domingo, 29 de enero de 2012

Pues a mí me molan (los domingos)


Los domingos, mmm. ¿Por qué están sólo un poquito peor vistos que los lunes? Sí, sí, ya sé que verle las orejas al madrugón y al trabajo insustancial o infame le corta la leche del café de la merienda a cualquiera. Te encuentras una cantidad indignante de bares cerrados, al menos en Granada. Tu vecino piensa que, pobrecita, tú no debes tener radio, y le da por compartir la retransmisión del Carrusel Deportivo contigo. Y a lo mejor te da por recordar lo cortos que se te hacían antes los domingos, cuando te levantabas a las tres, y empalmabas pijama con siesta, porque te habías acostado con el sol ya bien lozano, y tu madre abría una rendijita de la puerta de tu habitación y te susurraba “hijo, ¿te pongo plato? Hay paella”. Ahora tus amigos pasean a sus bebés en carrito, tú te despiertas a las nueve, y te encuentras con que no sabes cómo gastar esta enormidad pastosa de horas, y piensas “oh, vacío, adiós, dulce juventud”.

A mí me encantan los domingos. Por la cuesta circulan menos coches, y mi penosa capacidad de concentración no se ve puesta a prueba cada minuto. Si el lunes trabajo por la mañana, el domingo preparo la comida, para al día siguiente llegar a casa a las tres y besar el plato. No sé si será porque el mismo domingo ha asumido que es una cosa lenta, pero yo cocino todavía mejor que el resto de la semana. Ahí está la cazuela de carrilleras al Pedro Ximénez para corroborarlo. Si trabajo por la tarde, al domingo se le sube la autoestima, y se dice a sí mismo “pues no estoy tan mal, apenas si soy un poquito más feo que el sábado”. Tonterías suyas. Y, además, la gente se disfraza y sale de sus casas. Los cazadores se reúnen en hordas en los bares de los pueblos, o en algún área de servicio. Ciclistas de todo pelaje y contorno de muslo toman las carreteras secundarias. No da vergüenza sacar el chándal al parque. Otros, con la palabra Decathlon escrita en la frente, y mucho bastón de caminante y muchos prismáticos traídos por los Reyes, salen de la ciudad para ver algún pájaro distinto de las palomas de la Plaza Bibrambla. Muchas señoras con mechas un poco verdosas aprovechan para rentabilizar sus abrigos de pieles que parecen de imitación y son reales. Si hay sol, las terrazas se llenan, y niños a los que mandarías a Herodes están a punto de tirarte la cerveza en uno de sus correteos. Adorable.

Cuando trabajas en domingo, como hoy ha sido mi caso, el ritmo del mundo parece todavía más alienígena. Porque tú, infeliz, y otros pocos como tú, habéis madrugado, mientras que el resto de ciudadanos sigue retozando o roncando. Y eso significa que el riesgo de morir atropellado en un paso de cebra, a las ocho menos veinte de la mañana, por un trabajador que todavía no distingue muy bien sueño de vigilia, se reduce a niveles tolerables. Se puede oír el jaleo de los pájaros, normalmente aplacado por esos mismos coches apestosos, rugientes, asesinos (sí, yo también tengo uno). La Delegación está cerrada con llave, y tú, jojojo, la tienes en el bolsillo. No hace falta que corras para pillar un ascensor libre, con la intención de ahorrarte olores agresivos a desodorante. El edificio está vacío, vacío, vacío. Lo que supone que, si te quedas en la oficina, puedes darte sin miedo al innoble arte del fisgoneo. Yo lo hago así:

Primero voy a hacerle una visita a la máquina del café, aprovechando que a su alrededor no hay corrillos como los de la tele. A continuación, entre volutas de aroma sucedáneo, busco un jirón de humanidad por los rincones de la oficina. Y veo cosas que no puedo decir porque algunos de mis compañeros (aunque no dejen NUNCA comentarios...) me leen. Me siento en la mesa del jefe. Veo la cantidad de papeles anotados con su letra de insecto espachurrado. Lo que trabaja este hombre. Hay una taza de loza, a cuadritos rojos y blancos, que no tiene pinta de haber sido estrenada, lo que hace de lo más intrigante la presencia de un sobrecito de sacarina, a su lado. A lo mejor su hija pensó que todo jefe tiene que tener su taza, y se la regaló para el día del padre, y él la ha colocado ahí, con la idea de llenarla de los lápices y bolígrafos que necesita para garrapatear nuestros cuadrantes, diosecillo omnipotente, marcando el paso de todos nuestros horarios cotidianos, pero o los lápices no terminan de llegar, porque por ahí es donde se ha empezado a recortar gastos, o sus chicos se los hemos ido birlando. No veo mucho más. La limpiadora dejó ayer las papeleras mondas, con el juego que dan. ¿Y fuera? Quizás haya una diminuta mancha de semen en la bata azul albañil de esa bedela que lleva gafas de miopía extrema. Quizás haya cartas de amor cruzadas entre una punta y otra de la gran estancia sin separaciones. Alguien ha marcado una fecha en el calendario prendido en la pared. ¿Le tocará recoger unos resultados médicos inquietantes, o será acaso el día del juicio contra los inquilinos que le dejaron el piso arrasado, y con un montoncito desafiante de recibos sin pagar encima de la única mesa que dejaron en pie?

La encargada de los dineros, que parece una catequista, ha colocado en su mesa una orquídea de tela, dentro de un tiesto con forma de corazón, junto a la vetusta máquina de hacer cuentas. Está todavía envuelta en plástico, uno de dudosa calidad, como grasiento por dentro. ¿Se la habrá regalado alguien tan importante como para no querer que una sola mota de polvo toque la triste flor de tela, o tan insignificante como para no molestarse siquiera en desempaquetarla? ¿Quizás los compañeros de oficina? ¿La compraría ella, y no fue capaz de decir que no cuando le preguntaron si se la envolvían para regalo?

En la mesa de al lado hay una foto de un niño moreno al que se le sale la risa por todos los agujeros de la cara. Está vuelta hacia el resto de la oficina, como si la madre del niño, que se sienta en esa mesa, no quisiera tenerla de frente, durante siete horas seguidas. A lo mejor es porque, si la mira, se acuerda del adolescente gordo y arisco que tiene en casa, al que sólo le gustan las patatas fritas con ketchup, y que apenas se parece ya al niño de la foto.

A todas estas cosas provechosas me dedico cuando trabajo un domingo en la oficina, una vez que he cumplido con eficacia las labores que se me han encomendado. Ejem. Y si lo que toca es salir al campo, qué paisaje tan distinto, también, al del resto de la semana. De camino al aparcamiento, no es raro encontrarse, alrededor de las ocho de la mañana, con los irreductibles de la noche del sábado. A veces quien sale por la puerta trasera de la discoteca no son ellos, los cansinos, los borrachos, sino los mismos camareros, con su aire de perdonavidas, o las camareras serias, arrastrando los pies metidos en zapatos bajos. seguro que en esa bolsa de plástico que llevan en la mano deben de guardar los tacones que manda el contrato. En la bajada al parking, vómitos, meadas, restos de cubata, una hamburguesa mordisqueada, y hasta alguna pareja follando (lo que hacen no es el amor, mami. No en esa postura y en semejante hábitat. Además, vete haciendo a la idea de que aquí la censura la marco yo).

El domingo es lento. El domingo es complejo, raro. El domingo es una cosa callada. El domingo es holgazán. Es tan simpático. Y, ahora, ale, a programar todo el mundo el despertador.

2 comentarios:

  1. Hija mia qué vocabulario es ese?!Para eso te apunté en una escuela al lado de un colegio de pago...

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  2. Jajajaja!que mala eres Sílvia, pero como me gustas.

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