sábado, 31 de marzo de 2012

Lágrimas artificiales y el conejito de chocolate


Me da la impresión de que a algunas personas el post anterior les sonó a propaganda electoral. Por ejemplo, a Lectoradicta, que es mi azote, y que me insta a que lleve mis bonitas teorías a la práctica. Bien, pues ayer me pasé el día practicando. Al final, en la cama, estaba tan cansada como si hubiera estado toda la tarde trotando campo a través. Pero tenía la cabeza y el corazón despejados, las emociones al raso, y eso me daba la medida de lo útil que es el esfuerzo. Ayer fue un día duro. Y sólo golpeando algo contra lo duro saltan chispas. Ayer fue un día estúpido y revuelto, ideal para ejercitar los valores recién descifrados. Porque es muy fácil ir desnudo y sin vergüenza por el Edén. Lo valeroso es hacerlo a pie de calle. Ayer me mantuve a flote y entera gracias a mi atención.

Al final de la tarde estaba sentada en una silla de curvas pretenciosas, con los ojos cerrados. La enfermera de la clínica me acababa de echar unas gotas, y me revisaba de vez en cuando, para ver si tenía las pupilas lo bastante dilatadas. En algún momento me pareció oír la palabra atropina, y eso me sonó a mandrágora, brujas, gatos en callejones oscuros, a excitación y temblor. Estoy demasiado marcada por la experiencia holandesa, queridos. La sala de espera era sólo un poco más grande que el recibidor de mi piso y, oh, había tantos sonidos, que se me hacía imposible elegir uno y seguir su curso en la madeja del momento. El interfono sonando con más frecuencia de lo que parecía sugerir la hora de la tarde. Los pasos de la enfermera por el suelo de falso parqué. Un hilo musical intermitente, que sonaba sin convicción, y luego se desinflaba, como si avisara de que, coño, es viernes de Dolores, nueve de la noche, yo no digo ná, Doctor Bermúdez. Jose revolviéndose en su silla. Casi podía verle a través de los párpados, fijando en su mente la inenarrable decoración del lugar, donde todo huele a novela realista de posguerra, a carajillo de anís en el Madrid de los Austrias, a mollejas y a aborto clandestino. Las cortinas de raso pesado al fondo de un pasillo sin alma. Las molduras de escayola y las flores de tela. Y esos cuadros sacados del primer trimestre de cualquier clase de Pintura para jubiladas, encajados en sus marcos dorados, que queman las retinas, y te hacen sospechar la verdadera razón por la que la consulta de este oftalmólogo está repleta. Cerca de mí, Fulgencio, el hombre de los ojos secos, conversaba con una señora toda vestida de negro, venerable, que, antes de cerrar los ojos, me recordó mucho a la madre de Lorca. Él le decía que una de las cosas buenas de la edad es que te quedas sin lágrimas, pero ella desmintiendo su imagen de viuda antigua, no entraba al trapo. Prefería hablarle de niños y pedagogía, como si fuera una maestra amamantada por la Institución Libre de Enseñanza, mientras intentaba que su nietecita se le subiera al regazo. Su nietecita, a la que la enfermera acababa de pedir que abriera más los ojos, como si no se diera cuenta de que era china. Yo seguía con los ojos cerrados, prestando atención a esta pequeña burbuja de mundo, escuchando cómo la abuela me señalaba y le decía a la chinita que cerrara los ojos, como yo, y fuera igual de valiente.

Y eso me reconfortó. Con mis pupilas a medio dilatar, esperaba a que el colirio hiciera su efecto, para que el médico pudiera comprobar si el virus que me provocó la conjuntivitis me ha afectado también al fondo del ojo. Porque resulta que tengo la córnea cubierta de cicatrices y úlceras. Por eso llevaba una semana viendo borroso con el ojo izquierdo. Y resulta que es posible que la recuperación tarde años. Pero yo, con esa información ya en el bolsillo, esperaba, escuchaba, atendía, inexplicablemente libre de inquietud y autocompasión. Me ayudó el conejito dorado de chocolate.

Es que, después de la siesta, se hizo un poco difícil de respirar en casa, y me fui a dar un paseo al bosque de la Alhambra, para ver si la primavera había hecho ya todos sus deberes. Mientras subía por la cuesta interminable cuajada de cármenes, trataba de concentrarme en el dolor que me agarrotaba las espinillas, y que corría en paralelo a mi desaliento. Ya arriba, comencé a ver cosas extrañas: conejitos dorados encima de las fuentes y de la absurda estatua dedicada a Ángel Ganivet. La cesta de Caperucita Roja sobre un banco, y pequeños puñaditos de huevos de chocolate en los demás bancos del paseo. Era como cuando se sueña con dinero, y aparecen más y más monedas desperdigadas por doquier. Me pregunté si sería una especie de experimento sociológico, relacionado con la desconfianza y el deseo. Yo quería sentarme en uno de esos bancos, y meterme en la boca, uno a uno, los huevos de chocolate, pero seguí andando, elucubrando, subiendo cuestas y alejándome de mi propia curiosidad. Luego lo comprendí. No era más que un juego organizado por un grupo de padres de niños muy pequeños. Lo vi todo entre los árboles, a los polluelos con sus cestitas y su deslumbramiento, a los padres felices, y a una abuela sentada en un banco, que parecía mirarme espiar. Sentí que era a mí, y no a los niños, a quien dedicaba todas sus sonrisas. Yo me quedé muy quieta, como el corzo que una vez vi y me vio en medio del alcornocal, cuando trabajaba en Jimena. El dolor de espinillas y el desaliento habían pasado sin drama, como una melodía, aunque todavía los tenía presentes. Simplemente, me desvinculé de ellos. Dejé de imaginarme un tiempo en el que me separaba de Jose porque habíamos dejado de compartir proyectos e ilusiones. Él, pobrecito, se está viendo obligado a manejar mis obtusas ganas de hacer cosas con las piernas y los brazos. Yo quiero probar tantas cosas, y él está tan a gusto con sus libros y sus documentales. 

 

Mirando a los conejitos y a los niños, me acordé, no sé muy bien por qué, (quizás porque eran un trozo de presente puro) de mi Constitución particular, y del tipo de relaciones que quiero construir. Y volví a recordarme que no puedo imponer mi ilusión a nadie, ni puedo arrastrar a nadie al altar de la comunión. Que es estúpido sufrir por algo que todavía no ha pasado. Que los estados emocionales se suceden según su propio ritmo, crecen como una ola, y luego rompen y se deshacen. Que todos ellos son un flujo de palabras que la observación del presente consigue acallar.

Y colorín, colorado, esta es la historia de cómo las teorías se vuelven práctica, gracias al conejito de chocolate, y a que me han recetado lágrimas artificiales para todo un año.



miércoles, 28 de marzo de 2012

Constitución


Venga, al lío. Sin estiramientos previos.

  • ¿Qué es el fondo importante para ti?

Empezamos bien. A ver, Russ Harris, si por un azar rocambolesco consigues llegar hasta aquí y entenderme a pasar del tronchante traductor de Google: esta pregunta tiene que ser la última de la serie. En-el-fon-do. No me digas que no suena a culminación. No está bonito que impongas semejante puerto de montaña a los seres trémulos que se acercan a este cuestionario con el ombligo encogido. Puede pasarles lo que a mí: que miren a su alrededor y se pregunten “¿qué es esto, una pregunta trampa?” A ver, que tu libro está en una estantería con un letrero que pone Autoayuda en letra negrita. ¿Y cuántas de las personas que llegan hasta esa sección medio escondida en el fondo de la librería tienen las ideas tan claras? Verás, la respuesta que me sale a lo bruto de las vísceras es que, en-el-fon-do, para mí no hay nada importante salvo respirar. Y oye, Russ, que no soy una nihilista que se pinta las uñas de negro. Sólo soy un ser vivo sumamente adaptable. A veces imagino que me voy desprendiendo de todo lo que se supone que constituye formalmente mi persona, de esta casa que no es mía, de la ciudad donde vivo, de mi trabajo, de todos mis libros, del ordenador, convertido en parte de mi rutina, de mis fotos, mi ropa, mi carnet de identidad. Del agua corriente y de la luz eléctrica. Voy entrenándome mentalmente para la renuncia, y me doy cuenta de que nada de eso, ni siquiera leer, ni siquiera escribir, es esencial para mantenerme con vida, y con una vida dotada mínimamente de sentido.

Doy un paso más, e imagino que el terremoto, o el tsunami, o la guerra civil que me está despojando de todo a lo que estoy aferrada, se lleva también por delante a la gente a la que amo. Y presiento que, a pesar del dolor inexpresable, algo más que el instinto de supervivencia seguiría manteniéndome con vida. Así que, Russ, por encima de todos los valores con los que construya mi propia escala, puedo afirmar que, en el fondo, lo más importante para mí es el simple hecho descabellado de haber nacido. A pesar de todas las generaciones que se han sucedido y se sucederán, vivir es una probabilidad tan insignificante que casi se escapa de las reglas de la estadística, para ingresar en el mito. Nacer es una oportunidad ilógica que nadie ha pedido, y yo, particularmente, no la quiero desaprovechar.

Vuelve a hacerme esta pregunta al final, hombre.

  • ¿En qué quieres que consista tu vida?

No puedo seguir tirando de metafísica barata, ¿verdad? Pues, entonces, quiero que mi vida consista en un práctica más o menos continuada de conexión. Chin pon. Quiero estar siempre y completamente donde en cada momento me toque estar. Quiero que mi energía no se disperse en ejercicios especulativos. Quiero dejar de conjugar verbos en condicional. Quiero estar como ahora, recostada en la cama, con el ordenador entre las piernas, escribiendo, y nada más. Bajo los árboles, y nada más. Contigo, contigo o contigo, mirándote a los ojos, bebiéndome tus palabras y tu risa, como si fuéramos las últimas personas sobre la Tierra, y nadie ni nada más. Por la calle, mirando a la gente, y nada más, ni una añoranza, ni un deseo indefinido más, ni maniobras de escape. Quiero tocar cosas reales, hacer cosas con los pies y con las manos. Implicarme. Quiero decir sí a lo que se me ponga por delante (drogas no, gracias). Quiero compartir. Quiero que mi energía resulte útil para alguien. Quiero colgar el teléfono y quedarme por lo menos un minuto con una sonrisa boba en la cara.

¿Todo esto es tan genérico que no dice nada, Russ? ¿Tenía que hacer un mapa con países y colorines? ¿Proyectos? ¿Visiones de futuro? Bueno, esto es lo que yo entiendo por valores.

  • ¿Qué tipo de persona quieres ser?

Esta es facilisma: quiero ser una persona atenta en todo momento. Quiero ser una persona resoluta, decidir con un chasquear de dedos, sin perderme en una maraña de opciones. Quiero dejar de tener miedo a las alturas, a los aviones y a la enfermedad. Quiero apasionarme con las cosas que hago. Quiero ser alegre y flexible. Quiero no volver a quejarme. Quiero saber aceptar lo que venga. Quiero tener calma. Quiero superar la timidez de mi infancia. Quiero nadar y, quién sabe, a lo mejor un día hasta quiera correr. Quiero ser solidaria y amiga. Que mi curiosidad nunca se derrumbe. Quiero bailar sin vergüenza. Quiero expresar mi amor y mi admiración, cuando lo sienta. Ser creativa. Dejar de juzgarme. Quiero ser ligera de cuerpo y de alma. Quiero estar despierta.

(Hoy no me siento tan lejos de esa persona)

  • ¿Qué tipo de relaciones quieres construir?

Lo tengo clarísimo, también: relaciones que giren en torno al juego y la intimidad. Que te permitan pasar del dolor a las chorradas en cada punto y seguido de la conversación. Con noches en vela de charla, y paseos en silencio. Relaciones en las que no haya temor de las novedades, relaciones abiertas que no se escondan del resto del mundo. Basadas en el humor, la cooperación y la confianza. Relaciones en las que no dé corte tocarse y abrazarse. Que no impongan condiciones, a la vez fuertes y flexibles. Que respeten la independencia y los deseos de cada una de las partes.

  • Así que, hermosa, ¿qué es en el fondo importante para ti?

Ahora sí, Russ. Ahora puedo recitarte de corrido cuáles son las valores fundamentales de mi vida, además del hecho de tener pulmones y partida de nacimiento. Atención. Generosidad. Alegría. Compasión. Vitalidad. Valentía. Calma. Levedad. Apertura. Despreocupación. Humor. Tolerancia. Libertad. (¿Esto son valores o abstracciones?)

(Amiguitos, este es el punto de partida de la investigación. En el libro hay un cuestionario con diez campos de valores un poco más concretos. Volveré a ellos, si me aguantáis)

martes, 27 de marzo de 2012

Los valores y el valor


Lectorcillos, confieso que he sido un poco deshonesta. Hace varias semanas me dirigía desde este púlpito a mi señora madre para declararme, creía yo que con toda sinceridad, ajena a cualquier maniobra de marketing. Le pedía que dejara de preocuparse por la imagen de fragilidad que algunas de las cosas que he escrito podían dar de mí. Que mi único interés era escribir y, a través de ello, hacer un registro de mi experiencia, y profundizar en lo que para mí significa estar viva. Que, más allá de eso, yo no tenía ninguna expectativa: no quería obtener nada más aparte de la apertura de una vía para compartir mi sensibilidad. No quería vender un producto, ni colocarme de manera que mi ego saliera beneficiado.

Ahora me doy cuenta, y por eso en el párrafo anterior he usado verbos en pasado, de lo complicado que resulta no manipular, aunque sea de forma inconsciente, la propia identidad. Todos queremos salir guapos en la foto. Libres. Ingenuos. Honestos. Llevo unos días evitando hablar sobre algo a lo que últimamente le estoy dedicando una buena cantidad de energía mental: los valores fundamentales que rigen mi vida. ¿Y por qué nos escondes esa información básica para comprenderte y, en cambio, nos sueltas cualquier chorrada sobre bizcochos tóxicos o frases que dan grima?, os preguntaréis con tino.

Muy sencillo. Veréis, me acerqué a esta cuestión de los valores a través de “La trampa de la felicidad”, un libro de Russ Harris que Marina (a la que, a este paso, voy a tener que pagarle derechos de autor, o pedirle que se case conmigo) recomendó una vez en su blog. Yo llevaba ya una temporada merodeando en torno a la sección de Psicología de las librerías a las que soy adicta, porque tenía la intuición de que algo andaba descuadrado en mi vida. Me levantaba alegremente, como siempre, y dejaba correr las horas del día sin que me doliesen demasiado, más o menos bien dispuesta. Pero por la noche, a la hora de meterme en la cama, el aliento se me quebraba un poquito. Volvía a acostarme, igual que la noche anterior, y la otra, y la otra, volvía a encadenarme al ciclo automático del sueño y del despertar, como si de mi vida sólo sobreviviesen esos momentos en torno a la cama, y todo lo demás se disolviese. La vida corría, corría, cómo corre, la condenada, y su contenido secreto no se me terminaba de revelar. Ahora me queda claro: lo que me atenazaba, todas esas noches, era la sensación de que no me estaba ocurriendo nada. Tenía una expectativa que ni siquiera sabía expresar. Tenía una cita y no sabía con quién, ni dónde ni a qué hora.

Entonces busqué aquel libro, y me topé con sus preguntas incómodas: ¿qué es lo que realmente valoras?, ¿en qué persona te gustaría convertirte?, ¿cómo quieres que sea tu vida?, ¿cuál es el sentido que le das, cuáles tus valores? Ahí estaba, de repente, mi inquietud materializada en un puñado de preguntas tan básicas, que parecían pueriles, preguntas que me han rondado por la capa más superficial de mi mente, y que nunca he respondido con la seriedad y la atención necesarias. Valores... Bueno, enfrentarme a ellos me daba una pereza terrible. Qué cosa más etérea. Y la verdad es que también sentía un punto de temor, porque ¿y si descubría que carezco de valores? ¿Y si me daba cuenta de que, a pesar de mi alegría olvidadiza, mi vida no tiene columna vertebral?

Pero como fuera de los aeropuertos no soy especialmente cobarde, me propuse el reto de contestar a las preguntas que el libro y mi almohada me planteaban. Por escrito, por supuesto, porque el pensamiento es un cazamariposas con una luz de malla muy ancha. Instintivamente, me froté las manos, calculando el número de post que, bajo la etiqueta de “Mi mito propio” podría publicar. Pero lo pensé mejor: ese tenía que ser un trabajo íntimo, la redacción de una especie de Constitución propia, privada, a partir de la cual se rigiera todo lo demás.

Porque resulta que me estaba empezando a molestar el hecho de que mi voz empezara a sonar más insatisfecha de la cuenta. Aquí he hablado mucho de mis tesoros y de mis momentos de plenitud, pero también de mis inquietudes, de mis carencias y, a lo mejor de forma velada, también de mis miedos. De repente, me entró un ramalazo de falso pudor, por no decir, abiertamente, de coquetería: no tenía ganas de enseñar mi lado más vulnerable. No quería que nadie entendiera que volvía a quejarme.

Para bien o mal vuestro, he cambiado de idea. Por dos razones. Primera, que aquello que escribí para mi madre es una aspiración auténtica de mi corazón, y que la honestidad es el primer valor que, antes de empezar los deberes, se me ocurre. Y segunda, que sólo a una pava como yo le puede sonar a queja el acto de dibujar una cartografía que sirva para guiar el camino propio por la vida. Yo ya llevo unos cuantos pasos dados en dirección a la persona que quiero ser, y es posible que, conforme escriba mis respuestas, me dé cuenta de que, en realidad, nunca he dejado de ser esa persona.

(¿Las respuestas? A partir de mañana)

domingo, 25 de marzo de 2012

El sopor y la química espacial


Estoy segura de que lo que Marlon Brando quería decir al final de Apocalyse Now era “ah, el sopor, el sopor” - no hay más que ver sus párpados de corcho, esa atmósfera opiácea - y que Coppola, que era un pejiguera, lo obligó a decir lo del dichoso horror, por fidelidad a Conrad.

Sumemos: uno de los colirios que me estoy echando me ha metido toda la maldita niebla de Londres en el ojo izquierdo. En Granada alguien ha robado el cielo, y parece como si los sesos de la ciudad se hubieran quedado al aire. He dormido menos horas de las que mi cuerpo reclama, sólo porque al cenutrio de hombre que duerme a mi lado el corazón no le late a ritmo de pum pum, sino de tic tac. Vamos, que le ha abierto los postigos a la primavera a las ocho de la mañana (horario de verano), cuando anoche, por primera vez en una era geológica, salimos, y nos acostamos cerca de las tres (horario de invierno). La dieta de la croqueta que llevamos desde hace tres días empieza a pasar factura. Es que estos cuatro días de descanso nos estamos dedicando a inspeccionar bares de tapas, y mi estómago tiene ya remordimientos veganos. Y he descubierto que el cóctel cerveza/vino/ginebra no me provoca resaca, sino una tristeza un poco sórdida. Resultado: hoy me gustaría meterme en un convento. Por lo menos media hora. Ojalá estos gobernantes tan moralistas que nos han salido decreten el toque de queda para la noche del sábado.

En tal estado decadente me hallo, que he decidido rememorar una historieta miserable que debe de conocer ya media España, salvo un par de madres. Sucedió hace cinco años, cuando ni mi prima María José ni yo habíamos sentado todavía cabeza. Por aquel entonces nuestros carnets de conducir echaban humo, y era como si tuviéramos siempre una mochila preparada en el armario, con un par de bragas, un cepillo de dientes y un rimmel, en espera de planes fulminantes. Como si fuéramos un par de espías descerebradas. De esa manera, casi de la noche a la mañana, nos fuimos a pasar un fin de semana a Amsterdam. Creo que esa fue la primera ocasión en la que puse en práctica mi terapia particular contra la fobia a volar, consistente en pasar en blanco la noche previa al evento, y ventilarme dos Valium en el aeropuerto, mientras trato de controlar el impulso paranoico de averiguar cuál de los aviones de la pista es el que en breve me engullirá.

Amsterdam es una chulada, una habitación de juguetes desordenada, una filigrana, si obviamos que la probabilidad de morir atropellado por una bicicleta es algo para lo que un cerebro mediterráneo no se encuentra entrenado. Si obviamos las hordas de hooligans que, barreño de cerveza en mano, pasean sus panzas apenas cubiertas por camisetas blancas apretadas por entre los escaparates del Barrio Rojo. Si obviamos el hecho de que un par de garrulas pueden resultar un peligro en un coffee shop. Sobre todo si esas dos garrulas son muy buenas chicas, de toda la vida.

Bien. Ahí tenemos a nuestro par, en el garito saturado de banderas jamaicanas al que han ido a parar, porque a la de menor edad se le ha metido entre ceja y ceja que ir a Amsterdam y no..., bueno, ya sabéis, no..., esto, no hacer alguna travesurilla, es como llegar limpio de la Tomatina. Lo más gracioso es que la garrula menor no tolera el humo, en absoluto. La garrula mayor es más flexible a este respecto, no en vano ha sido universitaria en Granada, y ha podido dar una calada testimonial, en plan rito de paso, a algún porro que pasaba por ahí, sin que nunca le hayan hecho más efecto que el de la perplejidad por lo dudoso de sus beneficios. La garrula menor está empeñada: tiene muchos amigos en España, y quiere llevarles alguna historieta festiva de souvenir. La garrula mayor no quiere pasar por la vida diciéndole que no a todo tipo de experiencias. Así que, echando mano de un inglés macarrónico, se dejan aconsejar por la dueña del garito, que tiene el pelo de los sobacos tan ensortijado y frito como el de la cabeza. La mujer pirata les pone encima de la mesa una bandeja con un vaso de té y un trocito de bizcocho de chocolate. Las dos garrulas se miran, y la miran, con la frente arrugada. “Space cake. Space Tea”, declama la mujer pirata. Aaaaahh, dicen las garrulas, intuyendo la naturaleza del ingrediente espacial.

Ahora las garrulas mueven sus culos a ritmo de samba, en un pub. Empiezan a sospechar que han sido timadas. El éxtasis se retrasa, la apertura total de mente debía de tener otros planes. Entonces algo pasa. Algo sienten. Una especie de nueva viscosidad del aire, y la sensación de que las caras, los cuerpos, las superficies se han pixelado de repente. Tratan de describirse la experiencia, pero sus voces parecen muy, muy lejanas. Baten las palmas, se miran con los ojos redondos, flipan por estar flipando. Si el chocolate del pastel no hubiera sido otro que el de Nestlé, habrían flipado igual.

Pero era verdad. En el pastel había otro tipo de chocolate. La garrula menor se pone de pronto rígida. “Prima”, le dice a la otra, clavándole las uñas de las dos manos en los hombros, “prima, ayúdame, por favor, por favor, no me dejes sola, prima. Confío en ti, prima”. Su voz ha bajado unas cuartas. La garrula mayor piensa que a su prima el numerito del lado salvaje le está quedando un poco sobreactuado. Hasta que, con un retardo de pocos minutos, ella misma empieza a saber en sus carnes lo que le está pasando a la otra: que de la realidad ya sólo queda el latido desaforado de su corazón. Que todo da vueltas. Que ha perdido por completo el poco control que uno tiene sobre su cuerpo. Que los sentidos se han puesto en huelga. Que el pulso galopa de manera demente.

Las pobres garrulas intoxicadas consiguen salir del bar y, dar tumbos peligrosamente cerca de los canales de la ciudad. Se sientan en una escalera meada, a medio morir. A la garrula menor le sale la abuela manchega que lleva dentro. “Mira, ya estamos mejorcicas, hija mía, esto no es naica”, repite una y otra vez en una vacilante tono sacado de Sonrisas y Lágrimas. Pura y pinta a un personaje de Pedro Almodóvar. A la mayor, esta verborrea tan poco acorde con la cercanía de la parca, le da una mala leche bestial. Se encuentran con una pareja acaramelada. La abordan, suplican auxilio en esperanto. A la garrula menor no se le ocurre otra que sacarse unos billetes arrugados del bolsillo y soltarles a los espantados novios un “güi jav moni” balbuceante. La garrula mayor le da un manotazo. Al final esa buena gente holandesa trata de tranquilizarlas y les busca un taxi.

En el hotel el espectáculo se vuelve ya escatológico. La garrula mayor empieza a vomitar el alma en la moqueta. Queso de cabra y la mitad del espacio. La garrula menor llama al 112, y trata de que algún ser humano saque algún significado de su frase “mai cousin is daing”. Es verdad que la garrula mayor se siente morir. Con la lejanía propia de un sueño, cree ver a su prima precipitarse escaleras abajo, la cara alucinada del recepcionista del hotel, a su prima de nuevo, inundando el cuarto de baño en el intento de refrescarle la cara. Todo sigue dando vueltas. Al cabo de un tiempo amorfo, las dos consiguen meterse en la cama. La garrula mayor se va quedando dormida, a pesar del miedo que tiene de no volver a despertarse. Escucha apenas cómo la abuela manchega vuelve a aflorar: “si nos tenemos que morir, que sea aquí, en la cama, las primitas junticas. Fíjate si se enteran en casa de que nos hemos muerto tirás en la calle”. La garrula mayor no se decide entre morir o matar.

Amanece en Amsterdam. La peor resaca de la historia. Hay un cartel con un cisne gigante en la fachada del Rijksmuseum, que parece hacerles burla. Caminan compungidas por la calle, en busca de un poco de aire. La menor se pregunta si les quedarán secuelas. No deja de pensar que vaya una idiotez, quedarse tonta la primera vez que una deja de comportarse como una niña buena. La mayor, en cómo va a hacer el viaje de vuelta sin su Valium. Tardará un tiempo en perder el miedo a no volver a despertarse.

(P.D. Si todos conocierais a mi madre, sabríais lo transgresor que es este post. Mi madre es una Torquemada anti-estupefacientes. Mami, tranquila, yo estoy inmunizada para los restos)


viernes, 23 de marzo de 2012

Post dedicado (I): Cien razones para dar las gracias


Lo que más me gusta de mi gente favorita es su capacidad para sacarle brillo a la mejor versión de mí misma. A su lado soy más justa, más alegre y más suave. Ellos, mis favoritos, son como enzimas que aceleran mis potenciales, como vitaminas. Ponen en marcha mi cerebro y mi risa. Le dan sentido a la palabra solidaridad. Mantienen viva mi fe en que todavía, siempre, es posible la construcción de algo que supere mi intimidad o tu intimidad. Y son espejos buenos y claros: pueden mencionar esos defectos que, en soledad, tanto me echo en cara, sin que me duela nada. Con un chiste me recuerdan mi holgazanería, mi inconstancia. Yo, abriendo mucho los ojos, como si me hubiera fumado alguna cosa rara, me río.

Es por eso que no me molesté lo más mínimo cuando esa víbora sanluqueña que es mi amigo Antonio me dijo, hace ya unos cinco meses, cuando mi blog recién nacido aún mamaba, que, bueno, sí, había entrado en él, pero sólo un par de veces salpicadas, porque, conociéndome, no esperaba que actualizara demasiado. No te lo reprocho, lucerito. Ni yo misma daba un duro por mi perseverancia. Y, fíjate, aquí estamos: yo escribiendo este post número cien, y tú haciéndote pasar por un tal Autoayudado.

Me gustaría deciros que me la soplan los aniversarios. Que me río del prestigio de las cifras redondas. Que, a estas alturas de marzo, cada vez que me topo con otra mención a La Pepa, vomito. El post cien, pobrecito, no tiene por qué resultar más lúcido, ni más compasivo ni más evocador que el veintiuno. Además, me da apuro recapitular. Al fin y al cabo, el cien tampoco es un número tan boyante. Hacer ahora un inventario de las sensaciones y expectativas que esta aventura me está reportando sería como escribir una autobiografía a los veinticinco años. No soy tan fatua. Todavía me queda mucho por investigar, y muchas vacilaciones por superar.

Y, sin embargo, he querido esperar a que el número de mis artículos engordara por fin hasta las tres cifras para dar las gracias. Perdonad, pero hoy no me dirijo a vosotros que me leéis de vez en cuando, o todos los días (aunque gracias, gracias, gracias. Todavía alucino un poco cuando me doy cuenta de que estas palabras que no se pronuncian y no se oyen más que en el código morse de las teclas, de repente ya saben lo que es el eco. Me sigue pareciendo un milagro que sigáis dejándome compartir con vosotros lo que vivo, y que así mi vida parezca multiplicada). Hoy sólo quiero decirle a alguien que, sin su ejemplo, yo no habría terminado de materializar mi vaporoso empeño de escribir con cierta seriedad, y de hacer público lo que escribo. El post cien es el primero de la serie de post dedicados, y me sirve para darte de nuevo y en mayúscula las gracias, Marina.

Un enlace en la página de un conocido común me llevó hasta ti. Ahora recuerdo esos días de verano, en los que engullí lo que hasta entonces llevabas escrito, con el mismo lustre dorado que la memoria le pone a los agostos en los que uno se enamora. Me acuerdo de las tardes de guardia de incendios, esperando en la oficina a que el termómetro bajara de los cuarenta grados, para poder salir al campo sin que el uniforme se quedara adherido a la piel de mis piernas. Me ponía en cuclillas con los brazos apoyados en la mesa, harta ya de estar sentada, y leía un post tuyo tras otro, mientras un compañero zanganeaba a mi alrededor, y me hacía preguntas que yo respondía con la cabeza, desde el limbo. Leía, y todo me parecía primo hermano de la gracia. Leía, y dios, es turbador decirlo, pero en cierto modo me sentía desdoblada. (Turbador, y un poco incómodo, cuando alguien, con los impulsos más nobles de su corazón, te hace saber que siente exactamente lo mismo que tú, o le pasa lo mismo que a ti, cuando la verdad es que nadie es igual que nadie).

Y, sin embargo, era una sensación de fraternidad un poco difícil de llevar. Verás, en el taller de escritura de la Casa de Porras, César nos encargó la tarea de retratar a la persona en la que nos gustaría convertirnos. No se trataba de un ejercicio de escapismo, de imaginarse a uno mismo como a un superhéroe o a un neurocirujano o al descubridor de las fuentes del Nilo. Sólo teníamos que sacar a la luz a esa persona que podríamos ser después de limpiarnos las costras de la superficie, los días, los abandonos, las adaptaciones cotidianas al miedo y la comodidad. Yo, a la versión mejorada de mí misma le puse el nombre de Marina. En serio. Siempre me ha gustado tu nombre, y no entiendo por qué a mi madre no se le ocurrió a la hora de bautizarme, si tenía ahí al lado a la hermana de su madre para inspirarse. Así que, cuando empecé a leerte, cuando supe de tu ingenio, de tu sabiduría, de esa maravillosa vitalidad que despliegas en cada uno de tus verbos, no pude evitar acordarme de aquel retrato.

Y fue duro. De repente, la Marina que había imaginado se parecía de manera sospechosa a una Marina real, y por tanto, no tenía excusa para seguir conformándose con vivir en un vago reino ficticio. La Marina de carne y letra me cogía por una oreja, y me ponía delante de ese retrato del que todas las noches me intentaba escapar. Mira, esto es lo que podrías llegar a ser, si agarrases las cosas como hay que agarrarlas. O peor: mira, esto es lo que podrías haber sido, si alguna vez hubieras apostado por la pasión.

Desde entonces, porque te admiro y, no me avergüenza admitirlo, porque te envidio y, sobre todo, porque amo a la Marina que nació de aquel ejercicio, voy trabajando para limpiarme, post a post, frase tras frase. Ya formas parte de mi gente favorita.

miércoles, 21 de marzo de 2012

Centro de salud


En la sala de espera, me acuerdo de mi lista de instrucciones para la risa. Quizás sea la luz malsana de la habitación, quizás el grado más o menos escacharrado con en el que cada uno cual se ha acercado hasta aquí, pero la gente está condenada a parecer fea. En ningún lugar resaltan tanto las arrugas, las bolsas bajo los ojos, el embotamiento de las caras. Como si todo el mundo estuviera recién levantado. En frente de mí se ha sentado un viejo grande, moviendo tanto aire como un alud en la montaña. Tengo que hacer esfuerzos para no mirar por el rabillo del ojo esos zapatones de Frankenstein que lleva, deformados por unos pies que deben de ser como esferas de carne a punto de salir rodando. Y está esa otra cantidad de carne que se le desparrama pecho abajo, muy abajo, tan abajo que le impide cerrar las piernas.

Me controlo también para no quedarme embobada con la pareja mayor que está a su lado. Llevarán tanto tiempo casados que han terminado pareciendo hermanos: el mismo tamaño, el mismo aspecto desfondado, la misma cara de chihuahua obeso, los labios sueltos. Los dos observan, con una fijeza que, a diferencia, de mí, no tratan de disimular, a la chica de coleta muy tirante que acuna un bebé en sus brazos. Como si fueran a robárselo. La gente no debería mirar de manera tan ávida, si no quiere ser pasto para imaginaciones perversas. También hay una pareja de hippies de casta, que debe de considerar el uso del peine como el colmo de lo burgués, una pareja de vecinas con abrigos del mercadillo, una pareja de monjas a punto de morirse allí mismo, y una pareja de ex-heroinómanos. En la sala de espera del médico, de nuevo, vuelvo a obligarme a la alegría. Vengo al médico, sí, y no quiero que nadie me mire como estoy mirando yo, con lástima.

Así que, risueña, muy digna, espero a que llegue mi turno, mientras lloro por el ojo izquierdo. Llevo dos semanas medio tuerta, atribuyéndole mis males al amor de los cipreses, saliendo a la calle y acordándome a cada paso del título de un libro que no hace mucho intenté leer, “Gente feliz con lágrimas”, de un João de Melo.

(Que, por cierto, lo saqué de la biblioteca precisamente porque me atrajo el título, y porque está ambientado en las Islas Azores, que es uno de mis paraísos futuros, y porque soy una maldita fetichista de todo lo que huela a portugués. Lo dejé allá por la página veinte, porque, entre verbo y verbo, me crecía el pelo dos centímetros. En serio, ¿qué pasa con la literatura portuguesa? ¿Podría alguien sacarme de mi ignorancia e informarme de si alguna vez, algún portugués ha escrito algo un poquito vitalista? Obrigada. Fin de paréntesis superfluo)

Hoy ya no pienso en alergias. Me duele el ojo como si uno de los duendecillos de mi cerebro estuviera usándolo de saco de boxeo. Pero lo peor es el sopor. Las leyes de la causalidad corporal a veces se invierten, ¿verdad?. Yo, cuando pelo cebollas, me pongo un poco triste, y cuando los ojos se me ponen malitos, hinchados, enrojecidos, como ahora, siento sueño sin tenerlo. Por dios, bastante energía gasto ya en mi triunfal batalla contra la modorra. A este paso voy a salir de esa batalla con un parche, como Nelson, como John Ford, como la princesa de Éboli. La bloguera tuerta. Me doy automorbo.

En la sala de espera pasan dos cosas. Una, que casi me tengo que pelear con Jose para que no entre conmigo en la consulta. A él le parece lo más natural del mundo, y se ofende un poco cuando le digo que ni de coña. Hijo mío, le respondo, que es una simple conjuntivitis, no me voy a derrumbar cuando me den el diagnóstico, no necesito apoyo, no me van a extirpar el ojo. En realidad, no creo que él pretenda darme un apoyo concreto, en este caso concreto. Es más sensato que yo, y no está ni mucho menos preocupado. Simplemente, debe de parecerle que dos personas, después de tres años de relación, se convierten automáticamente en familia, y que el cuerpo de cada uno forma parte de una esfera común de intereses. Mi cuerpo es parte del suyo, mis ojos son suyos. Tiene derecho a escuchar de primera mano sobre lo que de ellos se diga. A mí, quizás porque no me han inculcado una noción de familia tan íntima, esa confusión de las fronteras carnales me pone los pelos un poquito de punto. Y es curioso, porque hasta ahora nunca me ha chocado, en cambio, que nuestras manos se busquen maquinalmente cada vez que salimos a la calle. A veces me pregunto si esta querencia nuestra a ir juntos a todos sitios no será en realidad dependencia. Otras, como hoy en la sala de espera, no me parece que los conceptos de autonomía y dependencia estén lo bastante delimitados. A lo mejor no somos uno, sino dos que están de maravilla juntos.

La otra cosa que pasa es que de repente me doy cuenta de la cantidad de meses que llevaba sin visitar a mi médico de cabecera. El año pasado, por estas fechas, andaba yo metida en una vorágine de síntomas, análisis, consultas y especialistas. Se me dormían las manos, los pies, la cara, y además no podía tragar bien, y además la dermatitis atómica amenazaba con tornarse lepra. Cada vez que franqueaba la puerta de esta consulta le suplicaba con los ojos a mi médico “por favor, no me reconozcas. No tamborilees con el boli sobre la mesa Por favor, hazme caso. Siento todo eso. No estoy loca”. Él se rascaba la cabeza, y me mandaba a todos los especialistas que yo le sugería, con sutileza maquiavélica. Parecía preocuparse, y por eso yo le amaba. Era presa de poéticos trastornos psicosomáticos, o directamente hipocondríaca, pero no estaba sola.

Hoy me ha despachado en un par de minutos y me ha recetado un par de colirios. Me ha preguntado de pasada si alguien de mi familia ha tenido un glaucoma. Todavía no he buscado por internet los síntomas de esa enfermedad. En ningún momento, mientras estaba en la sala de espera, he tenido la sensación de estar a punto de enfrentarme a un examen que llevaba mal estudiado. Voy por el buen camino.

domingo, 18 de marzo de 2012

Barbacoas


Pero qué poquita gracia hace cuando un domingo suena el teléfono en la oficina, a eso de la una de la tarde. Una lleva ya cinco horas luchando contra el ataque de la legaña recurrente, tratando de convencerse de que es ese mismo ser humano dotado de energía que no hace mucho fanfarroneó sobre la lucidez con que se despertaba. ¿Y qué armas ha usado en esa lucha? Café infame de máquina, paseos entre montañas de archivadores, y la confección de una lista mental que, bajo el título “Instrucciones para la risa”, puede que use para su post del día:
    • 1. Escuchar en la radio, antes de las siete de la mañana, la voz del difunto Valladares, que recitaba poco cuando decía que el cáncer es enemigo de la risa.
    • 2. Que tu medio cítrico ponga el despertador a esas horas tempestuosas, castigadas por la Iglesia católica, porque es un repelente, y un santurrón de la puntualidad, y porque considera una cuestión de honor estar en su puesto de trabajo a las ocho mondas y lirondas, aunque sea domingo, y sólo nosotros tengamos la llave que abre la Delegación, y no haya más testigos de su profesionalidad que Dios y yo, cuando lo cierto es que a los dos nos la sopla la puntualidad dominical. Que, durante el desayuno, te des cuenta de que en realidad el despertador ha sonado justo a la hora precisa para que el cítrico en cuestión pudiera ver por la tele la primera salida de la temporada de Formula 1. Que, por cierto, es algo que te da ganas de degollar.
    • 3. Que tu útero se esté licuando, y te dé por pensar que lo único que te frena para solicitar que te extirpen los ovarios es la probabilidad de que te crezca el bigote de Pancho Villa y de que tus huesos se conviertan en serrín. Que tu solidez física depende del hecho de que, desde el punto de vista animal, eres una máquina programada solamente para la reproducción.
    • 4. Que tu horario laboral comience justo cuando acaba el de los tres gorilas de la discoteca Mae West: tres autobuses de dos pisos ataviados con restos de vestuario de El Padrino, de tamaño tan, pero tan desmesurado, que sus cabezas rapadas al más puro estilo albanokosovar parecen jibarizadas. Imaginar que en el interior de esas tres moles asesinas hay un delicado ser que, tras llegar a casa, darle un beso a sus dos niños dormidos y beberse un litro de té blanco, se pone a podar bonsáis.

Entre el punto cinco y seis de esta ridícula lista, miro el reloj: cómo, las 12:53, pero si la mañana discurría como si las horas fueran de gelatina, y fíjate, ya está a punto de dar la Happy Hour. Porque, una vez superada la barrera psicológica de la una de la tarde, la jornada laboral cae en picado. Las células de la pituitaria se ponen frenéticas. El estómago empieza a perder la compostura. Entonces, cuando estoy salivando ya ante la imagen de mi propia felicidad mientras camino de regreso a casa, sobrándome medio uniforme y oliendo los olores de las terrazas, suena el teléfono. Maldición. Un domingo, a esa hora, nadie llama para preguntar por tus ovarios.

Efectivamente, mi jefe supremo no se interesa por nuestra salud. “Niños, que os subáis al Llano de la Perdiz, que está toa Graná haciendo barbacoas”. De repente ya no se me ocurren más instrucciones para la risa. Tendré que sacarme cualquier otra chorrada de la manga para elaborar mi post. Y se me ha puesto un acordeón en el entrecejo. Maldición, maldición. Qué poca consideración con la clase trabajadora. A la huelga del día 29 voy de cabeza. El Llano de la Perdiz. En domingo. Soleado. El área de campeo de los quinquis de media Andalucía oriental.

A la una y media estamos atrapados dentro del coche, a la altura del cementerio. Se ve que la continuación del macrobotellón del viernes es aquí, ahora. Una mujer pasea cansinamente por los patios con aspecto de urbanización coqueta del tanatorio. A veces es insultante la velocidad a la que el cerebro asocia. Funciona tan rápido que esa mujer no parece mi madre. Es mi madre paseándose sola, entre columnas de ladrillo y enredaderas, merodeando por las inmediaciones del crematorio, incapaz de concebir que se pueda comer mientras a la hermana de una la están quemando. Hoy el aire que rodea la chimenea está perfectamente limpio, y a mí me vuelve a parecer que la muerte es una especie de fraude. Me pasa mucho estos días: simplemente,no puedo creer que los días pasen para mí, y no más para ella, que fue testigo de mis primeros días. Será la primavera.

A las dos estamos dándole la comida a un puñado de pobre gente tranquila. Cuñados, vecinos, bolivianos que aprendieron a decir mamá en quechua, quinceañeros con pantalones caídos, todo el catálogo universal del chándal. A todos ellos les vamos pidiendo amablemente que se metan las barbacoas portátiles donde les quepa en el maletero del coche. El aire que rodea estos fuegos no es tan puro ni tan inocuo. El olor de la carne a medio asar me está levantando los más bajos instintos paleolíticos. Por favor, las dos de la tarde, la hora en la que los cristianos, en chándal o uniformados, comen. Las matriarcas miran las morcillas con su pena escondida detrás de grandes gafas de imitación. Después miran a sus bulliciosos retoños. A continuación a nosotros. Esta gente valdría para trabajar en una ONG. Un chaval nos intenta sobornar con panceta. Se ve que ha intuido una esquinita de debilidad en nuestras caras de perro hambriento. Si insiste mucho, caigo. A esta hora, cuando lo único que precisa un animal para estar contento es un trocito de carne, con esta gloria de sol, las normas de la Administración suenan a basura de chiste. “Hay que ver”, nos repiten, “si llevamos viniendo toda la vida con las barbacoas, hoy traemos a nuestros niños, y ayer nos traían nuestros padres”.

Y claro, a la misma velocidad lerda de antes, mi cerebro recuerda. No el Llano de la Perdiz, sino el Pinar del Rey, en San Roque. El único vídeo grabado de mi infancia tiene escenas de ese domingo. Eran otros tiempos. Las cámaras eran esas cosas exóticas que los más listos se traían de Canarias. Se nos ve a mi hermana y a mí jugando al elástico. A mi madre un poco seductora, con un hombro de su sudadera amarilla caído, un poco borracha de sol y de siesta. A mi padre sin barriga. Mi incontestable torpeza, mi pie inevitable metiéndose de lleno en el barro de un arroyo, a mi padre, de nuevo, regañándome (gentuza). Se ve a mi hermana comiéndose un plátano, con los ojos redondos y gigantes, como si estuviera a las puertas de Tombuctú. Arena por todos sitios. Y a mí, sentada en la arena y jugando con ella, replicándole toda chula a mi padre que la ropa sucia se lava. Se ve el sol arrancándole brillos a las patas metálicas de la mesa de playa.

Después de recordar todo eso, sólo pude desear que mi figura burocrática no apareciera en ningún otro vídeo dominguero. Que uno de esos niños retozones no recuerde la vez en que, hace veinte años, un par de tíos en uniforme impidió que su familia se terminara las chuletas.


viernes, 16 de marzo de 2012

La escritura y los días


Me sirve todavía esta imagen, aunque sucediera hace ya cuatro días. Estoy retrepada en el sofá de la casa de mi padre, acariciándome los dedos gordos de los pies. Siento una ternura especial por ellos, humildes, sufridos, como si no fueran míos. Hace un rato que volvimos de la excursión y ahora, después de habernos duchado, y de tirar a la basura, con un poco de nostalgia, la bolsa llena de latas aceitosas y mondas de naranja, tratamos de que la hora de nadie pase con soltura. Es demasiado pronto para la cena, demasiado tarde para todo lo demás. A veces me sorprende esta hora, justo al terminar un post, o tras un atracón de lectura. El trajín del día se queda en suspenso, y a mí me da la sensación como si la luz amarilla de la lámpara, que no recuerdo haber encendido, tuviera un tono interrogante. Es un momento de ahogo del tiempo, y hay que estar a la altura. Si no, es fácil dejarse ganar por la indolencia. A mí me pasa de vez en cuando. Hojeo libros con la atención puesta quién sabe dónde, a lo mejor en la hoja de un árbol de una selva de Birmania. Me echo crema de manos, y un trago de agua a gollete. Me corto las uñas. No me decido a lavar una de las lechugas mutadas de mi padre. Es la hora del remoloneo y, si supiera en qué consiste exactamente, me entregaría a la meditación.

Pero, aunque no lo sepa, esta tarde, mientras me mimo los pies, mi ánimo está recogido. Es lunes, y mi padre y Jose no encuentran en la tele ninguna retransmisión deportiva – su propio chupete durante la hora de nadie. Así que la casa está más silenciosa que otros días. El bote de frutos secos tintinea al pasar de mano en mano. Ellos se han sentado también en el sofá y, probando el milagro de Internet, se han puesto a ver fotografías antiguas de Estepona. Jose interroga y se maravilla. Mi padre va desgranando toda esa cartografía desaparecida: aquí estaba el bar Iberia, donde paraban los autobuses, es donde está ahora el BBV, y éste es el paseíllo que había antes de que construyeran el paseo marítimo. Y aquí los niños rondábamos entre las mesas de la gente que chupaba cañaíllas, y recogíamos las conchas que se tiraban al suelo, y nos dábamos atracones con todo lo que les quedaba dentro. Yo trato de imaginar lo que debe de pasar por su cabeza cuando anda por las calles de esta ciudad que fue su pueblo. He vivido lo suficiente como para ver urbanizaciones en lo que antes eran campos o la ribera del mar. También he visto cómo, de un día para otro, una casa con tejas de repente se transformaba en un solar, y luego, en un bloque sin balcones ni alma. Pero soy todavía joven para tener esa consciencia de completo desalojo.

Ellos siguen hablando, y se han sentado tan juntos en el sofá, que ninguno de los dos se ve en la necesidad de alzar la voz para compensar la sordera de mi padre. A mí me asalta un ligero remordimiento. Podría empezar a escribir todo lo que he visto y escuchado hoy en el monte, repetiros mi amor por los árboles y el movimiento. Total, si alargamos un poco la hora de la cena, tendría por lo menos una hora y media para darle a la tarea. Es curioso cómo sustituímos los verbos, sin apenas darnos cuenta: yo paso del “podría” al “debería” antes incluso de llegar al primer punto y seguido. El caso es que no quiero. No es que no me apetezca, es que no quiero. Porque bajé del monte embarazada de silencio. Ahora me tapo la boca, pongo una mano sobre otra. Igual que las preñadas se sujetan la barriga. Y, sin embargo, sigo escuchando a mi Pepito Grillo: “¿pero lo que tú querías no era precisamente escribir a diario?”.

Así que llego a la conclusión de que esto está durando demasiado. Es preciso atajar de una vez el tema de la escritura y los días. A mí me aumenta la tensión mental y arterial, y a mi puñadito de lectores debe de espantarles como el Raid a las cucarachas. Le he dado muchas vueltas a las respuestas que tan amablemente me distéis cuando planteé el Dilema. Y no he llegado a ninguna conclusión definitiva. Quiero decir, que todo lo que me planteo son versiones parciales de una verdad que no creo que exista. Realmente, no he conseguido aclarar el punto esencial, que es, como dijo Primaveritis, si estoy absoluta y totalmente convencida de que quiero escribir a diario. Tengo claro que me gustaría escribir, y que me gustaría profundizar en ello. Y tengo claro, también, que la idea de escribir todos los días ha sido, en mi caso, como una semilla que ha venido volando desde fuera, y que ha fructificado en el barbecho de mi flojera y mi insatisfacción. En el post número 100, que, por supuesto, será uno de los post dedicados y, que, de manera bastante inverosímil, está a las puertas, explicaré de dónde vino esa semilla.

Y la insatisfacción, ¿a qué respondía? Pues al presentimiento de que nunca he estado del todo a la altura de lo que significa el hecho aleatorio y asombroso de estar viva. De que me he pasado mucho más de media vida hibernando y alejándome del borde de la vida. De que no he explorado más que una mínima parte de las posibilidades que ofrecen una mente y un corazón humanos. De que no merece la pena vivir a medio gas. Es al aprovechamiento al máximo de la energía vital, más que a la escritura en sí, que no deja de ser una herramienta, a lo que aspiro. Lo que quiero es estar atenta todos los días, todo lo despierta que pueda. Ver, más que mirar, lo que une a las personas que caminan por la calle de la mano. La historia del vagabundo de la cara tatuada. La red de fuerzas y elementos que se tiende bajo los árboles, entre el suelo y el aire. La mirada llena de piedad que Apu, que es como llamo al adolescente rellenito, hijo empollón de emigrantes pakistaníes, con el que me cruzo todos los días, le dedica a su hermano pequeño, mientras todos esperamos a que el semáforo nos dé paso, como si se acordara de cuando él era también pequeño y aún no se sentía un marginado, como si quisiera protegerlo.

Me gustaría ver todo eso, abarcar dentro de mí una buena parte del espectro abigarrado de la vida y, para llegar a ello, pienso ahora, no es absolutamente necesario que escriba todos los días. Cuando no escriba – que lo seguiré haciendo, desde luego – igual podré permanecer con los ojos abiertos. Encontraré otras maneras de atrapar y canalizar la energía. Hace cuatro días, por ejemplo, mis pasos por el bosque hablaban. Todo mi cuerpo escribía.

P.D. 1: Anónima entre Comillas, si sientes la llamada de la selva, soy tu mujer. Me acordé mucho de ti y de lo que habrías disfrutado durante la excursión, y de ti, Antonio, al ascender hasta la cabecera del río donde una vez me demostraste tu curiosa manera de entender la solidaridad (que lo sepa todo el mundo: estar a punto de despeñarte, y agarrarte al compañero para no irte solo al fondo del río)

P. D. 2: ¡Permaneced atentos a los post dedicados, que hay mucho premiado!

martes, 13 de marzo de 2012

De qué hablo cuando hablo de andar (Murakami no se va a pasar por aquí)


Ayer, a estas horas, estaba por fin andando. A las tres, las tres y diez, las tres y media, las cuatro menos cuarto, subiendo cada vez más, siguiendo una vereda bien marcada por montones de piedras. Y, sin embargo, no parecía que ese camino que llevábamos se correspondiese con la ruta del libro que habíamos escogido. Al frente, los árboles se ahuecaban un poco, y eso nos hacía pensar que estábamos a punto de coronar la subida, y que allí, en lo alto, podríamos abarcar de una vez el panorama, comprobar si estábamos en el camino correcto, o nos habíamos perdido, y decidir si seguir adelante o darnos la vuelta. Pero seguíamos subiendo y subiendo, y no llegábamos al claro. Jose, que lleva semanas con un ataque sordo de lumbago, llevaba un ritmo lento lento de botánico. Yo no podía dejar de poner un paso tras otro paso largo. Estaba como en trance. Con el rabillo del ojo, veía a mi derecha otros claros menos engañosos y, a través de ellos, la selva, los alcornoques un poco presumidos, los quejigos todavía sin hojas, en silencio. 

Esto me deja muda
 

Sentido desde dentro, el bosque es una maraña que parlotea, murmulla, grita, una exuberancia de relaciones y diálogos. Visto desde fuera, es un misterio, y lo que uno desea, al contemplarlo, es hacerse con ese misterio. Así que seguí andando, andando, las cuatro, las cuatro y cuarto. Cada vez me importaba menos si íbamos por buen camino, o las horas que todavía nos quedaban para llegar adonde habíamos dejado el coche. Al rato ya no me importaba siquiera el misterio del bosque visto desde fuera, esa forma sinuosa como una melodía, que, por mucho que yo me empeñe, es intangible, y sólo tiene sentido precisamente así, desde fuera. Yo iba andando bajo árboles que eran concretos, y estaban vivos, y soportaban la vida de su alrededor, y a la vez miraba esa visión idílica que es el bosque en lejanía, y avanzaba, avanzaba, hasta alcanzar el lugar que hacía un rato había estado contemplando. Y entonces me di cuenta de que, aquí, seguía habiendo una realidad de árboles, hojas en descomposición, el ruido de pájaros que no se dejan ver, y el olor como a albaricoques secos, y, allí, por el rabillo del ojo, perduraba el misterio. Que yo, en realidad, en todo momento había estado donde quería.
Los árboles dejan ver el bosque


Cuando por fin Jose me convenció de que quizás era demasiado tarde para andar buscando un camino de vuelta distinto al que habíamos traído, yo me encontraba todavía llena de energía. No me lo podía creer. Apenas si me reconocía, tan ligera, sintiendo que, a cada paso cuesta arriba que daba, soltaba un poco más de carga. Tenía las rodillas elásticas, el culo recio, los muslos fuertes, y el corazón sólo un poco acelerado, lo justo para poder notar su pulso y darle las gracias. Era consciente de mi cuerpo, y mi cuerpo, como los quejigos, como los helechos encima de ellos, como los ojaranzos por debajo, funcionaba. Entonces me acordé de cómo era yo hace quince años. Tenía más culo todavía, tenía un par de tetas bárbaras, una melena de kilo y medio, y unas amígdalas cuyo tamaño horrorizó al mismo cirujano que me las extirpó. Todo lo que me gustaba hacer – leer, aburrirme –, lo hacía tumbada, y el hecho de correr en el instituto, o de asistir a las duras excursiones de Botánica, en la facultad, me decía bien a las claras que yo no era un ser físico.

Y era torpe. Siempre se me han caído las cosas de las manos con la frecuencia justa como para que, en mi familia, cada vez que alguien tira algo, otro alguien bromee e, invariablemente, diga “Silviaaaa”. Gentuza. Vais a ir al infierno por fomentar la aparición de traumas en mi espíritu igual de tierno que mis manos. Porque, sabedlo, ni yo misma me fío de ellas. Voy por el mundo con un exceso de cautela manual, tratando de escabullirme siempre de aquellas labores que requieren cierta destreza. Si me hubierais visto en el campo de voluntariado al que asistí hace unos diez años, precisamente en Los Alcornocales. Si me hubieran grabado mientras trataba de que mi piragua dejara de moverse en círculos, y conociera de una vez la línea recta, habría terminado saliendo en Vídeos de primera. Sigo siendo un poco torpe, la verdad, pero me he propuesto dejar de escabullirme. Es por eso por lo que, aunque haya gente a la que le resulte raro, últimamente tenga ocurrencias de darle a la tirolina, a la espeleología o al barranquismo. Quiero seguir sintiendo esta sensación gloriosa de ser un cuerpo ligero y eficaz.

Y bueno, allí, en el monte de mis amores, solté otro tipo de peso. Cuando salí del coche y me colgué la mochila, llevaba un revuelto de ideas conmigo, apretadas como un cogollo de lechuga. Iba pensando en lo que a una le pasa por la cabeza cuando las personas a las que quiere se muestran de repente serias. Iba pensando en el regomello. Seguía pensando en la cuestión de la escritura y el tiempo. Pero, conforme iba andando, mis pasos fueron ganando en elocuencia, y las ideas que llevaba conmigo se aflojaron. Fue como si las sudara. Quizá otro día recoja esa pequeña suciedad y os cuente lo que, hasta convertirme en animalillo, pensé sobre esas ideas. Además, ¡os debo la resolución del concurso de ideas!

domingo, 11 de marzo de 2012

Cuando yo era chica, y no había internet en el campo


Feliz como una perdiz, me hallo. Que digo yo que a quién se le ocurrió ese dicho, de fauna silvestre no sabía mucho, porque yo estoy harta de ver perdices por el monte, y no me parecen las criaturitas más radiantes del Arca de Noé, la verdad. Que se pasan toda la vida dando carreras estilo Benny Hill entre los matorrales, los machos sacando pechuga para que ningún chulito dentro de una jaula encandile a las chicas del harem con su canto. Las hembras despistando a la desesperada a enemigos de todo pelo – zorros, cazadores, forestales en todoterreno, gitanos de Pinos Puente, tan aficionados ellos a todo tipo de mercado negro - , para que la integridad de su guardería de pollitos no se vea alterada. Son pura ansiedad clínica, los animalitos.

Feliz como un delfín, pues (que enseñan mucho diente al sonreír, pero que son malos y manipuladores y rompen las vajillas con sus voces hiperagudas. Como la Pantoja). Porque es domingo en Estepona, y todavía me quedan dos días y medio de merecidísimo descanso. Hasta hace una hora me he estado meciendo en la hamaca colgante que mi tía Juani le trajo a mi madre de Guatemala. No la he descolgado todavía y, desde donde escribo, la hamaca me parece la sonrisa tremenda del gato de Chesire. En comparación ¿a qué recuerda una silla?
Al fondo el techo de uralita salvaje que me ha robado un cacho de mar
En efecto, un potro de tortura. Porque el cuerpo humano no fue concebido para que lo sentaran en sillas. Eso es algo que saben todos los niños. Hasta las Barbies lo saben. La rígida silla es hostil a las curvas de la espalda. La silla te hace casi suplicar que vengan a cortarte los brazos, porque, igual que cuando esperas en un paso de peatones, no sabes donde colocarlos. La silla, por mucho que disimule con asientos mullidos, termina provocando almorranas. La hamaca, en cambio, es verano, ociosidad. La hamaca te regala la ilusión de levitar. Es algo que te sostiene y no te hiere con su solidez, como el agua del mar. Y encima te permite colocar las piernas por encima de la altura del corazón, que es como recomiendan todos los médicos de cabecera que la gente duerma.

Yo, que amo a mi médico como a un padre fantasma, así es como he echado la siesta. Por quién sabe qué misterio de estos vientos tan suyos, hoy los coches rugen más de lo normal. Pero no importa. Los jérguenes, esos matorrales con espinas del demonio a los que, contigo en la distancia, se les termina cogiendo cariño, ya están en flor. El aire huele a miel. Me he pintado las uñas de manera aceptablemente limpia. Y los duendecillos me han traído internet hasta la casa de mi padre, que esta mañana era uno todavía era uno de los pocos reductos (humanos) que, al sur de Sierra Bermeja, quedaban del siglo XX.

Así que el hogar paterno es ahora un poco menos especial. Desde este sofá en el que ahora escribo se ve exactamente la misma vista que desde mi sofá de Granada, o desde un locutorio de Cornellá, o desde una plaza con suelo de tierra en Yemen. Nos hemos agregado, aquí, a la generalidad contemporánea. Tenemos el mundo otra vez al alcance de la yema de los dedos. Ya no tendré que escribir mis post a salto de mata, robándole tiempo a la siesta o la lectura, para no tener que bajar en plena noche hasta el centro comercial de la playa, a mendigar un poco de línea. Jose no volverá a mirarme con cara de fastidio, como cuando yo, con mi pinta infame de estar por casa, me metía el portátil debajo del brazo, lista para la aventura bloguera. No se levantará del sillón donde estaba leyendo, a cámara lenta, porque, aunque nunca se lo he pedido, se veía en la obligación de llevarme en coche hasta el lugar del delito, que sólo está a cinco minutos a pie de la casa. Y él, que es un amor y siempre está dispuesto a hacer de taxista si eso puede facilitarle la vida a la gente, no tendrá que ronchar entre dientes palabras de marido al borde de las bodas de plata, que a ver qué necesidad tenemos de ponernos en la carretera, a estas horas.

Yo no volveré a tragarme la respuesta de que, sí, esto es tan importante para mí, que no puedo esperar hasta mañana. Ya no se me quedará esa frase en la punta de la lengua, desnuda de argumentos. Ya no me morderé las uñas del alma mientras espero a que la conexión pirata se establezca. Ya no maldeciré a Steve Jobs y a Bill Gates, que se empeñaron en transformar el mundo, con lo que molaba el correo postal, al darme cuenta de que los domingos cierra el restaurante en el que me daba al abordaje. Las lunas del coche dejarán de empañarse con nuestro par de alientos. Ya no moveré el culo como una choni posesa como cuando, acabada la tarea, le cedía el ordenador a Jose para que él revisara los resultados del baloncesto, y salía a estirar las piernas. Ya no me esconderé en el coche como una rata, para no dañar con mi chándal las sensibles retinas de esa anónima jet set que siempre solicita la carta de aguas, allí, en los garitos de un lugar que quiere emular a la Ibiza que quiere emular a Bali. Allí, donde yo me sentía una Robin Hood de la blogosfera.

Ya no recordaremos el tiempo en que no teníamos internet en casa, igual que apenas si recordamos el frío que se pasaba al llamar a casa desde un cabina abierta al enero granadino. Hemos creado otra necesidad fatal más. Hemos borrado una época. Se acabó el romanticismo de cuando la comunicación era una cosa por lo que había que partirse un brazo. Lo dicho, feliz como una perdiz.

Las casas de mi vida (II)


¿Dónde habíamos dejado el camión de la mudanza, amiguitos? ¿En Jimena? Pues bien, antes de poner mis bonitos pies – cuyos talones de Aquiles no llevaban todavía el estigma de las botas de montaña – en aquel lugar, viví en la casa esteponera que ahora es de mi madre, durante los dos años que necesité para estudiar unas oposiciones, aprobarlas y desesperar el tiempo que la Junta de Andalucía consideraba como mínimo, por entonces, para que un nuevo funcionario se incorporara a su puesto de trabajo. Dos años. Me parece mentira, porque de esa época sólo guardo recuerdos vagos: yo en una mesita camilla enana, haciendo esquemas sin mucho ahínco. Desayunando en la cocina enana, junto a mi madre y la voz de Iñaki Gabilondo en la radio, un té verde con hierbabuena y seis galletas Digesta (esa monomanía parece lo único preciso). Despejándome un rato por la playa, alérgica a la idea del futuro. Mirando el paso de las garcillas bueyeras camino a sus dormideros, al atardecer, cada vez que íbamos a la casa del campo. Por no recordar, no recuerdo siquiera si mis padres estaban ya separados. Es como si me hubiera pasado esos dos años en estado fetal. En cierto modo, así es como me encontraba. Luego nací, no de golpe, poco a poco, y me olvidé de casi todo lo que ocurrió en aquel periodo de gestación. Pero aún no es el momento de hablar de aquella casa.

La casa seis estaba en un recodo no demasiado señorial del centro sevillano. Enfrente del piso que Lidia y yo compartimos con Juan o con Chema – se podría hablar largo y tendido de los compañeros de piso circunstanciales, esos personajes – había una sede de no sé qué oscura hermandad de monjes y, a veces, cuando venía cargada del súper, me topaba con una fila de ellos, y quiero creer que no imagino si digo que llevaban las manos escondidas en las mangas, y la cara gacha y oculta bajo una capucha de cuento gótico. Eso pasaba siempre bajo un cielo de un millón de kilómetros de espesor azul, entre fachadas que cegaban. A mí, medio ridícula con mis bolsas del Mercadona y mi sensación de estar viviendo vicariamente la vida de Lidia, semejante barroquismo me sobrepasaba. Para más inri, los gatos en celo de todo el universo venían a cantar sus serenatas macabras justo debajo de la ventana de nuestro salón. Y sí, M., el casero no tenía desperdicio: se llamaba Don Graciliano, que yo creo que llevaba el Don hasta en el DNI, y usaba camisas finas como el papel de la Biblia, de unos colores que yo me divertía en bautizar. Amarillo-mala conciencia. Verde-porcelanosa. Rosa-atardecer de Sevilla con golondrinas y horrible gente fina. Tenía un bigote que hasta Franco se hubiera cuadrado ante él. Y, ahora, Lidia, manifiéstate de una vez, y me contradices.

La casa siete. Sí, también yo fui víctima de la desalmada industria granadina de los pisos de estudiantes. He sufrido el mueble provenzal y la grasa acumulada desde el tiempo en que Lorca estudiaba Derecho. Le he birlado galletas a la compañera de piso de turno en momentos de hipoglucemia emocional. He odiado el brío soviético con que otra compañera de turno batía huevos en un vaso, cada impepinable noche. He puesto los ojos chinos frente al quinto elemento, aquel hombre en pijama que se alimentaba a base de pan Bimbo y Nocilla, y cuya condición de novio-de parecía eximirle de su parte del alquiler, cuando lo cierto es que pasaba más tiempo en la casa que yo. Lo más emocionante que viví allí, porque ninguna de las cuatro habitantes (de los cinco) éramos lo que se dice jaraneras, fue el incendio de un piso situado un par de plantas por debajo de la nuestra. Estábamos merendando tan ricamente (Pan Bimbo y Nocilla) y, sin transición, como en los sueños, el piso entero se puso blanco de humo. Creo que si no hubiéramos tenido una de las terrazas más grandes (y con vistas más sórdidas) de Granada, ahora llevaría unos trece años enterrada. Pasé Miedo-Miedo-Miedo, y no puedo entender cómo mi cerebro frágil no guarda ni la más mínima huella de trauma. Quizás todavía se siente un poco abochornado por la poca templanza con que dotó a mis veinte años. Ah, pero fue tan gloriosa la aparición del primer bombero al otro lado de la puerta de la terraza, envuelto entre nieblas, con su lucecita roja en el casco, astronauta perdido. Mi primer amor bomberil.

La más triste de las casas fue la casa siete. Yo no quería, no y no, irme a vivir a esos barrios donde en cada ventana brilla la luz plana del flexo de un estudiante, donde, de madrugada, todos los portales huelen a violación. Allí es donde tres de mis cinco amigas eternas del instituto, con las que había convivido el año anterior, decidieron mudarse. Yo me planté. Rastreé por las vallas de la facultad, por las cabinas de teléfonos, por las farolas, en pos de un piso que pudiera compartir en el centro de Granada. Y fui a parar allí, al Reino de la Sopa de Sobre. Oficialmente tenía tres compañeros de piso, pero creo que a uno de ellos no lo llegué a ver nunca más de dos minutos seguidos. Más de medio minuto seguido. A los otros dos, sí, los veía más, a lo mejor durante la cena, pero para qué si, los unos para los otros, éramos como plantas de interior. Creo que aquel año tragué más calle que nunca en mi vida. Me pasaba los días andándome la ciudad entera, buscando un poco de calor en el piso impoluto de mis amigas. No tardé mucho en darme cuenta de que había pasado a la categoría de visita más asidua de la cuenta, como aquel novio-de pegado a un pijama. Creo que aquel año fue el más triste y vacío de mi vida.

Desde mi ventana en la casa ocho se veía un mar de tejados viejos. Y todo, todo era viejo. Había que subir tres tramos de peldaños de madera crujiente hasta llegar a ella, a los sillones de escay color de vino, a la cocina sin ventilación, a las habitaciones de camas altas donde parecía que acababa de entregar su alma alguna bisabuela. Tenía una terraza donde las cuatro amigas tomábamos el sol, y un cuarto separado del resto de la casa, en una buhardilla, donde acabé instalándome yo. Era como vivir en una pensión de principios de siglo. Todo era viejo: los armarios en los que no encajaba ninguna puerta. La cuerda rota de la cisterna del váter. La expectativas de la vida universitaria. Nuestra romántica amistad de adolescencia.

(Prometo espaciar un poco más el siguiente capítulo de las casas!)

jueves, 8 de marzo de 2012

Entre casa y casa


El problema de poner un 1 entre paréntesis, después de un título, es que te obligas (y obligas a la gente) a las segundas partes. Y sospecho, que en este caso mío de las casas, la obligación puede alcanzar hasta a una tercera, y hasta una cuarta parte. Estoy haciendo el recuento, y creo que todavía me quedan unas trece o catorce casas para cerrar el ciclo. Y, de repente, me da una pereza inmensa. Es del mismo tipo que me dan el Corte Inglés o los lugares embuchados de gente: la pereza de la exuberancia. No voy a llegar al extremo de decir que mi actividad cerebral sea limitada. Lo que es limitado es mi capacidad de concentración. Y cuanto hay tanto material en lo que fijarse, tanto que expresar, tantas cosas y tantos rostros que reclaman su oportunidad de que alguien les preste un poquito de atención, me agarroto. Resbalo.

Y eso es a lo que todo mi ser escritor (lo digo así, a lo loco, aunque me suene un poco a farsa) tiende ahora. A levitar por encima del tema de las casas, como si viviera en un cuadro de Chagall, o a que ese tema se me resbale de entre las garras. Ha habido demasiadas. Tantas, que la tentación de echarle la culpa de unas cuantas cosas, a esa abundancia de domicilios, es también demasiado fácil. Podría achacarle mi ausencia de arraigo. Esta especie de inquietud que se me empieza a despertar cuando llevo viviendo ya cerca de dos años en un mismo lugar, y que es como una vocación migradora. La timidez que arrastro desde los primeros tiempos. Haber estado privada de viejas amistades de barrio. Podría atribuir todo ello a mi infancia itinerante, pero no quiero. Una vez leí en un libro de Julian Barnes, creo que en Inglaterra, Inglaterra, que, pasados los veinticinco años, no era de buen gusto responsabilizar a los padres del carácter de cada uno.

El caso es que no me apetece hablar hoy de casas. Hace un momento, en el desayuno, pasaba las páginas de la guía de los Alcornocales que saqué ayer de la biblioteca. Os parecerá fijación, ¿verdad? Es un libro que vi hace unos meses en la librería del Factory de Palmones, y que no me llegué a comprar, porque pensé “¿y que me va a enseñar este que yo no sepa?”. A veces soy asín de fanfarrona. Desde entonces, llevo la verde portada de ese libro incrustada en medio del cerebro, entre los vapores enfermizos del deseo. Cuando ayer lo vi al alcance de mi tarjeta de lectora, me lo metí entre los pechos, con un gesto de “mi tesssoorooo”. Y vaya si tiene cosas que enseñarme, pardiez. Porque he vivido y trabajado dos años y medio en, entre y bajo los Alcornocales, y apenas si conozco de ellos las escamas. Así que lo único que quiero en estos momentos es atarme las botas de campo, meterme en el coche, no parar de conducir hasta llegar a Algeciras, Los Barrios o Jimena, y tirarme por lo menos tres días andando. A mí dejadme de techos ahora, que sólo quiero copas de árboles. Repito, lo Ú-N-I-C-O. Lo dice alguien que siempre quiere más cosas de las que está en su mano alcanzar.

El Factory de Palmones. ¿Os importa que hoy sea un poquito más incoherente de lo normal? Cielos, qué lugar. Yo conocí sus buenos tiempos. En Jimena me aburría tanto que, a veces, franqueaba los veinticinco kilómetros que me separaban de Palmones y me daba al consumismo salvaje. Masa contemporánea en estado puro, eso es lo que era yo, en aquel entonces en los que la palabra crisis sólo venía seguida del adjetivo “sentimental”. Entraba en el Carrefour y me compraba cinco tipos de queso y cinco kilos de mangos. Seguía por el Factory, y ¿cómo resistir la tentación, si había montañas de ropa bonita, de la temporada anterior de Mango y Zara, a menos de cinco euros? Nunca había mucha gente, la verdad, y eso a mí me maravillaba. Yo me decía que quizás era porque siempre aprovechaba para ir durante las mañanas que la jornada de tarde me dejaba libres, nunca en fin de semana, lo que le añadía un plus de astucia a la astucia general de encontrar gangas. Pero a lo mejor es que el Factory estuvo condenado desde su apertura al fracaso. Era – es – un especie de barracón metálico, demasiado grande, con demasiadas corrientes de aire y demasiados locales que todavía no se había atrevido a ocupar ninguna marca, lo que le daba un aspecto demasiado disuasorio, como si los escaparates estuvieran mellados. Desde entonces, unas tras otra, las tiendas del Factory han ido cerrando. Cada vez que voy, porque, de alguna manera hipnótica, no puedo dejar de entrar cuando paso por allí, hago un recuento de bajas. Me extraña que todavía haya alguien dispuesto a pagar la luz y la limpieza de tantos metros cuadrados estériles. Y, sin embargo, en el Factory de Palmones sobrevive Beta, una de las librerías mejor surtidas que conozco. Yo la uso de excusa. Le digo al mundo que quiero buscar un par de libros, pero en realidad lo que pretendo es satisfacer mis ansias de morbo: ¿quedará alguna otra tienda abierta, aparte de Beta?

¿ Y por qué nos cuentas este rollo post-industrial, so cenutria?, os estaréis cabalmente preguntando. No sé. Porque mi energía mental está bajo mínimos. Y porque en este blog hablo del mundo a través de mí, o de mí superpuesta sobre el mundo, y también el atribulado Factory es una parte de mí. Es mi vitalidad incompleta de entonces. Es todo lo que podría haber hecho en lugar de recorrer pasillos de un centro comercial en el que asomaba el cemento por cada rincón. Son todos los caminos del bosque que entonces no me decidí a andar por mi cuenta, y que ahora deseo más que nada. Es el poco talento que entonces tenía para estar a gusto en mi propia compañía. Es todo lo que podría haber escrito, y la vocación que se hubiera consolidado, si se me hubiera ocurrido que las palabras podían convertirse en puntos de amarre al mundo tan válidos como las personas. Yo, muchas veces, preferiría ser una cámara de vídeo, para registrar no lo que me pasa, sino lo que pasa, de manera menos parcial, sin que cada una de las imágenes estuviera distorsionada por mi propia lente. Pero todavía no soy de ese tipo de escritor, si es que soy de algún tipo, que es mucho aspirar. Por ahora me tengo que conformar, y os tenéis que conformar, con lo que rezuma de este pobre corazoncito mío.

(Vendrán días con más energía. Sólo necesito ponerme a andar)