viernes, 14 de diciembre de 2012

La traición (II)


Decíamos ayer (jujuju) que, según la teoría oficial, la culpa de buena parte de los adulterios la tiene la tan cacareada crisis de la madurez. Bien. Otra de las consideraciones clásicas de esta teoría, habitual en novelas y teleseries, es que el adulterio actúa nada más que como el catalizador de una ruptura, y que, detrás de todo episodio de cuernos, hay un malestar sentimental previo que se ha venido larvando desde quién sabe cuándo, tal vez desde la primera cena de Nochebuena con la familia de la pareja. Vale, será verdad (yo muero por los padres de Jose, conste). Pero también lo es que la infidelidad, al menos desde un punto de vista abstracto, magnetiza la fantasía incluso de personas que pueden presumir de mantener una relación amorosa robusta e inquebrantable. Porque cuenta, la infidelidad, con un poder todavía más sutil y profundo que el generado por el paso sistemático de los años; por la pulsión de novedad que brota del hastío; por la sensación de derrota que acompaña a la guerra de guerrillas sentimental; o por la sospecha, algo más inocua, de que lo que uno tiene en el corazón se parece bastante a esos cromos repetidos de los que no había manera de deshacerse mediante trueque. La traición, creo, apela al corazón del ego. No es sólo un problema de tú y yo, sino, sobre todo, de yo y yo.

Veamos un ejemplo. Esteban ama a Alicia. Sin dudas, sin fisuras. Ambos han pasado ya aquella primera fase de arrebatamiento carnal y sentimental, cuando el foco de su atención estaba totalmente centrado en el otro, volviendo borroso el resto de la realidad. Llevan juntos seis años, y se comprenden, se respetan, completan mutuamente las frases apenas formuladas por el otro, y se ríen con las mismas chorradas ininteligibles para los demás. Esteban quiere que la jubilación llegue para irse a un viaje del Imserso de la mano de Alicia. Alicia se aburre mortalmente con otra gente. Sin embargo, Esteban siempre fue enamoradizo. Desde parvulitos. Y, de manera fugaz e íntima, lo sigue siendo. No es que se enamore como un Romeo. Simplemente, es sensible a la belleza ajena. Al humor ajeno, a los hoyuelos ajenos, yo qué sé, a las feromonas ajenas. Y Alicia no ha dejado de parecerle nunca la más guapa, la más graciosa, la más adorable y la más sexy. Pero eso no elimina de un plumazo la fuerza de lo ajeno. Por eso Esteban se queda prendado con frecuencia, durante unos minutos, mientras desayuna en la cafetería cercana a su oficina, o en el Zara, o en Piazza Navona. El encantamiento es tan fugaz como uno de esos juegos infantiles en los que, a una señal, hay que quedarse muy quieto. Pero a veces, muy pocas, Esteban se turba. Se siente confuso. Desleal. No debería haberle sonreído como un bobo a la camarera nueva. De verdad. No debería. Y, al mismo tiempo, un bicho diminuto empieza a roer en su cabeza. Joder, se dice, qué mal hago a nadie. ¿Es que no puede uno fantasear siquiera? ¿No puede estar uno un ratito consigo mismo? Esteban vuelve a admirar la finura de las muñecas de la camarera.

Lo que yo creo que le ha pasado a Esteban, lo que le pasa a todo el que imagina vagamente citas y piropos clandestinos, mientras se sienta junto a su querida pareja, es que se ha sentido inclinado, repentinamente, a reivindicar su propia individualidad. El bicho de su cabeza le ha sugerido que tampoco es tan peligroso, que a lo mejor hasta es sano, que en su corazón conserve una parcela virgen a la ocupación del otro. Esteban ha reclamado su derecho a dejar de ser, por un momento, parte de un binomio insoluble. A formular unos cuantos verbos, por primera vez desde hace ya seis años, en la primera persona del singular. A andar en bolas por un pequeño rincón de su intimidad. A disfrutar unos minutos de su apartamento de soltero mental. Se ha dejado seducir por esa transgresión fatal llamada libertad.

¿Y qué pasa si Esteban decide hoy pedirle un segundo café con leche a la camarera nueva? ¿Qué pasa si aquel bicho empieza a desbrozar una zona de su mente que deja a la vista cierta competición consigo mismo? ¿No es posible que Esteban empiece a especular si podría seguir resultando atractivo para otra mujer distinta de Alicia? Ya no se acuerda siquiera de lo que había que hacer para ligar pero, si quisiera hacerlo de veras, ¿no lo conseguiría? A lo mejor, a mitad de su segunda taza, a Esteban le asalta un leve deseo de demostrarse a sí mismo que el amor que tiene por su mujer no le ha limado las uñas, que no es uno de esos patéticos leones viejos de los documentales a los que expulsan hasta de su trono de zoológico. Mientras espera a que la camarera nueva le devuelva el cambio, y una última sonrisa, Esteban se pregunta ya hasta qué punto es natural el amor de pareja. La dualidad. Si la predación sexual no es un aspecto innato en el comportamiento de los mamíferos. Si no habrá ahí, en alguna circunvolución recóndita de su cerebro, una tensión sofocada por milenios de conveniencia cultural.

La sonrisa de la camarera nueva también parece innata. Venía con ella de fábrica. Esteban coge el cambio, y sale de la cafetería con las manos en los bolsillos. La dosis extra de cafeína le hormiguea por todo el cuerpo. De camino a la oficina, imagina lo que pensaría si Alicia también se permitiera licencias mentales como esta...Pero vamos a dejar tranquilo a este buen hombre corriente, hasta mañana, a ver si mea el café y se le aclaran las ideas.

3 comentarios:

  1. Una vez escuché decir a alguien,remedando el antiguo bolero "...se pueden querer dos mujeres a la vez y no estar loco".

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  2. Me parto con el final de esta...Voy a por la siguiente entrega!

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