domingo, 30 de diciembre de 2012

El colorido calendario de Doña Pijota


...se enfrascó tanto en su internet, que se le pasaban las noches fisgando de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así, del poco dormir y del mucho navegar, se le secó el selebro de manera que vino a perder el juicio (…) En efeto, vino a dar en el más estraño pensamiento que jamás dio loco al mundo, y fue que le pareció convenible y necesario, así para el aumento de su honra como para el servicio de su república, organizar su año venidero de acuerdo a una serie de quehaceres concretos, olvidando que el tiempo difícilmente puede ser embridado por mano humana. Despreció pues el arrollador imperio del Azar, y jactándose en cambio del de su empeño, se sacó del magín un coloreado calendario que, más que ninguna otra cosa, le habló al mundo a las claras de su fatuidad.”

                                          (Las aventuras de la ingeniosa bloguera Doña Pijota de la Mancha)


El fondo para tanta tontería salió de aquí

Decidiose así dedicar el mes de Enero a la Imagen, consistiendo ello, no en teñir su frondosa cabellera de rubio platino, o en gastar sus pocos maravedíes en las rebajas, sino más bien en la adquisición de un ingenio fotográfico que pudiera conducir con docilidad, y de una serie de conocimientos mágicos con los que poder alterar la realidad de las cosas, misión para la cual pensó en hacerse con el control de la famosísima varita llamada Photoshop.

El breve Febrero resolvió someter al arbitrio absoluto de la Escritura, proponiéndose a tal efecto el glorioso reto de escribir todos los días.

Marzo ventoso habría de ver cómo sus poderosas extremidades inferiores se volvían aún más elásticas de lo que de natural daban, y cómo sus birriosos brazos ganaban en robustez, gracias a ciertas técnicas milenarias de Yoga que alguno de sus parientes bhramanes tendría a bien comunicarle.

Y demostrando a su entorno hostil que era capaz de doblar el espinazo, y de arriesgarse a que siquiera una de sus hermosas uñas se astillase, decidió consagrar el glorioso mes de Abril a aprender el rudimento básico de las tareas de un Huerto.

Al florido Mayo se propuso honrar rememorando sus antiguos conocimientos de Botánica, saliendo para ello más a menudo al monte, al soto, a la selva rumorosa, guía en ristre, y bajo la oportuna tutela de los Sabios Forestales.

Y aunque pudiera parecer redundante, Junio sería sacrificado en el altar de la sabrosa Aventura. Si bien Doña Pijota nunca desdeñó un desafío, en Junio no haría otra cosa que probar, emprender, arriesgarse y aceptar que cualquier parte de su anatomía se viera desollada, las posaderas, con el roce de una montura, las manos, triscando por una vía ferrata, la coronilla de su testa, con una estalagtita.

De Julio el sudoroso quedaría eterna constancia, mediante sus denodados esfuerzos en la domesticación de luces y ritmos, encuadres y vídeos. Cada una de las andanzas de Doña Pijota habría de ser coleccionada e inmortalizada mediante los ritos embalsamadores de la Fotografía.

El maduro Agosto canicular no podría ser más apropiado para demostrar al populacho que, bajo su armadura, Doña Pijota alberga las formas y ademanes de una dulce sirena, y que domina grácilmente el arte complicado de la Natación.

Septiembre sería la época que anunciara la vuelta de Doña Pijota a su empeño de desfacer entuertos por exóticas tierras. Llegaría pues el momento de emular a Odiseo, y emprender de nuevo Viaje.

Con el otoño volvería cierta mansedumbre a sus andanzas, y con Octubre, la vocación de servir, con redoblado ahínco, a sus semejantes. Sin ánimo de ser celebrada por ello, dedicaría ese mes a alguna labor de Voluntariado.

La caída de la hoja y el recogimiento propio de Noviembre serían especialmente propicios para iniciar un periodo de austeridad alimentaria. Granos, lácteos, complacientes azúcares, habrían de ser apartados de su conocida gula, por ver si semejante sacrificio le reportaba alguna mejora a su piel castigada. Ya llegaría después la Navidad para compensar tan rigurosa Dieta.

Y en el senil Diciembre, cuando el cansancio empezara a hacer mella en ella, y diese gusto resguardarse del hielo junto a las brasas del hogar, Doña Pijota se dedicaría a las Manualidades, volviendo a desmentir aquel viejo bulo de sus manos de trapo.


(Amiguitos míos, Doña Pijota ha tenido a bien ponerme a su servicio de nuevo, como escudera. Cuando estas letras leáis, ya estaré recorriendo los escarchados campos de nuestra Mancha. Que el 2013 os mantenga de pie y con las ganas nuevas)


sábado, 29 de diciembre de 2012

2012' Top Twelve (II)

  • Julio.
Un descubrimiento sorprendentemente lerdo: que hasta una cámara de fotos tan infumable como la mía puede hacer vídeos (todavía más infumables). Gracias a ello, sigo mojando pan en la salsa de un plato de rabo de buey, mientras nuestras bicis alquiladas nos esperan fuera sin miedo, como caballos en Fort Bravo. Sigo tumbada sobre la hierba de un parque, con el culo destrozado, después de todo la gloriosa mañana de reencuentro con los pedales. Seguimos todavía al perrito que nos adoptó en aquella excursión donde aprendí a reconocer y a aceptar mi aprensión a perderme en el bosque. Sigo deletreando cada brizna de hierba y cada flor de cuneta, cada sombra de roble, cada poste de cada valla junto a cada camino, como si fuera una cineasta pasada de vanidad intelectual. Seguimos diciendo por la carretera que no nos queremos ir de Asturias. Seguimos allí todavía.

(Aquí venía una de mis oscarizables vídeos, pero me descubrí una arruga esperando mientras se cargaba)

  • Agosto.
Amo aquella otra carretera. No, no llega a tanto. Amo aquella pista forestal baqueteada. La amo de día, engalanada con los bosques más bonitos de Cádiz. Y ahora sé que la amo de noche, menos presumida, menos fiable, menos bienintencionada. El firme está lleno de baches, es cierto, pero si alguna vez vuelvo a conducir mi coche por allí, ya nunca más se escucharán mis juramentos. De allí, aunque al principio no lo pudiera creer, se sale. El truco consiste en no prestarle atención a los baches por venir, y a los kilómetros que todavía nos quedan hasta que lleguemos a casa. En querer que la pista dure un poco más, porque tus amigos te están preguntando sobre algo a lo que estás dedicando lo mejor de ti, y tú estás respondiendo con un entusiasmo que hasta entonces siempre fue discreto. Ese momento en que la aventura de la pista oscura y la aventura de la escritura se trenzan, en un día en el que además hubo playa de Bolonia, y bocadillos debajo de la sombrilla, fue el corazón de un verano.

  • Septiembre.
La playa tiene un carácter voluble. Es recóndita a las ocho de la mañana. Altanera a las doce. Tierna cuando por la tarde las sombras de las palmeras se alargan tanto que parece que van a ensartarte. Tan temprano, en ese día en el que, negándonos la preciosa rutina de nuestros desayunos, bajamos a ver cómo amanecía, me sentí afortunada de andar acompañada. A mediodía me enamoré de mí misma sola, de la república independiente de mi toalla, de mi libro con las juntas llenas de arena, de mis pasos en trance hasta la orilla. Y por la tarde, bueno, estar en la playa a esa hora, cuando ya sólo quedamos unos pocos, es como pertenecer a una cofradía que no necesita ritos ni palabras.

  • Octubre.
Entonces vino el desgarro, y las ganas un poco frívolas y abstractas de aventura se convirtieron en un doloroso dilema. La vocación de huir se hizo más fuerte que nunca. Quise coger un tren hasta un lugar silencioso y lleno de árboles en el que pudiera escribir, pensar, escribir, decidir, y luchar por lo que quería que fuera mi vida. Y me quedé, porque nunca volveré a querer una vida que se asiente sobre la huida. Me quedé porque me emocionó el reto de crecer, y la sensación de que mi fuerza estaba siendo probada, igual que cuando me empeño en cargar bolsas de la compra muy llenas. Me vi, por resumir groseramente, decidiendo entre la independencia y la generosidad. Hasta que me di cuenta de que entre ambos polos hay un montón de soluciones intermedias, y de que el fatalismo, además de inútil, es muy poco creativo.

  • Noviembre.
Y luego viene el trabajo, trabajo, trabajo de poner en orden, no ya mi mente, sino mis valores. Una día en que trabajamos de tarde, Jose y yo bajamos después del desayuno a sentarnos en un banco del Paseo del Salón. Él lee su libro, yo me olvido por una vez de los transeúntes, y consigo escribir las respuestas a unas preguntas que tenía pendientes. Me he traído los bolis de colores, y parezco una colegiala. Escribo rápido, excitada, como cuando me sabía de pe a pa los ejercicios de un examen, y pensaba que no me iba a dar tiempo a demostrarlo. Puede que con el paso de los días, este esquema que quiero convertir en un mapa de vida se me olvide. Pero entonces, cuando vuelva a confundirme, podré abrir mi libreta, y encontrar de nuevo las pistas. Volveré a verme plantándole cara a la soledad, y mandando al destierro a mi pasividad proverbial. Esa mañana regreso a casa con las mejillas calientes de sol, y la reconfortante sensación de tener los deberes hechos.

  • Diciembre

     Encontrar las tres únicas miserables setas que parece haber este año en toda la provincia de Cádiz. Llegar a una calva rocosa en el cerro, y sentarme sobre ella a callar frente al espectáculo de los árboles. Absolver a la persona desamparada que fui en Jimena. Amasar bolitas de queso y rebozarlas en pistachos, para la cena de Nochebuena. Caramelizar un molde para flan, y acordarme de las cucharas mojadas en caramelo que mi madre nos daba para chupar cuando éramos pequeñas. Rezar todos los días para que las obras en el Cuartel de las Palmas no se lleven por delante a esos queridos árboles zarrapastrosos a los que saludo cuando abro los postigos de mi balcón. Gritar yuju porque me han pagado la gratificación de incendios. Decidir jubilar de una vez por todas mi cámara maligna. Salir a correr para mitigar la penita anticonceptiva. Preparar mañana otra maleta. Jurarme acabar el año bailando el baile del caballo. Escribir en sesión doble. Seguir enganchada al hábito pueril de los propósitos para el nuevo año. Despedir este, por fin, satisfecha.

viernes, 28 de diciembre de 2012

2012' Top Twelve (I)

La Nochevieja pasada Jose y yo montamos una fiesta tan privada que parecía subversiva. Conseguimos dejar el chándal aparcado en la silla del dormitorio, y bailamos en el salón, de punta en blanco. Nos fuimos a la cama, y al día siguiente, al despertarnos, ya casi era primavera, y empezaba a sobrar la camiseta interior. Y luego, de repente, llegaba una nueva temporada de incendios, y las chicharras nos carcomían el cerebro, en tardes interminables bajo los pinos, y al poco estábamos batiéndole palmas a las primeras lluvias, y otra vez bailábamos como dos animistas, celebrando el chaparrón. Sin darnos cuenta, llegó el momento odioso de volver a sacar los paquetes de ropa de debajo de las camas, y ahora otra vez estoy aquí, rastreando blogs de cocina en busca de recetas con chispa para otra Nochevieja. Y me resulta difícil no sentirme un poco timada. Porque es como si el tiempo se comportara como un trilero. 2011. 2012. 2013. Cambia solamente un número. Debería ser fácil de asimilar, ¿verdad? Y, sin embargo, me sigo resistiendo a que una nueva masa de días esté a punto de ser incinerada.

Alguna que otra vez, conforme los meses se iban descolgando del calendario, me acordé de este post de Marina que me cautivó hace exactamente un año. Hoy he vuelto a hacerlo, y me he dicho por qué no, demonios: coloquemos un huevo de cuco en ese precioso nido. Hagamos un homenaje a esos momentos anónimos míos cuya fecha nunca quedará marcada con un círculo rojo. Resumamos el 2012 en doce momentos de rutina deslumbrante. Ha llegado la hora de bajarle los humos a la memoria.

  • Enero.

    Es dramático. Es tronchante. Jose y yo, sentados en el borde de dos camitas de hotel, tratando de hacer pasar por la garganta un pan dulce alemán por el que acaban de timarnos catorce euros, en el único lugar de Conil donde a esas alturas pobres del año se trafica con alimentos. Parecemos dos condenados a pan y agua. Y a mí, que tanto me gusta salir de mi casa, me da un ataque agudo de sedentarismo. Un lugar en el que, nada más levantarte, no te puedes beber un café que no te perfore el duodeno merece ser arrasado. Delenda est Conil, en invierno, asilo de víctimas del desguace de barcos. En medio de mi desesperación pequeño burguesa, declaro esto: Tú dame café, y me trago un mono crudo. Y me escucho tan idiota que el pan para astronautas empieza a saberme rico.

  • Febrero.

    La tarde entera de un domingo la saboteamos con asuntos de trabajo. Llevamos semanas derrochando nuestra energía mental en la elaboración de un informe muy delicado sobre un episodio continuado de envenenamiento de fauna. Pensando en ello, hablando sobre ello, en la oficina, en casa, discutiendo casi hasta en sueños. Hemos hecho cosas que nunca nos habíamos atrevido a hacer. Investigar, interrogar, acusar. Hemos andado por caminos demasiado empinados, y a veces se nos ha acabado el aliento. Hemos metido la pata alguna vez, hemos flaqueado, hemos querido acurrucarnos en la inconsciencia funcionaria. Al acabar seremos unos cuantos centímetros más altos, y habrá valido la pena sacrificar un poco de salud, y muchas horas de literatura.

  • Marzo.

    Hubo un instante mezquino en el que me alegré de que también a ti el virus de la conjuntivitis te hubiese dejado un gotelé en la córnea. ¿Ahora qué?, quería decirte, parece que no estaba exagerando cuando me quejaba de que no veía, ¿eh? Pero fuimos los dos al oftalmólogo, y nos atendió en la misma consulta, dos al precio de uno. Nos puso un tratamiento gemelo, un papelito con el nombre de cada uno en lo alto, que cada uno metió en el libro que entonces estaba leyendo. Tú me echabas las gotas, yo te las echaba a ti. Fue tan dulce cuidar de los ojos del otro.

  • Abril.

    En Madrid le hice fotos a todo. El juego de costillas del Palacio de Cristal. Unas azaleas en cualquier sitio, haciéndole sombra a un paquete de tabaco arrugado. Alcantarillas. Una máquina anacrónica de bolas de chicle. La gente sonámbula de la estación de autobuses. Cuartos de baño en garitos de diseño. Un Spidermar bastante sórdido y adiposo, en la Plaza Mayor, tratando de encandilar con globos a unos niños que nacieron después que la Wii. Viejos esperando como buitres hambrientos a que un librero de la Cuesta Moyano coloque su mercancía. Los hombres anuncio de la venta de oro. El brillo jabonoso de las puertas giratorias del Instituto Cervantes. El metro enhebrando sus vías, visto desde la altura nepalí de una escalera mecánica. Mantelitos bordados en el Thyssen. Sillas de hierro forjado. Cajas de plástico de colores junto a los bares. Nubes. Un montón de tornillos sueltos en ninguna parte. Montañas de encurtidos. Montañas caleidoscópicas de macarons. Mirillas antiguas. El reflejo de una buhardilla en la ventana de mi hermana.

    Madrid Mola Mil
  • Mayo

    Lloré. Me rasqué. Retraté las llagas de mis dedos, para que nunca se me olvidaran. Volví a llorar. Me desesperé. Dejé de comer pan, leche, queso, merienda. Me confundí. Volví a comer pan, leche, queso, merienda. Me empezó a asomar el nacimiento de las costillas, bajo la piel. Juré que nunca volvería a ver a un dermatólogo. Volví. Lloré otra vez. Rabié. Y al final acepté mi dolor de piel. No me he curado, pero al menos ya no me miro obsesivamente las manos.
      
    * Junio.
     
    Un verano fastuoso se inauguró con fastos. Después de más años de lo que es compasivo contar, volví a bañarme de noche en el mar. Fue como borrarme y, a la vez, vivir al cubo. Luego los ojos se curaron para siempre con el resplandor de las hogueras, y nos sentamos en círculo sobre la arena, al lado de gente que no conocíamos de nada. Nos llenamos nada más que con el olor de las chuletas asadas, nos emborrachamos con el cantarín acento malagueño. Los farolillos de papel que pusieron a nadar en el aire subían muy lento. Fue como una nana.

miércoles, 26 de diciembre de 2012

(A ver si cambiendo el nombre de la entrada dejan de buzonearme)

Ruega a dios que no te mande una hija.
Y si te la termina mandando, ruégale que al menos no sea muy lista. Que no termine cogiéndole gusto a eso de considerarse un individuo.
Ni que sea tan tonta como para creer que puede ser igual a los hombres.

Vístela de rosa, siempre. Que lleve el pelo largo, siempre. Regálale muñecos bebé, siempre. Que lleve siempre vestidos. Que nunca se ensucie con el barro de la calle. Que no corra con los niños, ni como los niños. Que no juegue a ser Indiana Jones o astronauta. Tal vez esto te parezca anticuado, pero créeme, si desde el principio asimila las particularidades de su sexo, de mayor no llegará a confundirse.

Que la educación que le des concuerde con la que va a recibir en el colegio, en la tele y en las redes sociales. No trates de convencerla de que puede llegar a ser lo que quiera, ni que podrá competir en igualdad de condiciones con los hombres. Así no conocerá la rabia de cobrar menos por hacer el mismo trabajo. Nadie la tomará a pitorreo, cuando quiera hacer trabajos de hombre. Nadie la tratará como a una cosita pintoresca. Nadie antepondrá su sexo a su nombre propio o a sus habilidades

No te esfuerces mucho en explicarle lo bueno que sería para ella cultivar su intelecto o su independencia. No fomentes su autonomía. Cuando le digas que la belleza va por dentro, que ella note que lo haces con la boca chica. Que no llegue a olvidar nunca que a lo largo de su vida va a ser juzgada primero por su escote, su ropa, su culo, su manera de andar, su corte de pelo, sus piernas, y luego por todo lo demás.

Sobre todo, inspira en ella valores maternales. No creas que lo que los anuncios publicitarios puedan decir al respecto será suficiente. Refuerza bien la idea de que lo mejor que le puede pasar a una mujer es ser madre. Consigue que ese estribillo sea todavía más pegadizo que el de una canción de verano. Bajo ningún concepto fomentes en ella el deseo de realizarse de cualquier otra manera. Cuando, delante de ella, escuches o pronuncies la misma palabra realización, levanta visiblemente una de tus cejas. Sobre todo, haz que adore a los niños pequeños. Enséñale a ser cariñosa, protectora, solícita.

Cuando tenga su primera regla, no hagas como si nada, no te sonrojes, no te burles amablemente de ella. No, no: deja escapar una lágrima de orgullo, incluso móntale una fiesta. Tendrá que ser plenamente consciente de lo fundamental que es ese cambio. Intentarás que se sienta complacida y madura. Importante. Le harás comprender perfectamente la magnitud del superpoder que acaba de brotar en su cuerpo. Tal vez te parezca que, a pesar de esa mancha en sus bragas, todavía es demasiado pequeña, y que no está preparada, pero es preciso que no pierdas ni un día en su formación como futura madre.

Si no lo haces así, tarde o temprano terminará sintiéndose desconcertada. Minusvalorada. Estafada. Si pierde la perspectiva de lo importante que es su menstruación, nunca le tendrá respeto. No tardará en considerarla una cosa fastidiosa, como las tos o los mocos. Un desperdicio. O peor, la condena por un pecado que no ha cometido. Se rebelará contra su cuerpo. Maldecirá a la naturaleza. Le indignará el hecho incuestionable de que, a pesar de su inteligencia, su libertad, de su carrera, o de las elecciones que haya podido hacer en la vida, su cuerpo sólo es el campo sobre el que se juega la perpetuación de la especie. Por encima de todo lo que se proponga o lo que consiga, la sangre le recordará siempre que es un animal. Una sangre, no lo olvides, muy molesta. Que huele. Que ensucia. Que turba la mente. Que duele. Su enojosa compañía durará más de la mitad de su vida. Así que ella va a necesitar que seas un gran publicista para encontrarle, más allá de la resignación, un poco de sentido a esto. Tendrás que enseñarle a reverenciar, por encima de todo, el hecho de ser un instrumento reproductor.

Porque si no algún día se va a enfadar de verdad. Cuando se de cuenta de que su salud física y su estabilidad emocional dependen del equilibrio de sus hormonas. Cuando la regla le gaste la broma de saltarse tres ciclos, y la paranoia la embargue. Cuando su médico trate este desajuste con un tratamiento farmacéutico que tendrá que durar más de seis meses. Cuando tenga que tomar anticonceptivos, oh ironía, para que sus entrañas reproductoras vuelvan a sincoparse. Cuando el desconsuelo químico y los nervios se adueñen de sus mañanas. Cuando unos niveles exagerados de estrógenos en sangre la obliguen a perpetrar textos tan sexistas y lamentables como este.

martes, 25 de diciembre de 2012

La Navidad explicada a un arqueólogo del siglo LXXI

Querido Doctor Citripio:

Hoy la cultura a la que pertenezco celebra el día de Navidad, pero mi familia ya no, y eso me genera una suave emoción ambivalente que no sé bien cómo explicar. Cuando me siento así, un poco desligada de los acontecimientos de mi tiempo, me acuerdo a veces de ti, lo confieso. Así que déjame que te cuente lo que significa el día de hoy, a ver si yo misma consigo aclararme.

Verás, la Navidad es una festividad que se lleva conmemorando desde hace unos dos mil años. Muchos, comparados con la duración de mi vida. Pocos, comparados con los cincuenta siglos que nos separan. Evidentemente, yo no he conocido un año sin Navidad, y a mi edad, la repetición de ritos se ha convertido ya en un pequeño y simpático fastidio. El calendario es un ciclo, y pasa que, sin que apenas te des cuenta, ya estás completando una nueva vuelta, y pensando “uf, qué coñazo, no sé si el tiempo pasa muy rápido, o si, con tanta repetición, en realidad no pasa nunca. Todo es siempre igual a todo, todos los años”. Fue precisamente este pensamiento el que me trajo tu recuerdo, claro. Antes de que hubiera Navidad, los romanos tenían Saturnales, los griegos, Panateneas, y los babilonios, sabe dios lo que tenían. Pues bien, todos sus fastidiosos ritos se han perdido, y todo lo que hoy es un tic cansino del tiempo, en tu época se habrá igualmente esfumado. No creo que esta idea te parezca deprimente. No serías arqueólogo, si te lo pareciera. A mí, desde luego, me sirve para considerar con ternura los ritos.

Quiero creer que tu disciplina está lo bastante desarrollada como para no tener que explicarte lo que se festeja en Navidad. Tal vez en tu época la cuestión de la mortalidad haya sufrido algún tipo de cambio radical, y la religión sea para vosotros un pintoresquismo más del pasado, como la rueda o los diccionarios. Pero nosotros podemos aceptar que los egipcios le pusieran cabezas de pájaro a sus dioses, e incluso que los mayas le ofreciesen sacrificios humanos a los suyos; así que a vosotros no creo que os cueste mucho comprender a esa divinidad tan exótica, Jesucristo, alrededor de la cual gira la cultura cristiana que me ha amamantado. Pero no quiero hablarte de él. Toda esa información oficial debes de tenerla minuciosamente almacenada en algún rincón de tu privilegiado cerebro biónico. Lo que yo quiero es que te hagas una idea de la repercusión psicológica que, a rasgos generales, tienen estas fechas para nosotros.

La tradición marca que, conforme se va acercando la Navidad, suframos un cortocircuito neuronal. Como sabes, en Navidad se celebra un nacimiento, y todo nacimiento inspira siempre un sentimiento de dulzura. Si el niño que nace es un dios que nos va a salvar de la muerte, entonces la dulzura alcanza niveles de delirio. De un día para otro, se nos olvidan las discordias cotidianas y le hacemos un hueco en nuestra mente a gente que habitualmente nos importa un carajo. Tienes que comprenderlo. Nuestro cerebro no ha sido dirigido por un programa de diseño tan fino como el que yo os supongo a vosotros. El caso es que, en pocos días, se monta tal maniobra publicitaria, que nos convencemos de que somos buenas personas.

Y como todo nacimiento es el acto cumbre de una familia, entonces el de la divinidad se celebra glorificando a nuestras propias familias. Es como si cada uno de nosotros se convirtiera en un bebé cuyo único papel en el mundo consiste, todavía, en ser arropado por su grupo. Para que eso no se nos olvide colocamos, en un sitio bien visible de nuestras casas, un ídolo llamado “belén”, que representa a la familia nuclear compuesta por padre, madre e hijo, más una serie de figuras animales y humanas cuyo análisis antropológico daría para una monografía. Con el “belén” como tierno espejo, los clanes familiares se ven obligados a reunirse en fraternidad. La tradición marca también que los cuñados se odien, que las nueras y las suegras compitan, que los tíos anhelen asesinar a sus sobrinos, y que los nietos se limpien de la cara los besos húmedos que les dan sus abuelos. La reunión del clan es un asunto peliagudo, tanto que se hacen necesarias varias herramientas sociales para que la cosa no acabe en tragedia o en inenarrable hastío. Te las enumero:


  1. La propaganda de bondad arriba mencionada.
  2. El disimulo.
  3. Una ingesta de alimentos y bebidas suficiente, en cantidad y calidad azucarada, como para inducir un estado de narcosis en torno a la mesa familiar. Juegan un papel muy importante, a este respecto, las psicotrópicos conocidos como “turrón”, “figurillas de mazapán” o “sidra El Gaitero”.
  4. La distribución diplomática de ofrendas materiales a cada miembro del clan. Aquí la religión cristiana entronca de lleno con otra, aún más vigente y poderosa: el consumismo. Pero, de nuevo, el tema es tan amplio, que tal vez vuelta a escribirte con ocasión de esa otra fiesta que llamamos “Reyes”.
  5. La entonación conjunta de unos oscuros himnos, los “villancicos”, cuyos estribillos machacones e indescifrables acentúan el aturdimiento de los sentidos.
  6. Y la invocación de la memoria colectiva e individual. Se cuentan anécdotas, se recuerda a los ausentes, y cada uno dedica unos segundos a lamentar el paso arrollador del tiempo sobre el rostro de los demás (Porque, deja que te aclare, todavía no hemos aprendido a controlar más que con parches el proceso del envejecimiento celular) Este punto, creo yo, es el que explica la pervivencia del rito. Sin la memoria, semejante combinación de canciones ridículas, comidas pesadas, dulces que se pegan al cielo de la boca, gastos exorbitantes, iluminaciones urbanas capaces de provocar ataques de epilepsia, y familiares cuya proximidad genética aberra, requeriría a gritos un tratado internacional que la aboliera. Pero, repito, el niño del “belén” es el tótem alrededor del cual gira esta fiesta, y cada uno de nosotros podemos llegar a identificarnos con él. Todos volvemos a ser aquellos niños pequeños vestidos con chalecos de borreguito (otro día hablamos de modas y vestidos); todos damos por buenas las letras de los villancicos; todos volvemos a dejarnos conquistar por el recuerdo de ese tiempo de los regalos que fue la infancia; todos estamos dispuestos a que los cuentos bonitos nos embauquen; a todos nos gusta suspender un momento la credulidad, para creernos otra vez nuevos y buenos.

Moraleja, y con esto me despido, doctorcito: la memoria es resurrección. Tú has elegido una buena profesión; y yo, a un buen interlocutor. Desde hace dos mil años decimos “feliz Navidad”. Ahora ya lo sabes. El año que viene, recuérdalo.


domingo, 23 de diciembre de 2012

Días blancos


(Amiguitos, debajo del archivo he colocado un chiringuito donde reunir a mi minúsculo parentela de seguidores. Si no queréis lastimar mi delicado ego, apuntaos. Por favor. Por favor. Lo primero de todo. Antes de empezar a leer. Venga, cuadrilla de flojos. Que es mucho más barato que la Thermomix)

El calor de mi mejilla izquierda, acumulado durante la siesta, empieza a disiparse. La luz de la tarde empieza a huir del teclado del ordenador. El domingo empieza a rodar cuesta abajo, y todo este movimiento combinado de energías que se escapan tal vez sea lo que esté impidiendo que pueda construir algo. Sigo teniendo unas cuantas ideas en espera, pero cada vez que propongo una primera frase, es como si estos dos días en los que no he escrito soltaran un gemido suave. Siilviaa, me dicen, con voz de niño fantasma, ¿y qué hay de nosotros? Míranos, estamos aquiiií. Y, sí, los miro, y me dan un poco de pena, pero yo estoy viva, ellos no, mala suerte. La vida es perra y fugaz, amiguitos. Y trato de seguir con lo mío. Hasta que, otra vez, Siilviaa, por favoor. Y entonces me doy la vuelta, me agacho para ponerme a su altura, y echo mano de mi voz más razonable. “A ver, que esto no es un diario. No podéis pretender que rescate cada uno de los momentos que vivo. Es...es idiota. Es fanático. Es tiránico. Es imposible. Ni un Borges podría escribir todos sus sucesos, y a la vez, seguir viviéndolos. Hay que discriminar, queridos míos. La memoria es finita, y la escritura, precaria”. Les hablo así a mi par de días sin crónica, pero ellos se pasan mi tono aforístico por el forro de los minutos. Siilviaaa, no nos olvides. Pero ¿cómo no olvidarlos? No fueron días tan especiales. No aparecieron musculosos y deslumbrantes. No pasó nada en ellos. Sólo ellos pasaron.

Pero...(pero, pero). Pero tengo atravesados mis días blancos en la garganta, como una espinita de pescado no tan rígida como para provocar un drama. Y no hay más remedio: voy a tener que escarbar hondo para recuperar algún trocito de ellos. A lo mejor luego soy capaz de darle vida a un Frankenstein hecho de fragmentos de tiempo pasado. A lo mejor la escritura no es más que eso.

- Sábanas. No es una buena idea. El café del desayuno está todavía en pleno centrifugado. No hay ni una superficie de la casa que no conozca íntimamente al polvo, y el cuarto de baño, bueno, menos mal que mi madre no es de esas personas que disfrutan haciendo visitas sorpresa. La nevera se ha vaciado sin que nos diéramos cuenta, como si tuviera un estómago interno. Pero ¿quién renuncia a ese sol que entra por la ventana? Siempre me acuerdo del desierto, cuando admiro las sábanas arrugadas y luminosas. Así que ven, amigo, súmate a mi caravana. Es sábado, y para el resto del mundo la rutina es levantarse cerca de las once de la mañana. Dejemos de ser nosotros mismos. Permitamos que el tiempo se deslice sin ansia. Mola tanto ser vago. Mola decir “mola”, una y otra vez, como dos simples. ¿Y qué si no escribo? ¿Y qué si no lees por un rato? ¿Y qué si no salimos a la calle, todavía? El mundo sobrevive sin nosotros. Nadie nos va a pedir una factura que justifique estas horas derrochadas. Podemos montar mundos alternativos sobre la cama.

- La nueva era. Qué libro más melancólico resultaría, si alguna vez le diera a alguien por recopilar todos esos sucesos que una vez estuvieron en boca de todos, y que luego se disolvieron en un olvido mucho peor que la nada. El fin del mundo pronosticado por los mayas. Da un poco de vergüenza seguir mencionándolo. Se siente una tan anacrónica como si usara casetes o refajo. Así que los mayas. Esa buena gente que ayer le arrancaba el corazón a sus enemigos, y que se curró escrupulosa y ejemplarmente el fin de su civilización, mediante la explotación de su hábitat. Infalibles sabios. Y, sin embargo, sigo divagando como un zángano en torno a la idea. Porque ¿qué esperaría yo de una nueva era? ¿Qué tipo refinado de humano me gustaría ser a partir de mañana? Lo pienso apenas, y ya no me quito de la cabeza el deseo de liberarme de mi vanidad. Ser sin tener que darle de comer a un ego.

- Aventura. Que nadie se atreva a decir que nuestra vida en común no es arriesgada. Cada día forzamos los límites de la convivencia sin apenas darnos cuenta. Cada día pasamos más tiempo juntos, sin que las fronteras de cada cual se disuelva. A veces llega la noche, y no hemos visto más cara que la del otro. Nos seguimos deseando “buen día” al bajar las escaleras. Jugamos en la sierra a que nuestras sombras sobre la pared de roca son pinturas rupestres. Extendemos los planos sobre el capó del coche. Nos peleamos por el volumen de la radio. Dormimos la siesta agarrados como koalas. Vemos Los Soprano. Me cedes la última mitad de aguacate. Hacemos como que nos achispamos un poco, en el restaurante adonde hemos ido con la tonta excusa de un cuarto aniversario. Y te miro, y a veces me parece un milagro que no nos hayamos conocido hace apenas un mes, que sigamos manteniendo el voltaje del interés recíproco y la risa.

- Memoria. Nada de lo que hagamos podrá evitar que todo esto se pierda, si un año todavía lejano el mal empieza a corroer nuestros cerebros. Tu abuela lo padeció. Mi abuela también. Ya puedo escribir cada migaja de vida, fotografiar nuestro transcurso, coleccionar postales del tipo Me acuerdo... (Me acuerdo de los membrillos caídos a montones en una acequia, amarillos como el dinero en los sueños. Me acuerdo de la familia de gitanos que se hacía fotos con un perro del tamaño de un poni, en la Fuente de las Batallas. Me acuerdo del argentino que quiso hacernos otra a nosotros, tú sentado en el banco como un señorito en el casino, yo tumbada con la cabeza en tus rodillas y el abrigo rozando el suelo. Me acuerdo de las croquetas de choco. Me acuerdo de esa muchachita con sombrero que, más de un siglo después, sigue paseando en una foto por la calle Reyes Católicos, y que tiene los mismos ojos de gato asustado por un coche que mi hermana. Me acuerdo del vocerío y el olor a porro de los domingueros que nos cruzamos en el puente colgante de los Cahorros, y del hombre que no sabía dónde colocar los pies mientras escalaba. Me acuerdo...) Da igual lo que intente para salvar los días perdidos. Se cumpla o no la amenaza de los genes, la consistencia de nuestros días se esfumará. Por eso son tan preciosos. Por eso tengo que hacerles caso, cuando me llaman con un gemido.

jueves, 20 de diciembre de 2012

Radiar la vida

 
Acaba la entrevista, y un calor tenue y dulce empieza a propagarse por el coche. Viene bien, porque todavía llevamos metida en el cuerpo la niebla que nos dio la bienvenida en lo alto de la sierra de Parapanda. Arriba era todo blanco y piedras, blanco y piedras parecidas a huesos, y los cristales de las gafas cuajados de gotitas. Parecía una obviedad, recordar los páramos irlandeses, sentirme, dentro del impermeable que casi me esconde, un personaje de Cumbres Borrascosas. De tanto en tanto la niebla se rasgaba, y medio despuntaban las monumentales antenas que erizan esta otra cumbre. Qué alucinación lunar, entonces. Las antenas eran como torres olvidadas de una civilización muy antigua y muy sabia, o muy antigua y muy sorda. Hacían un ruuuum, un zumbido raro que volvía superfluos los ruidos humanos. Y la imaginación saltó de la literatura fantasmal al cine de los sábados por la tarde. Casi esperábamos, con las manos metidas en los bolsillos y una expectación con olor a palomitas, que Charlton Heston apareciera por detrás de uno de los telones de piedra, y volviera a caer de rodillas, confundiendo aquellos monstruos de nuestro tiempo con su Estatua de la Libertad mutilada. En la radio, antes de que saliéramos del coche, seguían con la dichosa cantinela del fin del mundo pronosticado por los mayas. Pero si hubieran estado donde nosotros, el locutor y sus invitados a lo mejor no hubieran tenido cuerpo para ingenios. Era una imagen de acabamiento tan apropiada, el suelo sembrado de calaveras fósiles, las antenas que emitían señales desde o para otro tiempo.


Pero en el coche se está bien. Bajamos cuidadosamente, porque la pista está llena de baches. Somos dos cuerpos en el coche, y un montón de espectros preciosos. La entrevista ha terminado, y el recuerdo de tantos momentos de radio viene ahora a cobijarnos, como una madre. A veces también Jose lo hace: yo me voy antes a la cama, con mi botella de agua y mi libro, y cuando él se da cuenta de que he apagado la luz, viene y me sube el edredón hasta la nariz, y entonces yo siento que, sea lo que sea que haya pasado o dejado de pasar a lo largo del día, las cosas están perfectamente bien como están. Pues la radio arropa igual, consuela igual. La radio ha amortiguado los ecos de cada uno de los hogares donde he vivido. Su chisporroteo, mucho más que la tele, le ha proporcionado una banda sonora a mi vida en familia. Y hay un buen puñado de polaroids sonoras que tararean nuestra historia. Están los desayunos en la minúscula barra de la cocina, mi madre, yo, la voz de Iñaki Gabilondo convocando las rutinas de trabajo. Los personajes de Gomaespuma, que mi hermana y yo chicas, y mi padre más chico todavía, imitamos con la boca llena de chopped, a la hora de la cena. Mis padres echándose un pulso en el coche: él buscando en el dial el Carrusel Deportivo, ella cortando de golpe la jarana de goles, él resoplando y dejando pasar un tiempo prudencial antes de empezar de nuevo el ciclo. Y Manolito Gafotas, sentado con nosotros a la mesa del salón, mirando con los ojos redondos cómo mi padre moja pellizcos de pan en un platillo lleno de aceite, en vez de echarse un chorro encima de las tostadas, como el resto de los mortales.

Su mamá Elvira Lindo recién ha terminado de hablar en esta otra radio de coche. También he escuchado, con ternura, el blando acento de profesor rural de su marido Muñoz Molina. Las familias son más extensas de lo que da por bueno el Registro Civil, ¿verdad? Yo los escucho a ellos, y siento como un olor a tortas del pueblo, y a dulce de membrillo casero y a meriendas eternas alrededor de la mesa camilla. Los oigo, y me parecen sólo un poco menos próximos que mis tías. Y, cómo no, ellas vienen también de la mano de sus voces. Entonces evoco de nuevo a mi tía Juani, refugiándose de la jaqueca y de la apatía en el búnker de su habitación oscura, sin más compañía que el runrún de la radio. Y vuelvo a acordarme del consejo de mi tía Esperanza para cuando el despertar vuelva a pillarme desprevenida, como un invitado demasiado tempranero: los ojos duelen todavía de sueño, y es tan bueno, en ese momento, tener la radio sonando bajita junto al oído.

Acordarme de su consejo es un broche que cierra el día. Porque así fue, esta mañana. Desperté otra vez antes de las siete, y como si una de aquellas antenas me lo dictara, me levanté zombi a por los auriculares del móvil. Antes de que una reacción en cadena de pensamientos empezara a asolar mi mente, sintonicé la radio. Y fue raro, una especie de gesto de arqueología privada, porque es una costumbre que perdí hace mucho tiempo. En esta casa en la que la radio tampoco para, ahora es Jose el que duerme con el transistor debajo de la almohada. Dentro de un momento, me meteré en la cama. Él tal vez volverá a arroparme, y yo sonreiré por última vez, en este día en el que me he sentido varias veces cobijada. Y me dormiré pensando en las antenas de la cumbre de Parapanda, entendiendo por fin que su zumbido no hablaba del fin del mundo, sino de mi familia.

miércoles, 19 de diciembre de 2012

La edad del pavo

(Ayer medio escribí esta tontunería, y tuve el buen tino de no publicarla, por pudor. Pero hoy mi vocación de payasa ha podido con la escritora seria en la que me estaba convirtiendo. Eso, y que me he traído cuatro librazos de la biblioteca, y me muero por hincarles el diente. Y que mis vecinos están taladrando los muros de carga del edificio, digo yo, por como vibran mis muebles, y no es plan de dejar para la posteridad una inconclusa obra maestra)


No, no voy a hablar de mi adolescencia (todavía). Que bastantes miserias hay ya en el mundo. Hoy abro el chiringuito angustiada. Mirando hacia mi espalda en cada punto y seguido. Me está acosando. Ahora no puedo verlo. Pero yo sé que sigue ahí. Esperando agazapado a que me embelese con la escritura para caer sobre mí y atraparme entre sus mugrientas alas. El pavo. El Pavo. Mi nuevo Antagonista Culinario. La Calamidad hecha ingrediente de cocina. Hasta hoy a las cuatro de la tarde, yo seguía pensando que mi archienemiga era la castaña. Ahora recuerdo mis peleítas con ella, y me parecen tan inofensivas como las de Dolores Abril y Juanito Valderrama.

El pavo es una triste criatura, eso lo sabe todo el mundo. Feo de vomitar. Raro como primo carnal de Alien. Con esos gorgoteos que dan ganas de liarte a matar seres vivos con la única ayuda de una cucharilla. Soso. Tocho. Estrafalario. El hazmerreír del corral. Si hasta las gallinas se deben de sentir astutas a su lado, qué injurias no le habremos dedicado nosotros, los humanos. El estigma insufrible de la edad del pavo... Mira que es pava, la Fulanica... Eso no es moco de pavo.... “Ponme cien gramos de mortadela de pavo”. “Pero, ¿cómo? ¿Otra vez a dieta, Puri? ¿Qué dices? ¿Que el cochino te da grimita? ¿Que hasta el jamón ibérico te sabe a verraco? Aaah, bueno, si es por eso...Pero, oye, Puri, en confianza, ¿a ti esta cosa rosa te recuerda a la comida?” Porque el pavo es un quiero y no puedo. Una mojigatez del sabor. Una reminiscencia hospitalaria. Un impuesto revolucionario de esa religión fanática autodenominada “vida sana”.

Vale, una vez al año el pavo se convierte en el protagonista de los ágapes familiares más rancios. Pero yo tengo una teoría. De alguna manera, los estadounidenses han intuido, antes que ninguna otra nación, el carácter maligno de los pavos. Y por eso lo han revestido de rasgos semidivinos, y han montado en torno en su honor el numerito de Acción de Gracias. Para congraciarse con él. Para expiar las culpas que la humanidad entera carga, a causa de su trato denigratorio al pavo.

Así que advertidos quedáis. No os dejéis engañar por la insulsa carne de su pechuga. Parece una pelota de Pilates con plumas y pico elefantiásico, el pavo, todo carne magra. Torpe y apresurada impresión. Aquí mi descubrimiento, realizado tras el arduo proceso de disección de un par de muslos de pavo: si este animal resulta tan grotesco es porque, en realidad, es un compuesto de varios elementos zoológicos. Visto desde el punto de vista de su anatomía muscular, un pavo es el resultado de los amores orgiásticos de una gallina con una iguana, con un choco, con un corredor de maratón, con una abuela andaluza y con una pija vetusta de Puerto Banús. ¿Es esta una gracia gratuita? Para nada. Lo de la gallina está claro, pero ¿un choco? Efectivamente: el muslo de pavo, que presentado en su bandejita del Carrefour, prometía carnes lozanas y, con un poco de buena fe, hasta jugosas, esconde en sí una serie de excrecencias blanquecinas de forma y consistencia similares a las de la concha interna del choco. ¿La iguana, la abuelita andaluza? Por lo mismo. Esa puñalada trapera de la carne del pavo bien podría ser o un resto córneo análogo a la cresta de las iguanas, con lo cual nuestro amiguito pasaría a ser directamente el eslabón vivo entre reptiles y aves; o una convergencia adaptativa hacia el triste juanete de las queridas omaítas. Pero ¿y qué hay de la pija, y del corredor de maratón? Entramos ya en la peliaguda materia de los tendones A ver, tenemos a una acaudalada señora que hace años que no se acuerda de cómo se utilizan los Tampax, una de esas criaturas con cara revestida de corcho, y labios abullonados. Arrodillémonos gentilmente, y espiemos su calzado. Unos manolos, claro. Por delante, los dedos se apiñan como manita de italiano. ¿Y por detrás? Santo Cristo, ¿qué es eso? La visión trasera de esos tobillos descarnados nos espanta. Parecen un manojo de guitas, ¿verdad?. Pues así es, por dentro, un muslo de pavo. Que no tiene tendones, no: tiene pilares. Si Aquiles hubiera tenido unos tendones así, no habría muerto tan jovencito, el chiquillo. Definitivamente, el pavo odia a la dentición humana.

Y se resiste, el truhán, se resiste a ser manipulado por manos de cocinera. El pavo tiene un pacto con las fuerzas entrópicas del Universo. El pavo es un fiel garante de la ley de Murphy. Cuando un pavo entra en tu cocina, no como fiambre, sino con sus huesos y fibras del demonio, pasan cosas raras. El cuchillo con que lo estás descuartizando cae de punta y se clava en tus zapatillas de peluche. Una amenaza no muy velada. La madeja de hilo con que vas a intentar embridar los jirones de carne resultantes de la broma de los tendones, se deshace en el cajón de los cachivaches. Tu paciencia está al siete por ciento, así que empiezas a atar el amasijo de animal, jamón, queso y lonchas de pera, con un cabo de hilo que asoma por ahí. Piensas: qué haré yo haciendo manualidades culinarias a la hora de la siesta, si el mundo se va a acabar en dos días. Y entonces el hilo deja de fluir. Das un tirón. Premio: acabas de pescar un sacacorchos. Un pelador de verduras. Un acanalador de cítricos, una cucharilla sacabolas. Y ¿sabéis qué? Que la paciencia ha alcanzado niveles tan críticos, que te empieza a parecer hasta aceptable meter todas estas capturas en la olla, por si acaso le dan gusto al pavo.

Podríamos seguir así hasta el infinito. La olla rápida, que ayer hizo unas lentejas canónicas, de repente no funciona. El pavo la ha embrujado. El tiempo de cocción se alarga lo suficiente como para que el sueñecito con que pensaba culminar la receta se convierta en quimera. Y después de un encadenamiento monstruosamente largo de bostezos, lo que parecía pavo relleno para todo el barrio del Realejo se ha convertido en la ración ideal de un par de anoréxicas. Todo para, al final, descubrir que la carne de muslo de pavo no es tan inocua como prometía. La carne de muslo de pavo odia mi intestino tanto como la de cordero.

Lo dicho: que si esa mascota de Belcebú vuelve a ser visat en mi cocina, que a mí me salga un moco como el suyo, encima de la nariz.

Lucifer relleno saboteando mi cámara


lunes, 17 de diciembre de 2012

Mareo bloguero

Hace dos o tres entradas hacía mención a lo flojita que me siento, durante unos segundos, cada vez que publico por aquí cualquier cosa. Imaginadlo. Me acabo de pasar un buen rato peleándome con mi propia energía cerebral, y de pronto, eso que era exclusivamente mío, y que, como un feto, venía alimentándose en secreto de mí, de lo que impresiona a diario mi película, de mi historia personal, de la manera particular en que llevo relacionándome con el lenguaje desde que aprendí a articular la primera palabra, todo eso, con un simple click, deja de pertenecerme. Queda flotando fuera de mi control, en un mar de información tan vasto, que se ha convertido en la regla perfecta para medir la propia insignificancia. Y ahí está el post, desvalido, pequeñito, abandonado hasta por su propia mamá, que se ha ido por ahí a golfear, o a leer, o que ya está pensando en concebir un nuevo hijito. Hasta que alguno de vosotros atrapa este pez de palabras, y lo hace suyo. Eso pasa: que al leerlo, lo adoptáis. Mi texto interacciona con vuestra propia película y con vuestra propia historia. Y deja de ser exactamente como era cuando yo lo puse a nadar. Es recreado, digerido, malinterpretado, restaurado, enriquecido, embellecido, despedezado, consumido como el Hola en una peluquería o, con mucha más suerte, utilizado como una especie de brújula. Esa recarga de energía que activa un texto del que me he olvidado al poco de publicarlo, ese poder, aunque sea minúsculo, me da vértigo.

¿Sí? Pues ese vértigo no es nada, comparado con la fragilidad con la que me enfrento a la luz sintética de la pantalla cuando no tengo nada sólido que ofrecer. A mí me gusta sentarme (arrodillarme) con la parte más dura del trabajo ya hecha. Con una idea manoseada desde hace un montón de horas, y con un esbozo de estructura. ¿O es que os creíais que yo le dedico a esto nada más que el tiempo que empleo en darle elegantemente al teclado? Para nada. Escribir es una auténtica peoná. Sólo que a veces, muchas más de las que me gustaría, no soy tan profesional. Publico mi post del día, y me pongo a zumbar cual Abeja Maya. Salgo al mundo, y dejo que se me escurra entre los dedos, en vez de atraparlo. Debería volver a casa con un buen montón de piezas de caza, y en lugar de eso, me dedico a jugar, o a acariciar con la mirada, o a hacer ruido, y las presas se me escapan. Es lógica, claro, esta respuesta playera que sigue al hecho de dar por medianamente bueno un texto, y parirlo. Es una relajación tal, que medio me diluyo, me ahueco. Mi luz de malla se abre. Y así no hay quien empiece a trabajar de nuevo.

Cuando eso pasa, mi única opción es engatusar a una palabra cualquiera, y forzarla. Empezar a escribir cualquier chorrada, por si acaso de esa esquina basta del trozo de mármol empieza a asomar algo parecido a una forma. O poneros por delante un plato combinado de vivencias que, cada una por separado, no daría para llenar el buche. Cuando en mi libreta de notas no hay ningún tema que en ese momento me apetezca, entonces no me parece del todo deshonesto ofrecer una macedonia de sentimientos, similar a esas que arreglan una cena cuando no hay otra cosa en la nevera.

Y hoy podría hacer lo mismo. Podría haceros tragar que el cielo está blanco, y que al olmo que veo por mi balcón sólo le queda un puñado triste de hojas amarillas, que me recuerdan, por un atajo mental no muy intrincado, a la cabeza de mi abuelo. Podría dar envidia al revelar que el calendario parece haberme regalado este diciembre, para mi cumpleaños, porque hoy vuelvo a trabajar después de trece días, y sólo para otros cinco más. Podría inquietar confesando que anoche me quedé dormida con la sensación de estar ocupando un cuerpo alquilado.

Podría declarar cuánto me aberra el uso no anticonceptivo de los anticonceptivos, y mostrar la manera absolutamente militante con la que me he propuesto no usarlos, ni una sola vez, como excusa para mis posibles cambios de humor. Podría enfadarme de nuevo el enfoque farmacéutico de la medicina, a la que no se le ocurre otro modo de estimular a mi perezoso aparato hormonal que subvencionándolo con un buen chute extra de hormonas. Podría quedarme otra vez con mi indignación estéril en las manos, sin saber de qué manera no violenta responder a un gobierno que decide implantar de tapadillo el copago de medicamentos contra el sida, la leucemia y otros cánceres, para favorecer, flipa si te queda capacidad, un uso racional (??!!) de los mismos. Podría invitaros a soñar conmigo algún tipo de sociedad autogestionada, que supiera acogernos como a seres más humanos que bovinos.

Todo eso podría cortar en trocitos y aliñar, para poneros de merienda esta tarde. Si no fuera porque lo que hoy sí tenía que contar era, precisamente, ese manojo de pequeños mareos que me provoca lo que escribo día a día.

sábado, 15 de diciembre de 2012

La traición (y III)

Dejamos ayer al enamoradizo Esteban de camino a su oficina, tratando de colocarse en el vértice menos agradecido del famoso triángulo. Si Alicia fantasease, sólo eso, con liarse con su alergólogo...Bueno, en ese caso él estaría dispuesto a entrar con veinte granadas de mano en la imaginación de su mujer. La mera posibilidad de ser un cornudo de pensamiento hace que se sienta desamparado. Humillado. Desatendido. Y todos esos presentimientos le dan rabia, porque desautorizan el arrebato libertario de hace un rato. Antes, en la cafetería, la parte más utópica y desprendida de su razón le sugería que el amor es una cosa demasiado buena como para que participe en operaciones de resta: los amores deberían ser capaces de sumar, siempre, incluso de multiplicar. Eso de que un amor extirpe limpiamente a otro, eso de tener que podar todas las ramas del cariño para que sólo un tallo se alimente de ti y crezca... Todo eso a Esteban, no hace más de cinco minutos, le parecía estrecho de miras. Y hasta ruin. Ahora, tras su ejercicio de honestidad, tiene que reconocer que el número tres no es tan simpático. Maldita incoherencia. Maldita honestidad.

Nos despedimos de Esteban. Por si a alguien le interesa, diré que ha subido los tres tramos de escalera que llevan a su oficina con el teléfono pegado a la oreja. Hoy no va a volver a casa después del trabajo. Ha conseguido convencer a Alicia para que haga tiempo, cuando salga de la consulta del alergólogo, y lo espere. Alguien le ha dicho que han abierto un restaurante senegalés, ¡senegalés, prima!, y, bueno, ya que están fuera, hace un puñado de meses que no van al cine.

Adonde iba, con esta viñeta, es que el ego puede ser el verdugo en la sombra de un acto de traición, pero también es, sin duda, su primera víctima. Todos necesitamos que el otro nos mire sólo a nosotros, para no parecer ciegos. Todos tememos que un transvase de cariño o de deseo hacia una tercera persona nos deje a nosotros secos. A todos nos aterroriza la posibilidad de que un tercero nos empequeñezca, nos convierta en seres borrosos. El ego es una criatura menesterosa y frágil, y cuando se trata de que las bonitas teorías sobre el amor libre se pongan nuestros zapatos y bajen a la calle, uno prefiere guardarse toda esa libertad, y escoger a una sola persona, antes que verse expuesto al riesgo de ser un día abandonado. El amor es demasiado difícil de encontrar. El amor nos vertebra y nos regala, en la figura del otro, un hogar, una isla a la que poder arribar cuando nos lleguen los naufragios. ¿Cómo íbamos a querer compartir esa isla? ¿Y si no hay en ella alimento suficiente para sostener a más de un robinsón?

Y nos asusta tanto quedarnos sin nuestra dosis cotidiana y adulta de atención, que las sociedades a las que pertenecemos nos han amamantado con todo un cuerpo de normas morales en torno a la dualidad. Es malo fantasear con otra persona. Malo, malo. No tienes corazón, si lo haces. Eres un desalmado, si pasas de la fantasía a los hechos. Eres mezquino, si te introduces como una cuña en una pareja, y la parasitas. Eres una mierda, si tu novio, tu novia, se lía con otro. Y si te cuesta tanto elegir que sólo se te ocurre la opción de montar tu vida en paralelo, entonces has de saber que puedes pasarte hasta un añito de vacaciones en el talego. Eso a mí, francamente, me parece lamentable. Desde los tiempos de Hammurabi, el Derecho, la misma religión, se han formulado como herramientas para apuntalar unos mínimos de armonía en la vida de la comunidad. Que se atrevan a poner sus zarpas sobre algo tan íntimo cómo lo que cada cual hace con el amor y la vocación de cuidado que lleva dentro, no deja de ser una forma de injerencia paternalista.

Pero, cuidado, que no estoy dándome permiso, por si algún día tengo la mala suerte de verme en la tesitura de tener que repartir mis cariños. Esto no es una apología de la traición. Es sólo un intento de acercamiento humilde y desnudo de prejuicios a un tema que, por afectar íntimamente al ego, debería interesarnos a todos. Es sólo un puñado de conjeturas y teorías. ¿Y qué hay de la práctica? Bueno. Confesaré que no soy celosa, pero quizás sea porque nunca me han dado razones de peso para serlo. Confesaré que, hace mucho, me interesé insensatamente por un señor casado. Yo seguía teniendo entonces una edad mental de quince años. Era de un romanticismo radical y narcisista, y sólo me importaba lo que afectara a mi propio corazón. No me parecía justo renunciar a opciones sentimentales por el simple hecho de haber llegado tarde. No me parecía un crimen compartir.

Pero es que entonces no tenía juicio suficiente como para guiarme según mi propio sistema de valores. Estaba en tierra de nadie entre la moral heredada y la convicción íntima. Ahora, ya lo sabéis, sigo la religión que marcan mis diez mandamientos. Y, respecto a la traición sentimental, debo decir que mi postura, en caso de, se resumiría con un solo precepto: escoger siempre la opción que, en conjunto, menos daño cause.


(Y con un chin pon, aquí se cierra esta tercera trilogía. El número tres, que es así de tentador)


viernes, 14 de diciembre de 2012

La traición (II)


Decíamos ayer (jujuju) que, según la teoría oficial, la culpa de buena parte de los adulterios la tiene la tan cacareada crisis de la madurez. Bien. Otra de las consideraciones clásicas de esta teoría, habitual en novelas y teleseries, es que el adulterio actúa nada más que como el catalizador de una ruptura, y que, detrás de todo episodio de cuernos, hay un malestar sentimental previo que se ha venido larvando desde quién sabe cuándo, tal vez desde la primera cena de Nochebuena con la familia de la pareja. Vale, será verdad (yo muero por los padres de Jose, conste). Pero también lo es que la infidelidad, al menos desde un punto de vista abstracto, magnetiza la fantasía incluso de personas que pueden presumir de mantener una relación amorosa robusta e inquebrantable. Porque cuenta, la infidelidad, con un poder todavía más sutil y profundo que el generado por el paso sistemático de los años; por la pulsión de novedad que brota del hastío; por la sensación de derrota que acompaña a la guerra de guerrillas sentimental; o por la sospecha, algo más inocua, de que lo que uno tiene en el corazón se parece bastante a esos cromos repetidos de los que no había manera de deshacerse mediante trueque. La traición, creo, apela al corazón del ego. No es sólo un problema de tú y yo, sino, sobre todo, de yo y yo.

Veamos un ejemplo. Esteban ama a Alicia. Sin dudas, sin fisuras. Ambos han pasado ya aquella primera fase de arrebatamiento carnal y sentimental, cuando el foco de su atención estaba totalmente centrado en el otro, volviendo borroso el resto de la realidad. Llevan juntos seis años, y se comprenden, se respetan, completan mutuamente las frases apenas formuladas por el otro, y se ríen con las mismas chorradas ininteligibles para los demás. Esteban quiere que la jubilación llegue para irse a un viaje del Imserso de la mano de Alicia. Alicia se aburre mortalmente con otra gente. Sin embargo, Esteban siempre fue enamoradizo. Desde parvulitos. Y, de manera fugaz e íntima, lo sigue siendo. No es que se enamore como un Romeo. Simplemente, es sensible a la belleza ajena. Al humor ajeno, a los hoyuelos ajenos, yo qué sé, a las feromonas ajenas. Y Alicia no ha dejado de parecerle nunca la más guapa, la más graciosa, la más adorable y la más sexy. Pero eso no elimina de un plumazo la fuerza de lo ajeno. Por eso Esteban se queda prendado con frecuencia, durante unos minutos, mientras desayuna en la cafetería cercana a su oficina, o en el Zara, o en Piazza Navona. El encantamiento es tan fugaz como uno de esos juegos infantiles en los que, a una señal, hay que quedarse muy quieto. Pero a veces, muy pocas, Esteban se turba. Se siente confuso. Desleal. No debería haberle sonreído como un bobo a la camarera nueva. De verdad. No debería. Y, al mismo tiempo, un bicho diminuto empieza a roer en su cabeza. Joder, se dice, qué mal hago a nadie. ¿Es que no puede uno fantasear siquiera? ¿No puede estar uno un ratito consigo mismo? Esteban vuelve a admirar la finura de las muñecas de la camarera.

Lo que yo creo que le ha pasado a Esteban, lo que le pasa a todo el que imagina vagamente citas y piropos clandestinos, mientras se sienta junto a su querida pareja, es que se ha sentido inclinado, repentinamente, a reivindicar su propia individualidad. El bicho de su cabeza le ha sugerido que tampoco es tan peligroso, que a lo mejor hasta es sano, que en su corazón conserve una parcela virgen a la ocupación del otro. Esteban ha reclamado su derecho a dejar de ser, por un momento, parte de un binomio insoluble. A formular unos cuantos verbos, por primera vez desde hace ya seis años, en la primera persona del singular. A andar en bolas por un pequeño rincón de su intimidad. A disfrutar unos minutos de su apartamento de soltero mental. Se ha dejado seducir por esa transgresión fatal llamada libertad.

¿Y qué pasa si Esteban decide hoy pedirle un segundo café con leche a la camarera nueva? ¿Qué pasa si aquel bicho empieza a desbrozar una zona de su mente que deja a la vista cierta competición consigo mismo? ¿No es posible que Esteban empiece a especular si podría seguir resultando atractivo para otra mujer distinta de Alicia? Ya no se acuerda siquiera de lo que había que hacer para ligar pero, si quisiera hacerlo de veras, ¿no lo conseguiría? A lo mejor, a mitad de su segunda taza, a Esteban le asalta un leve deseo de demostrarse a sí mismo que el amor que tiene por su mujer no le ha limado las uñas, que no es uno de esos patéticos leones viejos de los documentales a los que expulsan hasta de su trono de zoológico. Mientras espera a que la camarera nueva le devuelva el cambio, y una última sonrisa, Esteban se pregunta ya hasta qué punto es natural el amor de pareja. La dualidad. Si la predación sexual no es un aspecto innato en el comportamiento de los mamíferos. Si no habrá ahí, en alguna circunvolución recóndita de su cerebro, una tensión sofocada por milenios de conveniencia cultural.

La sonrisa de la camarera nueva también parece innata. Venía con ella de fábrica. Esteban coge el cambio, y sale de la cafetería con las manos en los bolsillos. La dosis extra de cafeína le hormiguea por todo el cuerpo. De camino a la oficina, imagina lo que pensaría si Alicia también se permitiera licencias mentales como esta...Pero vamos a dejar tranquilo a este buen hombre corriente, hasta mañana, a ver si mea el café y se le aclaran las ideas.

jueves, 13 de diciembre de 2012

La traición (I)


Una pequeña confesión: nada más publicar aquel último relato titulado La mujer de mi jefe, me arrepentí ligeramente de haberlo hecho. No tanto como para levantarme de la cama en mitad de la noche, encender el ordenador, y suprimir la entrada; pero sí lo bastante como para prohibirme volver a escribir en torno al tema de la traición y la infidelidad. Porque, si las cuentas no me fallan (cada vez que escriba una frase adorablemente pegote como esta marcaré a continuación un “jujuju”), ese era el tercero que aparecía por aquí, después de este y de este. Me extraña que Madrede no se diese cuenta de semejante reincidencia, y que no me llamase en cuanto lo leyó, preocupadísima por el estado de mi noviazgo. A Madrede es que le cuesta entender todavía que entre lo que escribo y lo que vivo hay más un parentesco, a veces íntimo, a veces remoto, que una identificación exacta. El caso es que, en aquel momento, a la vulnerabilidad que sigue inmediatamente a la publicación de una entrada nueva se le sumó una especie de vértigo. Me dije: eh, Silvia, que acabas de perpetrar una Trilogía sobre la Traición. ¿Qué tienes que decir ante eso? ¿Qué dice eso de ti? Evidentemente, el vértigo duró lo mismo que el que sufres cuando te agachas para atarte los cordones. Me quedé dormida, y al día siguiente, me topé de nuevo con la incontestable realidad de que todavía no ha nacido el crítico que estudie “mi obra” (jujuju) desde una perspectiva global.

He vuelto a acordarme hoy de aquel vertiguillo. Porque me he dado cuenta de que, como lectora, estoy completando una Trilogía sobre la Traición paralela. En menos de dos meses habré terminado tres novelas en cuyos argumentos figura una mujer que engaña a su marido. A saber: El día después del cumpleaños, de Lionel Shriver; Cómo ser buenos, de Nick Hornby, y este de Andrés Neuman, Hablar solos. ¿Casualidad? ¿Un interés soterrado que me guía, como el sónar de los delfines, hacia libros que tratan el tema? ¿Una refinada conjura literaria, un jueguecito perverso de mi biblioteca, al estilo de Las amistades peligrosas?

Lo siguiente es una especie de intento de aplacar el brote repentino de hipocondría moral que percatarme de esa doble trilogía me ha provocado. No, no creo que esté especialmente interesada en el adulterio, y que lea y escriba textos sobre ello en busca de un manual de instrucciones. O por lo menos, no estoy más interesada en el tema que tú, o que tú. Es un cliché, eso de que uno escribe y lee lo que le gustaría vivir, y no puede, o no se atreve. Un cliché cierto, pero ahora no viene a cuento. El caso es que, sea lo que sea que pase por el corazón del lector, los cuernos nos atraen y nos perturban, a todos. De ahí el éxito de Otelo. De Ana Karenina. De Madame Bovary. De Los puentes de Madison. De ahí que la imaginación se vaya ocasionalmente de excursión, ella solita, lejos del amparo de la pareja perfecta. ¿Cómo? ¿Que a ti no te ha pasado nunca? ¿Le has sido fiel a tu amorcito, de pensamiento, palabra y obra, exactamente todos los segundos de vuestra vida en común? Perdóname que te lo diga, pero eres un hipocritilla.

La teoría oficial dice que los infieles lo son por aburrimiento. Uno ya lo sabe todo de la persona que lleva siendo su pareja desde hace cinco, diez años. Conoce la composición exacta del olor de su aliento mañanero; dónde guarda su madre las servilletas buenas; o los refranes privados que acotan cada minúsculo aspecto de la pauta cotidiana, del tipo “cuántas veces te habré dicho que no compres las lentejas grandes, sino las pardinas”, o “hay que ver lo que le cuesta a la gente poner los intermitentes en las rotondas”. Uno se sabe instalado en la madurez, que es lo mismo que decir en la rutina, y un día, al ver el bulto de su pareja vuelto de espaldas en la cama, siente un pequeño amago de náusea: Uno se da cuenta de que ese, y no otro, nunca más otro, es el único bulto en la cama que va a ver de ahí hasta que se muera. Y entonces lo que se supone que pasa es que las costuras de los compromisos empiezan a dar de sí, y que Uno intenta recuperar un poquito del aroma de la juventud perdida haciendo el tonto, con deportes de aventura. Me gusta esa acepción de la palabra aventura. Tan rancia. Tan apropiada. Porque lo que Uno añora, más que la novedad de un tercer cuerpo, es el gusanillo, la adrenalina.

Bien, la teoría oficial no se equivoca. Que levante la mano el que, yendo de la mano de su sólida, comprensiva e ideal pareja, no haya sentido una punzada de envidia al ver a dos novios de tres días besándose apasionadamente en un banco de la calle, o a dos tontainas bebiéndose los ojos en la barra de un bar, contándose las vidas, quitándose motitas imaginarias del jersey. Porque, oh, los comienzos son tan excitantes, tan decisivos. Son el Everest del amor, el momento en el que el todo y la nada se dan la mano. Y esa hermosura tan peligrosa de un beso que ya se intuye, pero que no, todavía no, o del abrazo en que uno es completamente nuevo para el otro y que, por tanto, da permiso para reinventarse, esa juventud exultante, emborrachan y enganchan. Luego, uno se va desintoxicando de los comienzos, y si tiene suerte, lo que comienza es a dar las gracias, todos los días, por que el torrente turbulento de los amores se haya remansado, dando paso a una etapa en la que no hace falta un traductor para entender los idiomas íntimos. Y sin embargo, qué ex-fumador no siente nunca las ganas de tragarse el humo de un cigarro ajeno; qué ex-alcohólico no acelerará el paso por el pasillo de licores del Mercadona, para no quedarse embobado mirando las etiquetas de las botellas.


Y mañana más, queriditos. Que los post son como los mantecados. Uno es amor. Dos, empacho. Tres...bueno, ya sabéis...Multitud.


martes, 11 de diciembre de 2012

Atlas de historia de un ratito al sol

Mediodía. Me gusta esa hora que no pertenece exactamente ni a la mañana ni a la tarde. Igual que el reloj, también yo me he metido en un paréntesis entre las discutibles tareas de las vacaciones. Ya he desayunado. Ya he hecho las camas. Ya he leído en pijama, sobre el tranco de la puerta. Me acabo de duchar, de embadurnar de crema, de vestir como un ser humano socializado. Y ahora hago tiempo, mientras nos vamos a Estepona a unos mandados.

Me he sentado a leer en la silla que mi madre llama de costura, porque es baja y culona como una abuelita, pero, dios, este sol es puro virtuosismo, y el libro se ha quedado repantigado en mi regazo. Cierro los ojos, y giro en pos del calor. Casi siento un cosquilleo de pétalos de girasol brotándome en el cuello. Lo que mi mejilla, mi pantorrilla izquierda, experimentan ahora se llama amor, con sus cuatro letras flagrantes. Así que no me cuesta imaginar que estoy posando para un pintor. No porque me vea componiendo una bonita imagen trucada, yo, tan limpia, oliendo tan bien como una panadería, con mis gafas de sol que nunca pasan de moda, mi vestidito de flores y mis botines, mi perfil agradecido, tan mona. No, no es eso. Es que, saliendo de mí misma, he hecho un minúsculo viaje astral. Mi conciencia se ha plantado allí, a unos seis metros en horizontal, y estudia la figura que ofrezco, el halo de gozo que me envuelve. Me veo desde fuera, y veo algo bueno y completo.



Pasado mi lapsus budista, abro los ojos. En las baldosas de barro que enlosan el porche está creciendo una pelusa de sal. Me levanto, paso un dedo por ella, y la siego un poquito. La lente que antes me capturaba en panorámica hace ahora un zoom a supermacro. Es suave como plumón, la pelusa, tierna como un peluche. No puedo evitar ponérmela sobre la lengua. Y menos mal que nadie me está mirando. Menos mal que el pintor que imaginaba antes no es ni de lejos tan aprensivo o maternal como Jose. Que, si me pillara, diría “¿estás loca, o es que quieres intoxicarte, Madame Bovary?”. Mi padre diría: “no, si tú vas a terminar comiendo hierba y lamiendo piedras, como las cabras”. Yo diría, si estuviera en modo cursi: necesito este acercamiento íntimo a las cosas. Saborearlas, como una gourmet de mi propia vida.

Pero la pelusa apenas roza mis papilas gustativas. Se desintegra con la misma rapidez con que la pesada de mi razón se ha recompuesto. No he llegado a captar físicamente su sabor salado, y sin embargo, ya me estoy montando historias sobre la composición del barro de las losetas, o del cemento que hay entre ellas. ¿Por qué cristaliza esta sal? ¿De dónde fueron arrancados la arcilla y la arena que se usaron para moldear estos materiales? ¿Estaban cerca del mar esos paisajes? ¿Se fue haciendo cada vez más fea la vista en ellos, con cada camión de material que salía de las canteras? Me he quedado un instante varada en medio de mi porche radiante, y me doy cuenta, de pronto, de lo completamente cargado de historia que está una escena tan escueta como esta.

Este vestido que compré el año pasado, una vez que salí con mi madre, y al que ella le estrechó la cintura. Este vestido significa un tiempo benigno entre los últimos días del verano y las primeras heladas; o un paseo marítimo, con jubilados que se hacen demostraciones de flexibilidad, y con moritos que intentan ligarse a alguna guiri talluda; o la hora del vermú en un domingo de noviembre granadino no demasiado cruel. Estos botines. La de horas, la de tiendas, hasta que los encontré. La rozadura en el dedo meñique que tuve que ofrecerles en sacrificio. Este porche, que no aparecía en el plano mental que mi madre seguía cuando se levantó la casa, porque fue construido después de que mi familia se descompusiera. Este porche que, a pesar de ello, nos ha cobijado a sus cuatro miembros, que se ha admirado de la simplicidad ideal de las cenas de verano, que nos ha visto echar la siesta en una hamaca, tapados con una toalla de playa, que está borracho de jazmines la mitad de noches del año.

Este olor a crema hidratante que se activa con el calorcito, y que me recuerda todo lo que brego para que mi piel y yo sigamos siendo una pareja medianamente bien avenida. Esos almendros, esas higueras de ahí enfrente que plantó mi padre, como quien come cacahuetes delante de la tele, y que han seguido ahí día tras día, haciendo la fotosíntesis, perdiendo la hoja a regañadientes a cada arremetida de los inviernos suaves de Estepona, rebrotando en cada primavera. Los miro, y los siento casi hermanastros, y envidio ese poder de la mano de mi padre, y deseo poder heredarlo para aplicarlo a lo que escribo. Este libro de Andrés Neuman que, sin él saberlo, toma el sol conmigo. Todos los borradores mentales que fueron desechados antes de que este montoncito concreto de hojas llegara hasta mí. Todas las horas que el escritor pasó con la mano sobre la frente iluminada por la pantalla de su ordenador. Todo lo que dejó de hacer para que sus personajes se colaran aquí también, en el porche de una casa de campo. Su dedicatoria manuscrita en la tercera página de este libro que saqué de la biblioteca.

Podría quedarme horas sentada en esta sillita que también tiene su historia, atendiendo a lo que cada mínima cosa tiene para contarle al mundo. Y, luego, horas trenzando esas minúsculas historias de tiempo y trabajos. Aunque sólo yo las leyese, valdría la pena el esfuerzo, porque la escritura, así entendida, es un arma de dignidad.