Decíamos ayer (jujuju) que, según la
teoría oficial, la culpa de buena parte de los adulterios la tiene
la tan cacareada crisis de la madurez. Bien. Otra de las
consideraciones clásicas de esta teoría, habitual en novelas y
teleseries, es que el adulterio actúa nada más que como el
catalizador de una ruptura, y que, detrás de todo episodio de
cuernos, hay un malestar sentimental previo que se ha venido larvando
desde quién sabe cuándo, tal vez desde la primera cena de
Nochebuena con la familia de la pareja. Vale, será verdad (yo muero
por los padres de Jose, conste). Pero también lo es que la
infidelidad, al menos desde un punto de vista abstracto, magnetiza la
fantasía incluso de personas que pueden presumir de mantener una
relación amorosa robusta e inquebrantable. Porque cuenta, la
infidelidad, con un poder todavía más sutil y profundo que el
generado por el paso sistemático de los años; por la pulsión de
novedad que brota del hastío; por la sensación de derrota que
acompaña a la guerra de guerrillas sentimental; o por la sospecha,
algo más inocua, de que lo que uno tiene en el corazón se parece
bastante a esos cromos repetidos de los que no había manera de
deshacerse mediante trueque. La traición, creo, apela al corazón
del ego. No es sólo un problema de tú y yo, sino, sobre todo, de yo
y yo.
Veamos un ejemplo. Esteban ama a Alicia.
Sin dudas, sin fisuras. Ambos han pasado ya aquella primera fase de
arrebatamiento carnal y sentimental, cuando el foco de su atención
estaba totalmente centrado en el otro, volviendo borroso el resto de
la realidad. Llevan juntos seis años, y se comprenden, se respetan,
completan mutuamente las frases apenas formuladas por el otro, y se
ríen con las mismas chorradas ininteligibles para los demás.
Esteban quiere que la jubilación llegue para irse a un viaje del
Imserso de la mano de Alicia. Alicia se aburre mortalmente con otra
gente. Sin embargo, Esteban siempre fue enamoradizo. Desde
parvulitos. Y, de manera fugaz e íntima, lo sigue siendo. No es que
se enamore como un Romeo. Simplemente, es sensible a la belleza
ajena. Al humor ajeno, a los hoyuelos ajenos, yo qué sé, a las
feromonas ajenas. Y Alicia no ha dejado de parecerle nunca la más
guapa, la más graciosa, la más adorable y la más sexy. Pero eso no
elimina de un plumazo la fuerza de lo ajeno. Por eso Esteban se queda
prendado con frecuencia, durante unos minutos, mientras desayuna en
la cafetería cercana a su oficina, o en el Zara, o en Piazza Navona.
El encantamiento es tan fugaz como uno de esos juegos infantiles en
los que, a una señal, hay que quedarse muy quieto. Pero a veces, muy
pocas, Esteban se turba. Se siente confuso. Desleal. No debería
haberle sonreído como un bobo a la camarera nueva. De verdad. No
debería. Y, al mismo tiempo, un bicho diminuto empieza a roer en su
cabeza. Joder, se dice, qué mal hago a nadie. ¿Es que no puede uno
fantasear siquiera? ¿No puede estar uno un ratito consigo mismo?
Esteban vuelve a admirar la finura de las muñecas de la camarera.
Lo que yo creo que le ha pasado a
Esteban, lo que le pasa a todo el que imagina vagamente citas y
piropos clandestinos, mientras se sienta junto a su querida pareja,
es que se ha sentido inclinado, repentinamente, a reivindicar su
propia individualidad. El bicho de su cabeza le ha sugerido que
tampoco es tan peligroso, que a lo mejor hasta es sano, que en su
corazón conserve una parcela virgen a la ocupación del otro.
Esteban ha reclamado su derecho a dejar de ser, por un momento, parte
de un binomio insoluble. A formular unos cuantos verbos, por primera
vez desde hace ya seis años, en la primera persona del singular. A
andar en bolas por un pequeño rincón de su intimidad. A disfrutar
unos minutos de su apartamento de soltero mental. Se ha dejado
seducir por esa transgresión fatal llamada libertad.
¿Y qué pasa si Esteban decide hoy
pedirle un segundo café con leche a la camarera nueva? ¿Qué pasa
si aquel bicho empieza a desbrozar una zona de su mente que deja a la
vista cierta competición consigo mismo? ¿No es posible que Esteban
empiece a especular si podría seguir resultando atractivo para otra
mujer distinta de Alicia? Ya no se acuerda siquiera de lo que había
que hacer para ligar pero, si quisiera hacerlo de veras, ¿no lo
conseguiría? A lo mejor, a mitad de su segunda taza, a Esteban le
asalta un leve deseo de demostrarse a sí mismo que el amor que tiene
por su mujer no le ha limado las uñas, que no es uno de esos
patéticos leones viejos de los documentales a los que expulsan hasta
de su trono de zoológico. Mientras espera a que la camarera nueva le
devuelva el cambio, y una última sonrisa, Esteban se pregunta ya
hasta qué punto es natural el amor de pareja. La dualidad. Si la
predación sexual no es un aspecto innato en el comportamiento de los
mamíferos. Si no habrá ahí, en alguna circunvolución recóndita
de su cerebro, una tensión sofocada por milenios de conveniencia
cultural.
La sonrisa de la camarera nueva también
parece innata. Venía con ella de fábrica. Esteban coge el cambio, y
sale de la cafetería con las manos en los bolsillos. La dosis extra
de cafeína le hormiguea por todo el cuerpo. De camino a la oficina,
imagina lo que pensaría si Alicia también se permitiera licencias
mentales como esta...Pero vamos a dejar tranquilo a este buen hombre
corriente, hasta mañana, a ver si mea el café y se le aclaran las
ideas.
Una vez escuché decir a alguien,remedando el antiguo bolero "...se pueden querer dos mujeres a la vez y no estar loco".
ResponderEliminarMe parto con el final de esta...Voy a por la siguiente entrega!
ResponderEliminarPor cierto, Laura soy
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