viernes, 30 de octubre de 2015

Dejadlos andar

 
Los maldigo cien veces mentalmente, pero antes de atreverme a verbalizarlo, doy un repaso a mi memoria. Por eso de la legitimidad. Y no, no recuerdo que mi padre viniera nunca a recogerme en coche al colegio o al instituto. Jamás. No tengo imágenes siquiera de mi madre esperándome bajo un paraguas, liberándome de la mochila, metiéndome prisa para llegar a casa, regañándome por meterme en los charcos.

Me recuerdo en cambio andando por la calle Victoria de Málaga, probablemente sola, probablemente con mi hermana. Recuerdo que en mi camino pasaba por una panadería que se llamaba La Biznaga y que a la ida siempre olía a grasas vegetales persuasivamente venenosas, a chocolate derretido y a amor de los malos. Recuerdo en el mugriento escaparate de una papelería un manojo de bolígrafos Bic naranja que nunca menguaba; yo los miraba con ese tipo de piedad displicente que se dedica a las cosas que son un poco más que humildes y un poco menos que cutres. Recuerdo perfectamente que mi aula estaba en un piso anejo al colegio, un piso muy rancio, muy mohoso, muy Fortunata y Jacinta. Tal vez al separarse de mí y encaminarse al bloque general, con su patio de recreo y sus murales, mi hermana me mirase como yo miraba aquellos bolis. Recuerdo, y en realidad esto no viene al caso, que el piso era de madera y crujía y que era inevitable no creer en esa historia de que si repetías tres veces el nombre Yolanda una fantasma se te aparecía.

En fin, que me recuerdo yendo sola al colegio con la certeza de los libros de Historia. Debe de ser verdad entonces. Y recuerdo que igual que yo había otros. La calle era un río de niños, diez minutos antes o después de que la sirena del colegio zumbase.

Pienso esto mientras espero a que se deshaga el coágulo de coches en doble y triple fila que colapsa la rotonda cerca de la que vivo. Sube la marea de niños uniformados. Sus padres los esperan sentados echándole un vistazo al móvil, confiando en que las luces de emergencia los absuelvan. Ocupan los carriles, las esquinas, las aceras, y hasta que no recojan a sus retoños, yo no podré aparcar mi coche, despojarme de mi uniforme, o girar la llave de mi puerta gritando como siempre ¡hola, casa!

Y pienso en qué puede haber pasado a lo largo de los últimos treinta años para que las ciudades se hayan convertido en un hábitat hostil para los niños a los que nadie recoge. Cualquiera de las hipótesis que se me ocurren hace daño. El miedo de los padres a que a sus hijos les pase algo. Un nivel de sobreprotección aberrante. La aceptación de que andar es también una de esas cosas sólo un poquito menos que cutres. El desalojo de los centros urbanos a favor de una periferia que avanzó como la metástasis hasta que la crisis inmobiliaria la contuvo. Un modelo educativo que promueve el elitismo y deshace la cohesión de los barrios. Si mamá y papá tienen coche, ¿importa algo que un crío viva a diez kilómetros de su cole?

Pues vaya si importa. Y no sólo pasa en mi rotonda. No sólo la circunvalación de Granada es, a las ocho de la mañana, otro círculo del infierno de Dante. Pasa en tu ciudad igual que en la mía, en el hemisferio sur y en el norte. El niño que va andando solo al colegio es una especie en extinción que debería ser protegida por tratados internacionales. Es una muestra de refinada adaptación de un animal a su medio. Un síntoma de la habitabilidad general de las ciudades. Es también una inversión en salud psíquica: el niño que no necesita ser recogido entrena cada mañana una autonomía robusta. Depende menos de sus padres. Se ve obligado a prestar más atención a lo que le rodea. Basa su movimiento cotidiano en la confianza. Como el colesterol bueno, desastaca las calles.


martes, 27 de octubre de 2015

Receta


Por si alguna vez se me olvida. Si se me va la cabeza. Si sufro un aneurisma. Si me ha atropellado una madre con prisas en la esquina de mi cuesta. Si se me agota la gasolina. Si mi vitalidad queda en números rojos. Si el depósito genético de la depresión se activa. Si en la cama de un hospital no parece quedar más de una octava parte de mí misma. Aquí tienes mi receta. 

Siéntate a mi lado y cógeme de la mano. Recuérdame lo que me gusta. Trata de recomponerme a partir de las más triviales de mis preferencias. Tal vez funcione, y una sombra de sonrisa cruce mi cara inexpresiva. Tal vez sólo sirva para que al menos chorree alegría en tu cabeza.

Dime cuánto me gustaba arrancar una flor cualquiera y comérmela.
Tumbarme en la cama y andar por la pared hasta formar una ele.
Pelar un pepino y, como me hacía mi madre cuando era pequeña, ponerme la primera tira de cáscara en la muñeca como si fuera un relojito.
Mordisquearlo todo: la primera galleta de un paquete intacto, tu comida y tu hombro.
La elegancia de un portaminas.
Los garbanzos con choco.
Andar bajo los árboles y mirar hacia arriba.
Llenar una bolsa de moras, de almendras, de setas.
El olor del arroz basmati.
Comprar revistas, no tanto leerlas.
El momento en que cuaja el queso.
Llevar falda sin medias.
El culo de las mujeres.
Un expositor de bobinas de hilo.
Rebañar con un dedo el yogur y los restos de salsa.
La luz de los semáforos en los charcos.
Placas antiguas en las fachadas que ponen algo así como Casa Asegurada.
Los truenos.
La cajera de la autopista.
Tres minutos de lectura furtiva mientras espero.
Las garcillas gorronas que siguen al arado.
Apretar las almohadillas de los gatos.
El signo de interrogación, con su forma de media bombilla.
Un cubo de alpacas amontonadas.
El vapor que sale en invierno del cuerpo de las vacas.
Mear en el campo.
La primera hierba frágil después del verano.
El olor a rastrojo quemado.
La galleta de las natillas.
Encontrar listas de la compra ajenas en un carrito.
Encontrar cualquier trozo de papel manuscrito.
Un zorro corriendo como si su instinto no supiera de escopetas.
Guisantes de cualquier modo: crudos, cocinados, aplastados, desnudos.
La gente que bosteza.
Beber agua en tragos exagerados.
Las escamas de las sardinas.
Las sillas giratorias.
El café solo, largo, sin azúcar y con canela.
Saltar en una cama elástica. Darle a mi cuerpo bosu.
El runrún de los helicópteros.
Masticar jengibre y chupar limones.
Deshacer espigas secas.
Quitarme los zapatos.
Bailar entre los muebles.
Escribir cartas. Recibir cartas. Espiar cartas.
La segunda media hora después de que se va la luz, inserta entre contrariedades.
Un perro que se centrifuga. 
Saltamontes que sólo revelan sus alas azules cuando vuelan.
Las estaciones de tren.
Abrir los postigos del balcón tras ver una de esas películas que te hacen confeti el alma.
El olor a horno.
Las croquetas.  
Desenredar collares.
Hacerte círculos en la cabeza.
Escribir con la mente pura de mirar nubes.
Buscar una entrada al azar en la enciclopedia. 
Mirar hacia atrás y comprobar la barbaridad que llevo andada.
Acostarme deshecha.
Dejar lo mejor para el final.
Etcétera.

sábado, 24 de octubre de 2015

Cromo con amigo

 
Sí, cada vez que nos juntamos vamos a rebufo del tiempo, y solamente rozamos la piel de las cosas, aunque con eso nos basta para saber si por debajo son frías, hirvientes o desgarradoras. Y sí, los dos seguimos teniendo la solitaria adentro. No sé tú, pero yo me he ido acostumbrando a ella. Le dejo un rinconcito en mis entrañas para que siga royendo, pero ella también tiene una edad, y cada vez come menos. A veces creemos lo contrario, pero la adolescencia no es una enfermedad necesariamente crónica.

Nos sentimos un poco así, desorientados y ávidos, pero míranos desde fuera ahora. No somos explícitamente jóvenes, pero todavía sabemos dónde queda el recreo. Los bancos son de madera, los árboles desdibujan el tráfico, la placita es pequeña como una maqueta. Ahí cerca, en el paseo, todos los niños del pueblo siguen chillando; sus padres siguen ignorándolos y regando chismes con café con leche. La gente canta cuando habla. Es como vivir en una antología de refranes. Como si no se hubieran inventado otras redes sociales. Nosotros comemos pasteles de chocolate y crema que saben a chocolate y crema. Hablamos. La hora de separarnos se acerca, y como siempre, me quedan cosas por decir, hilos que ya no formarán madeja. Lo que no termino de concretar es un huevo del que nunca nacerá un pollito. Pero de algún modo ahí se queda. Lo pongo en algún nido escondido y tibio de mi cerebro. Y alimenta.

Lo que quiero decirte es que para mí esto es un cromo de los que no cambiaría con nadie. Un destello como la sorpresa de un roscón de Reyes, metido en la masa de unos días de los que tal vez luego no haya forma de acordarse. Es un momento viernes en medio de la semana. Un trozo de verano a las puertas del odioso cambio horario. Una vacación a un paso del trabajo. Un vestigio de la infancia. Podríamos estar comiendo pan con nocilla, con las rodillas hechas puré y las bicis ahí arrumbadas.

Con lo que me quiero quedar es que hace falta un fondo opaco para que momentos así resplandezcan. Coser un destello con otro en la trama de lo cotidiano para terminar comprendiendo las constelaciones. Y creo que sólo hace falta perspectiva. Creo que vista así, la propia vida es como una de esas imágenes nocturnas de Europa en las que hay más manchas de luz que de sombra.



miércoles, 21 de octubre de 2015

Metrónomo


Sé que estoy en casa antes de abrir los ojos. Lejos de la ciudad tengo despertadores que me zarandean gentilmente, como si les conmoviera verme dormida y, antes de sacarme de la cama, prepararan el desayuno. No es una casa silenciosa. Se haría la remolona si pretendieras encontrar en ella un escenario para el ascetismo ortodoxo. No hay ese mutismo inquietante de los lugares de clausura. Es una casa bullanguera, alegremente ruidosa. Cada mañana me trae sus murmullos como una abuela miel con limón al nieto resfriado. Yo me trago la cucharada entera sin protestas. Así la escucho: como si pegara la oreja a la barriga de un amor.

Primero son las perras, cuando el día aún parece una hipótesis remota. Me sacan de las cavernas del sueño, pero yo no las odio como se merecen, porque me dan pena. Ladran respuestas a ecos de lejos, como si la mañana que despunta las excitara tanto que no pudieran contener las ganas de comunicarlo. Como si conocieran el deseo y la nostalgia. Como si escribieran.

Los coches en la autovía cercana. No me molestan tampoco, porque los travisto. Nunca me parecen exactamente esa cosa sinónima del calabozo que en la ciudad me agobia tanto. Un coche en la carretera es todavía un animal ágil y con sentido, un medio de transporte y no un coágulo o un lugar en el que quedarse varado. Pasan rápidos, como si ni se les pasara por la cabeza enquistarse. Como olas.

Pajarillos chuchos. Tirurú, tiruriii: histriónicos, furiosamente optimistas. El campo los libera de modales. Higos secos del suelo, acebuchinas, bichos que se han colocado con todos el azúcar del huerto: eso les llena el buche. Se comprende la falta de etiqueta.

Mi padre que se levanta. Trata de no hacer ruido, pero como tiene problemas de oído no se escucha bien a sí mismo. Es algo que me parte el alma, ese cuidado irrealizable. Sus pasos resuenan en una casa espaciosa como una soprano. Abre la puerta y da los buenos días a las perras con un susurro falso.

Esta mañana me he levantado más tarde de la cuenta y, esperándome para desayunar juntos, ha salido al porche y se ha puesto a partir almendras. Yo ya estaba casi despierta. El tac tac tac del martillo sobre el trozo de tronco sobre el que trabaja: un compás hecho para el tipo de día que prefiero. Directo, manual; sin prisa y sin aspavientos.

domingo, 18 de octubre de 2015

Esa cosa que hago

 
Hoy me voy de comida romántica, dijo mi colega el jueves. Charlábamos bajo pinos y me contó que, claro, quince de octubre, era su cuarto aniversario. Le miré deslumbrada por un rayo de sol latoso, y un poco por la velocidad del tiempo. ¿Cuatro años ya, S.? Pero si ayer mismo me estaba pintando con sombras violeta; creo que no lo he vuelto a hacer desde entonces. Sí, señora, cuatro años. Él también tenía sol en los ojos, y supongo que un poco de asombro. Y sólo un rato después caí en la cuenta de que yo estaba de aniversario igualmente. Este sitio donde escribo nació un día antes o después que su boda. Los dos nos comprometimos entonces.

Pero yo no voy a ser romántica. No tengo la intención de hacer un discurso de cumpleaños, ese autocomplaciente género bloguero que quizás he practicado y que ahora me irrita. Sólo quiero ahondar en la sorpresa de que escribir se haya convertido en una tarea que no necesita ya ser pensada, calibrada cada poco, analizada. Es simplemente esa cosa que hago. Como lavarme la cara y untarme crema hidratante en cuanto me levanto. Como colgarme un trapo de la cinturilla cuando cocino. Gestos a un mismo tiempo prescindibles y esenciales. En absoluto son necesarios para mi supervivencia. Y, sin embargo, gracias a ellos me siento más fresca, más despejada, más limpia.

He dejado de estar pendiente de mí misma escribiendo, cómo se me ve y sobre todo cómo me veo con las uñas pintadas sobre el teclado. Mira lo que hago, mamá, miraloquehago, Mira Lo Que Hago. Ya no genero balances de esfuerzos y rendimientos. Se han acabado los informes de resultados. La rentabilidad de la escritura no es ya una variable urgente. Ya no espero ningún pago. La expectativa es ese estímulo tan manejado que apenas hace cosquillas. Doña Musa, no me debe usted nada.

Escribo como voy andando al gimnasio. Podría ir en coche, apostar por opciones cómodas, pero entonces me perdería algo. El movimiento que calienta y complace a mi cuerpo, la implicación directa con la calle. Podría dedicar mi tiempo a otros asuntos. Colaborar en un banco de alimentos, corretear montañas, estudiar fotografía o botánica. Afortunadamente, estoy libre de talentos innatos.

Así que desde hace cuatro años escribir es simplemente lo que hago. Sin necesidad de exégesis ni mitología. Sin tarta de cumpleaños. Al fin y al cabo, cada encuentro con la expresión es una posibilidad de juego, una pequeña renuncia, una manera de estar festejando.



jueves, 15 de octubre de 2015

Madriguera


Llevo unas ochenta y cinco mensualidades pagadas en concepto de alquiler de este piso, y todavía no me he cansado de dedicarle sonetos a sus vistas. En realidad no son nada del otro mundo, y si me encandilan es más por lo que no tienen que por lo que muestran. Veo árboles, veo nubes, veo montañas, todos de clase media. Pero tengo ese simulacro de holgura. El alivio de la periferia. A dos pasos de la olimpiada turística, un recordatorio de que hay procesos que un móvil no puede fotografiar todavía. Evapotranspiración, fotosíntesis, suelos que la lluvia empuja a los embalses. ¿Qué me pierdo? Una fachada que me cohíba. Un “alto, ahí, animal urbano”.

A veces, boqueando en la oficina, me asomo a los ventanales en busca de cosas reales. Me encuentro cemento, alquitrán, ambulancias. Esa sensación de que el cielo es un toldo puesto ahí para que, como Truman, piense que en algún punto el mundo construido se termina. A veces pasan los helicópteros de la base áerea. Los sigo y pienso que estaría bien ir montada en uno de ellos, un brazo asomando, si es que eso es posible, un cúter en la mano rajando la lona del aire, revelando metros y metros y metros de edificios hacia arriba.

De entre todo ese pulular, el hospital me cautiva siempre. Es viejo y de una fealdad que por sí misma te manda al servicio de Urgencias, pero a última hora de la tarde la luz brilla en las habitaciones como el cielo estrellado de Van Gogh. Eso que parece el cielo se ve por contraste azul charol. De alguna forma la vista pide ser absuelta. Por un momento es casi bonita.

Al siguiente me inquieta: el hábito aprendido de entender la perspectiva pierde fuelle, y empiezo a ver como si la realidad fuera el dibujo de un niño. Fachadas planas pintadas en un folio, y detrás nada. Qué mentira. Qué ceguera. Detrás está todo. Lo real, dentro de la madriguera. Gente que como yo se asoma a las ventanas.

Alguien que mañana entrará a un quirófano. Tal vez, a punto de que el anestesista le robe la conciencia, recuerde la vista de mi edificio; tal vez se pregunte si habrá imágenes después de esa.

Alguien que quisiera no recibir el alta porque sólo ahí tiene acceso al lujo de ser cuidado.

Alguien que como tú con los yogures, juega a birlarle días a una fecha. Alguien que no se engaña con volver a usar ropa de verano. Alguien que echa un vistazo entre bambalinas al mundo del que no hace mucho formaba parte, y al que el resentimiento le puede. Tu mundo, mi mundo, ya le está dando la espalda. Enganchado a la locomotora de la indiferencia. Alguien se baja en esta estación.

Procesos que la cámara de un móvil no capta.

Y yo estoy aquí agitando mi pañuelo. Mirando como si hacer compañía en la distancia no fuera una idea ingenua. Haciendo las paces con la madriguera.

martes, 13 de octubre de 2015

Las carpetas de fotos que nunca miro tienen sentido


He vuelto a ver hoy las fotos del viaje que hice con mi hermana y mi tía a Croacia e Italia. Un buen montón de tajadas a arquitecturas delirantes, tiendas de calidez anacrónica y paisajes de otro planeta. La irracionalidad de Venecia, el tono onírico de las aguas dálmatas, y ese algo de Bolonia sin colorantes ni conservantes. Qué inexplicable que yo estuviera allí y cazara esas imágenes.

Han pasado más de siete años y se nota. Ni mi hermana ni yo tenemos ya la cara tan llenita, y a quién se le ocurriría hoy ponerse esos pantalones de bajos anchos. Mi tía llevaba un corte de pelo duro, que la hacía parecerse más aún a la hermana que tenía todavía. Ninguna de esas tres mujeres está intacta, pero no es el paso del tiempo lo que asombra. Lo que me escuece, lo que me descoloca, es el carácter ramplón de la memoria.

Porque en mi mente conservo apenas una especie de signo en forma de gran dedo índice que señala hacia ese trozo de tiempo y que no añade nada más. Si hablo contigo te diré que sí, que estuve en Split, y en el Sĭbenik de Drazen Petrovic, y en Ferrara. Y si me obligas a entrar en detalles me pondrás en un aprieto, porque no podré ofrecerte más que trazos bastos e impresiones que mi recuerdo ha convertido en categorías inapelables. Hasta que no mire mis fotos, no podré rescatar la espuma de los capuchinos croatas, firme como la de afeitarse; el fondamenta Zen en Venecia; los árboles muertos en el fondo de uno de los lagos Plitvice, enterrados en un ataúd turquesa. 

O todas las cosas idiotas en las que nos reflejamos
 

Sé que en mi cerebro no hay tanto espacio como en un disco duro. Que mi conciencia necesita organizar en grandes cajones la abundancia loca de lo que hay ahí afuera. Que sin generalizaciones, sin sacarle la sangre a la experiencia para sustituirla por abstracciones, no habría manera de manejarse a través del tiempo y de las causalidades sin volverse uno majareta. Pero ¿tiene que amputar tanto el presente? ¿Tiene que narrar la memoria de forma tan escueta?

Vuelvo a mirar mis fotos. Comemos sandía en una casa alquilada. Bebemos un vino que se llama Ragusa. El verde pinta los ventanales en todos los autobuses. Hacemos un picnic bajo los árboles con agujetas de asombro en los ojos. Vi eso. Me emocioné con aquello. He tenido un tránsito rico y bello. Hoy, cuando aquello ya es biografía, apenas me acuerdo de un poco.

Y lo sigo teniendo. Eso es lo curioso. Que lo que vivo sin apenas darme cuenta está inconmensurablemente más lleno en sí mismo, es más perfecto y precioso que el relato que después haré de ello, plagado de lagunas, prejuicios, arbitrariedades íntimas e inconcreciones.

Ahora mismo te acaricio un pie mientras escribo. Estiro los brazos al ritmo de Arcade Fire. La casa huele a potaje de lentejas. El cielo cambia de color a cada instante. Tajadas de vida perfectamente banales que a primera vista no merecerían incorporarse a la respuesta de si vivir así vale la pena. Pero qué duda cabe.

sábado, 10 de octubre de 2015

Te hace más fuerte


Vuelve a colocar la cuchara en su sitio, mirándola un último instante. Se ve tan limpia, que podría reflejar su cara culpable. A lo mejor su imagen se queda ahí, en la superficie cóncava, como un retrato de lo que ella es realmente, algo que Rafa va a meterse en la boca junto a la crema de calabaza. Digerirá su verdadera naturaleza y todo lo demás, sin darse cuenta de nada. A la vez que los virus y las bacterias. Qué rabia; ojalá pudiera contárselo. Sería divertido ver su cara. Pero quién es capaz de decir basta en el arranque de un juego furtivo. Se tendrá que conformar entonces con ver cómo se mete esa primera cucharada, cómo se lo traga todo. Riquísima, cielo. Esto es capaz de despertar a los muertos.

Oh, cómo lo sabes. Esta y las demás diabluras están reviviendo algo que se le había muerto adentro. Su carácter granuja y sucio. Su falta de miedo de cría de pueblo. Has estado a punto de cargártela, Rafa. Tú y tu prudencia y tu sistema de alarmas. No andes descalza. No te sientes en la cama con los vaqueros de sentarte en los bancos. Qué hacen las bolsas de la compra en la encimera, el yogur que a saber quién ha tocado sobre la servilleta. Lava las bragas antes de estrenarlas. So guarra. A veces se mueve por la casa como hubiera un pastor eléctrico alrededor de cada mueble y de cada objeto.

Los sermones la crispan, pero no tanto como lo que ella misma hace. El hábito adquirido de ser aprensiva cada vez que trata de doblar sola una sábana; cómo ha aceptado de forma casi inconsciente que al llegar a casa lo primero, antes siquiera de beber agua, es quitarse de encima y de en medio la suciedad que trae de la calle. Esa idea insidiosa y mucho más invasiva que cualquier germen de que todo contacto es una potencial amenaza. Es algo nuevo para ella. Es como los primeros rumores de cuando ya estaba aquí el Ébola. A ti no te hubiera pasado nunca lo que a Teresa, le dijo entonces. Tú en cambio ya estarías muerta.

Andaron asustados unos días, pero quién se acuerda ya de eso. Ella ha vuelto a tocar las cosas como antes: las puertas de los lavabos públicos, las manzanas del Mercadona, los libros de la biblioteca. Todo sucio, de acuerdo. Como el gallinero de su abuela, donde los pollitos salían del cascarón sobre dos dedos de mierda. ¿Todo peligroso? Quién sabe. Pero prefiere correr el riesgo. Quiere ser otra vez despreocupada y recuperar aquella vieja falta de miedo.


Photograph of a young girl crawling into the chicken coop while chickens look on
Alexandra Hootnick


Ahora todos los días hace algo. Ayer dejó el bolso un momento sobre su almohada. Hoy ha restregado la cuchara de Rafa por el suelo. Se siente culpable como una adúltera. Pero él tendrá que tragarlo: se ha casado con alguien maravillosamente adaptada a la mierda.

miércoles, 7 de octubre de 2015

Pequeñas lealtades


Salgo del gimnasio, me encajo los auriculares y hago el camino a mi casa escuchando una soberbia lista de Spotify que voy confeccionando a salto de mata con canciones que de repente me incendian la linfa. Y entonces, en medio de mi arrebato, me pregunto si no estaré siendo desleal con I., vaya una tontería.

Porque yo a I. no lo conozco de nada. Ni él me conoce a mí, aunque me diga cosas bonitas. Cosas que me dan ganas de casarme con él para que todo el mundo diga mira, la lagarta, cómo oposita a viuda alegre. Cosas como que me muevo como un junco chino. Cosas como que mi ambigüedad física es la esperanza de un tiempo nuevo. Yo no me lo tomo como algo personal. I. tiene el aspecto de un sacerdote sumerio y de vez en cuando entra en trance. Es poseído por la lírica. Yo lo escucho atentamente, y la historia universal de la poesía me salpica la ropa de sudar. Lo adoro, pero no porque me diga cosas bonitas, sino porque cualquiera en su sano juicio diría que son chifladuras. I. enrosca sus piernas como un pretzel en un rincón del gimnasio que supura vanidad. I. se mueve como un huevo en agua hirviendo en la clase de danza del vientre. I. dice y hace lo que quiere por encima de roles, vergüenza y reglas de urbanidad.

Hace unos días se mostró un poquito orgulloso de mí. Me vio consultando el móvil y, con modales de señor con chistera, me advirtió de sus peligros. Me dijo: fíjate en todos estos muchachos jóvenes y hermosos que no saben ni mirarse a los ojos por culpa de las pantallas. No hagas tú lo mismo. Yo le enseñé mi pantalla: la fotografía de una tabla de ejercicios con fit ball. Su alivio se dibujó en el aire como la sonrisa del gato de Chesire. No me estaba comunicando a tontas y a locas. No había abandonado mi atención a las cosas del mundo. Enhorabuena, me dijo.

Y ahora voy por media ciudad con las orejas llenas de droga. El chirriar de las ruedas se amortigua, la gente deja de importarme. Camino de modo automático, cambiando la realidad por cromos musicales exuberantes. Escucho canciones, y a la vez pienso en I. y en las pequeñas lealtades. Personajes accidentales de tu historia a los que te dolería defraudar aunque fuera en dosis ínfimas. No quisieras que tu panadero habitual te viera pasar por la calle con un tipo de barra que él no vende. Coger un ascensor distinto a aquel que compartes a diario con el mismo perfecto desconocido. Yo no quisiera que I. me viese con mis auriculares, desconectando de la coreografía de la calle.

Y, sin embargo, también creo que si me viera sabría darse cuenta de algo. Reconocería mi arrebato. Olería mi alegría de agallas rojas enganchada al anzuelo de la música. Entendería todo ese amor sin objeto que me invade. Encontraría alguna cosa bonita que decirme. Enhorabuena, creo que diría.

sábado, 3 de octubre de 2015

Cosas que no quieren seguir archivadas

 
Curiosear entre las cosas de un muerto a quien no has conocido viene a ser una especie de autopsia. Abres cajas con la expectación nerviosa de quien empuña un escalpelo. Vas extrayendo carpetas, pilas de papel y cuadernos, a medias entre el descuido y la reverencia, apartándolos como si fueran órganos vitales que habrás de estudiar más tarde. Aquí unas fotos que son un tesoro porque en su trivialidad no hay ni un asomo de pose. Aquí la invitación para una boda cuyo rendimiento actual se debe de calcular en nietos. Revistas indonesias con que alguien, a la hora del té de un domingo lluvioso, pudo cebar su nostalgia. Una lupa abatible que haría babear a un coleccionista. Postales y presupuestos.

Y entre todo eso, algo con lo que no contabas y que te conmueve más que ninguna otra cosa. Algo así como hallar en la axila derecha del cadáver una pequeña mancha de nacimiento. Dentro de un cajón de plástico hay una caja de cartón, y dentro, cuadernos cuajados de recortes. Cientos, miles de recetas sacadas de periódicos y pegadas ahí por manos que ahora son huesos. Curris, plum-cakes, pasteles de carne y de fruta. Leche de coco y galanga; ajo pimentón y almendras. Malasia, 1958; Los Barrios, Cádiz, 1980: estaciones de una vida resumidas en listas de ingredientes. Cuántas de esas recetas fueron cocinadas, qué lenguas las probaron, qué melancolía consiguieron aplacar, a qué balances de pérdidas y ganancias dieron paso. 


Esa gelatina de piña y coco se recortó para mí.
 

Devuelvo la caja a su estante sintiéndome un poco traidora. He hojeado cuadernos, olido en mi imaginación un pescado con salsa de tamarindo, tratado de recordar los ingredientes del nasi goreng. Aromas que todavía palpitan, otra vez prisioneros, como el corazón delator del cuento. Apagaré la luz de este almacén lleno de cosas viejas, cerraré la puerta tras de mí, y todos los olores y las evocaciones se disiparán rápidamente. Se irán remuriendo.

Y yo saldré al sol y a los ruidos y al espantoso olor de la grasa con que se intoxica la comida británica, pensando en que ojalá cuando yo me muera no se guarde nada mío en ninguna caja. Que los libros que he reunido se dispersen y se lean, y mis cuadernos de notas ardan, y mi ropa se venda en tiendas de viejo, y las recetas que he ido apuntando sean cocinadas. Que alguien use mis prismáticos y mis pendientes, y que el disco duro con mis fotos y mis textos se incorpore a alguna especie de atlas. Que mis pocas cosas no sean una viuda india. Que alguien las utilice. Que puedan ser trasplantadas.