos una calabatarta del Camerún.

Ahora toca ensayar la respiración profunda. Hemos llegado al punto crítico de la receta, ese en el que la emoción de la cocina empieza a flaquear, y hasta al cocinero más santurrón le dan ganas de mandarlo todo a la mierda y bajar a la Plaza Bibrrambla a que le pongan una tapa de migas. Pero, les ruego, no se desanimen, que nos esperan encantadoras experiencias. La primera: coger la bola de masa que a estas alturas se encontrará relajada y atacable, aplastarla un poquito con las manos, con cariño, para que se confíe, y, tachán, momento sublime, darle al rodillo, cual mamma de Palermo, hasta obtener una lámina (lo más redonda y menos-parecida-a-Australia posible) sin agujeros ni montañas. Con muuucho cuidado, colocaremos la misma en un molde desmontable, sin el cual no se puede vivir, y haremos como que estamos jugando con plastilina. Y al horno, vivaa. ¿Tiempo? A discreción (este paso no venía en mi receta...). La cocina es un arte sutil que requiere un vivo genio y práctica, y que nunca revela todos sus misterios.

Cuando la masa esté cocida, la rellenaremos con la pasta de calabaza, y la decoraremos con el resto de lonchas de calabaza, y las del tonto calabacín, con el poco o el mucho arte con que nuestra genética nos haya dotado. (Y por qué narices el lenguaje gastronómico abusa de las formas verbales del futuro?). A continuación dejaremos la calabatarta a un lado y nos pondremos a fregar los cacharros, porque nuestro conejillo de Indias del gusto no tiene culpa ninguna de que hayamos escogido esta receta. Máxime cuando los papas fritas con huevo, que es lo por lo que él muere, sólo precisan una sarten y una espumadera. Como nos hemos levantado moderadamente temprano (tempus fugit, queriditos), todavía nos quedará tiempo para hacer un lavado exprés de cuarto de baño, porque el susodicho lleva liado con trapo y mocho desde que nosotros empezamos a jugar a las cocinitas. A estas alturas, yo recomiendo un fregado tipo “glup, mi madre se presenta de aquí a media hora. Quitaré lo gordo y barreré en redondo, como si en el mundo no hubiera esquinas”.

Por fin, con las manos aún aromatizadas por la lejía, regaremos la verdura con un hilito de aceite y, con un rumboso golpe de muñeca, la alegraremos con pimienta recién molida. ¡Y de nuevo al tostadero! Quince minutos, muchachos. Tiempo suficiente para caer a peso muerto en el sofá y servirse una copita de vino.

Y la receta del “domingo ideal” sigue, sigue, pero como ya me deben de estar odiando, les resumiré la lista de los ingredientes que nos quedan: degustación de la calabatarta (rica, contundente y sana como Adán antes de conocer a Eva). Lectura pre-siesta. Corta y gloriosa siesta. Calor humano. Su poquito de merienda. Más lectura, y oh, la, la, qué especia prodigiosa es esta, ¡un rato de escritura sin complejos!

6 comentarios:

  1. Curiosa forma de contar una receta... lástima haberla leído por la noche y lástima que la dieta que hago ahora me prohiba la mitad de los ingredientes, pero apetecible es, desde luego.

    Gracias por la alusión, por cierto. Claro que puedes escribir con corazón. Porque talento no sé, pero corazón tenemos todos ;)

    Un abrazo!!

    ResponderEliminar
  2. Anónimo entre comillas23 enero, 2012 18:52

    Si fuera cierto que alguna vez has padecido de falta de humor, te aseguro que estás curada; en mi vida me había reído leyendo una receta de cocina; tanto, que iba pensando: "coño,(perdón, madre de la...)que no me entero de ná". Por cierto, me hice con ese aparatito del que hablas -que nadie piense mal- a través de nuestra última proveedora de monadas y todavía espera su debut.
    Ah, y ayer, que también tuve mi domingo ideal, me estrené con el dichoso arroz con bogavante, y como salió "de foto", me acordé de ti...

    ResponderEliminar
  3. Anónimo entre comillas23 enero, 2012 19:03

    Por cierto, el reloj que marca las horas en que nos pasamos por aquí tus lectores despista lo suyo; que ya tiene una fama de rara como para que parezca que a las -casi- tres de la mañana anda colgada de una pantalla, o la que me acaba de salir ahora, que cualquiera diría que yo, en vez de trabajar...

    ResponderEliminar
  4. Pues a ver si te animas a hacer una calabatarta, notananónima. Si te sale como el arroz con bogavante de ayer, te concedo lo que me pidas.

    Muy bueno lo de explicar qué se hace en los tiempos muertos de la cocina. Que si media hora de horno, que si tres cuartos... En Arguiñano cortan y sale el típico reloj, pero en la vida real los minutos transcurren de verdad.

    ResponderEliminar
  5. Hija mia tanto como te quejas de la patata-siguiendo con el tema que hoy nos ocupa- que tienes por cámara fotográfica,que según tú te impide hacer buenas fotos,en cambio no le has prestado atención a la decoracion del fondo.Esa hermosa tarta habría lucido el doble si la hubieras colocado sobre un mantel liso-si no lo tienes,a las rebajas a por él!.

    ResponderEliminar
  6. Marina, lo reconozco, sólo he podido seguir la dieta que me recomendaste para la dermatitis durante el transcurso de una cena. Es que el pan con queso me pierde.

    Pareja de Anónimos, QUIERO ARROZ CON BOGAVANTE YA.

    Madre, en las rebajas de Zara Home no queda ná. Además, yo como, no poso.

    ResponderEliminar