martes, 31 de enero de 2012

Sabor de sierra

Eugenio no debe de tener idea de lo que significa la magdalena de Proust y, sin embargo, lleva cerca de cincuenta años tratando de recuperar el sabor de aquellos huevos revueltos con patatas que conoció de pequeño. En alguna ocasión se ha montado en el coche con su mujer, una docena de huevos y una malla con un par de kilos de papas, y todos juntos se han ido a la casa del pueblo para hacer el experimento sobre las brasas de la chimenea. Seguro que no salió mal, la comida resultó sabrosa y la siesta legendaria, pero seguía faltando algo. Una conjunción muy concreta que Eugenio podía enumerar fácilmente.

Faltaban los huevos casi solares de las gallinas que su padre, el guarda forestal, encerraba en un corral, junto al vivero donde se fabricaban los pinos que terminarían cubriendo las vergüenzas desnudas de Sierra Nevada. Faltaban las patatas sacadas de la tierra, media hora antes de que el aceite de la almazara de Huéneja empezara a borbotear en la sartén de hierro colado. Faltaban el aire punzante de la Sierra, y las manos de su madre, esas que rompían el hielo del río que quedaba por debajo del cortijo donde vivían los cuatro, las que restregaban la poca ropa que tenían contra la tabla de fregar, las que sólo descansaban mientras las prendas dispuestas sobre el romero o la retama se secaban al sol tímido, y a veces ni siquiera eso, porque cuesta arriba, cargada con niño, tabla y petate de ropa mojada, seguía habiendo una casa en la que amasar pan, dar de comer al cerdo, barrer los suelos.

Faltaban los domingos de entonces, que entonces sí que eran fiesta, cuando su padre los montaba, a su hermana y a él, en los serones del asno. Éste no descansaba, monte arriba, monte abajo, todos los días, tirando de troncos de árboles, cargado con bidones de agua, con el azúcar, la sal, el chocolate, las latas de atún de dos kilos, con todo lo que estas gentes no pudieran hacer con las manos. Pegados a los flancos del animal, llegaban al vivero, correteaban por el huerto que el padre cuidaba en los pocos ratos libres, comparaban quién había encontrado la piedra más brillante de entre todas las piedras brillantes de Sierra Nevada. Y así llegaba el hambre de veras, que ahora también escasea.

Pero, por encima de todo, lo que más faltaba eran sus cinco años flacos recién cumplidos, el niño que sólo unos meses antes había empezado a bajar a la escuela, una hora de ida, todavía más de vuelta, a ver si era posible que se le fuera quitando el lustre cortijero y medio salvaje. Bajaban todos los días, la hermana y él, con sol o con lluvia, a veces con la cara helada y el culo caliente, porque su madre no aceptaba las nevadas como excusa para quedarse en casa. En el camino a la escuela se les unían, como afluentes a un río, los niños de los cortijos vecinos, y el del molino adonde su madre iba a cocer el pan. Antes de la primera clase ya habían disfrutado de un recreo.

Eugenio se acuerda de la mala suerte que tuvieron sus pocos juguetes: el camión de madera que su padre le compró en el pueblo, y sobre el que el burro decidió, al poco, hacer su cama, o aquel balón que tan bien botaba, tanto que fue a parar con ánimo suicida a un espino. Se acuerda después de las pocas veces que llegaba el circo al pueblo, y de cómo, en una ocasión, a su padre no le dejaron pagar la entrada. Es que lo vieron vestido con su uniforme, gastado y con remiendos invisibles, pero de fuerza viva del Estado, al fin y al cabo. No es que el hombre se hubiera querido aprovechar de su puesto, es que no tenía otra ropa presentable de recambio.

De todo esto se acordaba, una mañana de este verano, mi compañero Eugenio, mientras yo conducía la pick-up a través de un paisaje casi africano. Piedras, piedras, piedras, y algún triste matorral casi a punto de convertirse también en piedra. Igual que ese pastor que vigilaba a sus ovejas bajo el sol infame del mediodía, erguido como el monje de una religión primitiva. Quedan pocos como él: hoy los ganaderos prefieren soltar los rebaños a la sierra, a su amor, y algunos sustituyen ojos humanos y ladridos perrunos por tajadas de tocino envenenado, para controlar a las alimañas. Una palabra que, como el pastor eremita y sin moto, es un residuo de los tiempos en los que Eugenio comía huevos con patatas los domingos, en el vivero. Tenía sólo veintitrés años cuando nací yo. 




(Por qué echo mano ahora de esta estampita veraniega, os preguntaréis. Porque ya empiezo a sentir en el cogote la masa de aire siberiano (me encantan las frases hechas del drama meteorológico), y me apetece contradecirlo. Para que os deis cuenta de una vez de que, pese a lo escrito en anteriores capítulos, yo amo a los forestales. Porque, revisando mis cientos de libretas, me he encontrado con los apuntes que, como una periodista, tomé al volver del trabajo aquella mañana de julio. Porque llevo una barbaridad de días trabajados y de kilómetros recorridos, y mi cerebrito no está fuegos artificiales)

8 comentarios:

  1. Leyendo el relato de las penalidades en la niñez del niño Eugenio me doy cuenta de dos cosas,una,lo mucho que me gusta todo lo que escribes.Otra, que a pesar de los pesares-como decia mi madre-,tu trabajo es un vivero feraz de donde sacar materia para despues contarnos.

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  2. me hace acrdar a las comidas que hacia mi madre en una isla perdida del parana pescado frito en una olla de hierro a la lumbre y en la costa del rio, mi desayuno leche traida de quien sabe donde y miel sacada por un amigo de mi padre de las cuevas de las barrancas del parana

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  3. He disfrutado mucho leyéndolo. Pulso en favoritos "durmiendo en los coches" y me pongo nervioso deseando ver qué si hay algo nuevo, como si esperase un regalo.

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  4. Anónimo entre comillas01 febrero, 2012 23:10

    Se sepa o no el significado de la magdalena de Proust, no hay nada como el mordisco inesperado a una -¿quién no guarda media docenilla en la despensa? para que se te venga encima casi media vida...

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  5. "... Algarrobo!!...a los caballos!!.."02 febrero, 2012 11:56

    como dice "autoayudado"....la pagina que duerme en los coches..la tengo en favoritos...cuando puedo, con dos clic ya toi en ella...y leo cosas tan estupendas como este post..o como se llame en internet moderno..cronica o relato del maestro Eugenio!!...es un placer y un privilegio cuando curra contigo hombro a hombre..te enseña mas cosas que una carrera de Ingeniero ( o Inginiero) con su Master correspondiente....lo de las papas con huevos..uffff la vin.....me acuerdo de las papas con tomate y huevo frito que hacia mi abuela Anita..en aquella cocinilla fria y pequeña de la casa vieja de mi pueblo....

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  6. Lectoraadicta, si yo me pusiera a contar historietas de forestales, tendría que cambiarle el nombre al blog y llamarlo "Durmiendo en los Land-rovers".

    Soy yo, cuánto tiempo. Me dejas boquiabierta. El Paraná, eso sí que es glamour.

    Autoayudado, ejem, yo te cubro de regalos, rey, pero un poquito de contrarregalo, de vez en cuando...Ya sabes a que me refiero, diarista introvertido.

    Comillas, ¿magdalenas, dices? Para mí son la llegada al pueblo y la merienda de bienvenida de la tita Agustina.

    Algarrobo, montruo,ya te puedes ir buscando una alternativa a la cocinilla fría, e invitarnos a un perol de papas.

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  7. Por cierto, no soy capaz de poner las horas de los comentarios en orden. Aunque, bien mirado, me da juego para imaginaros unas vidas de lo más canallas.

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  8. Anónimo entre comillas04 febrero, 2012 21:47

    Que no, bonica. Que el canalla es el reloj de tu blog, que marca la hora que le sale...

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