miércoles, 19 de diciembre de 2012

La edad del pavo

(Ayer medio escribí esta tontunería, y tuve el buen tino de no publicarla, por pudor. Pero hoy mi vocación de payasa ha podido con la escritora seria en la que me estaba convirtiendo. Eso, y que me he traído cuatro librazos de la biblioteca, y me muero por hincarles el diente. Y que mis vecinos están taladrando los muros de carga del edificio, digo yo, por como vibran mis muebles, y no es plan de dejar para la posteridad una inconclusa obra maestra)


No, no voy a hablar de mi adolescencia (todavía). Que bastantes miserias hay ya en el mundo. Hoy abro el chiringuito angustiada. Mirando hacia mi espalda en cada punto y seguido. Me está acosando. Ahora no puedo verlo. Pero yo sé que sigue ahí. Esperando agazapado a que me embelese con la escritura para caer sobre mí y atraparme entre sus mugrientas alas. El pavo. El Pavo. Mi nuevo Antagonista Culinario. La Calamidad hecha ingrediente de cocina. Hasta hoy a las cuatro de la tarde, yo seguía pensando que mi archienemiga era la castaña. Ahora recuerdo mis peleítas con ella, y me parecen tan inofensivas como las de Dolores Abril y Juanito Valderrama.

El pavo es una triste criatura, eso lo sabe todo el mundo. Feo de vomitar. Raro como primo carnal de Alien. Con esos gorgoteos que dan ganas de liarte a matar seres vivos con la única ayuda de una cucharilla. Soso. Tocho. Estrafalario. El hazmerreír del corral. Si hasta las gallinas se deben de sentir astutas a su lado, qué injurias no le habremos dedicado nosotros, los humanos. El estigma insufrible de la edad del pavo... Mira que es pava, la Fulanica... Eso no es moco de pavo.... “Ponme cien gramos de mortadela de pavo”. “Pero, ¿cómo? ¿Otra vez a dieta, Puri? ¿Qué dices? ¿Que el cochino te da grimita? ¿Que hasta el jamón ibérico te sabe a verraco? Aaah, bueno, si es por eso...Pero, oye, Puri, en confianza, ¿a ti esta cosa rosa te recuerda a la comida?” Porque el pavo es un quiero y no puedo. Una mojigatez del sabor. Una reminiscencia hospitalaria. Un impuesto revolucionario de esa religión fanática autodenominada “vida sana”.

Vale, una vez al año el pavo se convierte en el protagonista de los ágapes familiares más rancios. Pero yo tengo una teoría. De alguna manera, los estadounidenses han intuido, antes que ninguna otra nación, el carácter maligno de los pavos. Y por eso lo han revestido de rasgos semidivinos, y han montado en torno en su honor el numerito de Acción de Gracias. Para congraciarse con él. Para expiar las culpas que la humanidad entera carga, a causa de su trato denigratorio al pavo.

Así que advertidos quedáis. No os dejéis engañar por la insulsa carne de su pechuga. Parece una pelota de Pilates con plumas y pico elefantiásico, el pavo, todo carne magra. Torpe y apresurada impresión. Aquí mi descubrimiento, realizado tras el arduo proceso de disección de un par de muslos de pavo: si este animal resulta tan grotesco es porque, en realidad, es un compuesto de varios elementos zoológicos. Visto desde el punto de vista de su anatomía muscular, un pavo es el resultado de los amores orgiásticos de una gallina con una iguana, con un choco, con un corredor de maratón, con una abuela andaluza y con una pija vetusta de Puerto Banús. ¿Es esta una gracia gratuita? Para nada. Lo de la gallina está claro, pero ¿un choco? Efectivamente: el muslo de pavo, que presentado en su bandejita del Carrefour, prometía carnes lozanas y, con un poco de buena fe, hasta jugosas, esconde en sí una serie de excrecencias blanquecinas de forma y consistencia similares a las de la concha interna del choco. ¿La iguana, la abuelita andaluza? Por lo mismo. Esa puñalada trapera de la carne del pavo bien podría ser o un resto córneo análogo a la cresta de las iguanas, con lo cual nuestro amiguito pasaría a ser directamente el eslabón vivo entre reptiles y aves; o una convergencia adaptativa hacia el triste juanete de las queridas omaítas. Pero ¿y qué hay de la pija, y del corredor de maratón? Entramos ya en la peliaguda materia de los tendones A ver, tenemos a una acaudalada señora que hace años que no se acuerda de cómo se utilizan los Tampax, una de esas criaturas con cara revestida de corcho, y labios abullonados. Arrodillémonos gentilmente, y espiemos su calzado. Unos manolos, claro. Por delante, los dedos se apiñan como manita de italiano. ¿Y por detrás? Santo Cristo, ¿qué es eso? La visión trasera de esos tobillos descarnados nos espanta. Parecen un manojo de guitas, ¿verdad?. Pues así es, por dentro, un muslo de pavo. Que no tiene tendones, no: tiene pilares. Si Aquiles hubiera tenido unos tendones así, no habría muerto tan jovencito, el chiquillo. Definitivamente, el pavo odia a la dentición humana.

Y se resiste, el truhán, se resiste a ser manipulado por manos de cocinera. El pavo tiene un pacto con las fuerzas entrópicas del Universo. El pavo es un fiel garante de la ley de Murphy. Cuando un pavo entra en tu cocina, no como fiambre, sino con sus huesos y fibras del demonio, pasan cosas raras. El cuchillo con que lo estás descuartizando cae de punta y se clava en tus zapatillas de peluche. Una amenaza no muy velada. La madeja de hilo con que vas a intentar embridar los jirones de carne resultantes de la broma de los tendones, se deshace en el cajón de los cachivaches. Tu paciencia está al siete por ciento, así que empiezas a atar el amasijo de animal, jamón, queso y lonchas de pera, con un cabo de hilo que asoma por ahí. Piensas: qué haré yo haciendo manualidades culinarias a la hora de la siesta, si el mundo se va a acabar en dos días. Y entonces el hilo deja de fluir. Das un tirón. Premio: acabas de pescar un sacacorchos. Un pelador de verduras. Un acanalador de cítricos, una cucharilla sacabolas. Y ¿sabéis qué? Que la paciencia ha alcanzado niveles tan críticos, que te empieza a parecer hasta aceptable meter todas estas capturas en la olla, por si acaso le dan gusto al pavo.

Podríamos seguir así hasta el infinito. La olla rápida, que ayer hizo unas lentejas canónicas, de repente no funciona. El pavo la ha embrujado. El tiempo de cocción se alarga lo suficiente como para que el sueñecito con que pensaba culminar la receta se convierta en quimera. Y después de un encadenamiento monstruosamente largo de bostezos, lo que parecía pavo relleno para todo el barrio del Realejo se ha convertido en la ración ideal de un par de anoréxicas. Todo para, al final, descubrir que la carne de muslo de pavo no es tan inocua como prometía. La carne de muslo de pavo odia mi intestino tanto como la de cordero.

Lo dicho: que si esa mascota de Belcebú vuelve a ser visat en mi cocina, que a mí me salga un moco como el suyo, encima de la nariz.

Lucifer relleno saboteando mi cámara


3 comentarios:

  1. Chica pues la pinta es de lo más apetitosa!.

    ResponderEliminar
  2. Hija mía,para qué te metes en esos berenjenales;con lo ricas,sanas y rápidas de hacer que son,por ejemplo,unas lentejitas.

    ResponderEliminar
  3. Anónimo entre comillas20 diciembre, 2012 23:22

    De payasa a payasa: por favor, sigue cultivando esa vocación, aunque sea esporádicamente.
    Yo creo que una sola vez he cocinado ese bicho raro y fueron esas "excrecencias blanquecinas" las que me hicieron decidir que sería la última. ¿Qué c...es eso?
    Y eso que en la foto ha salido muy favorecido. Bonita luz.
    Ah, una petición: tengo que preparar para la cena navideña con las talibanas uno o dos platos, a ser posible veganos. Échame una mano, prima. Si prefieres ponerlo en el Facebook...

    ResponderEliminar