(Ayer
medio escribí esta tontunería, y tuve el buen tino de no
publicarla, por pudor. Pero hoy mi vocación de payasa ha podido con
la escritora seria en la que me estaba convirtiendo. Eso, y que me he
traído cuatro librazos de la biblioteca, y me muero por hincarles el
diente. Y que mis vecinos están taladrando los muros de carga del
edificio, digo yo, por como vibran mis muebles, y no es plan de dejar
para la posteridad una inconclusa obra maestra)
No, no voy a hablar de mi adolescencia
(todavía). Que bastantes miserias hay ya en el mundo. Hoy abro el
chiringuito angustiada. Mirando hacia mi espalda en cada punto y
seguido. Me está acosando. Ahora no puedo verlo. Pero yo sé que
sigue ahí. Esperando agazapado a que me embelese con la escritura
para caer sobre mí y atraparme entre sus mugrientas alas. El pavo.
El Pavo. Mi nuevo Antagonista Culinario. La Calamidad hecha
ingrediente de cocina. Hasta hoy a las cuatro de la tarde, yo seguía
pensando que mi archienemiga era la castaña. Ahora recuerdo mis
peleítas con ella, y me parecen tan inofensivas como las de Dolores
Abril y Juanito Valderrama.
El pavo es una triste criatura, eso lo
sabe todo el mundo. Feo de vomitar. Raro como primo carnal de Alien.
Con esos gorgoteos que dan ganas de liarte a matar seres vivos con la
única ayuda de una cucharilla. Soso. Tocho. Estrafalario. El
hazmerreír del corral. Si hasta las gallinas se deben de sentir
astutas a su lado, qué injurias no le habremos dedicado nosotros,
los humanos. El estigma insufrible de la edad del pavo... Mira que es
pava, la Fulanica... Eso no es moco de pavo.... “Ponme cien
gramos de mortadela de pavo”. “Pero, ¿cómo? ¿Otra vez a dieta,
Puri? ¿Qué dices? ¿Que el cochino te da grimita? ¿Que hasta el
jamón ibérico te sabe a verraco? Aaah, bueno, si es por eso...Pero,
oye, Puri, en confianza, ¿a ti esta cosa rosa te recuerda a la
comida?” Porque el pavo es un quiero y no puedo. Una mojigatez del
sabor. Una reminiscencia hospitalaria. Un impuesto revolucionario de
esa religión fanática autodenominada “vida sana”.
Vale, una vez al año el pavo se
convierte en el protagonista de los ágapes familiares más rancios.
Pero yo tengo una teoría. De alguna manera, los estadounidenses han
intuido, antes que ninguna otra nación, el carácter maligno de los
pavos. Y por eso lo han revestido de rasgos semidivinos, y han
montado en torno en su honor el numerito de Acción de Gracias. Para
congraciarse con él. Para expiar las culpas que la humanidad entera
carga, a causa de su trato denigratorio al pavo.
Así que advertidos quedáis. No os
dejéis engañar por la insulsa carne de su pechuga. Parece una
pelota de Pilates con plumas y pico elefantiásico, el pavo, todo
carne magra. Torpe y apresurada impresión. Aquí mi descubrimiento,
realizado tras el arduo proceso de disección de un par de muslos de
pavo: si este animal resulta tan grotesco es porque, en realidad, es
un compuesto de varios elementos zoológicos. Visto desde el punto de
vista de su anatomía muscular, un pavo es el resultado de los amores
orgiásticos de una gallina con una iguana, con un choco, con un
corredor de maratón, con una abuela andaluza y con una pija vetusta
de Puerto Banús. ¿Es esta una gracia gratuita? Para nada. Lo de la
gallina está claro, pero ¿un choco? Efectivamente: el muslo de
pavo, que presentado en su bandejita del Carrefour, prometía carnes
lozanas y, con un poco de buena fe, hasta jugosas, esconde en sí una
serie de excrecencias blanquecinas de forma y consistencia similares
a las de la concha interna del choco. ¿La iguana, la abuelita
andaluza? Por lo mismo. Esa puñalada trapera de la carne del pavo
bien podría ser o un resto córneo análogo a la cresta de las
iguanas, con lo cual nuestro amiguito pasaría a ser directamente el
eslabón vivo entre reptiles y aves; o una convergencia adaptativa
hacia el triste juanete de las queridas omaítas. Pero ¿y qué hay
de la pija, y del corredor de maratón? Entramos ya en la peliaguda
materia de los tendones A ver, tenemos a una acaudalada señora que
hace años que no se acuerda de cómo se utilizan los Tampax, una
de esas criaturas con cara revestida de corcho, y labios abullonados.
Arrodillémonos gentilmente, y espiemos su calzado. Unos manolos,
claro. Por delante, los dedos se apiñan como manita de italiano. ¿Y
por detrás? Santo Cristo, ¿qué es eso? La visión trasera de esos
tobillos descarnados nos espanta. Parecen un manojo de guitas,
¿verdad?. Pues así es, por dentro, un muslo de pavo. Que no tiene
tendones, no: tiene pilares. Si Aquiles hubiera tenido unos tendones
así, no habría muerto tan jovencito, el chiquillo. Definitivamente,
el pavo odia a la dentición humana.
Y se resiste, el truhán, se resiste a
ser manipulado por manos de cocinera. El pavo tiene un pacto con las
fuerzas entrópicas del Universo. El pavo es un fiel garante de la
ley de Murphy. Cuando un pavo entra en tu cocina, no como fiambre,
sino con sus huesos y fibras del demonio, pasan cosas raras. El
cuchillo con que lo estás descuartizando cae de punta y se clava en
tus zapatillas de peluche. Una amenaza no muy velada. La madeja de
hilo con que vas a intentar embridar los jirones de carne resultantes
de la broma de los tendones, se deshace en el cajón de los
cachivaches. Tu paciencia está al siete por ciento, así que
empiezas a atar el amasijo de animal, jamón, queso y lonchas de
pera, con un cabo de hilo que asoma por ahí. Piensas: qué haré yo
haciendo manualidades culinarias a la hora de la siesta, si el mundo
se va a acabar en dos días. Y entonces el hilo deja de fluir. Das un
tirón. Premio: acabas de pescar un sacacorchos. Un pelador de
verduras. Un acanalador de cítricos, una cucharilla sacabolas. Y
¿sabéis qué? Que la paciencia ha alcanzado niveles tan críticos,
que te empieza a parecer hasta aceptable meter todas estas capturas
en la olla, por si acaso le dan gusto al pavo.
Podríamos seguir así hasta el infinito.
La olla rápida, que ayer hizo unas lentejas canónicas, de repente
no funciona. El pavo la ha embrujado. El tiempo de cocción se alarga
lo suficiente como para que el sueñecito con que pensaba culminar la
receta se convierta en quimera. Y después de un encadenamiento
monstruosamente largo de bostezos, lo que parecía pavo relleno para
todo el barrio del Realejo se ha convertido en la ración ideal de un
par de anoréxicas. Todo para, al final, descubrir que la carne de
muslo de pavo no es tan inocua como prometía. La carne de muslo de
pavo odia mi intestino tanto como la de cordero.
Lo dicho: que si esa mascota de Belcebú
vuelve a ser visat en mi cocina, que a mí me salga un moco como el suyo,
encima de la nariz.
Lucifer relleno saboteando mi cámara |
Chica pues la pinta es de lo más apetitosa!.
ResponderEliminarHija mía,para qué te metes en esos berenjenales;con lo ricas,sanas y rápidas de hacer que son,por ejemplo,unas lentejitas.
ResponderEliminarDe payasa a payasa: por favor, sigue cultivando esa vocación, aunque sea esporádicamente.
ResponderEliminarYo creo que una sola vez he cocinado ese bicho raro y fueron esas "excrecencias blanquecinas" las que me hicieron decidir que sería la última. ¿Qué c...es eso?
Y eso que en la foto ha salido muy favorecido. Bonita luz.
Ah, una petición: tengo que preparar para la cena navideña con las talibanas uno o dos platos, a ser posible veganos. Échame una mano, prima. Si prefieres ponerlo en el Facebook...